No duermen.
En aquellos arrecifes, una mano oscura,
Les veo sentados.
Gray.
¡Permanecer ocultos ante tales ruidos del bosque sería como hacer caso omiso a una advertencia que atañe a nuestra seguridad! —dijo Ojo de halcón—, las damas pueden permanecer escondidas, pero los mohicanos y yo haremos guardia sobre la roca, donde supongo que un comandante de la sesenta preferiría hacemos compañía.
—¿Tanto es el peligro que corremos? —preguntó Cora.
—Sólo aquél que emite los ruidos extraños, y lo hace para comunicar algo, conoce la extensión del peligro que corremos. ¡No puedo estar tranquilo mientras tienen lugar estas advertencias! Incluso el pusilánime que pasa sus días cantando se estremece por el grito y dice que está «preparado para intervenir en la batalla». Si sólo fuese una batalla, lo entenderíamos todos y nos enfrentaríamos a ello con facilidad; pero cuando tales gritos provienen de un lugar a medio camino entre el cielo y la tierra, ¡me da la impresión de que presagian otra clase de lucha!
—Si nuestros motivos para tener miedo, amigo mío, se limitan a causas sobrenaturales, no tenemos mucho de qué preocupamos —continuó diciendo Cora, con gesto impasible—. ¿No podría ser que nuestros enemigos hayan diseñado un método nuevo e ingenioso para inspirar terror y así facilitar su victoria?
—Señora —contestó el explorador con solemnidad—, he escuchado todos los ruidos propios del bosque durante treinta años, como si dependiera mi vida de ello. ¡Ninguna imitación del rugido de la pantera, o del canto de un ave, ni ninguna otra invención diabólica de los mingos, puede engañarme! He oído al bosque gemir afligido como un mortal apenado; una y otra vez he podido escuchar cómo el viento toca su música a través de las ramas enzarzadas de los árboles; y he oído al rayo romper el silencio al despedazar un tronco, escupiendo chispas e intensas llamas; todo ello hasta el punto de sólo Dios ha podido oír más ruidos originados entre todas estas cosas, dado que Él las creó. Sin embargo, ni los mohicanos ni un blanco como yo, un hombre de pura raza, podemos explicar la procedencia del grito que acabamos de oír. Por lo tanto, lo tomamos como una señal que nos sirve para preservar nuestro bienestar.
—¡Es extraordinario! —dijo Heyward, recogiendo sus pistolas del lugar en el que las había dejado—. Sea una llamada de paz o sea de guerra, debe ser atendida. Guíenos, amigo: yo le seguiré.
Al abandonar su confinamiento, todos los miembros del grupo experimentaron una placentera renovación de ánimos, habiendo cambiado el aire rancio del refugio por la fresca brisa que emanaba de los remolinos y los saltos de la catarata. El relente nocturno surcaba por encima de la superficie del río y parecía encarnar la fuerza que hacía fluir las aguas por las numerosas oquedades y cavernas, de las cuales volvían a surgir con más fuerza, rugiendo como el trueno que se oye tras unas colinas distantes. La luna estaba plenamente visible, iluminando con su luz diversos puntos por encima del lugar en el que se encontraban, desde los cuales caía el agua; pero el otro extremo de la formación rocosa en la que se habían situado permanecía a oscuras. A excepción de los sonidos de las aguas y del aire que soplaba, formando comentes a su paso por aquel lugar, el escenario estaba completamente en calma y desolado. Los ojos de cada individuo buscaban en vano alguna señal de vida a lo largo de la orilla opuesta, y que pudiera explicar el origen de los ruidos emitidos. Sus angustiosos esfuerzos sólo obtuvieron como fruto la confirmación de que el paisaje estaba formado únicamente por rocas solitarias y árboles imperturbados, salvo algún que otro destello engañoso que momentáneamente les hacía estremecer.
—Aquí no hay nada que no sea la oscura quietud de una noche agradable —susurró Duncan—. ¡Cuánto apreciaríamos este escenario, con su maravilloso romanticismo, en cualquier otro momento, Cora! Imaginaos que no hubiese peligro en nuestra situación; lo que ahora inspira terror podría ser motivo de gozo y disfrute.
