ALGUIEN LA LLAMA. Es Consuelo.
—¿Dónde estás?
Cristina alcanzaba el pasillo, después de haber colocado los pies en las ramas del eucalipto y abandonar el tejado por el ojo de buey. La vieja, que parece una grulla, la espera al final de la escalera.
—¿Dónde te metes? Te he estado buscando toda la mañana. Vamos a almorzar.
La terraza está llena de gatos. En un rincón de la cocina, Zohra prepara la mesa. Extiende un mantel blanco. Consuelo saca de la nevera una fuente de ensaladilla. Y Cristina, descalza, cuenta las losetas rojas. El entierro de Alicia es a las tres.
—¿No tenemos vino? —quiere saber la vieja.
—En la bodega. Abajo. ¿Te gusta el vino?
—En las comidas.
Almuerzan sin ceremonias. En la misma cocina. Cerca de la terraza y de los gatos que toman el sol. Zohra va de un lado para otro, moviéndose con una elegancia puramente instintiva. Llevando y trayendo platos.
—¿Por qué no comes con nosotras, Zohra? —pregunta Cristina.
—Porque no tengo hambre. Hace media hora que me he comido un bocadillo. Lo haré más tarde. Tranquila.
—La ensaladilla está riquísima —declara Consuelo—. Eres un portento.
Luego, mientras aparta con descuido su plato, atiborrado de cáscaras de naranja, pregunta a Cristina:
—¿Qué piensas hacer esta tarde?
Por la puerta abierta de la cocina, la que da a la terraza, no entra la menor ráfaga de aire. Zohra ha dejado correr el agua de un grifo y parece como si en cualquier parte de la casa acabara de brotar una cascada. Cristina extiende los pies, se echa hacia atrás en la silla con ánimo de estirar sus miembros. De una jarra de cristal se llena medio vaso de agua. Uno de los gatos que hacía poco andaban por la terraza, se viene ronroneando hasta plantarse bajo la mesa, y allí comienza a frotar su hocico contra los descalzos pies de Cristina.
—Voy a echar una siesta.
—¿De qué te ríes? —quiere saber Consuelo.
—De este gato que me hace cosquillas.
Consuelo lo espanta sacudiéndole sobre el lomo una servilleta.
—Entonces… ¿no sales?
—No.
—No lo comprendo. A tus años. Todo el tiempo encerrada en esta casa. ¿No te aburres?
—No.
—¿Y te parece bonito?
—Sí —contesta Cristina consiguiendo, por fin, estirar todo su cuerpo.
—De esa manera no te casarás nunca.
—Ni me importa.
Consuelo se pone de pie. Empieza a recoger las migas de pan que han quedado esparcidas sobre el mantel durante el almuerzo. Parece una gallina picoteando en un solar cualquiera. El sol debe de estar alto. Las cigarras sólo dejan de cantar unos segundos y cuando enmudecen parece como si fuera a ocurrir algo, algo importante. La normalidad se recobra cuando empiezan a cantar de nuevo. El tiempo que dura el silencio es corto. Lo suficiente para que la casa se llene de un violento aroma a verano, un perfume indeciso que va mezclado con cosas de mar y de pinos. Ante la seguridad de empujar la puerta de la sala y de no responder, como siempre, la voz de la madre, Cristina se entusiasma. Descalza sube hasta su alcoba, donde la luz que se cuela por entre las rendijas de la persiana dibuja sobre la colcha amarilla una auténtica piel de cebra. Se tiende boca arriba, con los ojos clavados en el techo. Son las dos y cinco. El entierro de Alicia es a las tres.
