DEJA DE LLOVER. ES como una especie de tregua. Sólo allá en el estuario, en la parte más rocosa, la que está coronada por un bosque de pinos, quedan flotando jirones de niebla. El cielo sigue igual, con la misma luz, entoldado y opalino, tan gris como en los días anteriores. Se forman pequeñas charcas en algunas superficies verdes. Y en las casas, las más altas, cuyos tejados asoman curiosos por encima de los árboles, aparecen coagulados manchones de humedad.
Yvette de Poissy da de comer a uno de sus hijos, en el comedor pequeño de su villa de estilo portugués, cuando suena el teléfono. Gastón, el marido, que sale en aquellos instantes de sus habitaciones, inicia unos pasos de charleston en el primer tramo de escalera para divertir a los niños. Se precipita escalera abajo:
—Es para mí…
—No, Gastón. Es para mí…
El hombre adopta un aire lánguido y, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón de golf, da una patada a un oso de felpa. Permanece inmóvil ante una ventana, contemplando el jardín, que se halla convertido en una especie de laguna.
—C’est emmerdant…
Yvette le susurra al oído:
—Ah, tu sais? La pauvre petite…
Pero la menor de sus hijas, que se desayuna con frutas, se atraganta con un gajo de naranja. Y Gastón, cosa muy natural, cree que se trata de Odile.
A veces, no siempre, Emma encuentra a su hermana terriblemente ridícula. Sobre todo desde que se ha casado con el hijo de una de las familias más ricas de la ciudad.
—¿Cuál de ellas? —quiere saber Sarita.
—La más joven.
—¡Qué infortunio! Emma está a punto de soltar el trapo. Una carta que acaba de recibir, tiembla en sus manos.
—¿Desde dónde te escribe?
—Desde Ceilán.
—No le digas nada a mamá.
—No cambio un pelo de Tommy por ciento de los de tu marido. Si lo hubieras visto estos meses atrás en el «Country Club» montando a caballo… Parecía un centauro.
Sara preguntó:
—¿Y de qué ha sido?
—Un enfriamiento. ¡Yo qué sé!
—¡Qué disgusto para Lidia!
—En cambio tu marido, hija —prosigue obsesionada Emma—, es un siniestro personaje de Shakespeare.
Sara, exasperada, ruge:
—Voy a vestirme.
—Sí. Mientras viene Alberto.
—Me pondré uno de mis vestidos de soltera.
—Sarita, hija, no se te vaya a ocurrir ponerte un vestido de colorines.
—¡Cómo está hoy la plantadora de té! —revienta muy digna, Sara.
—¿Sabes una cosa? —pregunta Emma extendiendo un brazo más allá del alféizar de la ventana.
—¿Qué cosa?
—Que ha dejado de llover.
—Ya han traído la caja —anuncia la mujer alta con acento castellano.
—¿De qué color es? —pregunta la mujer menuda, que es andaluza.
—Mujer, blanca. ¿De qué color quieres que sea?
—Yo conocí a una muchacha de mal vivir que la llevaba rosa.
—¿De qué vestirán a ésta?
—No lo sé. De novia, me parece a mí.
—¿Tú la has visto?
—No. Pero en cuanto instalen en el despacho la capilla ardiente, iré a rezarle un Padrenuestro.
—Aquella muchacha que yo digo, llevaba un mantón de Manila.
—Pues vaya, hija. Parecería aquello un entierro de barraca de feria. ¿Y los curas permitieron eso?
—Era protestante. Aquí se murió el año pasado una inglesa que iba con un traje de montar a caballo.
Consuelo entra como una tromba:
—¡A ver, una de vosotras, que vamos a vestirla!
—¡Ay, no! Yo no, que a mí los muertos me impresionan mucho —confiesa la andaluza.
—Pero si la pobrecita parece dormida… ¿Dónde anda la Amalia?
—¿No estaba con usted?
—Yo creo que anda preparando el despacho.
—Pero ¡si la Amalia donde tiene que estar es aquí! ¿Han traído el café?
—Ya está llegando la gente.
—¿Y la hermana?
—¿Y los padres?
—Esta tarde llegan.
—¡Pues anda que está el mar…!
—¡Anda, ven!
