1956

DE MAYORES —David dieciséis y Jacky trece— tuvieron un disgusto. El mayor había terminado sus estudios en el liceo. Tía Sara había enviudado y ya no le importaba recibirlos en su casa. Una tarde fueron los dos a verla (Emma-David). Estaba enferma, con un ataque de hígado o algo por el estilo. Jacky, que se hallaba en la terraza, salió al encuentro de ellos, entusiasmado. Emma lo besó y siguió hacia el interior, rumbo a las habitaciones de tía Sara. David se quedó con Jacky. Llevaba éste una lámina de papel en la mano, que lleno de contento le mostró al primo. Era un dibujo. Una acuarela. Algo que le habían premiado en el colegio. Una especie de paisaje bastante surrealista. Hay veces en que fuerzas ajenas a nosotros mismos nos impulsan a obrar de manera demoníaca. Necesitamos hacer daño como cualquier otra necesidad de carácter fisiológico. David recordaría más tarde, en relación con aquel acto, un fragmento sobre la potencia maligna del pecado, entresacado de la Epístola de San Pablo. Su padre solía leérselo con frecuencia: «Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Si, pues, hago lo que no quiero, reconozco que la Ley es buena. Pero entonces ya no soy quien obra esto, sino el pecado que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena».

David cogió entre sus manos la obra de Jacky y la destrozó. El chiquillo —entonces con trece años— palideció intensamente. Se mordió los labios. Y escapó hacia el rincón más negro de la casa. David no lo vio en toda la tarde. Volvió a la villa del Monte, con Emma, la madre, pero entristecido. Persuadido en el fondo de que a la mañana siguiente Jacky lo perdonaría. Sobre todo si, como tenía pensado, le regalaba su mejor raqueta de tenis. Volvieron en autobús. Emma iba muy elegante y él inclinó la cabeza sobre los hombros de ella. Todo el mundo, en el autobús, los miraba.

Pasó una noche horrible. Contando las horas. En una espera impaciente y endemoniada de las primeras luces del amanecer. Oyó cantar a un pájaro solitario y corrió para abrir la ventana confiado en que ya era de día. Pero del cielo colgaban aún bastantes estrellas. A las seis de la mañana pidió un taxi y con la raqueta debajo del brazo se plantó en la casa de tía Sara. La verja del jardín ya estaba abierta, pero en la casa todo andaba cerrado y al llegar a la puerta grande no se atrevió a llamar. Así estuvo esperando una hora. Vio cambiar de tono y de luz cada macizo, cada planta, cada árbol del jardín. A las ocho, llamó. Le abrió la vieja Anita. Una criada muy antigua en la casa. Nada más verlo le soltó:

—La señora no puede recibirlo.

David la miró, asombrado:

—Pero, Anita, si soy yo, su sobrino…

La mujer no movió un solo músculo de su rostro.

—Sí, lo sé —contestó tras una breve pausa—. Además, la hora que es… Espere un momento —susurró sin invitarlo a pasar. David entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Se quedó como cualquier extraño, dando zancadas de un rincón al otro. Como si aquélla no fuera la casa de su tía. La vieja volvió consternada.

—Lo siento, pero la señora no quiere recibirlo.

—¿Y mi primo? ¿Es que no está Jacky en la casa? ¿Tampoco quiere verme mi primo?

—Al señorito Jacky se lo llevó ayer su tío Ezequiel.

—¿Adónde?

—No lo sé.

El muchacho se sentó abrumado en uno de los sillones del vestíbulo, con la raqueta languideciendo en uno de sus brazos y un cierto aire de trovador burlado. Al ver que la criada permanecía de pie, con la puerta abierta, como invitándolo a partir, se levantó y salió de la casa de su tía completamente destrozado.

En cuanto llegó a su casa, la madre, que estaba todavía en la cama, al ver el semblante de su retoño adivinó que algo ocurría:

—Tía Sara no ha querido recibirme —explicó David. Y arrodillándose a los pies de la cama, el hijo se lo contó todo.

—Es inútil, mamá. Tía Sara no quiere recibirnos. No quiere saber nada de nosotros.

Emma, que había adoptado una actitud y una postura que oscilaban entre la de vestal griega y célebre actriz de Broadway, miró a su hijo con ojos enrevesados. Se llevó una taza de té a los labios, pues acababan de servirle el desayuno, mordisqueó una tostada, acarició un vaso rebosante de jugo de naranja, y no dijo una sola palabra.

—Yo sólo deseaba conocer su reacción, mamá.

Una semana más tarde, Emma acompañaba a su hijo al aeropuerto. Lo mandaba a París para que ampliara en una determinada escuela sus ya empezados estudios comerciales. Allí en París, por una prima lejana, supo David que Jacky estudiaba en Aix-les-Bains. Era un colegio de altos estudios rabínicos.