1958

CRISTINA, DESNUDA, en una cama extraña, con un colchón demasiado duro. Andrés en el cuarto de baño, terminando de vestirse. Cristina fuma un cigarrillo.

—¿Estás arrepentida? —preguntó el hombre desde el cuarto de aseo.

—No… Como experiencia es mucho menos importante de lo que yo creía.

«Ahora no tendrán necesidad de llevarme a ningún médico», pensaba mientras daba una intensa chupada al cigarrillo.

Aquella misma tarde, después de acompañar a Andrés por la ciudad, le pidió que la dejara a la puerta de la casa de Lola. Sentía un dolor muscular en las piernas y un cansancio molesto en todo su cuerpo. Fue Lola la que le abrió la puerta.

—¡Cristina!

—¿Qué hay, Lola? No he podido venir a verte antes. En el fondo, he sido demasiado cobarde…

—Todos somos demasiado cobardes, hija.

—¿Qué estás embalando?

—Sí, me marcho. Me voy a Londres, con una prima. Me lo llevo todo.

—¿Cómo fue?

—Fatal…

La puerta de la alcoba de Alicia estaba cerrada.

—Si tú quieres llevarte algo… Ella siempre sintió por ti, no voy a decir afecto: mi hija era muy fría. Pero un poquitín de respeto…

—No, deja. No abras, Lola. Es mejor así.

—Tienes mala cara. Te ha dado mucho el sol.

—Estoy muy cansada.

—¿No quieres tomar nada?

—No, gracias.

—¡Quédate un rato conmigo, Cristina! No te marches. No quiero quedarme sola en esta casa.

Era la primera vez que Lola se mostraba indefensa.

—¡Qué de locuras hacemos en este mundo!

Cristina pensaba en la casa del Monte. En su madre. A su regreso ya no tendría por qué reprocharle su indiferencia. «No te sientes interesada por nada. No tienes avidez. Eres de una apatía indecente». Ya no. Ahora tendría muchas cosas en qué pensar. En el proceso de un acto verdaderamente estúpido. Mecánico. Puramente animal.

Viviría día por día las inquietudes y las esperanzas de Alicia. Y quién sabe si ella también terminaría allá abajo, pudriéndose a la sombra de un eucalipto o de un ciprés.

—Acabo de hacer una tontería —declaró en voz alta.

—¿Qué has hecho, hija? —quiso saber Lola.

Pero Cristina se contuvo:

—Nada. Tomar demasiado sol. Ahora me duele toda la espalda. Voy a pasar una noche horrible.

«Mañana no llamaré a Andrés. No lo recibiré».

Para Cristina, las manos de aquel hombre habían desaparecido. Habían terminado por convertirse en una trampa descarnada.

—Voy a pedir un taxi. Me duele mucho la cabeza.

—Ahí tienes el teléfono. Ven por aquí antes de que me marche. ¿Y tu madre?

—En Madrid. No anda muy buena.

—Hasta pronto, Cristina.

Cristina ha llamado a un taxi y lo espera abajo. En la puerta.

El taxi tarda. El sol ha descendido ya y la temperatura se ha hecho más soportable. Pasan unos niños que vuelven de la playa, con pelotas de goma, comiendo helados. Luego una mujer con un perro. Una endeble mujer arrastrada con furia por un dogo alemán. Para Cristina, todo tiene importancia aquella tarde. Una importancia distinta. Una importancia triste. Vacía. De explicación no pedida. Cada transeúnte es para la muchacha un enigma. Un enigma sin brillo y sin misterio. Cada gesto, cada movimiento de aquellos desconocidos que se cruzan en su camino, tiene un significado.

Cuando llega el taxi, el chófer grita:

—¿Adónde, señorita?

—Al Monte… —y al pronunciar aquella palabra siente un breve escalofrío. Una irritante culpabilidad.

Consuelo está sentada en la sala, terminando de bordar el famoso jardín inglés para una bolsa.

—¿He tardado mucho? —pregunta intentando impregnar a su voz de una imposible naturalidad.

—Bastante. Ahora mismo preparo la cena…

—No tengo ganas de comer. Lo que tengo es sed.

—Vienes como un tomate. Habrás hecho locuras.

—No.

—¿No subes a tu cuarto?

—No. Quiero sentarme aquí. En la butaca de mi madre. Estoy muy cansada.

—¿No te desnudas?

—Luego. Más tarde.

—Traes una cara… Parece como si te hubieran dado una paliza.

—La playa cansa mucho.

—¿Y el chico?

—No era un chico.

—¿Se fue?

—No. Probablemente vendrá mañana a buscarme. Le dices que no estoy en casa.

—Ya estás tú con tus rarezas. —Consuelo se pone de pie—: Mira. Me olvidaba. Ahí tienes un telegrama. Hace media hora que ha llegado. Yo no he querido abrirlo… Sabía que ibas a venir de un momento a otro.

Sobre una consola está el papel azul. Cristina lo abre. Lo lee:

«Mamá murió ayer. Regresaré lunes. Un abrazo muy fuerte. Tu padre».

Para Cristina es como si alguien hubiera apagado una luz. Como si ya estuviera condenada a vivir en la noche. A caminar a lo largo de un intrincado túnel. Sin saber por qué, presiente que Dios no debe de andar muy lejos.