—No. Yo no. Que vaya ésta.
—Jesús, hija, tanto miedo a los muertos y después con los vivos te pasas de rosca.
—¿Sabéis una cosa? —dice la mujer con acento castellano, que plancha unas bragas.
—¿Sí?
—Ha dejado de llover.
Isabel tiene la cara de una muerta. Lidia Cardovan va de un lado para otro, sin rumbo fijo, porque su alcoba es amplia. Consuelo, que está en todas partes surge de improviso, como si brotara del interior de un armario.
—Señora, el terciopelo negro le viene chico a la mesa.
—¿Has mandado a Amina a casa de Sonia por los candelabros?
—Ya tiene que estar de vuelta.
—¿Y Julio?
—Ha tenido que ir al puerto.
—¡Pobre Julio, debe de estar hecho polvo! ¡Y el otro…! Dos días hace que no aparece por aquí. ¿Hay mucha gente abajo? El vestíbulo está lleno de paraguas.
—¿Quién hay en la sala?
—El cónsul de España. La ministra de Bélgica. Nena Madison. Sarita y Emma con la madre. Pipiola Sterling, medio dormida, con un pestazo a whisky… Y un botellín de «Johnny Walker» en el bolso.
—Anda, calla, calla, no comentes.
Consuelo sale. Lidia se asoma un instante a la ventana.
—Mira, parece que vamos a tener buen tiempo —dice.
—Ya han llegado.
Los manteles se amontonan encima de la mesa. La leonera, que entonces comunica con la cocina, parece un quirófano. Candelaria, que zurce lo inzurcible, alza la vista para preguntar:
—¿Quiénes han llegado?
—Los padres.
—¿Lo has visto tú?
—¡Claro!
—Hija, no te pierdes nada. ¿Y cómo son?
—La madre, muy delgada y muy pálida. Con el pelo cano. Y el padre alto y gordo. Con bigote «a lo Kaiser». Los dos vienen vestidos de negro. A mí se me ha puesto carne de gallina. Traen con ellos a un muchachito de unos diez años, con ojos de chino asustado. Yo me he tenido que esconder tras los helechos para hincharme de llorar.
—Luego dicen…
—En toda la noche he pegado un ojo.
—A las cinco.
—¿Lo veremos desde aquí?
—No. Pero te vienes conmigo a la cámara.
—Dame una copita de aguardiente, ¿quieres?
—¿Me has bordado las iniciales en las combinaciones que te dejé?
—Hija, nadie da nada de balde. ¿Para cuándo es la boda?
—Dios mediante, el mes que viene.
—Ya tendrás tú ganas. Ya.
—Loca estoy. Aquí todo lo hago al revés.
—¿Se lo has dicho ya a la señora?
—No me he atrevido. Como ahora no está el horno para bollos…
—Pues no esperes mucho. Mientras más tardes, será peor…
Rosario fue hasta una alacena y sacó una botella de Anís del Mono. Puso dos copas encima de la mesa.
—¿No vendrá nadie?
—Ahora no. Andan todos demasiado ocupados.
Consuelito entró en el office abrochándose un guante de cabritilla negro. Iba de tiros largos.
—A ver, vosotras, ¿es que no venís?
La mujer que planchaba alzó la vista y exclamó con acento castellano perfecto:
—¡Mujer, qué guapa vas! Cualquiera diría que eres del servicio doméstico.
La menudita, la que no quiere nada con los muertos, sonríe. Consuelo, muy digna, colocándose bien el ala de su sombrero ante el cristal de un armario abarrotado de tarros de confitura, respondió:
—No soy del servicio doméstico, soy la gouvernante.
Las dos mujeres se echaron a reír. Consuelo se puso verde.
—Ya —dijo—. Si se os está viendo el pelo de la dehesa. Si cuando venís por estas tierras en lo que menos pensáis es en aprender, sino en agarrar unos pantalones.
—Bueno, bien está —cortó la andaluza.
—Mira, no queremos dejar la casa sola, ¿sabes?
—¡Allá vosotras!
Y al decir esto tomó un paraguas que había apoyado contra el muro, cerca de la puerta de entrada, grande y antiguo, y salió.
