Aún esperan, los vengadores de la tierra nativa.
Gray.
La llamada de advertencia del explorador no fue en vano. Durante el feroz combate que se acaba de relatar el rugir de las cataratas no se vio acompañado de ningún sonido de origen humano. Era como si el eventual resultado de la contienda hubiera mantenido en compás de espera a los nativos apostados en ambas riberas, aparte de que los movimientos rápidos de los combatientes y sus constantes cambios de posición imposibilitaban cualquier intento de disparar sin poner en peligro a un miembro de su propio bando. No obstante, nada más concluir la pelea, un alarido alimentado por los más fieros y salvajes deseos de venganza pudo oírse por todo el contorno. A continuación, se produjeron sin demora las ráfagas de las carabinas, enviando nubes enteras de mensajeros de plomo por encima de las rocas y encarnando así la furibunda impotencia sufrida ante el insatisfactorio final del combate.
Una respuesta firme, aunque innecesaria, provino del fusil de Chingachgook, quien había permanecido en su puesto durante el enfrentamiento, sin dejarse llevar por pasión alguna. Cuando llegó a sus oídos el grito triunfante de Uncas, el padre contestó con agrado mediante un solo grito de respuesta; tras esto, su arma fue la única en confirmar que aún vigilaba incansable desde su posición. De este modo, transcurrieron incontables minutos con la rapidez de un rayo: los fusiles de los asaltantes hablaron, unas veces con el estruendo acumulativo de ser disparados todos a la vez, otras veces de manera individual y esparcida. A pesar de que los disparos perforaban y astillaban incontables rocas, árboles y ramas a su alrededor, los asaltados se encontraban tan sumamente protegidos por sus posiciones de cobertura que David había sido el único herido del grupo hasta aquel momento.
—Déjales que quemen pólvora —dijo el explorador con gran regocijo, a medida que una bala tras otra rozaba el lugar donde yacía—. ¡Habrá una buena capa de plomo en el lugar cuando terminen, y supongo que los diablos se cansarán antes de que estas piedras clamen misericordia! Uncas, muchacho, malgastas munición al cargar más de la necesaria; y una carabina con demasiado retroceso nunca dispara con precisión. Te dije que le dieras a ese bribón por debajo de su raya de pintura blanca y tu bala se desvió cuatro centímetros por encima. Con todo, la vida de un mingo merece poca consideración y resulta perfectamente humano el querer acabar rápidamente con semejantes serpientes.
Una sonrisa silenciosa brotó en el rostro fibroso del joven mohicano, delatando su conocimiento de la lengua inglesa y de lo que quería decir el otro; pero dejó correr el asunto sin dar réplica alguna.
—No puedo permitir que acuse a Uncas de carecer de buen juicio y habilidad —dijo Duncan—. Me salvó la vida de un modo que demuestra su gran templanza y preparación, y en mí tendrá un amigo que jamás olvidará lo mucho que le debe.
Uncas se incorporó ofreciendo su mano a Heyward, quien le correspondió. Con este gesto amistoso, ambos jóvenes se reconocieron mutuamente sus respectivas inteligencias y Duncan llegó a olvidar tanto el carácter como la condición salvaje de su compañero de armas. Mientras tanto, Ojo de halcón, observando esta manifestación de entusiasmo juvenil con distanciamiento, aunque complacido, hizo la siguiente afirmación:
—La vida es una obligación que se deben entre sí los amigos cuando se encuentran en tierra salvaje. Me atrevo a decir que ha habido ocasiones parecidas entre Uncas y yo en el pasado, y recuerdo bien que se ha interpuesto entre la muerte y mi persona en cinco ocasiones diferentes: tres contra los mingos, una al cruzar el Horicano, y…
—¡Esa bala se disparó con más precisión de lo que normalmente se esperaría! —exclamó Duncan, estremeciéndose ante el ruido de impacto y rebote de un proyectil a su lado.
Ojo de halcón tomó el trozo de plomo deformado e hizo un gesto de desacuerdo al examinarlo, diciendo:
—¡El plomo que cae nunca se aplasta, a no ser que sea un disparo procedente de las nubes!
