1957

—¿DÓNDE ESTÁ CRISTINA? —oyó preguntar a alguien. A una compañera. Luego pusieron en el «pick-up» «Skokian» y una pareja protestó:

—Deja eso…

—¿Esto?

—No. Lo que estaba puesto antes.

—Es muy lento…

Se había encerrado por dentro en una especie de cuarto trasero. Lo estaba pasando mal. No soportaba el contemplar a Alicia, una Alicia de ojos extraviados y andares indecisos, convertida en la presa de aquellos infelices. De aquellos sinvergüenzas, mejor. Los hermanos Brunot, que le manoseaban todo el cuerpo, mientras cambiaban besos obscenos. Allí, en aquel cuarto lleno de estanterías con cajas de galletas, saquitos de arroz y tarros de confitura, botellas insecticidas, novelas baratas y yo que sé cuántas cosas más, se sentía protegida. Protegida no sabía por qué. Ella no temía los avances de aquellos gamberros. Se hubiera enredado a patadas. Se sentía protegida sencillamente contra un aspecto de la vida que siempre le había asqueado. Era el lado animal del hombre. El lado animal de la mujer. Aquella habitación-armario era para ella eso: un armario a su medida. Como aquél en que solía refugiarse de pequeña. Sólo que aquél olía a ropa recién planchada, y éste a canela. Una cucaracha descansaba sobre el borde de una lata de Ovomaltine. Se subió en un cajón lleno de botes de leche condensada, y miró por una especie de ojo de buey. Se veía la parte trasera de un edificio vecino. Eran las galerías. En una de ellas, una mujer de edad, con un delantal blanco, muy pulcro, sentada en una silla, molía café. En el piso más bajo, un niño muy pequeño jugaba con una locomotora de plástico. Se veía un trozo de carretera. Y el muro de un chalet. Pasó una pareja de novios. Gente modesta. Él todavía llevaba un mono. Ella lo agarraba por la cintura. Parecían verdaderamente felices. Una mujer enlutada con un niño de unos cuatro años de la mano, se puso a gritar. El niño lloraba con todas sus fuerzas.

—¡Te he dicho que no, ea!

El muchacho se libraba de los brazos de la novia, cogía al pequeño y lo alzaba hasta el muro. Era el muro de una villa de gente rica. El niñito robaba una flor.

—¿Qué, ya estás contento?

—Se ha molestado usted… —decía la madre—. A los críos no hay que hacerles mucho caso. Gracias, hijo.

El muchacho volvía a la novia. El niño cogía la mano de su madre y la miraba extasiado. Parecía feliz. En la otra llevaba la flor, bamboleándola. Era una flor roja, y parecía de lejos una señorita antigua subida en un columpio. Cristina era feliz. Estuvo mucho tiempo ensimismada pensando en aquella escena. Casi se había hecho de noche. Luego oyó gritar. Daban con los nudillos en la puerta del cuarto trasero.

—¿Estás ahí, Cristina? Abre, por favor, te lo ruego… —era una voz de chica. Una voz sollozante. Cristina abría furiosa.

—¿Qué quieres?

Era Mary. Una chica bajita, retozona, a la que le gustaban las bromas fuertes. Aparecía pálida y asustada.

—Alicia se ha encerrado en el cuarto de baño con esos dos… Yo quiero irme a mi casa. Estoy borracha. Luego me quieren llevar a mí… Por lo menos hay tres en el cuarto de baño.

—¡Imbécil!

Cristina se lanzó al pasillo. Buscó la puerta del cuarto de baño. Estaba cerrada. Se oía la ducha. Y gritos que eran como de risa o de dolor. Cristina sintió un vértigo. Empezó a dar patadas en la puerta. Y uno de los hermanos Brunot la abrió. Estaba desnudo. Y agarró a Cristina por un brazo, intentando atraerla hacia el interior.

—Viens, ma chère, on va s’amuser

Cristina se debatió con toda su fuerza. Ella estaba lúcida. Podía gritar. Mary se había ido a la calle. Cristina gritó. El menor de los Brunot la rechazó de un violento empujón y volvió a cerrar la puerta. Se dio un golpe en la cabeza. Pero ni siquiera le dolió. Se lo había dado contra el marco de un cuadro. Una reproducción de Watteau.

Sin saber cómo, se encontró en la calle. Mary había ido a telefonear que mandaran un taxi. Cristina, sin haber bebido nada, vomitó.