Introducción del autor

Se da por hecho que el escenario del presente relato, así como la mayor parte de la información necesaria para entender sus alusiones, se ha expuesto de un modo suficientemente claro para el lector en el texto mismo, o bien por medio de las notas que lo acompañan. Con todo, existe tal grado de misterio en las tradiciones indias, y tanta confusión en cuanto a los nombres indios, que resulta de gran utilidad algún tipo de explicación respecto.

Pocos hombres dan muestra de una diversidad mayor, o, si cabe, de mayor variedad de carácter, que el guerrero nativo de norteamérica. En la guerra es osado, arrogante, astuto, agresivo, sacrificado e individualista; en la paz es justo, generoso, hospitalario, vengativo, supersticioso, modesto y, con frecuencia, comedido. Tales cualidades, en verdad, no distinguen a todos por igual; pero por el momento constituyen, a grandes rasgos, las características predominantes de estas formidables gentes.

En general, se tiende a creer que los aborígenes del continente americano tienen un origen asiático. Existe un buen número de hechos, tanto físicos como espirituales, que corrobora tal opinión, así como algunos otros que podrían contradecirla.

El color del indio, en opinión del que suscribe, es único en sí mismo; y aunque sus pómulos denotan un notable indicio de origen tártaro, sus ojos, en cambio, no. El clima pudo haber influido mucho sobre lo primero, pero resulta difícil comprender cómo habría producido la sustancial diferencia que se da en cuanto a lo segundo. La imaginería conceptual del indio, tanto en su poesía como en su oratoria, es de tipo oriental —domada y, si acaso, mejorada por el limitado alcance de su conocimiento práctico—. Elabora sus metáforas partiendo de las nubes, las estaciones, las aves, las bestias y el mundo vegetal. Mediante estas interpretaciones, quizá no actúe de modo distinto de lo que lo haría cualquier otra raza enérgica e imaginativa, obligada a ponerle coto a la imaginación a través de la experiencia; pero el indio norteamericano arropa sus ideas con una vestimenta distinta a la africana, siendo oriental en sí misma. Su lenguaje posee la riqueza y plenitud sentenciosa del chino. Así, expresará una frase con una sola palabra y dará sentido a una oración completa por medio de una sílaba; incluso comunicará significados distintos mediante las más simples inflexiones de su voz.

Los filólogos han declarado que existen tan sólo dos o tres lenguas, propiamente dichas, entre todas las numerosas tribus que antaño ocupaban el territorio que hoy en día ocupan los Estados Unidos. Achacan las consabidas dificultades de comprensión entre los diversos pueblos a las corrupciones sufridas por el lenguaje y a la formación de dialectos. El que suscribe recuerda haber estado presente en una entrevista celebrada entre dos jefes de las Grandes Praderas al oeste del Mississippi, atendido por un intérprete que dominaba los idiomas de ambos. Los guerreros aparentaban una correspondencia mutua de lo más amistosa y, al parecer, conversaron mucho; no obstante, de acuerdo con lo dicho por el intérprete, cada uno ignoraba por completo lo que decía el otro. Pertenecían a tribus hostiles, reunidos por la influencia del gobierno americano; y merece resaltarse el hecho de que una política común les llevó a ambos a abordar la misma cuestión. Se exhortaron mutuamente a ser útiles en caso de que los avatares de la guerra llevase a una de las dos partes a caer en manos de sus enemigos. Sea cual sea la verdad respecto a las raíces y la genialidad de las lenguas indias, es muy cierto que hoy en día son tan distintas en cuanto a sus palabras que presentan muchas de las desventajas propias de aquellos idiomas que resultan extraños entre sí; de ahí gran parte de la vergüenza que ha surgido a la hora de aprender sus historias, así como mucha de la incertidumbre que atañe a sus tradiciones.

Al igual que las naciones de pretensiones más elevadas, el indio americano ofrece una visión de su propia tribu o raza muy distinta de la que pueden dar otros. Muestra la incorregible tendencia a exagerar los valores propios, a la vez que subestima los de su rival o enemigo; un detalle que bien puede considerarse corroborativo del relato Mosaico de la creación.