—¡Escuchen! —dijo Alice, interrumpiéndole.
Fue innecesaria su intervención. Una vez más surgió el mismo sonido, como si proviniese del río, y habiendo superado todos los obstáculos rocosos, se oyera por todo el bosque, formando ondulantes ecos en la distancia.
—¿Puede alguno de los presentes identificar semejante grito? —exigió saber Ojo de halcón, mientras el último eco se perdía en la oscuridad—. Si fuera así, que hable; en lo que a mí concierne, ¡tales gritos no son de este mundo!
—Entonces yo le libraré de sus falsas creencias —dijo Duncan—. Conozco bien el sonido, ya que lo he oído a menudo en el campo de batalla, así como en otras circunstancias de la vida militar. Se trata del horrible quejido que emite un caballo en agonía; suele producirse cuando soporta gran dolor, pero también cuando experimenta temor. O bien mi corcel ha caído presa de las alimañas del bosque, o ha detectado algún peligro y no puede defenderse contra él. El sonido no me resultaba familiar cuando lo escuché desde el interior de la cueva, pero aquí al aire libre lo identifico plenamente, sin lugar a dudas.
El explorador y sus acompañantes prestaron atención a esta sencilla explicación con el interés propio de quienes aprenden algo nuevo, a la vez que desechan viejas creencias que han demostrado ser poco positivas. Los dos indios pronunciaron su ya usual y expresiva exclamación, consistente en decir «¡Hugh!», a medida que la verdad les iluminaba. Mientras tanto, tras una pausa corta pero meditabunda, el explorador decidió dar una respuesta.
—No puedo cuestionarle —dijo—, ya que no sé mucho sobre caballos, a pesar de que ya abundaban cuando nací. Los lobos deben estar acechándoles en su refugio de la orilla, y los asustados animales llaman ahora al hombre para que les auxilie de la mejor manera posible. Uncas —dijo a continuación en lengua delaware—, Uncas, saca la canoa a flote y lanza alguno de tus proyectiles contra la manada; ¡de lo contrario el miedo podría acabar con los caballos, cuya ayuda vamos a necesitar por la mañana para volver a emprender nuestro viaje con presteza!
Ya había bajado al agua el joven nativo para cumplir lo dicho, cuando se oyó un prolongado aullido arrastrándose hacia las profundidades del bosque, como si los lobos hubiesen decidido abandonar a sus presas por iniciativa propia. Uncas se detuvo rápida e instintivamente, volviendo a cambiar impresiones los tres habitantes del bosque.
—Hemos estado como esos cazadores que pierden su camino sin la posibilidad de guiarse por las estrellas y con el sol oculto durante días —dijo Ojo de halcón, mirando hacia un lado—. ¡Ahora estamos de nuevo en el buen camino, habiéndose apartado toda la maleza que había delante! Sentaos a la sombra que la luna origina bajo esa haya —es más oscura que la de un pino—, y esperemos todos a ver qué más nos depara el Señor. Conversen en voz baja; aunque sería más conveniente que cada cual conversara con sus propios pensamientos por el momento.
El ademán del explorador daba a entender que estaba impresionado, pero en absoluto denotaba una preocupación que pusiera en entredicho su hombría. Evidentemente, su momentánea debilidad ya se había desvanecido con la explicación de un fenómeno cuya naturaleza superaba a sus conocimientos y experiencia; y ahora, a pesar de que era consciente de la seriedad de su situación, estaba preparado para enfrentarse a ella con todas sus energías. Tales sentimientos parecían ser también los de los nativos, quienes se dispusieron de manera que pudiesen vigilar y controlar ambas orillas del río, manteniéndose a la vez ocultos a los ojos de cualquier enemigo. En tales circunstancias, el sentido común le dictaba a Heyward y sus acompañantes que fuesen extremadamente prudentes y observasen la máxima precaución, como se les había recomendado. El joven extrajo una buena cantidad de sasafrás de la cueva y la colocó en el espacio abierto que separaba ambas cavernas, para que pudieran sentarse las dos hermanas; así las damas estarían a salvo de cualquier proyectil, bajo la protección de las rocas, a la vez que sus preocupaciones se aliviaban al saber que ningún peligro podría presentarse por sorpresa. Por su parte, Heyward estaba haciendo guardia tan cerca que podía comunicarse con sus acompañantes sin tener que elevar peligrosamente la voz. Mientras tanto, emulando a los hombres del bosque, David colocó su cuerpo de tal manera entre las fisuras de las rocas que sus desproporcionadas extremidades ya no resultaban ofensivas para la vista.