Acto seguido, Uncas señaló hacia arriba con su fusil para hacer ver a sus compañeros dónde estaba la respuesta al misterio. Un viejo roble situado en la orilla derecha del río, casi frente por frente a la posición que ocupaban, había desarrollado tanto sus ramas que una de ellas se extendía por encima del agua en el punto más próximo a ese lugar. Entre las hojas más altas, que apenas disimulaban sus desgastadas quimas, se encontraba parapetado un salvaje; éste, oculto en buena parte por el tronco del árbol pero que aún podía distinguirse, observaba la posición de los asediados con la intención de comprobar los efectos de su traidor disparo.
—Estos diablos escalarían hasta el mismísimo cielo para procuramos la ruina —dijo Ojo de halcón—. Manténlo vigilado, muchacho, hasta que pueda preparar el «mata-ciervos», y así probaremos el efecto de los proyectiles sobre ambos lados del árbol a la vez.
Uncas no disparó hasta que el explorador le dio la orden.
Entonces, los fusiles sonaron, siendo las hojas y la corteza del roble pulverizadas y sus trozos llevados por el viento, pero el indio aún permanecía allí, riéndose con tono burlón ante los intentos de alcanzarle, a la vez que les envió como respuesta una bala que rozó el gorro de Ojo de halcón y se lo quitó. Una vez más los gritos salvajes surgieron del bosque, y una lluvia de plomo volvería a sobrepasar las cabezas de los asediados, con la aparente intención de confinarles en aquel lugar, en el cual serían presa fácil de las balas del indio que había escalado el árbol.
—¡Esto tiene que terminar! —dijo el explorador, mirando a su alrededor con exasperación—. Uncas, avisa a tu padre; necesitamos la fuerza de todas nuestras armas para derribar a ese zorro astuto.
La señal fue dada al instante, y antes de que Ojo de halcón hubiera terminado de recargar su carabina, Chingachgook ya les acompañaba. Cuando su hijo le indicó al veterano guerrero el lugar en el que se encontraba el peligroso enemigo, Chingachgook asintió con su característico gruñido, tras lo cual no expresó signo alguno de alarma ni de preocupación. Ojo de halcón y los mohicanos conversaron brevemente entre sí con sinceridad y en la lengua de los delaware, para luego retomar cada uno su puesto con el fin de ejecutar el plan que tan apresuradamente habían acordado.
El guerrero del árbol había mantenido un fuego constante, aunque ineficaz, desde el momento en que fue descubierto. Su puntería se vio alterada además por la constancia de sus enemigos, cuyos fusiles apuntaban hacia cualquier parte de su cuerpo que estuviera visible. Aún así, sus balas llegaban cerca; las ropas de Heyward, que resultaban un blanco perfecto, sufrieron varias rozaduras y en una ocasión el oficial sufrió una leve herida superficial.
Tras unos momentos, envalentonado por el largo y paciente silencio ofrecido por sus contrincantes, el hurón intentó disparar con una precisión más mortífera. Los avispados ojos de los mohicanos detectaron el perfil de sus extremidades inferiores a través del follaje, sobresaliendo unos centímetros por fuera del contorno del árbol en un momento de descuido por parte del atacante. Sus carabinas se descargaron simultáneamente y, al desplazarse el cuerpo del indio por la herida provocada en la pierna, quedó parcialmente al descubierto. Rápido como un rayo, Ojo de halcón aprovechó la ocasión y descargó su terrible arma en dirección a la cima del roble. Las hojas se movieron de un modo antinatural, el explorador bajó su carabina y, tras unos instantes de resistencia fútil, la silueta del salvaje podía verse pendiendo de la rama del árbol, a la cual se aferraba desesperadamente con ambas manos.
—¡Tenga misericordia y derríbelo de una vez! —gritó Duncan, volviendo la cabeza para no ver el horroroso espectáculo que suponía el sufrimiento de un semejante.
—¡Ni pensarlo! —exclamó Ojo de halcón tajantemente—. Su muerte es segura y no podemos malgastar pólvora, ya que las luchas con los indios pueden durar varios días. ¡Se trata de nuestras cabelleras o las suyas! Además, ¡Dios nos ha dado el instinto de autoconservación para algo!