Los blancos han contribuido en gran medida a oscurecer aún más las tradiciones de los aborígenes por su propio modo de corromper nombres. Así pues, el término utilizado en el título de este libro se ha visto sometido a cambios tales como mahicanni, mohicanos y moheganos; siendo la última de estas versiones la que más ha sido empleada por los blancos. Al recordar que los holandeses (los primeros que se establecieron en Nueva York), los ingleses, así como los franceses dieron nombre a las tribus que habitaban dentro del territorio que sirve de escenario a esta historia, y el hecho de que los indios dieran nombre no sólo a sus enemigos sino a menudo a sí mismos, se comprenderán las causas de tal confusión.

En estas páginas, lenni-lenape, lenope, delaware, wapanachki y mohicanos son términos que se refieren a un mismo pueblo, o a tribus de la misma estirpe. Por otra parte, los mengwe, los maquas, los mingos y los iroqueses, aunque no sean estrictamente lo mismo, con frecuencia se identifican entre sí por aquéllos que los mencionan, hallándose políticamente confederados y en oposición a los antes aludidos. Mingo era un término particularmente despectivo, al igual que mengwe y maqua —aunque en menor grado—.

Los mohicanos fueron los dueños de la tierra que primeramente ocuparon los europeos en esta porción del continente. En consecuencia, fueron los primeros desposeídos; y el aparentemente inevitable destino de todas esas gentes, quienes desaparecen ante los avances —o, podría decirse, las profundizaciones— de la civilización, del mismo modo en que el verdor de sus bosques nativos decae ante la punzante helada, se muestra ya como un hecho evidente. Hay suficiente verdad histórica en aquello que se ve como para justificar el uso que se ha hecho del mismo.

En honor a la verdad, el territorio que constituye el escenario del siguiente relato ha experimentado cambios tan insignificantes como casi cualquier otra extensión territorial de dimensiones semejantes, dentro de las fronteras de los Estados Unidos, desde que tuvieron lugar los acontecimientos aludidos. Existen puntos de provisión de agua bien atendidos y acondicionados en el mismo lugar, cerca de la fuente natural donde Ojo de halcón se detenía a beber, y hay carreteras que atraviesan aquellos bosques en los que él y sus compañeros estaban obligados a viajar sin referencia o camino alguno. El sitio de Glenn ubica un gran poblado; y mientras que del Fuerte William Henry, e incluso de una fortaleza posterior, sólo quedan ruinas, existe otro pueblo en las orillas del Horicano. No obstante, aparte de esto, el ánimo emprendedor y las energías de unos pobladores que han realizado tanto en otros lugares han logrado muy poco aquí. La totalidad de ese territorio salvaje, en el cual tuvieron lugar los incidentes tardíos de la leyenda, aún es prácticamente una tierra sin domar, a pesar de que el piel roja haya abandonado por completo esta parte del estado. De todas las tribus nombradas en estas páginas, únicamente quedan algunos exponentes de los oneidas, a medio civilizar, en sus reservas de Nueva York. El resto ha desaparecido, bien desplazándose de las regiones en las que habitaban sus predecesores, o bien desvaneciéndose por completo de la faz de la tierra.

Hay algo sobre lo cual debemos pronunciamos antes de concluir esta introducción, Ojo de halcón llama «Horicano» al Lac du Saint Sacrement. Dado que creemos que constituye una apropiación del nombre que tiene su origen en nosotros, quizá sea hora de que deba ser abiertamente admitido tal hecho. Al escribir la presente obra, a un cuarto de siglo entero de distancia, se nos ocurrió que la denominación francesa para el mencionado lago podría ser excesivamente complicada, mientras que la americana demasiado común y la india demasiado difícil de pronunciar, de cara a su utilización familiar en una obra de ficción. Se pudo constatar, en un mapa antiguo, que una tribu de indios, llamados «Les Horicans» por los franceses, habitaba las vecindades de esta bella extensión de agua. Teniendo en cuenta que las palabras pronunciadas por Natty Bumppo no se han de considerar todas como verdades rígidas, nos tomamos la libertad de hacerle utilizar el nombre de «el Horicano», en lugar del de «Lago George». El nombre parece haber gozado de favor y, todo hay que decirlo, posiblemente sea mejor dejarlo así, en vez de recurrir de nuevo a la casa de los Hanover para nombrar a nuestra mejor extensión de agua. En cualquier caso, por medio de esta confesión, aliviamos nuestras conciencias, dejando que ejerza su autoridad como más convenga.

1850.