De aquellos esfuerzos que una vez fluían dulcemente en Sión,
Una porción ofrece cautelosamente;
Y, con aire solemne, dice «Alabemos a Dios».
Burns.
Heyward y sus compañeras observaron estos movimientos con disimulada inquietud, ya que, si bien la conducta del hombre blanco no merecía reproche alguno, sus rudimentarios métodos, su actitud lacónica y su carácter áspero, junto con el comportamiento silencioso de sus asociados, no podían menos que inspirar desconfianza en el ánimo de unas personas que acababan de ser víctimas de una traición india.
Sólo el extraño desconocido se mostraba indiferente a los hechos de aquel momento. Se había sentado en un saliente rocoso, sin dar señal alguna de su presencia, salvo por los suspiros intermitentes que denotaban lo afligido de su espíritu. Se oyeron voces lejanas, como surgidas del interior de la tierra, y a continuación el lugar en el que se encontraban fue bañado por una luz que dejaba al descubierto el refugio secreto.
En el extremo más lejano de una profunda y estrecha caverna rocosa, cuya longitud parecía mayor por efecto de la luz, estaba sentado el explorador, sosteniendo una rama de pino llameante. La luminosidad de la antorcha destacó tan nítidamente su rudo y curtido rostro, así como su rústica indumentaria, que le confería un aire de romanticismo salvaje a este individuo, que visto a la luz del día pasaría simplemente por un hombre de formidable corpulencia vestido de un modo estrafalario, aunque su fisonomía se componía de una sencilla tenacidad en la disposición de su musculatura. A poca distancia de él se encontraba de pie Uncas, mostrando todo el poderío de su figura. Los viajeros contemplaron el fibroso y erguido cuerpo del joven mohicano con temor, ya que sus movimientos y posturas denotaban la agilidad y la versatilidad propias de su naturaleza salvaje. A pesar de que su persona, como en el caso del hombre blanco, estaba cubierta por una camisa de caza bordeada por flecos, ésta no disimulaba su oscura y penetrante mirada, desprovista de temor, que resultaba agresiva y tranquila a la vez, ni tampoco ocultaba su magnífica constitución física, robusta y atlética, ni el color cobrizo de su piel. Lo mismo podía decirse de la dignidad impuesta por su despejada frente y todos los rasgos de su noble efigie, rasurada en su totalidad a excepción de la tupida cresta. Fue la primera ocasión en la que Duncan y los demás pudieron apreciar claramente los rasgos de ambos indios, y cada uno vio cómo sus dudas quedaban despejadas al comprobar que las cualidades del joven guerrero, aunque fuesen salvajes, se fundaban en el orgullo y la resolución. Aunque para ellos se trataba de un ser atrapado en el abismo de la ignorancia, intuyeron que de ningún modo se prestaría voluntariamente a la maldad ni al desenfreno, sino que pondría a buen servicio sus dotes naturales. La ingenua Alice lo contemplaba fijamente, admirando su arrogancia y desparpajo, como si estuviese contemplando una escultura griega antigua a la que un milagro le hubiese dotado de vida. Heyward, por su parte, aunque acostumbrado al bien proporcionado físico de los nativos, no pudo por menos que reconocer que se trataba de uno de los más nobles y equilibrados ejemplos de la fisonomía del hombre salvaje.
—Me sería fácil dormir tranquila —susurró Alice con entusiasmo— si mi guardián tuviese un aspecto tan valiente y generoso como ese joven. ¡Sin duda, Duncan, esas crueles matanzas, esas terroríficas escenas de tortura de las que tanto hemos oído y leído, no tienen nada que ver con seres como él!
—En efecto, se trata de una excepcional y excelente muestra de las cualidades naturales que se dice abundan en estas gentes —contestó el oficial—. Estoy de acuerdo contigo, Alice, en que una mirada y un porte así son más propicios para intimidar que para traicionar, pero no nos engañemos al creer que vamos a encontrar alguna otra virtud que no sean las propias de un salvaje. Del mismo modo que abundan ejemplos sobresalientes de grandes cualidades entre los cristianos, entre los indios son más escasos e improbables; aunque, en honor a nuestra común naturaleza, tampoco se puede decir que sean imposibles. Confiemos en que este mohicano no nos decepcione en cuanto a lo que esperamos de él, sino que demuestre ser un amigo fiel y valeroso, como indica su aspecto.
—Ahora el comandante Heyward habla como debe —dijo Cora—. Aquél que contemple esta criatura de la naturaleza, ¡recuerde el tono de su piel!