En la casa quedó vagando un silencio pesado. Silencio de domingo. De vez en cuando, la plancha de la mujer, allá en la cocina, producía un chasquido. En el despacho, que había servido de capilla ardiente, olía aún a pabilo y a flores secas. En el suelo, alguien había aplastado sin querer una rosa. Amina abrió las persianas y de fuera del jardín entró una bocanada de aire con olor a tierra mojada. Se había desencadenado una lluvia íntima con el agua que caía de las ramas de los árboles y la que brotaba sonora de los aleros.
Ni a Esterica ni a Amina las habían dejado nunca traspasar los umbrales del office. Y ahora estaban allí, en el despacho y lo miraban todo con arrobada y encantadora felicidad.
—No hay nadie —susurraba Esterica—. Han ido todos al entierro de la señorita Laura.
Y las dos empezaron a curiosearlo todo, dándose empaque, animadas por la imagen que de ellas dos iban repitiendo los espejos y las cornucopias. Imagen de dos chiquillas asustadas y pobres en un mundo inundado de muebles de estilo, en el que abundaban los pesados cortinones de terciopelo rojo.
En el desván, la luz entraba sin ninguna avaricia por una gigantesca claraboya. Una vez allí, se volcaba sobre los objetos. Unos baúles, una cuna de madera tallada (cuatro racimos de uvas entrelazados en forma de guirnalda) que años más tarde Isabel utilizaría como portarrevistas. Unos libros y unos juguetes que fueron de los niños. Entre ellos, no se sabe quién fue la misteriosa propietaria, una muñeca alemana comprada en los tiempos del Imperio austro-húngaro, con los ojos muy abiertos como si hubiera muerto víctima de una impresión terrible, testigo de Dios sabe qué angustiosos momentos. Llevaba una falda de muaré granate y una especie de blusón de tarlatana con espigas bordadas en hilo de color oro viejo. Tenía una cabellera espesa y amontonada de pelo natural, rubio pálido, ya canoso. Lindaba esta cámara con el cuarto en el que dormían las criadas de menos confianza de la casa, como Carmela, Rosario y otras. Consuelo hacía tiempo que había sido trasladada a una alcoba particular, y desde entonces se consideró nombrada ama de llaves oficial. Y Amalia, antes de dormir en el pabellón con su hija, lo había hecho en la cueva que se hallaba debajo de la cocina, en compañía de sus dos jóvenes ayudantas: Esterica y Amina. Aquellos cuartos, con el tejado por techo, cubiertos de vigas de madera y espaciados por claraboyas, en la estación de las lluvias se convertían en escenario de prodigiosas tormentas, y a los que el sol en verano invadía y recalentaba, hasta hacer imposible estar en ellos. En las noches de estío, las mujeres descansaban o vagaban casi desnudas. Iban de un extremo a otro de la pieza, bastante amplia. Se mojaban con gestos histéricos el cuello y la cabeza en una jofaina de porcelana. O se entretenían para distraer la calina, en charlas insulsas que duraban hasta la madrugada. Hablaban y hablaban con sus cuerpos desnudos, de carnes rosadas y abundantes, en plena dejadez, teniendo por testigo único a las estrellas.
En el desván, Amina descubre la muñeca. Esterica abre, sin querer, uno de los inmensos baúles, por el que asoman abultadas piezas y retales de tejidos, vestidos, sombreros, plumas, zapatos y guantes. Y hasta bisutería. No parecía sino esos arcones que según dicen suelen guardar los bergantines que en el siglo XVI quedaban encallados en las azules aguas de una legendaria isla del Pacífico. Sin odiosos piratas ni tuertos corsarios que intentaran aprovecharlos. Una especie de botín dormido en las caracolas del tiempo y los recuerdos. Recuerdos de un viejo carnaval o de una conversación que nunca llegó a terminarse.
Amina acaricia con absurdo respeto las mejillas de la muñeca, que impasible —muy alemana— recibe la muestra de afecto que la chiquilla le prodiga. Mientras tanto, Esterica se prueba ante un espejo de cristal polvoriento una toca de castorina. La tarde, cuajada de silencio, transcurre con una rapidez extraordinaria. Una rapidez muy ajena a las interminables horas junto al fogón o la larga mesa de madera en la que suelen colocarse las vituallas para su preparación. Y sobre todo, lejos de la terrible dictadura de Amalia.
