Bien, ve por tu camino; no saldrás de este bosque.
Hasta que te haya atormentado por esta injuria.
El sueño de una noche de verano.
Las palabras aún resonaban en la boca del explorador cuando el que encabezaba el grupo, cuyos pasos había detectado el indio, ya estaba a la vista. Un sendero despejado, como los que originan los ciervos en su periódico deambular, dio paso a un pequeño descampado cercano que pasaba el río justo donde el hombre blanco y sus acompañantes se habían apostado. Siguiendo este camino, los viajeros constituían una imagen muy poco habitual en aquellas profundidades boscosas, mientras avanzaban lentamente hacia el cazador, que a su vez les aguardaba al frente de sus compañeros.
—¿Quién va? —exigió saber el explorador, mientras apoyaba su carabina de un modo informal sobre su brazo izquierdo, manteniendo el dedo índice de la mano derecha sobre el gatillo, aunque sin ánimo de amenazar—. ¿Quién ha osado adentrarse entre las bestias y los peligros del bosque?
—Creyentes en Dios, y amigos de las leyes y del rey —contestó el que cabalgaba más adelantado—. Personas que han estado viajando desde que amaneció, entre las sombras de los árboles, sin haber comido, y tristemente cansados de tanto deambular.
—Entonces, se han perdido —le interrumpió el cazador—, ¿y no saben qué camino tomar?
—Incluso así, los niños pequeños no dependen más de sus orientadores que nosotros, aunque estemos más crecidos, pudiendo decirse que gozamos de la estatura pero no del conocimiento adecuado. ¿Sabe usted a qué distancia se encuentra el fuerte de la Corona denominado William Henry?
—¡Rayos! —exclamó el explorador, sin disimular la risa que le produjo la pregunta, aunque la suprimió de inmediato, con el fin de evitar que sus carcajadas pudieran ser detectadas por los ocultos oídos de algún enemigo—. ¡Han perdido el rastro al igual que lo haría un perro sabueso que se encontrara al Horicano situado entre él y su presa! ¡Pero hombre… William Henry! Si de veras son ustedes amigos del rey y tienen que ver con el ejército, el mejor camino sería seguir el río hasta el fuerte Edward y exponerle la cuestión a Webb, que languidece allí en vez de salir al encuentro de su enemigo y expulsar a ese descarado francés del territorio, haciéndole volver hasta la otra orilla del lago Champlain.
Antes de que el maestro de canto pudiese contestar, otro jinete atravesó la maleza y se acercó al cazador.
—¿Cuál sería entonces, la distancia que nos separa del fuerte Edward? —preguntó el recién llegado—. El lugar que nos aconseja es el que dejamos atrás esta mañana, y nuestro destino es la cabecera del lago.
—Entonces seguramente perdieron el sentido de la vista antes de perder su camino, ya que el camino a través del porteo es sumamente ancho, y tan evidente como aquellos que se dirigen hacia Londres, o incluso el que lleva hasta el mismísimo palacio del rey.
—No dudamos de la calidad y el tamaño del referido camino —contestó sonriente Heyward, que era quien hablaba, como el lector ya habrá adivinado—. Basta decir que confiamos en un guía indio para llevamos por un atajo, aunque fuera un camino más oscuro, y que, al parecer, tampoco sabe muy bien por donde anda; por decirlo de otro modo, ¡no sabemos dónde estamos!
—¡Un indio perdido en el bosque! —dijo el explorador, sin dar crédito a lo que oía—. ¡Cuando el sol abrasa las cimas de los árboles y los ríos corren repletos; cuando el musgo en cada bellota le indica en qué cuadrante brillará la estrella del norte! ¡Los bosques rebosan en caminos de ciervos que llevan hasta los riachuelos y las fuentes, lugares muy concurridos; ni que decir del vuelo de los gansos hacia las aguas del Canadá! ¡Es extraño que un indio se pierda entre el Horicano y el recodo del río! ¿Acaso es un mohawk?
—No de nacimiento, aunque fue adoptado por esa tribu; creo que nació más al norte, entre aquellos que se llaman los hurones.
