Lucharon como valientes, muy bien y durante largo tiempo, llenaron el suelo de musulmanes muertos, Conquistaron, pero Bozzaris cayó, sangrando por todas sus venas. Los pocos camaradas suyos supervivientes vieron que sonreía cuando cantaron su victoria, Y ganaron el campo rojo; luego vieron cómo la muerte le cerró los ojos suavemente, como si fuera a dormir, como las flores a la puesta del sol.
Halleck.
CUANDO el sol amaneció sobre los lenape al día siguiente, lo hizo sobre una nación que estaba de luto. Se habían acabado los ruidos de la batalla, y los de esta tribu habían alimentado de sobra sus odios ancestrales vengándose de sus recientes diferencias con los mengwe, cuya comunidad entera lograron destruir. El ambiente sombrío y cenizo que envolvía el lugar en el que los hurones habían acampado ya anunciaba con suficiente claridad el destino de esa tribu errante. Al mismo tiempo, cientos de cuervos que revoloteaban por encima de las inhóspitas montañas, y que se extendían ruidosamente en grupos por todo el bosque, servían de horripilante sendero hacia el escenario de la lucha. En resumen, cualquiera que hubiese visto alguna vez los signos propios del combate fronterizo habría identificado con facilidad las inequívocas evidencias de lo que es una cruel venganza india.
Con todo, el amanecer vio a los lenape como una nación en duelo. No hubo gritos de alegría ni canciones triunfantes que celebrasen su victoria. El último combatiente volvía de su cometido sólo para despojarse de sus emblemas de guerra y tomar parte en las lamentaciones de sus compatriotas, quienes constituían un pueblo compungido. El orgullo y la exaltación estaban ausentes, dejando en su lugar la humildad; mientras que las pasiones más violentas se vieron sustituidas por las más profundas y expresivas muestras de dolor.
Las viviendas estaban vacías, y un ancho círculo de personas con los rostros enternecidos se había formado cerca de las mismas. Todo aquél que aún vivía se había concentrado allí, reinando en el lugar un profundo e imponente silencio. A pesar de que este muro humano estaba constituido por seres de ambos sexos, y de todos los rangos y categorías, todos experimentaban un sentimiento común. Todas las miradas se dirigían al centro del círculo, en donde se encontraban aquellos objetos que tanto acaparaban su interés.
Seis muchachas delaware, con sus largas melenas negras extendiéndose por encima de sus pechos, se encontraban aisladas de los demás, dando prueba de su existencia tan sólo por sus labores de adornar con hierbas aromáticas y flores silvestres la litera que, bajo una capa de mantas indias, albergaba los restos de la valiente, noble y generosa Cora. Su cuerpo estaba oculto por las muchas envolturas uniformes que la cubrían, y su rostro quedaba para siempre fuera de la insta de los hombres. A sus pies se encontraba sentado Munro, desconsolado. La envejecida cabeza del anciano estaba tan agachada que casi tocaba el suelo, dado su abatimiento y resignación ante los designios de la Divina Providencia; pero su tez aún dejaba entrever una angustia reprimida, oculta únicamente por algunos de los mechones grises que bajaban de sus sienes. Gamut se encontraba de pie a su lado, con la cabeza descubierta bajo los rayos del sol y adoptando una actitud humilde, mientras dividía la atención de su mirada entre ese librillo que contenía muchas viejas pero sagradas máximas, y el apenado ser cuyo dolor deseaba tanto aliviar. También Heyward se encontraba cerca, apoyado contra un árbol, esforzándose por reprimir cualquier manifestación dolorosa que fuera impropia de su hombría.
