Muéstrate alegre y segura;
Despeja, hermosura mía, con sonrisas las oscuras nubes,
Que pesan sobre tu frente clara.
Muerte de Agripina.
El repentino y casi mágico cambio producido entre los estremecedores incidentes acontecidos poco antes y la quietud que reinaba ahora ejercía efectos cercanos a lo onírico sobre la impresionable imaginación de Heyward. A la vez que todas las imágenes y experiencias vividas permanecían recientes en su memoria, le costó mucho creer que todas habían ocurrido en realidad. Ignorante de la suerte que hubiesen podido correr los que se lanzaron a la comente, prestó gran atención para detectar cualquier señal que indicase el buen o mal resultado de tan peligrosa empresa. No obstante, su espera fue en vano, ya que con la marcha de Uncas se había perdido toda señal de los intrépidos aventureros, dejándole inmerso en la duda.
En ese momento de tanta incertidumbre, Duncan no dejó de observar los alrededores, sin recurrir a la protección de las rocas que tan imprescindible había sido poco antes. Sin embargo, cualquier esfuerzo por detectar la presencia de sus ocultos enemigos resultó igualmente infructuoso. Las arboledas de las orillas parecían estar de nuevo despojadas de cualquier vestigio de vida animal. El tumulto que había resonado momentos antes por todo el bosque dejó paso al silencio, a excepción del suave rumor de las aguas que se percibía en el aire, en medio de la dulzura de la naturaleza. Un halcón pescador que había sido testigo de la lucha desde las ramas más altas de un pino seco descendía ahora de su punto de observación para efectuar vuelos rasantes sobre su presa; mientras un jilguero, cuyo ruidoso canto había sido acallado por los aún más ruidosos gritos de los salvajes, se aventuró de nuevo a dar rienda suelta a su discordante voz como si tomara posesión de nuevo de sus dominios. Estos componentes naturales de la escena inspiraron en Duncan un atisbo de esperanza y le indujeron a concentrarse más en ideas positivas y renovadoras, experimentando con ello una especie de sensación de triunfo progresiva.
—No hay rastro de los hurones —le dijo a David, quien aún no se había recuperado del todo de su golpe—. Escondámonos en la caverna y que la Divina Providencia disponga lo que sea.
—Recuerdo estar acompañando a dos bellas muchachas en la acción de cantar alabanzas y gratitudes —le contestó el aturdido maestro de canto—. Desde entonces he sido puesto a prueba por mis pecados. Me he quedado ridículamente inconsciente, mientras mis oídos han sido torturados por los sonidos de la discordia durante lo que parecía una eternidad, dando la sensación de que la naturaleza hubiese perdido todo sentido de armonía.
—¡Pobre hombre! ¡En verdad, parecía que a usted le había llegado su hora! Pero venga conmigo y le llevaré a donde sólo tendrá que oír los sonidos de sus salmos.
—¡Las aguas de la catarata tienen su propia melodía, y el correr de las aguas es gratificante para los sentidos! —dijo David, llevándose la mano a la frente—. ¿Es que ya no se oyen gritos y alaridos, como si las almas perdidas de los condenados…?
—Ya no, ya no —le interrumpió Heyward, impaciente—. ¡Han cesado de chillar, y confío en Dios para que también se hayan ido! Todo está tranquilo salvo las aguas; vámonos dentro pues, y así podrá crear usted los sonidos que tanto le agradan.
La sonrisa de David denotaba tristeza, pero al mismo tiempo no carecía de cierta alegría ante la mención de su amada vocación. Ya no se mostraba reacio a ser conducido hacia algo que le prometía verdadero placer a su ánimo cansado. Apoyándose en el brazo de su compañero, entró por la diminuta boca de la cueva. Duncan se hizo con una abundante cantidad de sasafrás, colocándolo cuidadosamente delante del pasadizo y disimulando así la entrada para que no fuera detectada. Detrás de tan frágil barrera situó las mantas que habían dejado los hombres del bosque, oscureciendo de este modo el extremo interior de la caverna, mientras que la parte más externa de la misma recibía una discreta cantidad de luz desde la estrecha garganta atravesada por uno de los brazos del río, antes de unirse éste a su complementario unos metros más abajo.