—¡Hugh! —exclamaron a la vez los dos compañeros del explorador, quienes se habían quedado sentados, aparentemente inamovibles e indiferentes a todo lo sucedido hasta ese momento, levantándose ahora de inmediato, y mostrándose tan ávidamente interesados y sorprendidos que delataban su gran inquietud.
—¡Un hurón! —repitió el forzudo explorador, de nuevo manifestando su disconformidad con la situación—. Son una raza de ladrones, aunque fueran adoptados por quien sea; no se les puede enseñar nada y sólo sirven para robar y holgazanear. Teniendo en cuenta que ustedes se han asociado con uno de semejante calaña, lo extraño es que no se hayan visto enfrentados a unos cuantos más.
—No hay peligro de que ocurra eso, dado que William Henry está tan lejos. Se olvida de que le he dicho que nuestro guía es un mohawk ahora, y que sirve a nuestro ejército como amigo.
—Y yo le digo que quien nace mingo, muere mingo —contestó el otro, sin titubear—. ¡Un mohawk! No, dame un indio delaware o mohicano, por su honradez; y a la hora de luchar, sólo desisten aquellos que se dejarían humillar por sus enemigos, los maquas… ¡pero si luchan, los delaware y los mohicanos son auténticos guerreros!
—Basta de tales asuntos —dijo Heyward, impacientándose—; no quiero discutir más acerca del carácter de alguien que conozco, y que para usted es un extraño. Aún no ha contestado mi pregunta: ¿a qué distancia nos encontramos del puesto principal de Edward?
—Parece más bien que eso dependerá de quien les guíe. Cualquiera pensaría que un caballo como el suyo podría cubrir muchísimo terreno entre el amanecer y la puesta del sol.
—No deseo intercambiar palabras banales con usted, amigo —dijo Heyward, atenuando la acritud de su estado de humor y hablando más suavemente—. Si tiene la bondad de decirme cuánta distancia hay, y nos lleva hasta allí, su labor será recompensada.
—Y si acepto, ¿cómo sabré que no estoy ayudando a un enemigo, a un espía de Montcalm, a adentrarse en una fortaleza del ejército? No todo el que hable inglés tiene que ser necesariamente un súbdito honrado.
—Si usted ha servido alguna vez a las tropas, para las que supongo que habrá ejercido de explorador, conocerá sin duda al regimiento real número sesenta.
—¡El sesenta! Hay poco que usted pueda contarme y que yo no sepa acerca de las reales tropas americanas, aunque me vista con una camisa de cazador en lugar de una casaca roja.
—Entonces, entre otras cosas, ¿conocerá el nombre de su comandante?
—¡Su comandante! —le interrumpió el cazador, hinchándose con el orgullo de aquél que valora su palabra—. Si existe algún hombre en esta tierra que conoce al comandante Effingham, le tiene usted ante sus ojos.
—Se trata de un cuerpo de ejército provisto de varios comandantes; el caballero que usted menciona es el más veterano, pero yo me refiero al más joven de todos; aquél que manda sobre las compañías estacionadas en William Henry.
—Sí, sí, he oído decir que un joven próspero, originario de una de las provincias del lejano sur, ha conseguido el puesto. Se dice que es excesivamente joven como para ostentar ese rango, y mandar sobre otros hombres cuyos cabellos ya empiezan a blanquearse; con todo, ¡también se dice que es un soldado experimentado y un noble caballero!
—Sea lo que sea, y dígase lo que se quiera de su rango, se trata del que ahora le está hablando, por lo tanto no debe tomársele como un enemigo.
El explorador le miró atónito, se descubrió respetuosamente y le contestó en un tono más comedido que el de antes, aunque sin despojarse de sus dudas:
—He oído que un grupo tenía previsto abandonar el campamento esta mañana, dirigiéndose hacia la orilla del lago.
—En efecto, pero habíamos preferido una ruta más corta, confiando en el indio que antes mencioné.
—Que les ha engañado para desertar después.
—Nada de eso, en mi opinión; desde luego, no nos ha dejado, ya que viene justo detrás.