Contra esta firme e inamovible visión moral, apoyada sobre tan evidentes argumentos prácticos, no hubo apelación posible. Desde ese momento, cesaron una vez más los alaridos en el bosque, así como los disparos, estando concentradas todas las miradas, tanto amigas como enemigas, sobre la penosa condición en la que se encontraba el infortunado que se balanceaba entre cielo y tierra. Su cuerpo estaba expuesto a los golpes del viento, y aunque no pronunció el más mínimo gemido ni estertor, hubo momentos en los que miró hacia sus enemigos con expresión taciturna, marcada por una ansiedad contenida que, a pesar de la distancia entre ellos, podía distinguirse en sus facciones fibrosas. En tres ocasiones llegó a elevar su carabina el explorador, a punto de dejarse llevar por la compasión, y otras tantas la volvió a bajar, recobrando el sentido pragmático de la prudencia. Al cabo de un rato, el hurón soltó un brazo, que por agotamiento cayó insensible hacia su costado. Tras esto, hubo un desesperado pero inútil intento de volver a agarrarse a la rama, y acto seguido se vio cómo el salvaje soltaba la rama definitivamente, ya que la ráfaga luminosa del arma de Ojo de halcón acabó fulminantemente con su sufrimiento. Una contracción repentina de sus piernas, seguida por la caída de la cabeza sobre el pecho, fue lo que rápidamente aconteció antes de que el cuerpo del infeliz cayera como el plomo en las espumosas aguas del río, en cuyas corrientes se sumergió y fue arrastrado, perdiéndose todo vestigio de él para siempre.
Ningún grito de triunfo remató este ventajoso incidente, sino que incluso los mohicanos se miraron atónitos, mostrando su horror en silencio. En el bosque se oyó un solo alarido, y de nuevo el silencio total. Ojo de halcón, siendo el único que parecía poder razonar fríamente, mostró su decepción por la momentánea debilidad que le hizo flaquear al final, diciendo:
—Sólo me quedaba esa bala, junto con la pólvora que la impulsó; ¡actué como un chiquillo! —afirmó—. ¿Qué importancia podía tener que cayera vivo o muerto al río? El resultado final iba a ser el mismo. Uncas, amigo, ve a la canoa y trae el cuerno de pólvora grande; es toda la que nos queda, y necesitaremos hasta el último gramo, si no me fallan mis conocimientos sobre los mingos.
El joven mohicano se dispuso a cumplir lo dicho, dejando al explorador mientras éste revisaba su bolsa y su cuerno de pólvora, comprobando que efectivamente estaban vacíos. Su gesto de disgusto pronto se tomó en uno de alerta cuando oyó una exclamación de sorpresa por parte de Uncas; algo que incluso el inexperto Duncan pudo interpretar como la aparición de un nuevo e inesperado contratiempo. Pensando únicamente en las preciadas vidas que había deudo en la caverna, se levantó apresuradamente, exponiéndose de modo temerario a las balas enemigas. Movidos por un impulso común, sus acompañantes obraron igual, desplazándose con tal rapidez hasta el refugio que los precipitados tiros de sus antagonistas no lograron acertarles. El desgarrador grito había convocado a su vez a las hermanas, junto con el convaleciente maestro de canto, los cuales también abandonaron su escondite. De este manera, todo el grupo se congregó para conocer la naturaleza del desastre que había sido capaz de alterar el carácter estoico del joven guardián indio.
A poca distancia de las rocas, podía verse su pequeña embarcación flotando entre las olas, dirigiéndose hacia las comentes más rápidas del río de un modo que delataba que su curso estaba siendo dirigido por una mano oculta. El momento en que esta desagradable visión llegó a ojos del explorador, éste elevó su carabina por instinto y apretó el gatillo, pero no se produjo la acostumbrada detonación.
—¡Es demasiado tarde, demasiado tarde! —exclamó Ojo de halcón, dejando caer al suelo su arma, ya inútil, con gesto decepcionado—. ¡El bribón ha alcanzado los rápidos, y aunque tuviéramos pólvora, no le podríamos alcanzar a esa velocidad!