De esta guisa, pasaron las horas sin más sobresaltos. La luna alcanzó su cenit, derramando su tenue luz sobre la entrañable escena de las dos hermanas durmiendo plácidamente, abrazadas entre sí. Duncan extendió la amplia capa de Cora ante esa imagen que tanto le encantaba contemplar, y luego reposó la cabeza sobre una piedra que le servía de almohada. David comenzó a emitir ruidos que le hubieran asustado de haberlos oído despierto. En pocas palabras, a excepción de Ojo de halcón y los mohicanos todos estaban inconscientes por efecto del sueño. Pero la vigilancia de los guardianes no sucumbió ante el cansancio o el agotamiento. Tan inamovibles como la roca sobre la que estaban sentados, parecían formar parte de la misma, a la vez que sus miradas lo recoman todo a lo largo de la oscura franja de árboles que bordeaban las orillas del río. Ni un solo sonido les pasaba desapercibido; por contra, ni siquiera observándoles de cerca se podía distinguir si respiraban o no. Esta extremada cautela era evidentemente producto de la experiencia y de un adiestramiento mejor que el de sus enemigos. Así continuaron, sin que hubiera incidentes, hasta que la luna desapareció y se abrieron paso los primeros rayos luminosos del nuevo día, asomándose por encima de los árboles donde la corriente doblaba río abajo.
En ese momento, Ojo de halcón se estremeció el primero. Se deslizó a gatas por las rocas hasta donde se encontraba Duncan, y le despertó a empujones.
—Es hora de moverse —dijo susurrando—. Despierte a las mujeres y prepárense todos para subir a la canoa en cuanto se traiga a la orilla.
—¿Ha pasado una noche tranquila? —preguntó Heyward—. En cuanto a mí, me temo que el sueño pudo más que los deseos de vigilar.
—Todo está tan quieto como lo estaba a medianoche. Procedan en silencio, pero con rapidez.
Para entonces Duncan ya estaba completamente despierto, e inmediatamente retirando la capa que cubría a las féminas durmientes. Tan repentina acción provocó un movimiento instintivo por parte de Cora, que levantó la mano en actitud defensiva, mientras que Alice murmuraba con voz suave y dulce:
—¡No, no, querido padre, no fuimos abandonadas; Duncan estaba con nosotras!
—Sí, candorosa niña —susurró el joven—. Duncan está aquí, y mientras viva no te abandonará ante el peligro. ¡Cora! ¡Alice! ¡Despertad!; ¡ha llegado el momento de marchar!
Un grito estridente por parte de la más joven, y la expresión horrorizada de la otra, que se puso en pie a su lado, fue la única respuesta que obtuvo.
Aún no había terminado Heyward de pronunciar sus palabras cuando surgió repentinamente tal griterío que la sangre pareció congelársele en el mismísimo corazón. Por un instante daba la sensación de que los demonios del infierno se habían adueñado de todo a su alrededor, dando rienda suelta a sus más infames instintos mediante aquellas bárbaras emisiones vocales. Los alaridos no provenían de ningún lugar en concreto, aunque se podían oír claramente por todo el bosque; y como podían comprobar los miembros del grupo, las cavernas de la catarata, las rocas, la superficie del río y hasta el cielo que les cubría parecía albergar tales vociferaciones. David se levantó elevando toda su estatura en medio del infernal tumulto, tapándose los oídos y exclamando:
—¿De dónde viene ese griterío? ¿Acaso se han abierto las puertas del infierno para que los hombres emitan semejantes sonidos?