Las seis. En toda la casa reina, sin venir a cuento, un silencio de domingo. Cristina se encierra en el cuarto de baño. Recurre al agua de una ducha. Medita en la inutilidad de su cuerpo. Tiene la piel fina, de color oscuro, mate. Unos brazos largos y absurdos que la obligan a efectuar movimientos lánguidos. Las piernas son también delgadas. Los senos firmes, pequeños, clavados como un peso en el corazón, incapaces de excitar. Tanto es así que cuando se coloca una camisa de hombre de las que pertenecen a su padre, acaba pareciendo un muchacho. Un muchacho atolondrado. Isabel ha tenido que luchar lo suyo para impedir que se corte el cabello. Terminó por triunfar. Tiene Cristina el cabello de un color trigueño con gracia. Largo, fino, sedoso, rico, capaz de ser recogido en una trenza o de desperdigarse con irresistible generosidad por sus encogidos hombros.
—Pareces un muchacho —se queja la madre—. No tienes ninguna femineidad. Angulosa, sin curvas. No sé cuándo vas a engordar. Sólo piensas en leer y en decir tonterías.
Cristina protesta en silencio. Silencio que excita a Isabel.
—Eres desconcertante. Nunca sé lo que llevas encerrado en ese cerebro. A veces te tengo miedo, Cristina. Si no fuera porque a tu padre le has caído en gracia…
Ella tampoco comprende a la madre. Una mujer que no se aparta nunca de un sistema de vida trazado fanáticamente desde hace infinidad de años. Sin pizca de imaginación. Sin ningún sentido del humor. Al menos, su padre es otra cosa. De vez en cuando le gusta hacer locuras. Pequeñas locuras sin importancia. Invitarla a un whisky. Charlar con ella como si de verdad fuera una mujer. Discutir la última película. Comentar el último libro. También es verdad que de un tiempo a esta parte a Julio le gusta más encerrarse en un hosco mutismo. Hay temporadas en las que parece que aquella familia compuesta de tres miembros, se pasa las horas escondiéndose el uno del otro, detrás de un biombo.
Consuelo está sentada en el porche. Cristina está convencida de que la presencia de aquella mujer confiere a toda la casa algo latente y vivo. La vieja anda tumbada en una mecedora, alrededor de una cesta cargada de madejas de lana de vivos colores, con un bastidor sobre la falda, en el que hay una labor empezada, especie de intrincado jardín inglés. Luce con ostentoso orgullo un quimono color de salmón estampado de soberbios girasoles. Aquella especie de sudario se le pega al fláccido cuerpo convirtiéndola en un Lázaro surrealista. La cabellera roja, acariciada por los últimos rayos de sol; las chinelas con furiosos dragones plateados, tipo casa de citas, y para colmo de males el cielo, que se muestra en parte de un color increíblemente anaranjado, proporcionan al decorado de la tarde una insoportable irrealidad cromática. De vez en cuando una mancha de quieto mar se ve salpicada por el vuelo de unas despistadas gaviotas. Cristina, nueva y descalza, se acerca a la vieja:
—¿Qué está haciendo?
—Un bordado de punto de cruz para una bolsa. ¿Te gusta? Se lo voy a regalar a mi sobrina.
Cristina descubre de improviso el gato de aquella mañana.
—¿Qué hace éste aquí?
—Por lo visto, nos ha tomado cariño.
La muchacha se sacude el cabello. Consuelo tiene un tic nervioso —lo tiene a ratos—, cosa de la edad. Ladea un poco el cuello como para espantarse una mosca.
—¿Por qué no bajas a la ciudad? ¿Por qué no te pones un vestido bonito y telefoneas a las amigas o te vas con los muchachos por ahí?
—Porque odio los vestidos bonitos, porque no tengo amigas —al decir esto se acuerda de Alicia, enterrada allá abajo— y porque no conozco a ningún muchacho.
—¿En el colegio no tenías amigas? ¿No ibas a uno de esos colegios adonde van también los chicos?
Cristina calla. El calor de las últimas horas es inaguantable. Ni siquiera el ruido de un vapor viene a alterar el bochorno de la noche.
—¿No te has enamorado nunca, hija?
Cristina se encoge de hombros.
—No lo entiendo. ¿Acaso te gustan las mujeres?
—No lo sé.
—Hija…
—En esta casa nadie me hace preguntas.
—Claro, porque no les conviene.