El osado hurón levantó la cabeza por encima del borde de la canoa, y mientras avanzaba rápidamente río abajo, alzó la mano y profirió el grito que señalaba victoria. Su exclamación fue correspondida por otra desde el bosque, mezclada con risas exultantes que parecían ser las de una cincuentena de diablos que blasfemaban ante la caída de un alma cristiana.
—Reíd, reíd, hijos de Satanás —dijo el explorador, sentado sobre una proyección de la roca, su arma abandonada a sus pies—, ya que las tres carabinas más rápidas y certeras de este bosque han quedado tan inútiles como tallos de arbustos, ¡o como las astas resecas de un gamo muerto!
—¿Qué podemos hacer? —inquirió Duncan, dejando a un lado la desesperación y mostrando una actitud más agresiva y decidida—. ¿Qué va a ser de nosotros?
Ojo de halcón no dio respuesta, sino que se limitó a rascarse la cabeza de un modo que no daba lugar a dudas de que estaba meditando la cuestión.
—¡Con seguridad, nuestra situación no ha de ser tan crítica como parece! —exclamó el joven—. Los hurones no han llegado hasta aquí, podemos hacemos fuertes en las cavernas, podemos enfrentamos a su asalto.
—¿Con qué? —preguntó fríamente el explorador—. ¿Con las flechas de Uncas, o las lágrimas de las mujeres? ¡No, no; usted es joven, rico y tiene muchas amistades, y sé que a esa edad es difícil aceptar la muerte! Pero —dijo mientras miró hacia los mohicanos—, recordemos que somos hombres sin miedo y enseñémosles a esos nativos del bosque que la sangre de un hombre blanco corre igual de fácil que la de un indio cuando le llega su hora.
Duncan miró rápidamente hacia donde se dirigían los ojos del que hablaba, y pudo confirmar sus peores temores al observara conducta de los indios. Chingachgook, sentándose con suma dignidad sobre otro fragmento rocoso, ya había dejado a un lado tanto su cuchillo como su tomahawk, y estaba procediendo a despojarse de la pluma de águila que llevaba en la cabeza, alisando la cresta de cabello que la recoma a modo de preparación de cara a las desagradables acciones de las que sería objeto. Su expresión mantenía la compostura, pero permanecía pensativo a medida que sus brillantes ojos negros perdían gradualmente su fuerza combativa, adoptando así un estado de ánimo más acorde con los acontecimientos próximos a tener lugar.
—¡Nuestra situación no es, no puede ser tan irremediable! —dijo Duncan—. Incluso ahora mismo pueden estar al llegar las fuerzas de apoyo. ¡No veo a ningún enemigo! ¡Se habrán cansado de una lucha en la que arriesgan tanto para ganar tan poco!
—Pueden tardar un minuto, o quizá una hora, pero esas serpientes traidoras caerán sobre nosotros, y es muy probable que nos estén escuchando ahora mismo a poca distancia —dijo Ojo de halcón—. De lo que podemos estar seguros es de que vendrán, y lo harán de un modo que no dará lugar a la esperanza —de repente, comenzó a hablar en idioma delaware—: Chingachgook, hermano, hemos librado juntos nuestra última batalla, ¡y los maquas habrán triunfado con la muerte del hombre más sabio de los mohicanos, así como de la del rostro pálido cuyos ojos ven tan lejos en la oscuridad como a plena luz del día, siendo para él las nubes como nieblas cercanas!
—¡Que las mujeres de los mingos lloren por sus muertos! —le contestó el indio con su orgullo característico y su inamovible firmeza—. ¡La Gran Serpiente de los mohicanos se ha introducido en sus casas y ha envenenado su victoria con el llanto de aquellos niños cuyos padres no volverán! ¡Once guerreros yacen ocultos, lejos de las tumbas de sus tribus desde que se derritió la nieve, y nadie podrá decir dónde se encuentran cuando calle para siempre la lengua de Chingachgook! Que empuñen el cuchillo más afilado y lancen el tomahawk más rápido, ya que su mayor enemigo está en sus manos. ¡Uncas, representante más joven de una noble estirpe, llama a los cobardes para que se apresuren, antes de que sus corazones se reblandezcan y se conviertan en mujeres!
