EMMA NO CONDUCÍA BIEN. Se ponía nerviosa y todo resultaba peor. Tenía mucha suerte. Siempre le perdonaban las multas.
—Espera un momento —le había dicho a Cristina—. Voy a ver si ha llegado Le Monde. ¿Tú quieres algo?
—Un paquetillo de Cravens y unos caramelos de menta.
Acababa de frenar junto a la acera. Frente a «Itálica». Pero lo había hecho mal pues era un día de ésos en los que tocaba parar en la acera de enfrente. En cuanto entró en la tienda de revistas, apareció ante los cristales del coche la figura de un agente:
—Excusez-moi, mademoiselle. C’est vous qui conduisez cette voiture?
—Non.
—Alors… Où est votre père?
—C’est une amie.
—Eh bien!
—Elle vient tout-de-suite.
Emma regresaba llena de paquetes. Y los periódicos debajo del brazo. Venía muy contenta.
—Pardon, madame…
—¿Qué hay, guapito?
Entonces el agente hablaba en español.
—Ha aparcado usted mal.
—¡Huy! ¡Pues es verdad! Tienes razón. Tengo un día horrible. De acuerdo. Cumple con tu deber. —Por esta vez la perdono. Pero tenga cuidado.
Emma se ponía muy contenta.
—Merci. Vous êtes bien gentil. Vous viendrez un jour chez-moi pour prendre un drink.
El hombre la saludaba ceremoniosamente. Emma, sentada frente al volante, arrancaba, toda sonrisas.
—¡Hija! ¡Quién tuviera veinte años menos! Es monísimo.
Cristina se echaba a reír, divertida.
—Mira, ¿sabes una cosa? He encontrado el «Black & White» a 1800. Es un saldo. ¿Qué te parece? También he comprado un tarro de sales perfumadas para el baño. Ten. Esto es para ti.
Era un número extraordinario del Evening Saturday Post.
—¿Y qué quieres que haga yo con esto? —preguntaba, intrigada, Cristina.
—Leerlo, querida. Leerlo. Trae una encuesta que se ha llevado a cabo en los Estados Unidos sobre los problemas sexuales y la juventud.
—¿Adónde me llevas?
—Vamos a casa de una inquilina recalcitrante. Hace dos meses que no me paga el alquiler.
Atravesaban el centro de la ciudad. Emma observaba con el rabillo del ojo los escaparates.
—No sé si he visto mal, pero me parece que «Monique» tiene un saldo.
—Has visto bien.
—Luego volveremos.
—¡Huy, mira, Madame Mignon tiene el escaparate lleno de nougats! Luego volveremos.
—Yo quisiera estar en casa antes de la una. Consuelo se pone furiosa.
—Pero ¡si son las once!
Entraban en una callejuela silenciosa y estrecha:
—Por aquí tengo yo alquilada una villa. Justamente al volver esta esquina. Y en ella vive una inquilina recalcitrante.
Entraron en otra callejuela más estrecha, rodeada de altos muros, por los que trepaban jazmines y madreselvas. También había buganvillas, como en todas las calles de la ciudad. Era aquello una especie de recinto encerrado que tenía cierta gracia. En una villa con estilo «principios de siglo» —ventanas pintadas de azul y un jardín en el que todo era césped— alguien tocaba al piano un estribillo de L’Opéra de Quat’Sous.
—¿Es aquí?
—No. Es más moderna.
—¡Qué lástima!
—¿Por qué?
—Era bonito.
Se oyó una voz gritar:
—Etienne, descends! Le déjeuner est prêt.
El piano dejó de tocar. Y a Cristina le entró una hambre inmensa. Se imaginaba a una chiquilla rubia, bajando la escalera, dispuesta a devorar una mesa preparada en el jardín, cerca de la mancha de sol, bajo un olmo; una mesa con mantel a cuadros rojos y blancos, como un «babi» que ella había llevado de pequeña al colegio. Con unos platos de porcelana barata decorada, en la que descansaban una jarra de cristal rebosante de vino rojo, una fuente de queso, una cabeza de jabalí, botes de confitura de miel, de castañas asadas, un pato guisado con naranjas, mucho pan, recién salido del horno, humeante. Y té con yerbabuena.