—¿Y tú? ¿Te has enamorado mucho en tu vida, Consuelo?
—Sí. Mucho. En cuanto me gustaba un hombre, me perdía. Los hombres son unos chulos. Todos. No se acercan a una más que cuando saben que van a sacar tajada.
—¿Todos los hombres?
—Seguro. A ver si te crees que tu padre se libra. Todos van a lo suyo. Pero los hay que te gustan. Que tienen gancho. Y te pierdes. Porque te ciegas y eres capaz de todo. Ándate con cuidado, niña.
Cristina se echa a reír.
—No te preocupes.
—En esta vida no convienen los tapujos. Pero vosotros, los de vuestro rango, bueno, tu madre… Porque tu abuela, si estuviera viva… Aquello era una mujer, no una rana de pila de agua bendita.
—A ti mi madre, por lo visto, no te cae en gracia.
—Yo soy muy clara. No. Tú, sí. Y no es coba. Tú sí, porque tú, sin comerlo ni beberlo, te pareces a tu abuela.
—¿Cómo era mi abuela?
Consuelo no contesta. Hace como que sigue el vuelo de una luciérnaga. Y se entabla un silencio. Cristina piensa entonces en el encuentro que tuvo hace dos años, cuando aún vivía Alicia. Fue al volver del colegio, una tarde que llegaba a casa cansada y de mal humor. Su padre no había vuelto aún. Isabel estaba en la novena del Jesús de Medinaceli. En la cocina, la puerta abierta descubría a una cocinera enfrascada en la limpieza de unas verduras, espatarrada en la silla, absorta, sin dignarse levantar la cabeza, propia para que la pintaran. Cristina fue derecha a la sala, que, como siempre, tenía las puertas entornadas, con ánimo de echarse en el diván y mitigar sus penas en un llanto secreto. Una llantina inexplicable, contenida, dispuesta a reventar como un chubasco de verano. Fue entonces cuando vio las manos, posadas en un fondo gris, nimbadas por la mancha circular de luz que se colaba por un resquicio mal cerrado de una de las persianas. Luego oyó la voz. Ella sintió un ligero estremecimiento, porque en la penumbra de la estancia adivinaba la contextura de su cabeza. La cabeza de un pescador de Rodin. De las primeras palabras que cruzaron, ya no se acordaba. Fue algo así como un chasquido, un no sé qué de fenómeno eléctrico. Aquella noche, el desconocido se quedó a cenar con sus padres. Y ella buscó en su habitación el mejor vestido, se acicaló con el goce de una premeditada coquetería, la coquetería nueva de hacerlo «para alguien en particular». Se soltó el cabello, se prendió en el escote una rosa de trapo que era de Isabel, se perfumó con un perfume que era de Isabel y cuando llegó al comedor Isabel le dio una bofetada. Subió llorando a su alcoba y odió al desconocido hasta las doce de la noche. A partir de aquella hora y hasta el alba, y mucho después, estuvo queriéndolo como una mula. Aquello le duró todo un curso. Sobre todo al volver del colegio, le parecía que iba a estar allí, sentado en el diván, esperándola. Y como en realidad no había nadie en la sala, ella se lo imaginaba sentado, escrutándola, aunque sólo recordara de aquel desconocido sus manos, que eran finas y delgadas, y al mismo tiempo enérgicas. Se lo inventó para confesarle todos sus problemas. Pero de aquel hombre sólo recordaba sus manos. Luego, más tarde, supo que era el hijo de un amigo de su padre que vivía en Madrid. Que había venido a la ciudad para que Julio le buscara un empleo. Y que andaba en el Sur, bien colocado en una Fábrica de pastas alimenticias. De vez en cuando se recibían cartas que Julio comentaba a la hora del almuerzo.
—Al hijo de Gonzalito lo han nombrado director gerente de la «Standing».
Pero eso a Cristina no le importaba. Era un mero accidente en la vida de un desconocido. A Cristina, lo que verdaderamente le importaba de aquel hombre eran sus manos.