Pero por muy melancólico y circunspecto que pueda imaginarse al grupo aludido, era mucho menos entristecedor que la aglomeración que ocupaba el lado opuesto de aquel lugar. Colocado en un asiento, y dispuestos sus miembros en una postura digna y regia, como si estuviera vivo, aparecía Uncas ataviado con los ornamentos más preciados que poseía la tribu. Esplendorosas plumas pendían de su cabeza, mientras que grandes cantidades de collares, anillos, brazaletes y medallas adornaban su persona —aunque su mirada vacía y la nula expresión de sus facciones no combinaban bien con el orgullo que representaban dichos amuletos—.
Justo delante del cadáver estaba situado Chingachgook, desprovisto de armas, pintura o cualquier otro aditamento ornamental, salvo el llamativo blasón azul de su raza, indeleble sobre su pecho desnudo. Durante el extenso periodo de tiempo en que la tribu se había dispuesto de este modo, el mohicano había estado contemplando con ansiedad contenida el rostro frío e inerte de su hijo. Tan concentrada e intensa había sido su mirada, y tan inmutable su actitud, que una persona ajena a los acontecimientos apenas podría haber distinguido entre el vivo y el muerto, si no fuera por el ocasional brillo de tristeza que surcaba los oscuros ojos de uno de ellos, mientras que sobre la faz del otro dominaba la eterna quietud de la muerte. El explorador se encontraba al lado, adoptando una postura pensativa mientras se apoyaba sobre su mortífera y vengativa arma. Por otra parte estaba Tamenund, ayudado por los veteranos de su nación y ocupando un lugar a cierta altura sobre el suelo, desde el cual podía divisar plenamente toda la apesadumbrada y silenciosa asamblea de su pueblo.
Justo en la franja interna del círculo se había colocado un soldado, vestido con el uniforme de una nación extraña, y por el exterior estaba su caballo, ya preparado y rodeado de sirvientes, quienes esperaban sobre sus propias monturas como si fuesen a iniciar un largo viaje. El atuendo del desconocido daba a entender que se trataba de alguien muy próximo en responsabilidades al capitán general del Canadá y que, al parecer, vio frustrada su intención de imponer la paz entre sus impetuosos aliados, por lo que ahora se limitaba a ser un silencioso y triste espectador más de las consecuencias de ese enfrentamiento que no le dio tiempo a evitar.
La mañana ya llegaba a su fin, y aún así la multitud permanecía en la misma quietud que había presentado al amanecer.
Ningún sonido, salvo algún levísimo sollozo, se oyó por parte de los congregados; tampoco se habían movido apenas, a excepción de los ocasionales y humildes actos de hacer ofrendas en homenaje a los fallecidos. Sólo la paciencia y la entereza propias de la condición india podrían explicar que todos los componentes de la multitud permaneciesen como estatuas de piedra durante tanto tiempo.
Por fin el gran sabio de los delaware levantó un brazo, y apoyándose sobre los hombros de sus ayudantes, se levantó con tal flaqueza de fuerzas que parecía haber envejecido el tiempo de otra vida entre el día anterior y aquel momento, en especial por sus titubeantes e inseguros movimientos sobre la tarima.
—Hombres de la tribu de los lenape —dijo con voz hueca, cuyos tonos fatídicos parecían anunciar una profecía—, la cara del Manittou está oculta tras una nube; ha vuelto sus ojos en otra dirección; sus oídos no oyen; su boca no responde. No se le puede ver; sin embargo, su voluntad se evidencia ante vosotros. Abrid vuestros corazones y librad vuestros espíritus de la mentira. Hombres de la tribu lenape, la cara del Manittou está tras una nube.