—No me gusta ese principio por el que se rigen los nativos, según el cual han de sucumbir sin ofrecer resistencia cuando la situación se torna desalentadora —dijo el joven mientras se ocupaba de los trabajos mencionados—. Nuestra máxima, literalmente: «Mientras haya vida, hay esperanza», consuela más y es más adecuada para la mentalidad de un soldado. A ti, Cora, no te dirigiré palabras de ánimo innecesarias, ya que tu propia fortaleza y tu estabilidad te dictarán todo lo debes hacer; pero ¿cómo podremos calmar las lágrimas de la temblorosa chiquilla que te abraza?
—Ya estoy mejor, Duncan —dijo Alice, dejando los brazos de su hermana y esforzándose en aparentar entereza, a pesar de su llanto—, estoy mucho mejor, ahora. Con toda seguridad, estaremos a salvo en este oculto lugar, sin poder ser vistos y libres de todo mal; confiemos plenamente en esos hombres generosos que tanto ya han arriesgado por nuestro bien.
—¡Ahora la gentil Alice habla como debe una hija de Munro! —dijo Heyward, haciendo una pausa para cogerle la mano e infundirle ánimos, antes de pasar hacia la entrada exterior de la caverna—. Estando presentes dos ejemplos de valor como éstos que tengo delante, un hombre no puede por menos que comportarse heroicamente —a continuación, se sentó en el centro de la caverna, sosteniendo la pisto-la que aún le quedaba con mano tensa y nerviosa, mientras su fruncido ceño dejaba entrever la gravedad de su propósito—. Si llegan, los hurones no se harán con nuestra posición fácilmente —murmuró en voz baja, apoyando su cabeza contra la roca. Parecía esperar pacientemente a que se produjeran acontecimientos, aunque sus ojos no se apartaban de la entrada del refugio.
Tras estas palabras sobrevino un largo y profundo silencio durante el cual apenas se oyó respirar. La brisa fresca de la mañana había penetrado por los resquicios cavernosos, y su influjo se dejó sentir en los ánimos de los que allí se encontraban. A medida que transcurrieron los minutos en paz y tranquilidad, una sensación de tímida esperanza cobraba cada vez más fuerza en el corazón de los viajeros, aunque ninguno se atrevió a dejar constancia de unas expectativas que podrían venirse abajo en cualquier momento.
Sólo David suponía una excepción a esta actitud. Un rayo de luz procedente de la abertura cruzó su pálida tez y cayó sobre las hojas de su librillo, cuyas páginas se encontraba revisando como si buscara infructuosamente una canción apropiada para las condiciones en las que se encontraban. El hombre actuaba impulsado por el confuso recuerdo de la promesa que le había hecho Duncan. Como recompensa a su paciente búsqueda, acabó dando con una canción, pronunciando en voz alta y sin previo aviso las palabras «Isla de Wight». Hizo sonar su pipa de entonación y repasó los preceptivos preliminares de las notas musicales con su propia voz, ya con tono más suave y dulce.
—¿No resultará peligroso? —preguntó Cora, dirigiendo sus ojos negros al comandante Heyward.
—¡Pobre hombre! Su voz está tan debilitada que no puede oírse por encima del rumor de las aguas —respondió—. Además, la caverna disimulará su canto. Dejadle disfrutar de su afición, ya que no hay riesgo.