Esta afirmación última dio lugar a un breve y, aparentemente, embarazoso lapso de silencio, interrumpido por la llamada del explorador, invitándoles a entrar.
—Este fuego empieza a iluminar demasiado —les continuó diciendo— y puede atraer a los mingos hacia nuestro escondite. Uncas, extiende la manta y deja que los indeseables sólo vean su lado oscuro. Puede que esta no sea la clase de cena que esperaría un comandante de las Reales Fuerzas Americanas, pero he conocido a hombres fuertes de ese cuerpo que estarían contentos con disfrutar de carne cruda y sin delicias[14]. Como se puede ver, aquí tenemos bastante sal y podemos realizar una rápida cocción. Tenemos ramas frescas de sasafrás para que puedan sentarse las damas, y aunque no sean tan lujosas como las sillas de caoba, el aroma que desprenden seguramente resultará más dulce que cualquier pie de animal. Vamos, amigo; no siga lamentando lo del potrillo, era una criatura inocente y poco conocedora de los pesares de la vida. ¡Con la muerte se ahorró más de un dolor y un esfuerzo!
Uncas cumplió con lo que se le había dicho, y cuando la voz de Ojo de halcón cesó de oírse, el rugido de la catarata sonaba como un trueno que retumbaba en la distancia.
—¿Estaremos lo bastante seguros en esta caverna? —exigió saber Heyward—. ¿Ya no existe el riesgo de un ataque por sorpresa? Un solo hombre armado a la entrada de la misma nos tendría a su merced.
Una figura de corte espectral surgió de la oscuridad tras el explorador y, recogiendo una rama encendida, la dirigió hacia el otro extremo del refugio. Alice emitió un pequeño grito, e incluso Cora se sobresaltó, ambas sorprendidas por la presencia de tan terrorífica forma; pero Heyward las tranquilizó asegurándoles que se trataba del guerrero Chingachgook, quien dejó al descubierto la segunda salida a la caverna al retirar otra manta. Tras esto, cruzó antorcha en mano a través de una estrecha cavidad rocosa situada a un lado, la cual formaba un ángulo recto con el pasillo de la caverna; dicho pasadizo, a diferencia del anterior, no tenía techo y daba acceso a otra caverna, idéntica a la primera en todos sus elementos.
A los zorros viejos como Chingachgook y yo no nos encontrarán nunca en una madriguera de una sola salida —dijo Ojo de halcón, riéndose—. Puede comprobarse que se trata de un lugar bien estudiado. Las paredes contienen piedra caliza, más suave y cómoda que otras superficies, sobre todo teniendo en cuenta la escasez inmediata de arbustos y madera de pino. Hace tiempo, la catarata estuvo situada a pocos metros de donde nos encontramos y me atrevería a decir que este río era tan grande y majestuoso como cualquiera de los afluentes del Hudson. ¡Pero la edad hace estragos en la belleza, como aún tendrán que comprobar estas damas! ¡El lugar ha cambiado para peor! Estas rocas están muy agrietadas y se están reblandeciendo más en unos sitios que en otros; el agua está erosionando la roca poco a poco, con lo que retrocede cada vez más por los huecos que ella misma crea. Así es como la catarata se ha desplazado más de treinta metros, a la vez que el desgaste y la rotura siguen avanzando, con lo que irán perdiendo la forma y la consistencia también.
—¿En qué lugar nos encontramos con respecto a ella? —preguntó Heyward.
—Pues, estamos muy cerca del lugar en el que la Divina Providencia la situó por vez primera, aunque no haya permanecido quieta por su aparente rebeldía. La roca de ambos lados resultó ser muy blanda, con lo que las aguas se desplazaron del centro y excavaron estos dos orificios para que nos escondamos, dejando un lugar seco en la mitad del río.
—¿Entonces esto es una especie de isla?