A medida que esta breve aunque terrible conclusión fue asumida por la multitud, trajo consigo un vacío tan intenso y poco halagüeño como si las palabras las hubiera pronunciado el mismo espíritu al que veneraban, sin la intervención de una voz humana; incluso el cuerpo de Uncas pareció tener más vida, comparado con la desolada quietud que se apoderó de la asamblea que le rodeaba. No obstante, el efecto inicial iba dejando paso a un leve murmullo de voces que comenzaron a entonar un cántico en honor a los muertos. Eran voces femeninas, extremadamente suaves y llenas de sentimiento. No había una concatenación regular entre unas voces y otras, sino que una retomaba el ritmo de otra que cesaba, al albedrío, continuando esa especie de lamento que comunicaban. El canto estaba más sujeto a los sentimientos espontáneos del momento que a cualquier regla métrica. En algunas ocasiones, el que hablaba a la multitud era interrumpido por sonoras exclamaciones colectivas, llenas de dolor, durante las cuales las muchachas alrededor de la litera de Cora recogían algunas flores sueltas, en señal de su pesar. Luego, al amainar los lamentos, éstas eran devueltas tiernamente a su lugar. Sin tener en cuenta las interrupciones y las muestras abiertas de sentimiento, una traducción de lo cantado guardaría cierto tono regular y progresivo, como si de una sucesión de ideas se tratara.
Una chica que había sido seleccionada por su rango tribal y por sus propias cualidades comenzó a hacer alusiones modestas a la valla del guerrero difunto, embelleciendo sus palabras con figuras de reminiscencias orientales, probablemente traídas por los indios de su continente originario, lo cual constituye un eslabón conector entre las culturas de ambos mundos. Le llamó «la pantera de su tribu» y le describió como aquel cuyos mocasines no dejaban rastro sobre el rocío, cuyos saltos eran comparables al de un joven venado, cuya vista era más nítida que una estrella en la oscuridad de la noche y cuya voz en el combate sonaba tanto como el trueno del Manittou. Le hizo recordar la madre que le tuvo en su vientre, y cuán feliz debió de ser ésta con un hijo así. Y pidió al guerrero que le dijera a su madre, cuando ambos se reúnan en el mundo de los espíritus, que las muchachas delaware habían derramado lágrimas sobre la tumba de su hijo y consideraban bendita a su madre.
A continuación le sucedieron otras voces que, variando el tono, haciéndolo mucho más suave y tierno, más propio de la delicadeza femenina, aludieron a la mujer desconocida que había dejado la Tierra en un momento tan cercano a la propia partida del guerrero; algo que evidenciaba sin duda la intervención de la voluntad del Gran Espíritu. Le pidieron que fuese amable con ella, y que le perdonara su desconocimiento de las artes necesarias para reconfortar a un guerrero como él. Mencionaron su belleza sin par, su espíritu noble y resoluto, sin un resquicio de envidia, y, al igual que los ángeles se regocijan ante una grandeza superior, añadieron que estas cualidades suplían cualquier defecto que hubiera en su educación.
Tras esto, otras pasaron a hablarle a la propia dama, utilizando el lenguaje cálido de la bondad y el amor. La animaron para que estuviese alegre y no temiera más por su futuro. Tendría como compañero a un cazador que sabría proporcionarle lo necesario; y también tendría a su lado un guerrero, el cual sabría protegerla de cualquier peligro. Le prometieron que su camino sería apacible y su equipaje ligero. Le advirtieron que no debía echar de menos a los amigos de su juventud ni la casa de sus padres, asegurándole que «las benditas tierras de caza de los lenape» contenían valles tan placenteros, ríos tan claros y flores tan dulces como el «cielo de los rostros pálidos». Le recomendaron que fuese atenta con los deseos de su compañero, y no se olvidara de lo distintos que la sabia voluntad del Manittou quiso que fuesen entre sí los dos. A continuación, elevaron repentinamente sus voces de tono, uniéndolas para cantar al temperamento del mohicano. Le declararon noble, varonil y generoso —todo lo que constituía un guerrero, y todo aquello que pudiese amar una mujer—. Arropando sus ideas en la imaginería más remota y sutil, dejaron entrever, ayudadas por su intuición femenina, que habían averiguado sus verdaderos deseos. Las muchachas delaware no gozaban del favor de sus ojos. Pertenecía a una raza que había sido dueña de las orillas del gran lago salado, y sus deseos le habían traído de regreso a un pueblo que vivía entre las tumbas de sus antepasados. ¿Por qué no había de reconocerse tal predilección? Que la dama era de sangre más pura que los demás miembros de su nación era evidente a ojos de cualquiera, y que podía enfrentarse a los peligros y las exigencias de la vida en los bosques también había sido demostrado por su comportamiento; y ahora, añadieron, el «sabio de la tierra» la había transportado hasta un lugar en el que los espíritus pudiesen congeniar y ser felices para siempre.