—¡Están mirando entre los peces en busca de sus muertos! —contestó el joven jefe indio con voz suave y tenue—. ¡Los hurones hacen compañía a las repugnantes anguilas! ¡Caen de los árboles como la fruta que está lista para ser devorada! ¡Y los delaware se ríen de todo ello!
—Eso, eso —murmuró el explorador, escuchando con gran atención estas manifestaciones tan particulares de los nativos—. Han recurrido a sus sentimientos indios y pronto provocarán a los maquas para que les den una muerte rápida. ¡En cuanto a mí, que sólo tengo sangre de raza blanca, es propio que muera de acuerdo con mi raza, sin emitir palabras insultantes y sin sentimientos de amargura en mi corazón!
—¿Por qué morir, al fin y al cabo? —dijo Cora, saliendo de entre las rocas en las que el horror la tuvo confinada hasta ese momento—. ¡El camino está abierto por todos lados!; ¡huyan pues, hacia el bosque y pídanle a Dios que nos envíe ayuda! ¡Márchense, hombres valientes, ya les debemos demasiado por lo que han hecho; no se involucren más en nuestras desgracias!
—¡Conoce usted poco las costumbres de los iroqueses, señora, si cree que han dejado algún camino libre hacia el bosque! —contestó Ojo de halcón, pero añadiendo después con toda su simplicidad—. La comente que va río abajo seguramente podría llevarnos lejos del alcance de sus fusiles y del sonido de sus voces.
—Entonces, intentemos el río. ¿Por qué esperamos? ¿Acaso queremos engrosar la lista de víctimas de nuestros desalmados enemigos?
—¿Pregunta usted por qué? —replicó el explorador, mirando orgullosamente a su alrededor—. ¡Porque es mejor que un hombre muera en paz consigo mismo que vivir perseguido por el remordimiento! ¿Qué respuesta podríamos darle a Munro cuando nos pregunte dónde y cómo dejamos a sus hijas?
—Vaya y dígale que las dejó para buscar ayuda que sirva para salvarlas —contestó Cora, enfrentándose al explorador con desbordado ardor—; dígale que los hurones las amenazan en el bosque del norte, pero que con diligencia y empeño pueden ser rescatadas; y si, con todo, el cielo no tuviese a bien permitir que tal ayuda llegue a tiempo, dígale —continuó diciendo con voz acongojada, formándosele un nudo en la garganta—, que el amor, las bendiciones y las oraciones de sus hijas son para él, y pídale que no se entristezca con nuestro destino, sino que mire hacia adelante con la humilde confianza cristiana de que algún día nos reencontraremos. Las facciones del explorador, curtidas y endurecidas por el clima de los montes, reaccionaron ante estas palabras; se llevó la mano al mentón y parecía estar considerando la cuestión fría y profundamente.
Al cabo de un momento, sus tensos y nerviosos labios pronunciaron la siguiente conclusión:
—¡Las palabras de la muchacha llevan razón! Ciertamente, y además se inspiran en el espíritu cristiano; lo que puede resultar correcto y apropiado para un piel roja constituye un pecado para un hombre cuya sangre ni siquiera es mestiza, lo único que podría haber justificado su ignorancia. ¡Chingachgook! ¡Uncas! ¡Escuchad las palabras de la mujer de ojos negros!
En ese momento, habló en delaware con sus compañeros, y su discurso parecía decidido, aunque a la vez calmado y prudente. El mohicano de más edad le escuchó con gran solemnidad, dando la sensación de que meditaba a la vez que prestaba atención, captando la importancia de sus palabras. Tras vacilar un momento, hizo una señal de aprobación con la mano, pronunciando en inglés la palabra «bien» con el particular énfasis que su pueblo utiliza al hablar. Luego, volviendo a colocar su cuchillo y su tomahawk al cinto, el guerrero se dirigió en silencio hasta el borde de la roca más oculta en la orilla del río. Allí se detuvo un instante para señalar claramente hacia el bosque que había río abajo, y tras emitir unas breves palabras en su idioma, como si informara de su itinerario, se lanzó al agua y desapareció de la vista de los demás.