—¡Exacto! Las cataratas se encuentran a ambos lados y el río por encima y por debajo de las cavernas. Si fuese de día, merecería la pena subirse a la cima de esta roca y admirar la agresividad del agua. Cuando rompe por la catarata no sigue regla alguna; en ocasiones salta, otras veces simplemente corre hacia abajo; chapotea por aquí, salpica por allá; en algunos lugares es tan blanca como la nieve, en otros tan verde como la hierba; en este sitio ha excavado huecos y se mete en la tierra, haciéndola rugir y temblar; mientras que en otros puntos produce ondas musicales como las de un arroyo, a la vez que da lugar a remolinos y barrancos que moldean la piedra como si fuera arcilla. Todo el diseño del río resulta desconcertante. Primero corre suave-mente, como si fuera a descender dentro de un orden; luego se revuelve y se enfrenta a las orillas; además, hay lugares en los que mira hacia atrás, ¡como si no quisiera abandonar el bosque y mezclarse con la sal! Sí, damisela, el paño de aspecto sedoso que lleva usted al cuello parecería tan basto como una red de pesca en comparación con la suavidad de algunos lugares que podría mostrarle, en los cuales el río elabora imágenes variadísimas, como si quisiera tomar parte en todo al haberse librado de toda atadura. ¿Y todo ello para qué? Después de que el agua haya actuado al albedrío durante un tiempo, como un hombre autosuficiente, la mano que la hizo la vuelve a reunir toda, y a poca distancia la hace fluir hacia el mar, ¡como estaba destinado a ser desde que la tierra existe!
Mientras los otros escuchaban este adulador discurso sobre la seguridad del escondite en las cataratas de Glenn[15], no podían evitar pensar de modo diferente acerca de las bellezas descritas por Ojo de halcón. Pero no se encontraban en condiciones de dejar que sus pensamientos se centrasen en los encantos propios de la naturaleza, y como el explorador no se desentendió de sus labores culinarias mientras hablaba, salvo para indicarles con un tenedor roto algún punto peligroso del indomable río, permitieron que su atención se dirigiera más hacia un asunto tan vulgar —aunque no por ello menos necesario— como su comida.
Dicho alimento, mejorado en gran medida por la aportación de una serie de delicias reservadas por Heyward cuando dejaron los caballos, les vino muy bien a los agotados viajeros. Uncas atendió a las féminas, llevando a cabo todas las tareas necesarias que estuviesen a su alcance con una mezcla de dignidad y entusiasmo que le hizo gracia a Heyward; éste sabía que se trataba de algo nuevo para los indios, cuyas costumbres prohibían que un guerrero se encargara de labores de servidumbre, en especial hacia las mujeres. Por otra parte, como el rito de la hospitalidad se consideraba una cuestión sagrada entre ellos, primaba esta tradición por encima del sacrificio de la dignidad viril, y se pasaban por alto tan denigrantes prácticas. Cualquier observador que fuese un poco cuidadoso podría apreciar, no obstante, que las atenciones del joven jefe no eran de índole completamente imparcial. Mientras que a Alice le ofrecía el recipiente de agua dulce y la carne en un plato hecho a partir del junco de un árbol, guardando las más imprescindibles cortesías, a su hermana le correspondía con las mismas acciones, sólo que su oscura mirada se quedaba además admirando la evidente belleza del semblante de la chica. En un par de ocasiones se vio obligado a hablar para dirigirse a las que servía. Cuando esto tenía lugar, hablaba en un inglés defectuoso, pero inteligible, pronunciado de un modo suave y musical por efecto de su voz profunda y gutural[16]. Tan era así que ambas damas se asombraron y sintieron gran admiración hacia él por tal motivo. En el transcurso de estos acontecimientos, se intercambiaron algunas frases y se estableció una aparente conversación amistosa entre las partes implicadas.
Mientras tanto, el gesto grave del rostro de Chingachgook permaneció inamovible. Se había acercado más a la luz del fuego, donde las frecuentes miradas de sus huéspedes podían calmar sus inquietudes al poder distinguir los rasgos humanos de su rostro tras los colores de la pintura de guerra. Encontraron un gran parecido entre padre e hijo, siendo las diferencias marcadas más por efecto de la edad y los esfuerzos realizados. La fiereza de su cara parecía querer disiparse, dando paso a esa expresión tranquila y distraída que distingue a un indio cuando no tiene que hacer uso de sus facultades para sobrevivir. Sin embargo, era fácil discernir por los destellos que ocasionalmente iluminaban su curtido rostro que, para volver a activar esa terrorífica expresión, tan disuasoria para sus enemigos, bastaba sólo con poner a prueba su paciencia. Por otra parte, la mirada rápida e inquieta del explorador apenas descansaba. Comía y bebía con un apetito tan voraz que ninguna sensación de peligro podría amedrentarlo, aunque no por ello dejaba de estar alerta. Veinte veces quedaba quieto el recipiente o la carne ante su boca, mientras volvía su cabeza como si escuchara algún ruido distante y extraño —un movimiento que les hacía recordar a sus huéspedes la especial situación en la que se encontraban, así como las alarmantes razones que les llevaron a la misma—. Dado que estas frecuentes pausas no conllevaban ninguna observación por parte del explorador, el momentáneo temor que provocaban era efímero, siendo enseguida desechado.
