EMMA SE SINTIÓ de pronto terriblemente desamparada. Aprovechando la muerte de su viejo administrador, hizo venir a su hijo de París. Necesitaba que alguien se hiciera cargo de sus rentas. Al muchacho le pareció estupendo volver. Estaba cansado del cielo de París. Llevaba un par de días en la casa cuando una mañana llamaron por teléfono. Era tía Sara. Los esperaba para almorzar. Jacky también había vuelto para pasar con ella las fiestas del Pessah y a lo mejor se quedaba hasta que llegara el verano, porque el aire de los Alpes Marítimos no le sentaba bien.
La criada que les abrió la puerta no era la vieja Anita, y despistada los pasó al salón. Emma y su hijo se echaron a reír. Encontraban aquello divertido.
—Nos toma por unos extranjeros… —musitó Emma, encendiendo un cigarrillo.
David se repantigó en una butaca. Intentaba disimular su nerviosismo.
Poco después llegaba Sara, muy bien vestida. Hubo besos, lágrimas, frases entrecortadas y una profusión angustiosa de lirios multiplicándose por los espejos, esparcidos en todos los jarrones de la estancia.
—¿Y Jacky? —preguntó David, disimulando mal su impaciencia.
—Ahora viene, querido.
Las dos mujeres se sentaron en un diván mientras David se paseaba por entre un bosque de vitrinas contando abanicos. Empezaba a aburrirse soberanamente cuando oyó a sus espaldas una voz:
—¡David!
Y al volverse tropezó con un muchacho delgado, imberbe, que llevaba un traje de franela gris bien cortado y una corbata roja de lanilla escocesa que estallaba en la blancura de una camisa de seda. Tenía un rostro bastante curtido por el sol y un mechón de cabellos estorbándole en la frente. En los ojos reconoció a su primo. Recordó que de pequeño una institutriz sueca que tenía, solía recogerle aquella especie de cresta insoportable con una horquilla de plata. Se abrazaron.
—¿Me guardas todavía rencor? —preguntó, sin ningún tacto, David.
Pero Jacky no contestó. Lo cogió de un brazo y salieron juntos al jardín. Como siempre, hacía un tiempo espléndido.
—Te he recordado mucho estos últimos tiempos, David —confesó Jacky.
Pero, en el tono de voz, David descubrió un escondido resentimiento.
Estuvieron saliendo juntos hasta que ocurrió «aquello». Todo el mundo creía que Jacky era mayor. Sus catorce años resultaban inconfesables. Iban a todas partes. O no iban a ninguna. Se quedaban leyendo. Unas veces en la casa del Monte; otras, en la del Marshán. Leían o charlaban asediados por las meriendas de Emma y de Sara. Cuando almorzaban en el Monte, lo hacían a la sombra de un árbol, lejos de la veranda. Un árbol que los protegiera de las reverberaciones del mar. Con cuervos que levantaban el vuelo desde las oscuridades de una frondosa higuera. O bajo el toldo, en el jardín, más estilizado, de tía Sara.
—Tú le haces mucho bien a Jacky, mi rey —le decía ésta una tarde a su sobrino—, y Jacky te adora. Cualquier gesto despectivo tuyo, involuntario, porque tú no escondes contigo ninguna maldad, puede hacerle mucho daño. Ten en cuenta esto, David. Tenlo siempre en cuenta de ahora en adelante. Porque Jacky te quiere muchísimo y es una criatura demasiado sensible.
Y un buen día, David fue en busca de su primo, y su primo no estaba en casa. Tía Sara había salido de compras. Telefoneó desde el Monte. Su tía le explicó que el muchacho estaba invitado y pasaría todo el día fuera. En el fondo, a David le molestaba que su primo no le hubiera hablado de aquella invitación. No quiso insistir. Emma andaba liada en un pleito por un viejo terreno, y David, durante unos cuantos días, sólo contaba con el tiempo justo para ocuparse en aquel asunto, relegando de momento su primo a segundo término. Un domingo volvió a llamarlo. De nuevo volvió a coger el teléfono tía Sara. Tenía un acento extraño. Como de haber llorado.
—¡Ah! ¿Eres tú, David? Sí, hijito. No. Jacky no está. Se lo ha llevado su tío a pasar unos días en el Sur.
