1915

CONSUELO HABÍA NACIDO en un pueblo de Castilla. Hija de padres honrados a carta cabal. Primogénita con cinco hermanos. Todos varones. Había nacido guapa desde pequeña. De moza anduvo enamoriscada del hijo del alcalde. Como sus padres no tenían un céntimo, los ricos del pueblo y la familia del muchacho no vieron con buenos ojos aquellas relaciones. Respiraron tranquilos cuando Rafael —que así se llamaba el hombre— fue llamado a filas y destinado a Marruecos. Consuelo se quedó en el pueblo mientras pudo ocultar lo que ocultar no se puede. Luego, los padres, que eran honrados y tozudos, la mandaron lejos, a casa de una tía que vivía en un páramo denominado —no sabemos por qué— «La Vega». Allí le nació un hijo, que vivió lo que dura el día. Ella se escapó. Tras de mucho caminar y no menos baqueteo, fue a dar con sus huesos en Madrid, donde sirvió en varias casas de esas que llaman de clase media acomodada. Después fue planchadora de un taller y al final —no se sabe cómo— entró de primera doncella en una residencia de los bulevares, cuya dueña, viuda de un inglés, sólo admitía en su casa a señoras que tuvieran un cierto pedigree. De preferencia, extranjeras. Los hombres no hicieron mella sentimental en su vida. En su contacto con el sexo con había siempre algo animal, instintivo. Escarmentada por algunos tropiezos, los veía venir, y andaba siempre a la defensiva. Era lista. Llegó a la treintena con una silueta como las que el diablo mandaba en aquella época y un saber arreglarse bien, aprendido a fuerza de ocuparse en vestir a tanta inglesa y a tanta francesa como los azares del destino habían hecho arribar a la «Gaylord Residence».

Allí la conoció Lidia Cardovan. Le cayó en gracia. Le propuse tomarla a su servicio. Y ella, que adoraba la aventura y que las palabras «Tánger-Marruecos-África» ponían su corazón en un tris de reventar de latidos, ni siquiera tuvo fuerzas para contestar con gesto afirmativo.

Salieron de Madrid una tarde de principios de mayo. Lidia Cardovan viajaba con mucho boato. Sólo de sombrereras Consuelo contó diez. En Madrid le regaló un vestido. Era de hilo, a rayitas, muy fino. Y el cuello de encaje. Y por primera vez en su vida se puso un sombrero. Una pamela de satén cremoso con unas margaritas. ¡Poco orgullosa que estaba ella con su capellina! Se la ataba al cuello con un pañuelo de gasa rosa. Y con su sombrilla —también regalo del ama—, ¡casi nadie! Como que todo el mundo creía al verla, en la estación de Atocha, que era una amiga de su señora. Lidia no era, como se decía entonces, ninguna parvenue. A Consuelo el tren no la entusiasmaba. A ella lo que la traía de cabeza era el mar. Ese mar nunca visto, que dicen unos que es azul y otros que verde. En cuanto llegaron a Algeciras, Consuelo lo vio gris. No hacía más que asomarse a la terraza del hotel para verlo mejor, esperando un cambio de tono. Pero el cielo se hallaba nublado. Y hacía viento. Y aquella mancha de color plomizo se llenaba de crestas.

—Pero ¿no es azul?

Lidia Cardovan sonreía impasible, mientras tomaba en el jardín del «Cristina» una taza de té:

—Hace levante… Vamos a tener un viaje dansant.

—¿Y eso qué quiere decir? —Movidito, mujer.

—Era lo que faltaba. No sé quién me mandó a mí a meterme en estos fregados.

—No te apures. En cuanto lleguemos a casa se te pasará todo.

—Pero ¿usted cree que llegaremos?

—No faltaba más —aseguró Lidia mientras engullía un hermoso pedazo de cake. Aquello daba confianza a cualquiera.

Todo fue bien hasta que llegaron al Estrecho. Consuelo permaneció durante casi todo el trayecto en cubierta. Quería ver bien el mar. Pero no vio nada. Todo lo contrario, creyó morir. Unos marineros, que por cierto lo estaban pasando bomba gracias a ella, la tuvieron que llevar al salón de primera, y colocarla frente a su ama. Lidia, al verla tan pálida, ni se inquietó. Siguió tomando ginebra y riéndose de las ocurrencias del capitán, hombre de mar que debía de ser bastante amigo suyo. A Consuelo tuvieron que tenderla en un diván. Cuando se sintió un tanto mejor, la propia Lidia le recomendó que saliera a cubierta y tomara el aire. Ya estaban llegando. Así vería la ciudad. La vio toda malva. Rarísima. El barco había echado anclas en mitad de la bahía con el mar picado.

—¿No atraca? —preguntó Consuelo a un pasajero.

El hombre, muy sonriente, le contesta:

—No. Ahora vendrán las barcazas. A menos que la cosa esté bastante fea y tengamos que pasar la noche aquí.

Consuelo, que minutos antes se había arreglado el cabello y colocado su asombrosa capellina como si fuera a asistir a un baile, por poco se desmaya. En cuanto se acercaron las barcazas, algunos hombres, en particular los de tercera, saltan con una despreocupación muy española a aquellos faluchos que, vistos desde arriba, parecen cáscaras de algarrobo. A las mujeres, un negroide como un castillo las toma en brazos. Cuando le llega el turno a Consuelo, aquello no son gritos. En el fondo, encantada (aquello le recordaba un episodio de Los hijos del Capitán Grant que había visto en el teatro). Los pasajeros que han quedado a bordo, y los de las barcazas, ríen divertidos. Y cuanto más ríen, ella más grita. Para colmo de males, un golpe de aire se lleva la famosa pamela. Consuelo llora desconsolada. Desde la barandilla, Lidia intenta calmar su pena prometiéndole una mucho más bonita. Pero ella contempla acongojada cómo flota sobre las aguas —que ahora son verdes— su adorado sombrero. Algunas almas caritativas del género masculino pretenden alcanzarlo con sus bastones. Pero e muy condenado, cuando parece que se acerca, empujado por una ola es cuando más se aleja, quién sabe si con ánimo de aparecer en la orilla de cualquier playa desierta. De seguro que las margaritas se las comerán las gaviotas. En el muelle, que es de tablas, las espera un coche de punto. Atraviesan la ciudad a la luz de la luna y un anochecer estupendo en el que todo huele a jazmines y a yerbabuena. Consuelo no hace más que repetirse para sus adentros: «Estás en África, Consuelito».

Cuando llegan a la casa, que por entonces ofrecía un aspecto distinto porque la balaustrada era de mármol y las columnas del porche estaban cubiertas de enredadera, se detiene el cochero. Baja hasta la verja, que es de hierro forjado, y tira de un llamador. El cántico sonoro de una pequeña campana viene a desparramarse por todos aquellos verdes ámbitos que la noche pinta de un color indeciso. Aparecen como extraños espectros los primeros criados. Abren la verja para que el coche atraviese el sendero, entonces bien cuidada avenida sembrada de grava. Se detienen a los pies de la terraza. Allí las recibe una monja alemana que lleva de la mano a dos niños vestidos de negro, con botines y aspecto de sueño. Uno es gordinflón y feo, cara de perro pachón. Se llama Julio. El otro, para Consuelo, es el niño más guapo del mundo. Se llama Jaime.