Tras exponerse de ese modo tan imprudente, se produjeron las cegadoras ráfagas y fulminantes descargas de una docena de fusiles, dejando al infortunado maestro de canto yaciendo sin sentido sobre la misma roca en la que había dormido. Los mohicanos respondieron a sus enemigos con el mismo grito intimidatorio, mientras que los segundos clamaban salvajemente la alegría que sintieron al ver caer a Gamut. El intercambio de disparos se tornó más intenso entre ambos grupos, pero tanto los de un bando como los del otro se guardaron de no exponer ni la más mínima parte de sus personas a la hostilidad del fuego enemigo. Duncan aguardaba con desesperación el chapoteo de los remos, con la esperanza de que pudieran huir. El río pasaba sin novedad, no habiendo señales de la embarcación por ninguna parte. Por un momento pensó que el explorador les había abandonado, cuando una llamarada intensa, acompañada de un grito fiero, emanaron de las rocas inferiores entremezclados con estertores de agonía mortal, demostrando que el proyectil disparado por el arma de Ojo de halcón, cual mensajero de la muerte, había encontrado una víctima. En ese momento, los asaltantes se retiraron inmediatamente, y al poco tiempo el lugar se volvió tan pacífico como antes de la escaramuza.
Duncan aprovechó el momento de aparente calma para correr hacia el cuerpo de Gamut y llevarlo hasta la estrecha cavidad que cobijaba a las dos hermanas. Un minuto después, todos los del grupo se reunieron en este lugar de relativa seguridad.
—El pobre ha salvado su cabellera —dijo Ojo de halcón, pasando su mano por la cabeza de David sin expresar sentimiento alguno—, pero ha demostrado que un hombre puede nacer con demasiada lengua. Era una completa locura mostrar un metro ochenta de carne y hueso sobre una roca descubierta, a plena vista de los incontrolados salvajes. Lo único que me sorprende es que aún siga vivo.
—Entonces, ¡no está muerto! —exclamó Cora, con una voz cuyo tono firme, aunque horrorizado, mostraba cómo el miedo competía en su interior con su fortaleza de espíritu—. ¿No podemos hacer algo para ayudar a este pobre hombre?
—¡No hay que preocuparse! Aún le queda mucha vida hasta el día en que verdaderamente le llegue su hora, y en cuanto haya dormido un poco se despertará más sabio de lo que era —contestó Ojo de halcón, mirando con cierta indiferencia al cuerpo inmóvil, a la vez que cargaba su arma con admirable habilidad—. Llévalo dentro, Uncas, y déjalo sobre el sasafrás. Cuanto más dure su siesta mejor será para él, ya que las rocas no le servirán de mejor refugio, y sus cánticos no servirán para enfrentarse a los iroqueses.
—¿Cree usted pues, que se reanudará el ataque? —preguntó Heyward.
—¿Acaso un lobo hambriento se conforma con un bocado? Han perdido un hombre, y como es costumbre en ellos, al sufrir una baja y fracasar en un ataque por sorpresa, se retiran; pero les tendremos aquí de nuevo, utilizando otras modalidades de ataque para poder ganarse nuestras cabelleras —levantando su tez curtida, sobre la que se cernían evidentes vestigios de preocupación, cual nubarrón que oscurece el cielo al pasar, continuó diciendo—: ¡Nuestra única esperanza es la de hacemos fuertes aquí hasta que Munro pueda enviar ayuda! ¡Dios quiera que sea pronto, y que el jefe de tal partida sea conocedor de las costumbres indias!
—Ya ves la suerte que corremos, Cora —dijo Duncan—, y sabes que podemos confiar en la experiencia y el buen juicio de tu padre. Venid las dos conmigo, y entrad en esta caverna en la que vosotras, al menos, estaréis a salvo de los fusiles asesinos de nuestros contrincantes; además, allí podréis, dada vuestra gentileza de carácter, brindarle algún cuidado a nuestro desafortunado camarada.
Las hermanas le siguieron a través de la cueva, en la cual los quejidos de David ya indicaban que comenzaba a recuperar progresivamente la lucidez. De esta guisa, tras encomendarles la atención al hombre herido, Heyward se dispuso a marchar.