—Quisiera ver al sujeto; si se trata de un verdadero iroqués, lo reconoceré por su semblante de bellaco, así como por su pintura —dijo el explorador, dejando a un lado el corcel de Heyward y adentrándose en el sendero detrás de la yegua del maestro de canto, cuyo potrillo había aprovechado la ocasión para alimentarse. Tras apartar las ramas de los arbustos, se encontró con las féminas, quienes aguardaban el resultado de la conversación mostrando cierta angustia, además de evidentes síntomas de preocupación. Detrás de ellas, el correo indio se apoyaba sobre un árbol, desde el cual correspondió al exhaustivo examen visual del explorador con una actitud inmóvil, pero no por ello menos terrorífica, dados sus rasgos oscuros y salvajes. Una vez terminada su observación, el cazador se alejó. Al pasar de nuevo por delante de las féminas, se detuvo para admirar la belleza de ambas, respondiendo a la sonrisa y el saludo de Alice con evidente agrado. De ahí pasó al lugar donde estaba la yegua, cuyo jinete le mantuvo perplejo durante un minuto entero, mientras intentaba comprender la razón de su presencia. Dándose por vencido en esa cuestión, volvió al lado de Heyward.
—Un mingo es siempre un mingo; habiéndole hecho Dios así, ninguna tribu, ni siquiera la de los mohawk, puede cambiarlo —concluyó al regresar a su lugar—. Si estuviéramos solos, y usted dejara ese noble caballo a merced de los lobos esta noche, yo le llevaría personalmente hacia Edward en una hora, ya que es el tiempo que se tarda desde aquí, ¡pero llevando esas damas es imposible!
—¿Por qué? Están fatigadas, pero seguro que aguantarían unas millas más a caballo.
—Es imposible por lógica —recalcó el explorador—. Yo no caminaría ni una sola milla dentro de estos bosques, de noche y en compañía de ese correo, aunque me ofrecieran el mejor fusil de las colonias. Están llenos de malvados iroqueses, y ese falso mohawk suyo sabe el modo de encontrarles demasiado bien como para dejar que me acompañe.
—¿Usted cree? —dilo Heyward, inclinándose hacia adelante sobre su montura y bajando el tono de su voz hasta el nivel de un susurro—. Le confieso que he tenido alguna sospecha, aunque he procurado disimular y aparentar un grado de confianza que no he sentido siempre, por el bien de mis acompañantes. Me percaté de que había algo extraño en él cuando, en vez de seguirle yo a él, terminó siguiéndome él a mí.
—Supe que era un traidor desde el momento en que le vi —contestó el explorador, colocándose una mano delante de la boca en señal de precaución—. El indeseable está apoyado sobre un pequeño árbol que hay detrás de aquellos arbustos, su pierna derecha está en posición paralela a la del tronco del árbol y… —continuó mientras palpaba su carabina—, puedo darle desde donde estoy, alcanzándole entre el tobillo y la rodilla, con un solo disparo; poniendo así fin a sus paseos por el bosque durante un mes, como mínimo. Si vuelvo a su lado, el zorro astuto sospecharía y saldría corriendo como un venado.
—No puede ser. Podría ser inocente y me disgustaría actuar de esa manera. Aunque, si estuviera seguro de su traición.
—Ya supone bastante seguridad el saber lo bellacos que son los iroqueses —dijo el explorador, elevando su carabina como por instinto.
—¡Espera! —insistió Heyward, interrumpiéndole—. No podemos, hemos de pensar en otra solución, y aun así, tengo motivos sobrados para pensar que me ha engañado.
El cazador, que ya había desistido en su intento de herir al correo, se quedó pensativo un instante e hizo un gesto para que sus dos acompañantes se acercaran. Hablaron en el idioma de los delaware, con tono grave, aunque en voz baja; y por los gestos del blanco, que señalaba constantemente hacia la cima del arbolillo antes mencionado, era evidente que se refería a la posición del enemigo que estaba fuera de vista.