—Isla de Wight —repitió David, mirando a su alrededor con la dignidad propia de un maestro que exige silencio y atención—. ¡Se trata de una noble melodía dotada de palabras solemnes; ha de ser entonada con el debido respeto! Tras permanecer callado durante un instante, y al comprobar que se le hacía caso, la voz del cantante fluyó por medio de sílabas débiles que poco a poco iban llenando la caverna y los oídos de sus moradores. La melodía, firme a pesar de la debilidad con la que se cantaba, iba conquistando los sentidos de los que la escuchaban. Incluso prevaleció sobre la desarcertada versión del rey David interpretada con anterioridad, cautivando a todos con su estimulante armonía. Alice secó sus lágrimas inconscientemente, dirigiendo sus humedecidos ojos hacia las facciones de Gamut con una expresión de gozo inocente que no disimulaba, ni quiso disimular. Cora dedicó una sonrisa de aprobación a los piadosos esfuerzos de aquel que se llamaba igual que el monarca judío, mientras que Heyward dejaba de mirar con gesto severo hacia la salida de la caverna, fijándose tanto en la faz de David como en los aliviados ojos de Alice, a la vez que él mismo adoptaba un semblante más relajado. La simpatía mostrada por su público animó al músico, cuya voz recobró energía y volumen sin perder esa enternecedora suavidad que constituía su verdadero encanto. Llevando sus renovadas fuerzas al limite, aún podía llenar los confines de la cueva con notas sonoras y duraderas, cuando de repente se oyó un alarido en el exterior, haciéndole desistir de su empeño y formándosele un nudo en la garganta tan grande que daba la sensación de que su corazón se le había colocado ahí debido al sobresalto.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Alice, abrazándose a Cora.
—No, aún no —contestó Heyward, nervioso pero esperanzado—. El ruido provino del centro de la isleta, y se deberá a que han visto los cuerpos de sus compañeros caídos. Aún no nos han descubierto y todavía podemos confiar en nuestra suerte.
Aunque las posibilidades de escapar eran exiguas y desalentadoras, las palabras de Duncan no se pronunciaron en vano, pues despertaron las fuerzas de las dos hermanas de tal modo que aguardaron los acontecimientos en silencio. Un segundo grito pronto siguió al anterior, y un mar de voces desembocó por toda la isla, desde su parte más alta hasta la más baja, alcanzando la desgastada roca que había justo por encima de las cavernas, donde tras sonar otro grito de triunfo salvaje, el aire se llenó de horribles vociferaciones —ésas que tan sólo en su estado más primitivo y bárbaro puede emitir el hombre—.
El tumulto se extendió rápidamente en todas las direcciones. Algunos guerreros en la orilla contraria llamaron a sus camaradas y recibieron respuesta desde lo alto. Los gritos se oyeron tan próximos como los que provenían del pasadizo entre las dos cuevas, entremezclándose con otros aún más fieros que surgían de la profundidad del valle. En resumidas cuentas, los alaridos de los salvajes proliferaron tanto entre las rocas que los ocupantes de la cueva se vieron dominados por la angustia y comenzaron a imaginar que tales exabruptos venían de todos lados, incluso bajo sus pies.
En medio de toda esta confusión, se elevó un grito triunfante a escasos metros de la camuflada puerta de la cueva. Heyward abandonó toda esperanza, tomándolo como la señal de que habían sido descubiertos. Pero de nuevo recobró la fe al oír que las voces se reunían cerca del lugar en el que el hombre blanco había dejado su carabina. Entre las jergas que pudo oír con claridad le fue fácil distinguir palabras, y hasta secuencias gramaticales completas, del lenguaje patois de los indios del Canadá. Un conjunto de voces había estallado al unísono, diciendo: «¡La Longue Carabine!», cuyo eco resonó por todo el contorno. Heyward reconoció el nombre como el que era utilizado para hacer referencia a un célebre cazador y explorador por parte de los enemigos de éste. Ahora, por primera vez, se dio cuenta de que el explorador que había prestado sus servicios a los ingleses era el hombre que les había acompañado.