Luego, cambiando nuevamente de tono y tema, aludieron a la doncella que lloraba en la choza adyacente. La compararon con los copos de la nieve —tan pura, blanca y brillante que podría incluso derretirse bajo los calores del verano, o congelarse por las heladas del invierno—. No dudaron que era hermosa a ojos del joven jefe, cuya piel y cuya tristeza se asemejaban a las suyas; pero, en lugar de expresar tal preferencia, consideraban a la dama fallecida más excelente que la otra. De todos modos, no le negaron las alabanzas que sus exóticos encantos merecían. Sus cabellos fueron comparados con las exuberantes ramas de la viña, sus ojos con el azul del cielo, y la nube más pura, coloreada por los rayos rojizos del sol, no llegaba a ser tan atractiva como el brillo de su expresión sonrojada.
Durante éstos y otros cánticos, no podía oírse otra cosa que no fuera el fluir de la música —aliviada o, si se quiere, atormentada por los ocasionales lamentos dolorosos, los cuales podían considerarse como los estribillos de esos cantos—. Los mismos guerreros delaware escucharon como si estuviesen hechizados; y sus semblantes dejaban muy claro hasta qué punto se identificaban con tales sentimientos. Incluso David se dejó llevar por el sonido de aquellas dulces voces; y tiempo después de terminado el cántico, su mirada anunciaba lo emocionada que estaba su alma.
El explorador —el único entre los blancos que comprendía las palabras— abandonó su actitud meditabunda para escuchar con mayor atención lo que cantaban las muchachas. Cuando oyó acerca del futuro común de Cora y Uncas, agitó su cabeza en señal de desaprobación, como si diese por erróneas tan simples creencias, retomando su actitud pensativa. Así permaneció hasta el final de la ceremonia —si es que tales actos, tan llenos de sentimiento, pudiesen recibir ese calificativo—. Afortunadamente para ellos y sus convicciones, ni Heyward ni Munro pudieron entender el significado de los primitivos cánticos que oían.
Chingachgook constituía la única excepción en cuanto al interés que dominaba a toda la comunidad nativa. Su mirada permaneció inalterable durante todo el proceso antes descrito; ni un solo músculo de su rostro se movió, incluso en los momentos más álgidos de las lamentaciones. Para él sólo existían los ya fríos e insensibles restos de su hijo, y el único sentido que no había anulado era el de la vista, con el fin de mirar con detenimiento y por última vez las facciones de un ser tan querido para él, al cual iba a poder contemplar ya poco tiempo y por última vez.
A esas alturas de las honras fúnebres, un guerrero muy afamado por sus hazañas bélicas, y en especial por las de los últimos combates, avanzó desde la multitud con semblante sobrio y severo y se acercó al cuerpo del fallecido.
—¿Por qué nos has dejado, orgullo de los wapanachki? —dijo, mientras se dirigía a los nulos oídos de Uncas, como si el barro sin vida pudiera retener los sentidos humanos—; tu tiempo ha sido como el del sol entre los árboles, tu gloria más brillante que su luz al mediodía. Te has ido, joven guerrero, pero cien wyandotes te allanarán el camino hacia el mundo de los espíritus. ¿Quién que te hubiera visto luchar hubiese pensado que podrías morir? ¿Quién había guiado alguna vez a Uttawa hacia la lucha antes de que vinieras tú? Tus pies eran como las alas de las águilas, tu brazo más fuerte que las grandes ramas de los pinos, y tu voz como la del Manittou cuando habla desde las nubes. La boca de Uttawa apenas puede hablar —añadió, mirando a su alrededor con melancolía—, y su corazón sometido a un gran pesar. Orgullo de los wapanachki, ¿por qué nos has dejado?
