1958

EL ENTIERRO DE ALICIA es a las tres. Cristina lo ha leído en el periódico. Su madre, sentada a la mesa, mientras se desayuna, lo hojea con impaciencia de viajera.

—¿Has visto, Julio?

Julio mira a su hija. Cristina desvía su mirada posándola con desacostumbrado interés en una vieja litografía que cuelga de la pared del comedor: «Tánger durante la ocupación portuguesa». Isabel, sin maña, quiere cambiar de tema:

—Vamos a tener un verano absurdo. Espero que en Madrid no haga demasiado calor.

El periódico ha pasado a manos de Julio. A Cristina todo eso le parece un juego de niños jugado sin gracia por personas mayores.

—¡El teléfono! —exclama Isabel.

—Es para mí —dice Julio.

Cuando Cristina llega al vestíbulo, ve que en un rincón se amontonan ya algunas maletas. Las puertas de la sala han sido entornadas, como si hubiera muerto alguien. Y los muebles, enfundados. La casa ofrece un aspecto extraño. Y ella, con el periódico en la mano, busca la noticia. Alicia ha muerto.

Acaba de llegar Consuelo. Julio la abraza. Isabel la acoge con inusitado cariño. Cristina encuentra en los labios maternos el pliegue de una sonrisa irónica. Consuelo tiene cerca de ochenta años. Es alta y seca. El cabello teñido con «henna». Lleva un traje de chaqueta, falda plisada, todo de hilo color de albaricoque. Le está un poco ancho. Se conoce que ella misma se lo ha «arreglado». Tiene un cuello largo, lleno de arrugas, rodeado por un collar de cuentas de cristal color verde botella. La reciben en la terraza, dispuestos a partir.

—Creíamos que ya no vendrías —asegura Isabel.

—Perdí un autobús y luego, con esa maldita cuesta…

Julio llama a Cristina, que se ha quedado en el umbral.

—Mira, Consuelo, ésta es nuestra hija.

Consuelo hace como que sonríe. Tiene una dentadura perfecta. Una dentadura postiza que convierte su mueca en algo expresivo, algo de máscara griega.

—La tuve en mis brazos cuando abultaba menos que una nuez. ¡Quién había de decir que aquel comino…!

—Dale un beso a Consuelo —ordena Isabel.

Cristina le besa. Huele a «Tokalón» y a colonia «Pompeya». Tiesa, con una sombrilla japonesa de papel de las que regalaban en la Feria de Muestras del año 35, cuando la ciudad era internacional, parece un hechicero recién llegado de una tribu lejana.

Cristina rehúye el recuerdo de una Alicia reciente. Se aferra con entusiasmo a las primeras horas de Consuelo en la casa. La entiende en seguida.

—¿Qué quieres que te prepare para almorzar? —pregunta la vieja.

—Lo que tú quieras.

—¿No eres muy mística para las comidas?

—No.

—Bueno, vamos a ver lo que dice Zohra.

—Consuelo…

—¿Qué?

—¿Ha cambiado mucho esta casa?

Consuelo la mira con fijeza. Luego juega con su mirada a la rueda-rueda, paseándola por el vestíbulo, gozando de la luz que entra a raudales por las puerta-ventanas que ella misma acababa de abrir.

—No.

Cristina guarda silencio.

De pronto, la mujer se encara con ella:

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

—¿Y tienes novio?

Cristina se echa a reír. Nunca, dentro de aquella casa, le habían hecho semejante pregunta.

—No.

—¿A qué esperas?

—¿No conoces a mi madre?

—Mejor que tú.

—¿No sabes cómo es mi padre?

—Lo he visto de pantalón corto.

—Entonces…

—¿No andas enamoriscada de alguien?

—No lo sé.

—Pues es una lástima.

—¿Por qué?

—Porque te pareces muchísimo a tu abuela.

—¿Cómo era mi abuela?

Consuelo vuelve a cerrar las persianas matando la luz.

Cristina sube al tejado. Igual que cuando era niña. Hacía mucho tiempo que no visitaba aquel lugar de la casa. Tiene que pasar por el desván, rozar la puerta del nunca visto cuarto de tía Laura, y alcanzar el ojo de buey. En caso de peligro puede agarrarse a la rama de un eucalipto que besa la fachada norte del edificio. Allí, con un trozo de pan untado de mantequilla y mermelada de naranja, vuelve, como en los tiempos de su infancia, a disfrutar de una inefable y maravillosa libertad. La ciudad aparece desparramada entre colinas. Los pinos ya no ocultan el mar, que se ofrece a sus ojos ancho y hermoso, salpicado de minúsculos vaporcillos. Árboles, coníferas en su mayoría, se acumulan en el horizonte formando una especie de estuario. Allá al fondo alguien está quemando hojas secas. Cristina entorna los ojos, ebria de luz.