—¡Duncan! —gritó la temerosa Cora cuando el soldado ya salía del lugar. Éste se volvió y la contempló, observando cómo su tez se había vuelto extremadamente pálida y sus labios temblaban. La actitud solícita de la muchacha le hizo volver a su lado—. Recuerda, Duncan, que tu propia seguridad es garantía de la nuestra, que se lo prometiste a nuestro padre y que es mucho lo que depende de ti y de tu prudencia al actuar —mientras la sangre volvió a fluir por sus mejillas y la hacía sonrojar, añadió—: En pocas palabras, recuerda lo mucho que te quieren todos los que llevan el apellido Munro.
—Si algo me puede guiar más que mi propio amor por la vida —dijo Heyward—, lo hará sin duda tan amable consejo. Siendo comandante de la sesenta, nuestro anfitrión opinará que debo cumplir con mi parte de la lucha, pero la tarea será fácil; sólo se trata de mantener a esos perros a raya durante unas horas.
Sin esperar respuesta, dejó la compañía de las dos hermanas y se unió al explorador y sus acompañantes, quienes aún permanecían bajo la protección del pequeño espacio entre las dos cuevas.
—Te repito, Uncas —estaba diciendo el explorador al llegar Heyward—, que malgastas demasiada pólvora, ¡y el consiguiente retroceso de tu arma te hace perder puntería! ¡Poca pólvora, un plomo ligero y un brazo largo pocas veces fallan a la hora de provocarle estertores mortales a un mingo! Al menos ésa ha sido mi experiencia con semejantes energúmenos. Vámonos, amigos, a nuestros puestos de cobertura, ya que ningún hombre puede saber con certeza dónde ni cuándo golpeará un maqua[17].
Los indios volvieron a sus correspondientes puestos en silencio, situándose entre las grietas rocosas desde las que dominaban las proximidades en la base de la catarata. En el centro de la isleta, unos pinos de reducido tamaño habían echado raíces, habiendo dado origen a una espesa maleza en la cual Ojo de halcón se adentró con la rapidez de un venado, seguido por el voluntarioso Duncan. Aquí se camuflaron como mejor les permitieron las circunstancias, colocándose entre los matorrales y fragmentos rocosos que abundaban en aquel lugar. Por encima de ellos había una formación rocosa redondeada desprovista de vegetación por cuyos lados pasaba el agua libremente, precipitándose al abismo que había debajo como ya se ha descrito anteriormente. Habiendo amanecido ya, las riberas opuestas no ofrecían una imagen borrosa, sino que se podía mirar hacia el interior de los bosques y distinguir los objetos situados bajo la sombra de los pinos.
La angustiosa vigilia se prolongó sin que hubiera señales de un nuevo ataque, y Duncan empezó a creer que la respuesta que dieron al primero había sido más efectiva de lo aparente, repeliendo así sus enemigos de un modo definitivo. Cuando se aventuró a sugerir esta opinión a su compañero, Ojo de halcón le respondió agitando la cabeza en señal de que no sería así.
—¡No conoce la naturaleza de un maqua si piensa que se le puede vencer tan fácilmente, sin que se lleve una cabellera! —le contestó—. ¡Si no había cuarenta de esos demonios gritando aquí esta mañana, no hubo ninguno! Además, saben cuántos somos y qué posibilidades tenemos, siendo demasiado tentadora la situación como para abandonar. ¡Atención! Mire hacia las aguas de arriba, justo donde rompen sobre las rocas. Que me muera aquí mismo si esos temerarios bribones no han nadado hasta la mismísima pendiente y, para nuestra mala fortuna, alcanzado la cabecera de la isla. ¡Cuidado, amigo, manténgase a cubierto o de una cuchillada le separarán la cabellera de su cráneo!
Heyward levantó la cabeza para ver lo que en justicia consideró un prodigio de audacia y habilidad. La acción de las aguas del río había desgastado el borde de la roca de tal modo que la caída se había vuelto menos abrupta y perpendicular de lo que normalmente se esperaría en una catarata. Sin otro medio para guiarse, salvo la comente de agua que corre hasta la cabecera de la isla, un grupo de insaciables enemigos se había adentrado en las aguas, nadando hasta el punto mencionado, conscientes de que les serviría de acceso para alcanzar a sus víctimas si lograban llegar hasta allí.