A éste le siguieron otros, de acuerdo con un determinado orden, hasta que la mayoría de los hombres importantes y reconocidos de la nación había cantado o pronunciado su homenaje ante la figura del jefe sin vida. Después de que cada uno terminara, de nuevo reinaría un profundo y pesado silencio en el lugar.
Entonces se oyó un sonido leve pero profundo, como si hubiese una música acompañando desde cierta distancia, dejándose oír lo justo como para ser reconocible, aunque dejando suficiente ambigüedad en su melodía como para que apenas pudiese ser identificada su naturaleza y su lugar de procedencia. Le siguió, no obstante, otra retahíla de lamentos, pero en un tono más alto, haciéndose más audible y nítida para el oído, hasta que por fin se oyeron palabras. Los labios de Chingachgook habían comenzado lo que sería el monólogo del padre del guerrero. A pesar de que ninguna mirada se tomó hacia él, ni se exhibió la más mínima señal de impaciencia, el modo en que los de la multitud levantaron sus cabezas dejó entrever que prestaban una atención tan grande como cuando les había hablado Tamenund. Pero su intención fue en vano. Las palabras se elevaron lo justo como para ser inteligibles, pero se volvieron más débiles y temblorosas, hasta desvanecerse como si las llevara el viento. Los labios del sagamore se cerraron y permaneció quieto en su asiento, dando la impresión de ser una criatura creada por el todopoderoso con el aspecto de un hombre pero sin el alma correspondiente al mismo, debido a su mirada fija y su forma inmóvil. Los delaware, quienes sabían que estos síntomas denotaban que la mente de su amigo no estaba preparada para tan gran esfuerzo de ánimo, aminoraron su atención y, con gran delicadeza, dedicaron sus pensamientos a los homenajes hacia la dama desconocida.
Uno de los jefes más veteranos hizo una señal para llamar la atención de las mujeres que estaban cerca del cuerpo de Cora. Obedeciendo la orden, las muchachas levantaron la camilla hasta los hombros, avanzando a paso lento mientras cantaban otro apenado homenaje a la difunta. Gamut, habiendo observado todos esos ritos que aún consideraba propios de infieles, se agachó para dirigirse al distraído padre de la dama, susurrándole:
—Se llevan los restos de su hija; ¿no debemos seguirles y asegurarnos de que ella tenga un entierro cristiano?
Munro se sobresaltó, como si una trompeta hubiese sonada cerca de él, y tras mirar a su alrededor con gesto preocupado, se levantó y se puso detrás de la pequeña procesión, caminando con la gallardía de un soldado, pero soportando las penas de un padre. Sus amigos se congregaron a su alrededor, más afligidos de lo que cabría esperar de personas que no guardaban parentesco familiar con él; incluso el joven francés tomó parte en la escolta, expresando también su hondo pesar por la triste y prematura pérdida de una joven tan hermosa. Por otra parte, en cuanto la última y más humilde fémina de la tribu se hubo sumado a la procesión, los hombres lenape se concentraron alrededor de la persona de Uncas, tan solemnes, callados e inmóviles como antes.
El lugar escogido para dar tierra a Cora era un pequeño montículo sobre el cual había crecido un grupo de frondosos pinos, dando lugar a una apropiada sombra de melancolía en ese sitio. Al llegar allí, las muchachas depositaron la camilla y, haciendo alarde de su paciencia nativa, esperaron durante varios minutos para que los familiares y amigos diesen alguna señal de estar satisfechos con lo dispuesto. Al final, el explorador, siendo el único que comprendía sus costumbres, les dijo en su idioma nativo:
—Mis hijas han hecho bien; los hombres blancos se lo agradecen.