—Vamos, amigo —dijo Ojo de halcón, sacando una botella de entre una cubierta de hojas al finalizar la comida, y dirigiéndose al que tenía a su lado haciendo justicia a sus destrezas culinarias—, prueba algo de este brebaje; le hará olvidar todo lo del potrillo y reavivará su interior. Brindo por nuestra amistad, a la espera de que un poco de carne de caballo no cimiente enemistad alguna entre nosotros. ¿Cómo se llama usted?
—Gamut, David Gamut —contestó el maestro de canto, preparándose para ahogar sus penas con un trago de la fuerte y fermentadísima bebida del hombre del bosque.
—Un nombre estupendo, y me atrevería a decir que seguramente ha sido heredado de padres honrados. Soy un admirador de los nombres, aunque las fórmulas cristianas están muy por debajo de las indias en este sentido. El mayor cobarde que llegué a conocer se llamaba «León»; mientras que su mujer, de nombre «Paciencia», le dejaría sordo con sus sermones en menos tiempo de lo que tardaría en caer un ciervo herido por una flecha. Con los indios se trata de un asunto de conciencia; generalmente es así. Esto no quiere decir que Chingachgook, cuyo nombre significa «gran serpiente», sea una culebra, grande o pequeña, sino que entiende lo variable de la naturaleza humana y ha de sortear esos inconvenientes, además de ser silencioso y capaz de golpear a sus enemigos cuando menos se lo esperan. ¿Cuáles son las cualidades de usted?
—Soy un humilde instructor en el arte de los salmos.
—¡Cielos!
—Enseño el arte del canto a los jóvenes de Connecticut.
—Ya podría tener usted un trabajo más útil. Esos jóvenes lobeznos ya ríen y cantan bastante cuando andan por el bosque, y eso que no deberían hacer más ruido que el aliento de un zorro en su madriguera. ¿Sabe utilizar algún arma, ya sea de cañón liso o rayado?
—¡Alabado sea Dios, nunca he tenido ocasión de manejar tan terribles artilugios!
—¿Quizá entienda más de compases, y de la representación de ríos y montes en la superficie de un papel, para que puedan guiarse aquéllos que buscan algún lugar concreto?
—No practico labor alguna de esa índole.
—¡Sus piernas son de las que hacen que un recorrido largo parezca breve! ¿Llevaría usted mensajes para el general, supongo?
—¡Nada de eso, sólo sigo las órdenes que me dicta la vocación, la cual consiste en las enseñanzas de la música sagrada!
—Es una cualidad extraña —murmuró Ojo de halcón, riéndose para sus adentros— ir por la vida como un loro, imitando las subidas y bajadas del tono de voz que pudieran provenir de otras gargantas. En fin, amigo, supongo que ése es su don natural, y debe respetarse tanto como el saber disparar o cualquier otra habilidad mejor. Oigamos lo que sabe hacer en esa especialidad; será una manera amistosa de decir «buenas noches», ya que estas damas deben descansar para reunir fuerzas de cara a la próxima madrugada, bien temprano, antes de que se acerquen los maquas.
—Con mucho gusto, les complaceré —dijo David, poniéndose sus lentes de montura metálica y recurriendo a su entrañable librillo, el cual tuvo a bien mostrar a Alice con ternura—. ¿Qué puede resultar más apropiado y aliviante que ofrecer una alabanza de agradecimiento, después de una jornada tan trabajosa y arriesgada?
Alice le sonrió, pero al mirar a Heyward se ruborizó vacilante.
—Adelante —le susurró éste—. ¿Acaso no es propicia la sugerencia del digno heredero de la tradición de los salmos?
Animada por su aprobación, Alice hizo lo que le dictaban sus refinadas tendencias y su buen dominio de las delicadas melodías. El libro se abrió en una página cuyo himno no desentonaba con respecto a la situación de los viajeros, para el cual el poeta se había inspirado de un modo más digno y artístico, lejos de su empeño de superar al inimitable rey de Israel. Cora se mostró dispuesta a acompañar a su hermana, desarrollándose por fin la canción tras los indispensables preliminares ensayísticos efectuados por el metódico David.