Sus compañeros no tardaron en comprender sus intenciones; dejaron allí sus armas de fuego y cada uno se introdujo por los arbustos colindantes que delimitaban el pasadizo a uno y otro lado, actuando con tanto sigilo que sus pasos eran inaudibles.
—Ahora, vuelva usted allí —le dijo el cazador a Heyward—, y distraiga a ese demonio por medio de la conversación, esos dos mohicanos le neutralizarán sin violencia alguna; ni siquiera le alterarán la pintura.
—No —dijo Heyward, con arrogancia—, yo mismo le capturaré.
—¡Error! ¿Qué posibilidades tendría usted contra un indio, entre tanta arboleda, y estando montado sobre un caballo?
—Desmontaré. —
¿Y cree usted que, en cuanto le vea soltar un pie de los estribos, esperará a que suelte el otro? Quien se atreva a adentrarse en los bosques para vérselas con los indios debe emplear métodos indios, si desea tener éxito en su empresa. Vaya pues a hablar con ese mezquino, y hágale creer que es el amigo más sincero del mundo.
Heyward accedió a cumplir con el cometido que se le había asignado, aunque no sin mostrar su disconformidad con la naturaleza del mismo. No obstante, cada momento que pasaba le hacía ver con más claridad lo peligroso de la situación y la gran responsabilidad que tenía contraída. El sol ya se había ocultado, y los bosques, desprovistos de su luz[10], adoptaron un tono cenizo, lo cual le hizo recordar que se aproximaba la hora más propicia para que los salvajes lleven a cabo sus despiadados actos de venganza y barbarie. Estimulado por tales preocupaciones, dejó al explorador, que comenzó a entablar conversación en voz alta con el desconocido que de manera tan poco formal se había sumado al grupo de viajeros aquella mañana. Al pasar por donde se encontraban sus delicadas compañeras de viaje, Heyward se alegró de ver que, aunque fatigadas por la travesía, no parecían sospechar de nada malo, e interpretaron lo ocurrido como un contratiempo fortuito. Haciéndoles creer que iba a consultar acerca de la ruta que debían seguir, espoleó al corcel y, tras recorrer unos metros, volvió a tirar de las riendas, aproximándose al lugar en el que aún esperaba el correo indio, apoyado sobre el arbolillo.
—Como puedes ver, Magua —le dijo, adoptando un aire de confianza y naturalidad—, la noche se cierne sobre nosotros, y estamos tan lejos de William Henry como lo estuvimos esta madrugada, al abandonar el campamento de Webb.
Has perdido el camino, y yo tampoco he sido afortunado como guía. Pero, por suerte, hemos topado con un cazador, ese a quien oyes conversar con el cantante, que conoce bien los caminos de ciervo y demás entresijos del bosque, y que ha prometido llevarnos hasta un lugar seguro en el que podemos descansar hasta mañana.
El indio clavó su mirada destellante en el rostro de Heyward y le preguntó, hablando un inglés defectuoso:
—¿Está solo?
—¿Solo? —respondió Heyward con sorpresa, poco acostumbrado a que le decepcionen—. Oh, por supuesto que no, Magua, ya que nosotros estamos con él.
—Entonces Le Renard Subtil[11] se marchará —contestó el correo mientras recogía su pequeña bolsa del lugar sobre el que la había dejado en el suelo—, y los rostros pálidos sólo estarán con los de su propio color.
—¡Marcharse! ¿Quién es ese Le Renard al que te refieres?
—Es el nombre que sus padres canadienses le dieron a Magua —contestó el correo con aires de orgullo y distinción—. La noche es lo mismo que el día para Le Subtil, cuando Munro le aguarda.
—¿Y qué le dirá Le Renard al jefe de William Henry cuando le pregunte por sus hijas? ¿Se atreverá a decirle a ese malhumorado escocés que sus niñas no disponen de un guía, a pesar de que Magua prometió serlo?
Aunque el cabeza gris tenga una fuerte voz, y un brazo largo, Le Renard no le oirá ni le sentirá en el bosque.