Contentas con esta manifestación favorable, las muchachas procedieron a introducir el cuerpo en un féretro hábilmente fabricado a partir de la corteza de un abedul, tras lo cual se depositó en el oscuro hueco que sería su morada final. La ceremonia de cobertura de los restos, así como el procedimiento para disimular el enterramiento por medio de hojas y otros elementos naturales, también se llevaron a cabo con el mismo cuidado y esmero. Pero cuando habían concluido estas delicadas y piadosas labores por parte de las jóvenes, éstas quedaron expectantes, dando a entender que no sabían que más podían hacer. Entonces el explorador se dirigió de nuevo a ellas.
—Mis jóvenes han hecho ya bastante —dijo—; el espíritu de un rostro pálido no requiere alimento ni otros enseres, ya que su premio lo recibe en el cielo de sus creencias —a continuación añadió, al ver que David estaba preparando su libro con la intención de ofrecer una canción santa—: Veo que aquél que conoce mejor los ritos cristianos se dispone a hablar.
Con modestia, las féminas se apartaron, pasando de ser las protagonistas principales de la escena a ser humildes y atentas espectadoras de lo que seguía. Durante los momentos en que David entonaba sus piadosos sentimientos espirituales, no hubo la más mínima señal de sorpresa ni impaciencia por su parte. Escucharon como si entendiesen el significado de tan extrañas palabras, y dieron la sensación de comprender las nociones de dolor, esperanza y resignación que comunicaban.
Emocionado por lo que había visto y posiblemente llevado por sus propios sentimientos personales, el maestro de canto se superó a sí mismo con respecto a sus acostumbrados esfuerzos. Su voz, potente y melodiosa, no tenía nada que envidiar a los suaves tonos musicales de las jóvenes; además de que sus bien medidos ritmos conllevaban —al menos para aquellos a quienes iban dirigidos— las cualidades de lo civilizado. Terminó su himno como lo había comenzado; inmerso en una impresionante solemnidad.
Sin embargo, cuando la última estrofa llegó a oídos de los congregados, las miradas fugaces y dudosas, así como el movimiento lento y vacilante de todo el grupo, dieron a entender que se esperaba algo de parte del padre de la fallecida. Munro se percató de que había llegado ese momento en el que tendría que hacer lo que quizá fuera el esfuerzo más grande al que se puede ver obligada una persona. Se quitó el sombrero y, con semblante sobrio, recorrió con su mirada el callado y humilde grupo que le rodeaba. Luego, haciendo una señal al explorador para que le escuchara, le dijo:
—Comunique a estas tiernas y amables féminas las gracias de par-te de un hombre enfermo y descorazonado. Dígales que el ser supremo al que todos alabamos, bajo un nombre u otro, tendrá en cuenta su caridad; y que no tardará en llegar la hora en que todos estemos alrededor de Su trono, sin distinción de género, clase ni raza.
El explorador prestaba gran atención a la temblorosa voz del veterano cuando pronunció tales palabras, y movió la cabeza en señal negativa, dudando de su eficacia.
—Decirles eso —señaló—, sería como decirles que no llegarán las nieves del invierno, o que el sol brilla más cuando los árboles se ven despojados de sus hojas.
Entonces, se volvió hacia las mujeres y les comunicó la gratitud del padre, pero de un modo que agradaría más a la mentalidad nativa. Munro ya había adoptado una actitud cabizbaja, volviendo a sumirse en la melancolía, cuando el joven francés antes mencionado se dignó a cogerle suavemente del brazo. En cuanto se hubo ganado la atención del apesadumbrado anciano, señaló hacia un grupo de indios jóvenes, quienes se acercaron portando una litera de poco peso, pero celosamente cubierta; luego señaló hacia el sol.