—Emma…
—¿Qué?
Emma la miró y se echó a reír.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó.
Cristina respondió:
—No lo sé. Tengo hambre.
—Ya hemos llegado —anunció Emma.
Le Petit Ami des Oiseaux. «El amiguito de los Pájaros». Des Kleine Vogel Freund. Il piccolo amico degli ucelli. Domestic pets. L’été, «Verano», Summer, Estate.
—¿Te gustan?
—No. Pero me chocan.
Eran cromos. Viejos cromos. Cristina paseó una mirada por la habitación. Era el vestíbulo. Con un arranque de escalera frente a la puerta de entrada, con un barandal de mampostería. Las paredes habían sido pintadas de aceite en color verde guisante. No era espacioso. El suelo era de ladrillos blancos y negros. Brillaba de puro limpio. La luz entraba por la puerta de entrada, que era cíe cristales esmerilados. No había apenas muebles. Una mesita, especie de consola sin estilo definido. Un espejo «veneciano» y dos sillones de mimbre con cojines de cretona estampada (flores). Sobre la mesa, un búcaro de pésimo gusto, abarrotado de claveles. Y en la pared los dos cromos enmarcados en sencilla madera, sin cristal. Tal como Cristina los había visto en casa de su costurera.
—Éstos son más antiguos… Y tienen cierta gracia —explicó Emma.
—Consuelo tiene en su cuarto el Sagrado Corazón y la Virgen del Carmen. Y Pilar, dos mujeres vestidas de organdí a la moda de hace treinta años, con sombrillas japonesas y en un jardín lleno de pavos reales.
Había una puerta cerca de la consola. Era una puerta en forma de arco de medio punto. Y por allí apareció la criada que les había abierto la puerta.
—Dice la señora que pase usted al comedor. Que quiere enseñarle las manchas de humedad que han salido en el techo. Y no hace un mes que se gastó un dineral en pintar toda la casa.
—Ven conmigo, Cristina.
—No. Yo te espero aquí.
—Como quieras.
Se oía jugar a unos niños en la callejuela. La sombra de la buganvilla dibujaba en el cristal de la puerta una mancha opaca de color violeta.
—Ahora te toca a ti, Juanito.
—Yo no juego con Antoñito. Antoñito hace trampas.
—¡Niña, que te llama mamá! Que tienes que ir por el vino y un paquete de azafrán.
—Yo no voy. Hoy no me toca a mí.
—¡Mentirosa!
—Mentiroso tú. Yo fui ayer por el vino. Y también fui por un manojo de verdura. Y a la mercería por una bobina y los botones para el abrigo de Angelita.
—Y yo te di mis tres postales y la bola de colores. A ver si no te acuerdas ya.
—Bueno, Ernesto. ¿Vienes o no?
—¡Niña, que me estoy cabreando!
A la niña se la oyó echar a correr. El niño debía de andar despacio, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Silbando «Bambino». Luego se fueron todos y empezó a ladrar un perro.
De la puerta que había cerca de la consola, en arco de medio punto, abierta, llegaban las voces de Emma y de la inquilina. Parecía como si hubieran cambiado de habitación y estuvieran en otra más próxima.
—Pues tú estás muy bien —decía Emma.
—¡No me digas! —exclamó la inquilina.
—Ese peinado te favorece mucho.
—La hija de mi cocinera que es un prodigio.
—¿Qué vida haces?
—Ninguna. ¿Quieres un whisky?
—Es muy temprano.
—Desde las nueve estoy bebiendo.
—Mujer, eso no es bueno.
—Tengo días. Tú tampoco has cambiado nada. ¿Cómo haces para estar tan delgada?
—Como muchísimo.
—Yo no pruebo bocado y fíjate qué caderas.
—Claro. No probarás bocado, pero si te echas al coleto una botella de whisky en una mañana…
—Mujer… Es que a veces se levanta una tan deprimida. Con unas tristezas… Y unas ideas más negras…
—Eso es el hígado. ¿No has ido a un médico?
—¡Toca madera!
—Bueno, ya quisiera yo tener esas caderas. Los hombres dirán lo que quieran, pero a la hora de la verdad las prefieren rellenitas.
—Yo no pienso en eso.
