DAVID LLEGA A LAS SEIS. Cristina está sentada en la sala, en el butacón en que Isabel suele descansar por las tardes, después del almuerzo. Montgomery dormita en su falda. David entra por la terraza, y al dibujarse su sombra en la pared, Montgomery da un salto como si hubiera visto al mismísimo demonio. El micifuz se pierde bajo un macizo de hortensias. El muchacho calza unos zapatos de lona azul con suela de esparto, que no hacen ruido al pisar. Lleva un pantalón también azul y una camisa de popelina celeste, con el cuello abierto.
—Lo has asustado —le reprocha Cristina, levantándose y sacudiéndose la falda.
—Lo siento. ¿Has esperado mucho?
—No. Nada. Eres muy puntual —asiente Cristina mientras se retoca el cabello frente al inmenso espejo dorado de la sala.
—Tiene mucha luz esto —confiesa David—. Y es bonito.
—Es nuestro cuarto de estar, nuestro salón, nuestro comedor, nuestro todo.
David echa un vistazo a la terraza y descubre las glicinas.
—Las plantó mi abuela. Estuvieron muchos años sin crecer. Yo creo que toda mi vida. Sólo el año pasado florecieron de nuevo. ¿No es raro?
—Sí. A mamá le entusiasmaría tenerlas en su veranda.
—Le dije a Consuelito que se encargue de facilitarle la semilla.
—¿Sabes una cosa? Nos han regalado un «cocker».
—¿De veras? Yo estoy loca por un perro. Y precisamente me gustaría un «cocker». Los caniches son muy histéricos. Y además parecen perros de «Poule de luxe». Los «fox-terrier» pelo duro son demasiado nerviosos. Los pequineses, cursis. Un galgo, decadente. Un dogo, estupendo; pero imposible de entretener. En cambio, un «spaniel…». Pero mamá odia los perros.
—Cuando volvamos de casa de tía Sara podremos verlo, si quieres.
Cristina dijo que sí.
—Le telefoneé esta mañana a la tía diciéndole que íbamos. Ella no te recuerda muy bien, pero se puso muy contenta. Conoció mucho a tu abuela. La encontraba una mujer estupenda.
—Yo no recuerdo a mi abuela. Murió siendo yo muy niña. Y lo curioso es que en esta casa no conservamos de ella ningún retrato, ninguna fotografía. Tengo que preguntarle a Consuelo. Dice que yo me parezco a ella.
—Tú no te pareces a nadie —lanzó de pronto David. Cristina se echó a reír. Era una risa límpida, sonora, que retumbó por la sala y fue a parar al rincón de las hortensias en el que dormitaba Montgomery que vino a la puerta de la sala y asomó el hocico, asombrado.
—La pobre tía Sara no sale desde que ocurrió «aquello» —explicó David.
—¿Qué fue? —preguntó Cristina, que no recordaba.
—Lo de mi primo…
—¡Ah, sí!
—No te extrañe si a veces durante la conversación desbarra. Tiene bastantes años. Muchos más que mamá. Se casó muy tarde. Y mi primo, como yo, fue hijo único. No sé si te lo he dicho, pero tendremos que quedarnos a cenar. Ha insistido mucho. Y yo no me he atrevido a decirle que no.
—Haces bien en decírmelo. Voy a avisar a Consuelo. No se encuentra bien, y se inquietaría si viera que tardo.
El muchacho, apoyado contra la chimenea, se quedó observando a Cristina. Llevaba ésta un vestido ligero, como de percal, con cuadros rojos y blancos, muy sencillo. Se había peinado los cabellos estirándoselos con descuido por la espalda y atándoselos a la cabeza con una cinta roja. Calzaba unos zapatos de tacón de box-calf rojo. Montgomery atravesó la sala para seguir a su ama, tal vez con la intención de defenderla de cualquier enemigo por él imaginado que pudiera asaltarla en los pasillos.
Cristina volvió en seguida. Empezó a cerrar persianas. La sala quedó a media luz. Los rayos del sol eran tenues. Los últimos de la tarde.
—¡Vámonos! —dijo casi rozando con sus cabellos el rostro de muchacho.
David la tomó despreocupadamente de un brazo.
—Tengo el coche fuera.
Salieron por la puerta principal, por la del porche. Montgomery se quedó quieto, sentado junto a un rosal, tristísimo de ver partir a su ama. En el horizonte, el calor empapaba de rojo unas cuantas nubes. Las cigarras habían enmudecido. Las ranas y los grillos iniciaban sus primeros compases. Una moderna y complicada sinfonía.
—Si te parece bien, antes de ir a casa de tía Sara, damos una vuelta. Es temprano aún. Allí no se cena antes de las siete y media. —El coche de David era un «Simca» rojo. Un dos plazas.
—Me lo compró mamá cuando murió Jacky. Yo estaba entonces muy deprimido. La pobre tuvo que vender un terreno. El único que nos quedaba en una calle céntrica. A un precio de buitre.
Cristina llevaba bajo el brazo una chaquetilla de lana rosa. Pero tuvo que echársela por los hombros porque sintió frío. En aquellos instantes se parecía a Isabel. El resto era casi idéntico.
David sacó del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Cristina, que lo rechazó con una sonrisa. Él se lo llevó a los labios. Permaneció callado mirando el paisaje.
Cristina también parecía absorta. El juego de las olas, al bordear con sus espumas una franja plateada de mar, visto desde lo alto de la carretera con la interminable cadena amarilla que formaban las playas desiertas, invitaba al silencio. Para Cristina, el mar tenía algo vivo, inquietante, misterioso. Algo que venía a formar parte de su mundo. Algo que había compartido sus primeros años de encierro en el armario del pasillo. Para David, el mar tenía algo de muerte. Algo de cansancio y vejez que sólo podía traer a su mente recuerdos que él intentaba rechazar. El murmullo lejano de las olas, al desenrollarse en la arena de las playas, era suficiente para que despertara en él toda una secuencia de viejos recuerdos. Para que abriera, sin ninguna piedad, una herida que con frecuencia creía plenamente cicatrizada.