David se sintió defraudado. Triste sin saber por qué. No conocía a casi nadie en la ciudad. Jacky lo distraía mucho. No comprendía a qué obedecía aquel apartamiento. Le parecía cosa premeditada. El tío Ezequiel era el Richelieu de la familia. Siempre maniobraba en la sombra.
—«Bajo el manto escarlata» —ironizaba con frecuencia Emma—. Ya está Sarita enredada en los muarés sangrientos de esa maldita capa.
Una tarde estuvo a merendar en la casa del Monte una vieja prima de Emma. Se llamaba Sonia. Se pintaba como un carromato. Y tenía más años que Matusalén. Pero ella, siempre que hablaba con Emma, decía:
—¿Te acuerdas de cuando jugábamos de pequeñas?
Y a Emma aquello le hacía mucha gracia. Porque Sonia era prima de su madre y podía muy bien haber sido abuela de David.
—No te veo ahora con Jacky en los asaltos, David…
—No. Estoy muy ocupado —contestó David, cortando la risa furiosa de la vieja prima—. Además, creo que ahora Jacky tiene otros amigos con los que lo pasa muy bien.
Sonia alarga un brazo, nudoso como el tronco de un sauce llorón, ensartado de pulseras de oro, hacia una fuente y escoge un hermoso pastel de chocolate y moka.
—¿Tú crees? —pregunta con sorna la prima Sonia, y con la boca llena intenta encender un cigarrillo. David le tiende un mechero.
La vieja, en un intento terriblemente sobrehumano, consigue cruzar las piernas. Unas piernas finas. De mujer joven. Bien enfundadas en unas medias color de avellana. Con unos zapatos de tafilete rosa que le sientan como un tiro.
—Al menos es eso lo que me dice tía Sara cada vez que lo llamo por teléfono.
—Jacky no tiene ningún amigo. Es un muchacho solitario. Lo que ocurre es que anda de por medio ese bandido de Ezequiel, el hermano de su padre. Un fanático. Un atrasado. Hijo de rabinos. Siempre está haciendo lo imposible por separaros a ti y a tu madre de la prima Sarita y de Jacky.
—Eso es absurdo —comenta David.
Emma, que asiste perpleja al diálogo, añade:
—No puede ser.
—¿Por qué? —reconviene Sonia—. ¿No veis que si algún día muere todo irá a parar a manos de su único sobrino? Y él no desea en modo alguno que su sobrino se aparte de nuestras creencias, de nuestras costumbres, de nuestros atavismos.
—Bueno, eso es correcto —juzgó David.
—De acuerdo. Pero ¿a qué tiene que meterlo en un colegio de estudios rabínicos cuando el muchacho no tiene vocación?
—¡Qué horror, pobre Jacky! ¿Cómo es posible que mi hermana Sara, tan civilizada como ha sido siempre, permita semejante destino?
—Porque, querida Emma, tu hermana no tiene un céntimo.
—¡No me digas!
—Tu cuñado se gastó la dote y lo que él tenía con una querida inglesa. Y eso que a ti te criticaron siempre por haberte casado con un inglés. La casa la tiene hipotecada. Y es Ezequiel el que los librará de la hipoteca imponiendo como condición que Jacky …
—Pero, Sonia… —cortó Emma—. Eso parece mentira.
—Cierto y muy cierto. Vivís completamente alejados de la realidad. ¿Y a que no sabes la patraña que se ha inventado ese maldito de Ezequiel para apartar a tu hijo de Jacky?
—No —confirmó Emma.
—Que tu hijo era una persona que podía pervertir a Jacky. Que estaban demasiado tiempo juntos. Y que los hombres juntos demasiado tiempo…
—¡Calla, Sonia! —gritó Emma cerrando los ojos.
David no supo qué decir. Ni qué hacer. En el fondo de todo aquello le parecía que había algo de cierto. Jacky significaba demasiado para él. Optó por callarse. Dejaría correr el tiempo. Emma fue la que se llevó un sofoco tremendo. Desde entonces empezó a sentir un profundo amor por todos los árboles.