La melodía resultó lenta y solemne. Las hermosas voces de las féminas, quienes compartían entusiasmadas el librillo debido a sus fervientes convicciones religiosas, en unas ocasiones ascendían hasta su máxima plenitud, y en otras bajaban de tono hasta un nivel tan suave que su canto se vio acompañado por el monótono rumor de las aguas. Las dotes naturales que David poseía para la música, así como su buen oído, le permitieron dirigir el canto de tal forma que el sonido se adaptaba perfectamente a las dimensiones de la caverna, logrando llegar con toda claridad las maravillosas notas de las bien disciplinadas voces a cada resquicio rocoso del lugar. Los indios volvieron sus miradas sobre las rocas, y hasta ellos mismos parecían convertirse en estatuas de piedra al escuchar con tanta atención. Incluso el explorador, que en un principio había mostrado una fría indiferencia, con su mentón apoyado en una mano, se dejó seducir por la melodía, y sus tensas facciones se relajaron gradualmente, por lo que su rígido semblante dio paso a una expresión más plácida; la música le traía recuerdos de su niñez, una época en la que estaba acostumbrado a oír los mismos cantos de alabanza en los pueblos de la colonia donde residía. Su mirada distante comenzó a humedecerse, y antes de que el himno concluyera, del mismo modo en que el agua inunda una fuente seca, de sus ojos brotaban lágrimas de nostalgia que causaban más dolor que todas las tormentas que su rostro había soportado. Las cantantes se ocupaban de una de esas notas bajas que se van desvaneciendo y que captan la atención del oído como si se fueran a perder de un momento a otro cuando, de pronto, se oyó un grito que no parecía humano, ni siquiera natural. Se había producido en el exterior, y no sólo atravesó los conductos de la caverna, sino que llegó a helar la sangre de todos los que lo oyeron. Le siguió un silencio tan profundo que hasta las aguas parecían haberse detenido ante tan repentina y aterradora irrupción ruidosa.
—¿Qué es eso? —murmuró Alice tras unos segundos de intenso suspense.
—¿Qué es eso? —repitió Heyward, pero en voz alta.
Ni Ojo de halcón ni los indios dieron respuesta alguna. Se limitaron a escuchar, como si esperasen que se volviera a producir, mostrando a su vez su propio estupor ante el hecho. Al cabo de un rato, hablaron entre ellos, con tono grave, en el lenguaje de los delaware; Uncas, adentrándose en el pasillo interior, donde se encontraba la salida más oculta, abandonó sigilosamente el lugar. Cuando ya estaba fuera de vista, el explorador comenzó a hablar en inglés.
—Lo que pueda ser o no es algo que ninguno podemos asegurar, ¡a pesar de que dos de nosotros hemos vivido en el bosque durante más de treinta años! Hasta ahora he pensado que no existía grito de indio o de bestia que no pudiera reconocer, ¡pero ahora me doy cuenta de lo equivocado que he estado y de lo engreído que he sido!
—¿Entonces no se trataba del grito proferido por los guerreros cuando quieren intimidar a sus enemigos? —preguntó Cora mientras se cubría con su velo, mostrando una calma de la que adolecía totalmente su hermana, quien por contra se encontraba muy asustada.
—No, no, éste era un grito malsano y espeluznante que ni siquiera parecía humano; ¡cuando se ha oído una vez un grito de guerra, nunca se olvida ni se confunde! ¿Y bien, Uncas? —le inquirió el explorador al joven jefe indio cuando reapareció—. ¿Qué has visto? ¿Se percibe nuestra luz a través de las mantas?
La respuesta fue corta y decidida, siendo dada en el mismo idioma.
—No se ve nada ahí afuera —continuó diciendo Ojo de halcón, mostrando su descontento al agitar la cabeza—, ¡y nuestro lugar de refugio aún permanece oculto! Aquéllos que necesiten dormir que pasen a la otra cueva; debemos estar en pie mucho antes del amanecer para que nos dé tiempo llegar a Edward, mientras que los mingos duermen la mañana.
Cora atendió a tales recomendaciones de inmediato, sirviendo como ejemplo de obediencia para Alice, quien fue más tímida en reaccionar. Pero antes de irse le pidió entre susurros a Duncan que permaneciera a su lado. Uncas apartó la manta para que pudiesen pasar, y cuando se volvieron para darle las gracias, se percataron de que el explorador, sentado delante del fuego y con la cara apoyada en sus manos, aún delataba la honda preocupación que le inspiraba el repentino e inexplicable grito que había interrumpido sus cantos de alabanza.