—¿No vas a ninguna parte? ¿No sales?
—No. Leo mucho. Lo leo todo. Periódicos, revistas, novelas…
—¿Y amigas no tienes?
—Ni las quiero. No quiero a nadie.
—Haces bien. Pero sola, sola, tienes que aburrirte.
—Pues, hija, no me aburro. Ya me enteré por el periódico que murió la hija de Lola Quijano.
—Sí, la pobre.
—Como no visito, le he mandado una esquela por correo. Hace años que no la veo.
—Yo no he sido nunca muy amiga de ella. Aunque no me es antipática. De quién fue en un tiempo muy amiga fue de tu cuñada.
—¿Cómo está Lola? ¿Tú has ido a verla?
—Sí, claro. Lola es muy fría. Se marcha a fines de mes a Londres con una prima.
—¿Y el amigo?
—¿Qué amigo? La vida de Lola es un misterio. Hace muchos años que dejó a Elías, y ahora, cuando ha vuelto esta segunda vez no se ha visto con nadie. De todos modos, ella sigue viviendo con el mismo tren.
—Hace bien.
—Quien no debe de andar buena, es tu cuñada. Se la ha llevado el marido a Madrid.
Cristina sintió una ligera punzada.
—Yo no quiero saber nada de esa gente.
—Pues conmigo ha venido tu sobrina. Ahí fuera la he dejado. Claro que ella no sabe quién eres tú. Yo le dije que pasara conmigo, pero no quiso. ¿No quieres verla?
—No. Tienes unas cosas…
—Lo siento. Después de todo, la chiquilla no tiene culpa de nada.
—Basta que sea hija de quien es…
—Mujer, el tiempo lo perdona todo.
—El tiempo puede ser. Yo no. No tengo esa grandeza de alma. Cuando enviudé y me vine aquí fui a ver a mi cuñado a la oficina. Y me echó con cajas destempladas. Me insultó delante de todos sus empleados. Me llamó de todo. Pero Dios es grande… Y gracias a Dios he sabido defenderme. Toma una de estas galletas. Tienen queso por dentro. Están muy ricas.
—No, gracias. Prefiero las aceitunas.
—¿A quién se parece?
—A la abuela.
—Aquel bicho…
—Lidia no era mala.
—Regular nada más. Ahora que, con ella viva, yo me hubiera entendido. Teníamos las dos el mismo temple.
—En cambio, tu cuñada es un hueso.
—Un hueso inroíble.
—Julio ya no es tan malo, digas lo que digas.
—Pero es un cabrito que hace lo que ella quiere. ¿Y es buena la chica?
—Yo la encuentro estupenda. Ya conoces a la gente joven.
—No. No sé cómo son los jóvenes de ahora. Ni los de antes. Yo nunca he sido joven. ¿Te marchas ya?
Emma se había puesto de pie.
—Sí. Es muy tarde. Y además no quiero hacer esperar a Cristina.
—Mándame mañana a tu hijo. Le daré un cheque. Debe de estar hecho un hombrón. ¿Tiene novia?
—No. Es muy huraño.
—Hace bien. Cada uno es como es. Ven, que te voy a enseñar el jardín, mujer. Es lo mejorcito de la casa.
Cristina quiso adivinar el jardín. Debía de estar a la espalda del edificio. A la inquilina se la oyó reír. Soltar una carcajada caliente, sonora, prolongada. No sintió hacia ella rencor alguno. Lo único que no le perdonaba era que le hubiera quitado el apetito.
—Ni hablar. Odio los pisos. Odio tener vecinos. Bueno, no te olvides, ¿eh?
—Ahora mismo voy a preguntar cuál es ese producto que absorbe la humedad.
Se oyó un portazo. Luego apareció Emma.
—Lo siento querida. ¿Te he hecho esperar mucho?
—Un poquito.
—Ven. Vamos a sentarnos en la terraza de un café y nos tomaremos un aperitivo.
—No. Ya es muy tarde, Emma.
—Mujer, ¿no tenías tanta hambre?
—Ya no.
—¡Ay, esta gente joven qué rarita es!
Antes de subir al coche, Cristina se volvió para ver la casa. En la callejuela no había nadie. La buganvilla tenía un color distinto.