Una tarde —ya a mediados de verano— estaban Emma y David en la veranda cuando vieron que empujaban la verja del jardín, y aparecieron de pronto tía Sara y Jacky. Venían muy bien vestidos y con una sonrisa de premeditada satisfacción en los rostros.
—¡Sara! —se alegró Emma. Al fin y al cabo era su hermana.
—Hemos venido para ver qué os ocurría. Ni siquiera telefoneáis preguntando cómo estamos en casa. Antes David llamaba todos los días.
—¡Sara! ¿Por qué mientes? —atacó Emma.
Jacky había cambiado de color.
—¡Hola, David! —le dijo al primo. Pero no quiso darle la mano. Tampoco David hizo ademán alguno. Permaneció inmóvil.
Tía Sara se echó a llorar.
—Estamos en manos de Ezequiel.
—Eres cobarde, Sara. ¿Por qué no te vienes a vivir con nosotros?
—¿Y nuestra casa?
—Esa casa no es la tuya. Tu casa es ésta. Mamá nos educó a la inglesa. Siempre vivimos en el Monte. Alejados de esa peste hipócrita. Deja que se pierda la casa. Que se vaya a vivir en ella Ezequiel, o que la convierta en una sinagoga.
—¿Y Jacky?
—Vivirá con nosotros. Lo que es mió y de David es tuyo y de tu hijo.
—Lo siento —intervino Jacky—. Yo he decidido volver a Francia.
—¿Lo dices en serio? —se encaró David.
—Sí. He venido a despedirme. Y a invitaros a pasar unos días en casa antes de que salga para Aix-les-Bains.
Emma y David se quedaron de piedra. Emma estuvo a punto de rechazar la invitación, pero al ver en el rostro del hijo dibujado un gesto de contrariedad, se contuvo y aceptó.
—De acuerdo.
—Emma, querida, yo hubiera querido que Jacky estudiara una carrera…
—Ezequiel y su familia fueron siempre unos fanáticos. El menos indecente de todos ellos fue tu marido y… ya lo has visto. Gastó toda su fortuna y la tuya acostándose con una inglesa.
Aquella misma tarde cerraron la casa del Monte y se fueron a vivir con tía Sara todo el tiempo que Jacky permaneciera en la ciudad.
—¿Y no le importará a Ezequiel que los primos vuelvan a salir juntos? —preguntó con sorna Emma.
Jacky enrojeció.
—Ésa ha sido Sonia —acusó tía Sara—. Seguro. Otra que toda su vida estuvo queriendo casarse con Ezequiel y, como no lo ha conseguido, ya no sabe lo qué va a inventar.
Volvieron una vez más a salir juntos. A charlar horas y horas a la sombra de un árbol. Jacky se mostraba orgulloso de su colección de cajas de cerillas. Todas las mañanas bajaban a la playa. Una playa muy pequeña, de arena húmeda y terrosa, que se encontraba a los pies de la casa. Se zambullían en el mar y luego, tendidos en la arena, se secaban al sol. A la vuelta, Emma y Sara los esperaban sentadas en la terraza, bajo el quitasol, y allí tomaban un aperitivo. Los cuatro eran verdaderamente felices.
Una mañana, después de una noche de un levante espantoso en la que el viento no había dejado de soplar, los dos primos se desayunaban en la cocina. Era muy temprano. Todos habían dormido mal. Cuando el levante no se espera, hay siempre puertas y ventanas mal cerradas que durante la noche no cesan de dar golpes. Luego, los perros que ladran todo el tiempo. El aroma del café los puso de buen humor. La cocinera iba de un lado para otro preparándoles el desayuno. Fue entonces cuando alguien llamó al timbre de la puerta grande. David dijo:
—Es el lechero —y añadió en tono de broma—: Como en las películas americanas.
Pero la mujer que salía de la cocina limpiándose las manos en el delantal, exclamó:
—El lechero nunca llama a esa puerta.
Volvió poco después trayendo en la mano el papel azul de un telegrama. Se lo entregó a Jacky. El muchacho rasgó aquella especie de sobre y, desplegándolo, lo leyó. Luego clavó sus ojos en el rostro del primo:
—Es un telegrama de tío Ezequiel. Cambia de programa y regresa mañana —anunció.