Heyward cogió una antorcha con la que iluminó las estrecheces de sus nuevos aposentos. Tras colocarla en la posición más favorable para alumbrarles, se unió a las féminas, que por primera vez se encontraron a solas con él desde que abandonaron el ambiente acogedor del fuerte Edward.
—No nos dejes solas, Duncan —dijo Alice—. ¡No podemos conciliar el sueño en un lugar como éste, con ese horrible grito aún retumbando en nuestros oídos!
—Primero examinaremos la seguridad de esta fortaleza —contestó—, y luego hablaremos de descansar.
Se acercó al extremo más lejano de la caverna, llegando hasta una salida que, como las demás, estaba cubierta por mantas. Al retirar las tupidas telas, pudo respirar el aire fresco y estimulante que provenía de la catarata. Uno de los brazos del río fluía por una grieta profunda y estrecha que la corriente había originado en el suelo de roca blanda justo debajo de él. Esto constituía, efectivamente, una defensa eficaz contra cualquier peligro en aquella zona, y así lo consideró el oficial. El agua, desde varios metros arriba, caía muy impulsada, siendo rápida y abrumadora la fuerza con la que se precipitaba.
—La naturaleza ha construido una barrera impenetrable a este lado —continuó diciendo mientras señalaba el impresionante precipicio que daba paso a la oscura corriente de agua, para a continuación colocar la manta de nuevo en su sitio—, y como sabemos que son buenos y honrados los hombres que hacen guardia al otro lado, no veo por qué no hemos de hacer caso a nuestro noble anfitrión. Estoy seguro de que Cora estará de acuerdo conmigo si digo que a ambas les hace falta descansar.
—Cora puede someterse a lo conveniente de su discurso, pero es incapaz de ponerlo en práctica —contestó la hermana mayor, que se había puesto junto a Alice, sobre una cama de sasafrás—. Habría otros motivos para no dormir, aunque no se hubiese producido ese ruido misterioso y el consiguiente susto. Figúrese, Heyward: ¿es que unas hijas pueden olvidar que su padre, sabiendo que sus niñas están en el bosque, desconoce su suerte y debe estar angustiado pensando en los muchos peligros que les acechan?
—Es un soldado y conoce bien los riesgos y los recursos que pueden encontrarse en el bosque.
—Es un padre y no puede evitar que sus sentimientos le atormenten.
—¡Qué comprensivo ha sido siempre hacia mis travesuras! ¡Qué tierno y condescendiente hacia todos mis caprichos! —dijo Alice entre sollozos—. ¡Hemos sido unas egoístas, hermana, al exigirle que nos dejara marchar tan imprudentemente!
—Puede que haya sido muy dura al obligarle en un momento tan embarazoso, pero así le demostraría que por mucho que otros desprecien sus esfuerzos, sus hijas no perderían su fe en él.
—Cuando nos enteramos de que iban ustedes hasta Edward —dijo Heyward amablemente—, tuvo lugar una tremenda lucha en su interior, un pulso entre el miedo y el amor paterno; aunque el segundo de estos sentimientos prevaleció rápidamente, dado el largo periodo de tiempo sin verlas. Me dijo: «Es la entereza de mi noble Cora la que les guía, Duncan, y no me interpondré. ¡Ya podría Dios inspirar la mitad de semejante determinación en aquéllos que guardan el honor de nuestro rey!»
—¿Y no le habló de mí, Heyward? —quiso saber Alice con celosa ternura—. ¡Seguro que no se olvidaría de su pequeña Elsie!
—¡Imposible! —contestó el joven—. Se refirió a ti por medio de mil cariñosos epítetos que no soy digno de repetir, aunque doy afectuosa fe de los mismos. En cierta ocasión, dijo…
Duncan dejó de hablar en ese momento, justo cuando su mirada se cruzaba con la de Alice, quien se mostraba ansiosa de escuchar lo que había dicho su padre, ya que volvió a producirse el horrendo grito de antes, lo cual dejó mudo al oficial. A continuación hubo un largo y expectante silencio durante el cual todos se miraron entre sí, temerosos de que se repitiese. Al cabo de un rato, la manta se retiró lentamente, dejando ver al explorador en el umbral de la entrada, sumido en la preocupación y dando a entender que el misterio en cuestión podría constituir un peligro contra el que su astucia y experiencia quizá no fueran suficientes.