—¡La Longue Carabine! ¡La Longue Carabine! —fue la frase que iba pasando de boca en boca, hasta que todo el grupo parecía aglutinarse alrededor de un trofeo que certificaría la muerte de su formidable propietario. Tras unos momentos de ruidoso debate salpicado de salvajes estallidos de júbilo, se separaron de nuevo para buscar el cadáver del enemigo cuyo nombre entonaban en alto; Heyward pudo entender de su discurso que pretendían encontrarlo oculto en alguna parte de la isla.
—Ahora —les murmuró a las temblorosas hermanas—. ¡Ahora es el momento de mayor incertidumbre! ¡Si nuestro lugar de refugio se salva de sus pesquisas, permaneceremos seguros! En cualquier caso, por lo que dicen nuestros enemigos, es bastante probable que nuestros ayudantes hayan podido huir y recibiremos la ayuda de Webb en un par de horas.
Pasaron varios minutos de tensa espera, durante los cuales Heyward supuso que los salvajes estarían llevando a cabo su búsqueda con gran diligencia y esmero. En más de una ocasión pudo discernir el ruido de sus pisadas al pasar junto al sasafrás de la entrada, haciendo crujir sus hojas y ramas. Al cabo de un rato, la cobertura de la cueva cedió ligeramente al caer una esquina de la manta, dejando entrar un tímido rayo de luz al interior de la cueva. Cora se aferró a Alice con desesperada angustia, y Duncan se puso en pie inmediatamente. Se oyó un grito que parecía venir en ese momento del centro de la roca, indicando que ya habían descubierto la caverna vecina. Un minuto más tarde, la multitud de voces y la proximidad con que se oían daban a entender que todo el grupo se encontraba entrando en ese oculto lugar.
Dado que los pasadizos internos que accedían a las cavernas estaban muy próximos entre sí, Duncan pensó que ya no había escapatoria, por lo que se colocó entre el grupo formado por David y las hermanas y el lugar por el que entrarían los salvajes. En su desesperada acción se acercó a la frágil barrera que le separaba a escasos metros de sus perseguidores, llegando incluso a asomarse, con increíble temeridad, a través de la pequeña abertura para observar sus movimientos.
Al alcance de su mano se encontraba el musculoso hombro de un indio gigantesco, cuya voz profunda y autoritaria parecía estar dictando órdenes a sus compañeros. Duncan también pudo ver la entrada a la otra caverna y hasta qué punto estaba llena de salvajes que revolvían entre las humildes pertenencias del explorador. La herida de David había teñido las hojas de sasafrás de un color que les indicaba a los salvajes que estaban más cerca que nunca. Esta señal de confirmación de su victoria les hizo aullar como una manada de perros que hubiesen recuperado el rastro de su presa. Tras este estallido de alegría, se entretuvieron en destrozar el lecho del explorador y esparcir las ramas por toda la caverna, deshaciéndolo todo motivados por la sospecha de que el cuerpo de quien tanto temían estuviese allí oculto. Un guerrero de aspecto sumamente feroz se acercó al jefe con un amasijo de ramas y señaló las manchas de rojo oscuro sobre ellas. Mientras lo hacía vociferaba su júbilo utilizando múltiples expresiones, de las cuales Heyward únicamente pudo identificar la ya conocida «¡La Longue Carabine!». Después de su ruidosa manifestación de triunfo, lanzó las ramas sobre el pequeño montón que Duncan había formado a la entrada de la segunda cueva, tapando el orificio y privándole de toda posibilidad de seguir viendo lo que ocurría fuera de la misma. Unos cuantos nativos más imitaron esta acción a medida que sacaban las ramas de la cueva del explorador, lanzándolas al mismo montón y mejorando así, aunque sin saberlo, la seguridad de aquellos a los que perseguían. La insignificancia inicial de la barrera fue decisiva en todo esto, ya que a ninguno de ellos se le ocurrió inspeccionar un mero amasijo de ramas que, dadas las prisas y la confusión del momento, parecía ser tan sólo un producto más del registro que estaban efectuando.