El explorador retrasó su marcha para poder hablar con la generosa muchacha, la cual empezó a respirar más aliviada al ver que se le había hecho justicia a sus razonamientos.
—A veces la sabiduría es virtud de los jóvenes, además de los mayores —dijo—, y en lo que tú has dicho rebosa la sabiduría, por no decir algo aún más grandioso. Si os conducen a través del bosque a los que sobreviváis, romped tantas ramas en los arbustos al pasar como os sea posible, y procurad pisar con la intención de dejar huellas visibles; ya que si pueden distinguirse, podéis estar seguros de que un amigo os seguirá hasta los confines de la tierra antes que abandonaron.
Le ofreció a Cora su mano en gesto de amistad, recogió su carabina y, tras contemplar el arma con profunda melancolía, la posó de nuevo con cuidado, descendiendo hasta el lugar por donde Chingachgook se había ido. Durante un momento permaneció inmóvil en el borde de la roca; después, mirando a su alrededor con honda preocupación, dijo amargamente:
—¡Si nos hubiera durado más la pólvora, esta desgracia jamás habría acontecido! —tras esto, se dejó caer de la roca y se sumergió en las aguas, quedando igualmente fuera de la vista.
Todas las miradas se volvieron hacia Uncas, quien quedó apoyado sobre la plataforma rocosa, completamente quieto. Tras una breve espera, Cora señaló al río y dijo:
Tus amigos no han sido detectados y estarán probablemente a salvo ya; ¿no es hora de que les sigas?
—Uncas se queda —respondió tranquilamente en inglés el joven mohicano.
—¿Para contribuir al horror del momento de nuestra captura y darnos menos posibilidades de ser liberados? Vete, joven valiente —continuó Cora, brindándole una caída de ojos, consciente quizá de su poder de convicción—; ve a donde está mi padre, como ya he dicho, y hazte el más fiel de mis mensajeros. Dile que te confié la misión para que él pueda liberar a sus hijas. ¡Vete! ¡Ése es mi deseo! ¡Le pido a Dios que te pongas en camino!
El tranquilo semblante del joven jefe indio se tomó apesadumbrado, pero no vaciló más. Sin el menor ruido, avanzó hacia la roca y se introdujo en la agitada corriente acuática. Los que se quedaron atrás contuvieron la respiración hasta ver la cabeza del joven guerrero emerger en busca de aire, ya muy a lo lejos, justo antes de hundirse sin dejar rastro.
Estas hazañas tan repentinas y aparentemente exitosas habían tenido lugar en cuestión de unos minutos; una pequeña porción del preciado tiempo que transcurría. Tras ver a Uncas por última vez, Cora se volvió para dirigirse a Heyward, sus labios temblorosos al hablar:
—He oído acerca de tu capacidad de moverte en el agua, Duncan —dijo—. Sigue pues, el sabio ejemplo de estos seres tan fieles y sencillos.
—¿Es eso lo que Cora Munro esperaría de su protector? —dijo el joven mientras sonreía con tristeza, y también con amargura.
—No es momento para sutilezas inútiles ni falsas ilusiones —le contestó ella—, sino el momento en que la obligación de cada individuo debe ser ponderada en relación a los demás. No nos sirves de nada aquí, pero tu vida puede salvarse para el bien de otros.
El joven no respondió, aunque sus ojos se dejaron atraer por la hermosa imagen de Alice, quien se aferraba a su brazo con la dependencia de un niño pequeño.
Tras una pausa en la que parecía luchar contra un dolor más agudo que todos sus temores, Cora continuó diciendo:
—Considera que lo peor que nos puede ocurrir es que muramos; algo que con el tiempo nos afectará a todos, siendo Dios el que decide cuándo ha de suceder.
—Hay males peores que la muerte —dijo Duncan con acritud, como si le hubiesen ofendido las observaciones de la muchacha—, cosas que pueden evitarse por parte de aquél que esté dispuesto a morir por vosotras.
Cora desistió en su empeño, y cubriéndose el rostro con su chal, se llevó a la atemorizada Alice consigo hasta la zona más profunda de la caverna.