—¿Pero, qué dirán los mohawks? Le harán vestidos femeninos y le pedirán que se quede en la tienda con las demás mujeres, ya que no se le puede confiar el trabajo de un hombre.
—Le Subtil conoce el camino hacia los grandes lagos y puede encontrar los huesos de sus antepasados —fue la respuesta del flemático correo.
—Basta, Magua —dijo Heyward—. ¿Acaso no somos amigos? ¿Por qué ha de haber palabras amargas entre nosotros? Munro te ha prometido una gratificación por tus servicios, una vez cumplidos, y yo me comprometo a premiarte también. Reposa de tu esfuerzo y come algo de tu bolsa. Aún tenemos unos momentos antes de partir; no los desperdiciemos en hablar como mujeres escandalosas. En cuanto hayan descansado las damas, seguiremos nuestro camino.
—Los rostros pálidos se convierten en los perros de sus mujeres —refunfuñó el indio en su lengua nativa—, y cuando éstas quieren comer, los guerreros han de descuidar el tomahawk para alimentar su holgazanería.
—¿Qué es lo que dices, Renard?
—Le Subtil dice que está bien.
El indio entonces miró fijamente al rostro confiado de Heyward, pero al devolverle éste la mirada, apartó la cara rápidamente y se sentó en el suelo, para a continuación sacar algo de alimento de su bolsa y comenzar a ingerirlo, aunque no antes de mirar lenta y cuidadosamente a su alrededor.
—Eso está mejor —continuó Heyward—, así Le Renard tendrá fuerza y vista para encontrar el camino por la mañana —hizo una pausa momentánea, ante lo que parecía sonar coma la rotura de una rama seca, junto con otros ruidos de entre la vegetación, pero inmediatamente reanudó su discurso—. Debemos estar en marcha antes de que se vea el sol; de lo contrario Montcalm podría interponerse entre nosotros y la fortaleza.
La mano de Magua descendió desde su boca hasta el costado, y aunque sus ojos se fijaban en el suelo, su cabeza estaba ladeada, sus fosas nasales en tensión, y hasta sus orejas parecían más erectas que nunca. Tenía la imagen de una estatua que representara una actitud de intensa atención.
Heyward, observando sus movimientos con cautela, se descuidó y sacó un pie del estribo al dirigir su mano hacia la piel de oso de su cartuchera.
Todo esfuerzo por detectar el punto más vigilado por el correo se vio completamente frustrado por la variación de su mirada, la cual no parecía descansar un solo instante sobre ningún objeto concreto, a la vez que daba la sensación de que permanecía inmóvil. Mientras dudaba sobre lo que debería hacer, Le Subtil se levantó cautelosamente, aunque moviéndose con tanta lentitud y sigilo que no produjo ni el más leve ruido. Heyward presintió que había llegado el momento de actuar. Pasando una pierna por encima de su silla de montar, se bajó del caballo con el firme propósito de abalanzarse sobre su traicionero acompañante, valiéndose únicamente de su propia hombría. Sin embargo, con el fin de evitar que cundiese el pánico, continuó manifestándose tranquilo y amigable.
—Le Renard Subtil no come —dijo, dirigiéndose al indio por medio del apelativo que le parecía más adulador—. El maíz no debe estar muy bien hecho, y parece muy seco. Vamos a ver si entre mis provisiones encontramos algo que pueda estimular su apetito.
Magua extendió la bolsa ante el ofrecimiento. Incluso permitió que se acercaran las manos de ambos, pero no mostró ni el más mínimo atisbo de gratitud y, por supuesto, en ningún momento bajó la guardia. No obstante, cuando sintió rozar la mano de Heyward contra el lateral de su brazo, golpeó la mano del joven oficial y, lanzando un grito estridente, penetró de un solo salto en la maleza de enfrente. Al instante surgió de entre los arbustos la figura de Chingachgook, su pintura dándole un aspecto fantasmagórico, que inmediatamente surcó el pasadizo en apresurada persecución del fugitivo. A continuación se oyó el grito de Uncas, mientras el bosque se iluminó con un repentino fogonazo, acompañado por la sonora detonación de la carabina del cazador.