De la ceremonia fúnebre vuelven a casa los íntimos. Aparecen en el fondo del jardín. Con los paraguas abiertos, porque otra vez ha empezado a llover. Aquella especie de cortejo lo encabeza la familia. Lidia, vestida de gris, apartada y solitaria. Isabel, cogida del brazo de Julio. Los padres, con el muchacho de los ojitos chinos, que lo mira todo con miedo. Nena Madison, ausente, elegantísima, con un traje de chaqueta negro entallado y un sombrero de amplias alas en cuya copa descansaban dos fatídicos pajarracos negros. Llevaba Nena Madison una camisa de corte masculino, cerrada al cuello por un lazo de terciopelo, destacando la mancha ovalada de un camafeo. Algunos se adelantaron y entraban en la casa por las puertas vidrieras. Lidia se detuvo junto a Nena:
—¿Por qué no te quedas? Tomarás una taza de té.
—No puedo, querida. Tengo a Pamplemouse malo. A las seis tienen que ponerle una inyección.
Pamplemouse era el caballo favorito de Nena. Se besaron. Y un criado acompañó a la amiga hasta la verja de hierro. Desde allí, desde la cocina, la vieron subir a un tílburi.
Consuelo, con su sombrero en la mano, entra diciendo:
—Bueno, a ver si os adecentáis un poquito, que se va a rezar el Rosario en la sala.
Las dos mujeres salen precedidas de Consuelo, que en el pasillo del primer piso se encuentra con Lidia.
—Doña Lucinda quiere que se rece en la sala el Santo Rosario.
—¿Ahora?
Consuelo hizo con la cabeza una señal afirmativa. Lidia encogió los labios:
—Ésa está loca. Pero eso no puede ser… —protestó.
—Es una costumbre española.
—Ya lo sé. Si yo no me opongo a esa costumbre, pero un Rosario ahora, con Leonard Stulmain que es judío, los Mac Cute protestantes, Hach Dussari musulmán y los Koolchand indios, me parece de lo más inoportuno. Vamos, la manera menos diplomática de decirles que se marchen. Mira, baja y le dices a esa idiota que espere a que hayamos tomado el té y quedemos los de casa. Y si no te atreves a hablarle, porque Lucinda con esos aires de vaca degollada ha infundido siempre mucho respeto, se lo dices a la señorita Isabel… Espera. Ven a mi cuarto. Ayúdame a cambiarme de vestido. Dentro de este gris me estoy ahogando.
En la alcoba de Lidia, la luz de la tarde comienza a hacer de las suyas. Lo llena todo de manchones azules.
—Toma. Guarda este collar en su sitio.
—¡Ay, señora! —grita de pronto Consuelo.
—¿Qué pasa?
—El joyero está vacío…
—Sí. Ya lo sé.
—¿Que lo sabe usted? ¡Ah, ya! Las ha cambiado de sitio porque no se fía. Ha seguido usted mi consejo. No es el sitio más apropiado para guardar las joyas esa cajita de palisandro.
—No, mujer. Nada de eso. Me las han robado.
—No.
—Sí.
Consuelo pone cara de no enterarse de nada.
—Se las ha llevado mi hijo Jaime. Me lo explica todo en esta carta. Y también un cheque en blanco que yo tenía firmado en ese talonario.
—Entonces… Por eso no ha venido al entierro.
—Por eso y porque se ha escapado con la hija de Amalia.
Consuelo se lleva las manos a la cabeza:
—¡Jesús, María y José! Entonces… La Amalia… Claro, no se le ha visto el plumero en toda la tarde.
—Cualquiera sabe dónde anda a estas horas…
—Pero la señora puede llamar al tabor… O al Consulado. Tiene que hacer algo.
Lidia sonríe impasible:
—¡No! Déjalos.
—Pero ¡eso es una locura!
Estoy muy cansada. Me siento ya tan envejecida…
—En el pecado lleven su penitencia —les desea Consuelo.
—De esto ni una palabra a nadie, Consuelo. Y mucho menos a Julio. Si él lo supiera…
—Descuide. De veras que lo siento, señora.
—Más lo siento yo. Amalia era una estupenda cocinera.