Mientras Ojo de halcón terminaba de hablar pudo ver cómo se asomaban cuatro cabezas humanas por encima de unas ramas que se habían alojado en las rocas de la pendiente, lo que indicaba que la atrevida estrategia posiblemente habría tenido éxito. Al momento siguiente, una quinta figura pudo verse flotando sobre el verdoso borde de la catarata, a poca distancia del perímetro de la isla. El salvaje luchaba con empeño para librar la corriente y ponerse a salvo. Favorecido por el impulso del agua, ya había extendido un brazo para recibir la ayuda de un compañero que estaba sobre tierra firme, cuando la comente le arrastró de nuevo, lanzándolo por los aires con los brazos abiertos y los ojos saltándosele de las órbitas, para al final caer estrepitosamente en las fauces del profundo abismo que había debajo. Un solo grito, desgarrado y desesperado, se oyó desde la cavidad, y luego todo quedó en silencio, como una tumba.
El primer impulso que sintió Duncan fue el de la generosa intención de auxiliar al pobre desgraciado; pero al instante se lo impidió la férrea mano del explorador, impávido ante el hecho.
—¿Quiere usted provocarnos la muerte al revelar nuestra posición a los mingos? —le reprendió Ojo de halcón con firmeza—. ¡Así ahorraremos pólvora, ya que las municiones son tan preciadas en estas situaciones como el aliento para un ciervo en peligro! Revise la carga de sus pistolas, las brumas de las cataratas pueden humedecer el fulminante; y manténgase alerta para luchar mientras yo disparo sobre ellos.
Colocando los dedos sobre la boca, emitió un largo y estridente sonido que fue respondido desde las rocas vigiladas por los mohicanos. Duncan pudo percibir más cabezas por encima de las ramas del borde cuando sonó la señal, pero desaparecieron igual de súbitamente un instante más tarde. Acto seguido, un leve ruido crujiente atrajo su atención desde atrás y, volviéndose, vio a Uncas a unos pasos de distancia, acercándose sigilosamente. Ojo de halcón le habló en lengua delaware, tras lo cual el joven jefe indio tomó posición con singular cuidado y extremada sangre fía. Para Heyward se trataba de un momento de insufrible e impaciente espera, aunque el explorador vio la ocasión propicia para aleccionar a sus jóvenes camaradas en el arte del correcto empleo de las armas de fuego.
—De entre todas las armas —comenzó diciendo—, el fusil largo, de cañón estriado y metal atemperado, es la más peligrosa de todas cuando la manejan unas manos diestras; aunque un brazo fuerte, un ojo rápido y un buen criterio a la hora de cargar son suficientes para sacar a relucir sus virtudes. Los armeros apenas demuestran tener buen conocimiento de su oficio cuando hacen armas de caza y carabinas cortas para la caballería.
Uncas le interrumpió con uno de sus expresivos gemidos.
—¡Ya los veo, muchacho! ¡Ya los veo! —reconoció Ojo de halcón—. Se están reuniendo para el asalto, de lo contrario mantendrían sus escuálidas espaldas por debajo de las ramas. Bien, dejémosles —añadió mientras comprobaba su fulminante—. ¡El hombre que les guía se acerca a una muerte segura, aunque fiera el mismísimo Montcalm!
En ese momento el bosque se vio inundado de nuevo con un estruendoso mar de voces que chillaban frenéticamente, sirviendo esto de señal para que cuatro de los salvajes se lanzaran desde las ramas. Heyward sintió un incontenible deseo de salir a hacerles frente, en medio del angustioso delirio de aquel momento, pero el sano ejemplo del explorador y Uncas le frenaron.
Justo cuando sus enemigos, aullando salvajemente y tras saltar por encima de las rocas negras que les separaban de ellos, consiguieron acercarse a escasos metros de distancia, el fusil de Ojo de halcón se elevó lentamente por encima de los arbustos y descargó su fatal contenido. El indio más adelantado se estremeció como un ciervo moribundo y cayó de cabeza por los acantilados de la isleta.