Las mantas cedieron ante la creciente presión externa y la vegetación taponó la grieta con su propio peso, permitiéndole a Duncan respirar tranquilo una vez más. Brioso y confiado, volvió rápidamente al centro de la cueva y volvió a sentarse en su lugar de antes, desde donde podía divisar la abertura que daba al río. Al mismo tiempo, los indios también se movieron de allí, como si les impulsara un instinto común, y ascendieron hasta el punto del cual habían partido. Aquí se pudo oír otro grito aterrador, indicando que de nuevo pasaban por donde yacían sus camaradas.
Por primera vez desde que hubiesen comenzado los momentos más críticos, Duncan se atrevió a mirar a sus compañeros, ya que no quería contagiarles la angustia que había dominado en su rostro cuando todo parecía estar perdido.
—¡Se han ido, Cora! —susurró—. ¡Alice, han vuelto por donde vinieron y estamos a salvo! ¡Alabado sea el cielo, que nos ha librado de las garras de tan canallescos enemigos!
—¡Entonces yo también daré gracias al cielo! —exclama la hermana más joven, librándose de los brazos de Cora tendiéndose sobre la superficie rocosa—; ¡doy gracias al cielo que le ha evitado el dolor a un padre anciano y ha salvado las vidas de los que amo!
Tanto Heyward como Cora, que estaba más tranquila, observaron este impulso emocional con gran comprensión; y el joven concluyó que jamás había contemplado una escena tan piadosa ni de mayor hermosura que la de la pequeña Alice. Sus ojos irradiaban gratitud mientras el color sonrosado de su belleza natural volvió a brillar en sus mejillas; todo su ser parecía mostrar agradecimiento a través de sus delicados rasgos. Pero cuando sus labios se movieron, las palabras fueron frenadas por un nuevo y repentino temor. Su rostro perdió todo su color, volviéndose mortalmente pálido; sus ojos pasaron de una dulce suavidad a una dureza áspera, contrayéndose de terror; sus manos, que se habían juntado en actitud de oración, se separaron y permanecieron inmóviles, señalando hacia adelante. Heyward se volvió para mirar hacia donde parecían indicar y pudo ver, asomadas justo por encima del umbral de la salida, las fieras, salvajes y malignas facciones de Le Renard Subtil.
En aquel momento de sorpresa, la sangre fría de Heyward no le abandonó. Se dio cuenta, por la forma de mirar del indio, que sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad del lugar. Incluso había barajado la posibilidad de que él y sus acompañantes pudiesen esconderse tras un recodo en las paredes de la caverna, pero cuando se percató del repentino gesto de iluminación que cruzó el rostro del salvaje, supo que era demasiado tarde y que estaban perdidos.
La expresión burlona y triunfante del indio, delatando la terrible verdad de la situación, resultaba tan sumamente irritante que Duncan olvidándose de todo salvo sus iras, apuntó con su pistola y disparó. La detonación sonó como la erupción de un volcán dentro de la caverna; y cuando se disipó el humo por efecto de la corriente de aire que venía desde la salida que daba al río, el lugar en el que estaba el malvado guía se encontraba ya vacío. Corriendo hacia la salida, Heyward percibió su oscura silueta, escabulléndose por una oquedad baja y estrecha, quedando completamente fuera de su vista.
Una quietud temblorosa hizo presa entre los salvajes al oír la explosión, la cual se sintió surgir de las entrañas de la tierra; pero cuando Le Renard hizo una larga y determinante llamada con su voz, fue correspondido por los gritos espontáneos de todos y cada uno de los indios que pudieron oírle.
De nuevo se oyeron bajar por toda la isla los clamorosos alaridos; y antes de que Duncan se pudiera recuperar del sobresalto, la frágil barrera de ramas fue pulverizada, a la vez que la caverna fue invadida desde ambos extremos y tanto él como sus acompañantes se vieron arrastrados fuera del refugio. Ya bajo la luz del día, estaban completamente rodeados por los victoriosos hurones.