David quiso descubrir en el tono de voz un insoportable cansancio. Como si deseara disculparse de no se sabía qué.
—Jacky, si tú quieres, nos marchamos —propuso—. Nos vamos los dos a Londres. Allí encontraremos algo. Nos defenderemos.
Jacky no contestó. Se limitó a volver el rostro hacia la pared y quedarse callado. Inmóvil. Con el peso de sus catorce años. David ni siquiera terminó el desayuno. Oyó la voz de la madre en el jardín mezclada con el de tía Sara.
—Mira —le decía Emma a su hermana—. El viento ha destrozado estos rosales.
—Por eso yo no quisiera en este jardín más que geranios. Y si planté este rosal fue por no despreciártelo. Para que no hubiera más disgustos entre nosotros. Pour ne pas me montrer grossière.
—Pues en el mío yo procuro tener toda clase de flores. Mi ilusión sería convertirlo en un jardín botánico. Madame Augé me ha mandado este año, de Haití, un hibisco.
—Tu jardín está más resguardado. Hay árboles.
—Sí. Hay árboles —repitió Emma, con inusitada ternura.
Luego se las vio atravesar una parte de la terraza. Llevaban a la cabeza unos amplísimos sombreros de paja. Parecían viejas estatuas chinas a las que el viento, de pronto —el viento de los primeros días de primavera—, consiguiera poner en movimiento. David se levantó sin mirar a su primo y se reunió con las dos mujeres en el jardín.
—Hoy he dicho a Rejma que prepare un cuscús. A Jacky le encanta.
—Y a nosotros. ¿No es cierto, David?
—Sí, mamá.
—¿Dónde está Jacky?
—Terminando el desayuno. Ha recibido un telegrama de su tío. Llega mañana —al decir esto, el muchacho miró a su madre. Tía Sara se lamentó como una chiquilla que pierde su juguete favorito:
—¡Qué fastidio!
—Creo que debemos volver a casa, David. No podemos tener tanto tiempo nuestros asuntos abandonados.
—Pero no ahora —protestó Sara infantilmente—. No antes de probar mi cuscús. Nunca os lo perdonaría.
—No, mi bueno. No. Ahora no. A la tarde. Nos iremos a la puesta del sol.
En esto apareció Jacky. Llevaba colgado del hombro un saco de lona con las cosas del baño.
—Voy a bajar a la playa, mamá —(siempre decía: «Vamos a bajar a la playa»).
—¿Con este viento? —se escandalizó Emma—. ¡Tú no vayas, David!
David no opuso ninguna resistencia. Comprendió que aquella mañana Jacky deseaba ir solo.
—¿Cómo lo dejas ir, Sara?
—Mi hijo nada como un pez. Y además es prudente. No tardes, mi rey, hoy tenemos un plato de los que a ti te gustan.
Jacky desapareció tras el naranjo. Saltó la balaustrada. Y escogió un sendero abierto entre las rocas que venía a perderse en lo hondo de la playa.
David se pasó casi toda la mañana leyendo. Tía Sara y Emma unas veces jugaban a las cartas y otras, cuando se aburrían de hacerse trampas, hablaban de su niñez. Tía Sira hizo que bajaran del desván un baúl cargado de juguetes «de cuando ellas eran niñas». Había momentos en los que se las oía reír, y otros en los que las voces se quebraban. El reloj del vestíbulo dejaba escapar su carillón de estruendosa sonnerie, que retumbaba por toda la casa. Luego el viento producía un lastimero silbido, queriéndose colar por el resquicio de todas las ventanas. Pasó mucho tiempo. Hasta que se oyó la voz de tía Sara en el office, que preguntaba con acento preocupado. Volvía al salón:
—¡Qué raro! Estoy inquieta. Jamás tarda tanto.
—¿Por qué no bajas a la playa, David? —pidió Emma a su hijo.
Pero tía Sara lo retuvo:
—No. No vayas, David. Ya vendrá él. A veces, sí, cuando le ocurre algo molesto, suele tardar. A Jacky hay que respetarle sus momentos de soledad.
Se sentaron los tres en el inmenso diván y se quedaron callados, esperando. Sólo al viento se le oía ir y venir a sus anchas por toda la casa.