—¡Ahora, Uncas! —gritó el explorador, sus ojos encendidos de furia mientras extraía su largo cuchillo—. ¡Encárgate del último de esos ruidosos demonios; nosotros ya nos entenderemos con los otros dos!
Uncas le obedeció, quedando así sólo dos enemigos a batir. Heyward le había dado una de sus pistolas a Ojo de halcón, y juntos avanzaron rápidamente por una pequeña pendiente hasta donde se encontraban sus enemigos; ambos dispararon a la vez, e igualmente a ambos les fallaron sus piezas.
—¡Lo suponía! ¡Ya se lo advertí! —refunfuñó el explorador, lanzando el pequeño implemento a las aguas con desdeñoso desprecio—. ¡Vamos, malditos perros del infierno! ¡Os enfrentáis a un hombre de pura raza!
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando se encontró con un salvaje de gigantesca estatura y mirada feroz. Al mismo tiempo, Duncan también se había enzarzado con el otro indio, iniciando una lucha de cuerpo a cuerpo. Con gran destreza, tanto Ojo de halcón como su contendiente se habían aferrado uno al brazo del otro, bloqueándose entre sí, ya que ambos portaban mortíferos cuchillos. Durante todo un minuto sus miradas se enfrentaban, mientras los músculos de cada uno se esforzaban hasta el límite para poder dominar a su adversario.
Poco a poco, los curtidos miembros del hombre blanco prevalecieron sobre los menos experimentados del nativo. El brazo del segundo sucumbía lentamente a la cada vez más desbordante fuerza del explorador, quien logró zafarse del abrazo de su enemigo, liberando su mano armada y hundiendo el cuchillo en el pecho desnudo del indio para atravesarle el corazón. Mientras tanto, Heyward se encontraba en unas circunstancias aún más desesperadas. Su frágil sable se partió al iniciarse el enfrentamiento. Dado que se encontraba desprovisto de cualquier otro medio de defensa, su seguridad dependía ahora exclusivamente de su habilidad y su fuerza física. Aunque estaba algo carente en tales aspectos, se había encontrado con un contrincante de iguales características. Afortunadamente, consiguió desarmar a su adversario de una forma rápida, haciendo que el cuchillo se le cayera al suelo; desde ese momento empezó una intensa lucha en la cual el propósito de cada uno era el de lograr despeñar al otro, lanzándole por uno de los precipicios cavernosos de las cataratas. Cada empujón les llevaba más cerca del borde, percatándose Duncan de que un esfuerzo culminante se hacía a todas luces imprescindible. Tanto un combatiente como el otro concentraron todas sus energías en ese empeño, con el resultado de que ambos se encontraron a punto de caer por el precipicio. Heyward sintió la presión de la mano del otro en su garganta y vio cómo sonreía de forma malvada el salvaje, como si esperase arrastrar a su enemigo consigo, hacia una muerte certera. El joven sintió cómo su cuerpo cedía lentamente frente a una fuerza física superior, experimentando con toda intensidad la terrible agonía de ese momento. Justo en ese instante de extremado peligro, apareció ante él una mano oscura, empuñando un cuchillo centelleante; y el indio soltó su presa a medida que la sangre fluía abundantemente de los tendones seccionados de su muñeca. Mientras Duncan recibía el firme apoyo del brazo de Uncas, sus agradecidos ojos no pudieron apartarse de la expresión decepcionada del rostro de su adversario, quien se precipitaba al vacío como si fuera de plomo.
—¡A cubierto! ¡A cubierto! —gritó Ojo de halcón, habiendo vencido a su enemigo en ese momento—. ¡Por vuestras vidas, a cubierto! ¡Aún queda la otra mitad de la tarea!
El joven mohicano emitió un grito de triunfo y, seguido por Duncan, avanzó rápidamente hacia arriba por la misma pendiente que había bajado para luchar, buscando el inapreciable cobijo de las rocas y los arbustos.