—Le comprendo, señor —le contestó Munro, forzando un tono de firmeza—, le comprendo. Es la voluntad del cielo y me someto a ella… Cora, hija mía, ¡si las oraciones de un afligido padre pueden ayudarte ahora, debes ser muy dichosa! —y añadió, mientras miraba a su alrededor con la mayor compostura, a pesar de que no podía disimular la angustia que hacía temblar su desgastado rostro—: Vámonos, caballeros, nuestro deber aquí ha concluido; debemos partir.
Heyward agradeció una orden que les llevaría de un lugar en el que a cada instante sentía que el dominio sobre sus sentimientos estaba a punto de fallarle. No obstante, mientras sus compañeros se subían a sus monturas, tuvo la oportunidad de darle la mano al explorador y asegurarle que se reunirían de nuevo en algún puesto militar británico. Tras esto, montó su caballo con determinación, espoleando al corcel para ponerse a la altura de la litera antes mencionada, de la cual se oía proceder un leve sonido de llanto como único testimonio de que Alice viajaba en su interior. De esta guisa, habiéndose puesto en marcha el cabizbajo Munro con Heyward y David cabalgando detrás de él, guardando un doloroso silencio, y acompañados del guía de Montcalm y su escolta, todos los blancos a excepción de Ojo de halcón pasaron por delante de los delaware, desapareciendo entre los inmensos bosques de esa región.
Pero los lazos que, a través de su común desgracia, unían los sentimientos de los sencillos habitantes del bosque con los de aquellos visitantes foráneos que se habían cruzado en su camino no iban a romperse con facilidad. Pasaron años antes de que el relato tradicional de la dama blanca y el joven guerrero de los mohicanos dejase de recordarse durante las largas noches y las caminatas tediosas, o de animar a los jóvenes y valientes con el deseo de vengarlos. Tampoco fueron olvidados los protagonistas secundarios de aquellos incidentes. Gracias a la intervención del explorador, que durante varios años serviría de eslabón entre ellos y la civilización, aprendieron, en respuesta a sus preguntas, que el «Cabeza gris» se reuniría pronto con sus antepasados, aparentemente abatido —aunque no sea cierto— por sus infortunios militares. También supieron que el «Mano tendida» se había llevado a la otra hija hasta los asentamientos lejanos de los «rostros pálidos», donde sus lágrimas por fin cesaron y dieron paso a las alegres sonrisas que se ajustaban más a su carácter jovial.
Pero tales hechos ocurrieron tiempo después de nuestro presente relato. Abandonado por todos los de su raza, Ojo de halcón regresó al lugar en el que se sentía mejor, llevado por una fuerza mayor que cualquier lazo de unión. Le dio tiempo de ver por última vez las facciones de Uncas, a quien los delaware ya habían comenzado a envolver en su última cobertura de pieles. Se detuvieron para permitirle al fornido hombre del bosque dedicarle una última y apesadumbrada mirada, tras lo cual el cuerpo fue cubierto para no ser desarropado jamás. A continuación hubo otra procesión, similar a la anterior, y toda la nación se congregó alrededor de la tumba improvisada del jefe —improvisada, sí—; ya que algún día habrían de reposar sus huesos con los de su propio pueblo.
Tanto los movimientos como los sentimientos habían sido simultáneos y colectivos. Hubo en el lugar del entierro las mismas manifestaciones de pesar, el mismo silencio impresionante y el mismo respeto a la persona más allegada al fallecido que se habían descrito antes. El cuerpo fue depositado en una postura de descanso, de cara al sol naciente, con sus aparejos de guerra y caza a mano, preparado para el viaje final. Se dejó una abertura en el ataúd, protegiéndolo así de la tierra, a través de la cual el espíritu podría comunicarse con el mundo terrenal cuando fuera necesario; y el enterramiento fue debidamente disimulado con la ingeniosidad particular de los salvajes, con el fin de evitar que fuera molestado por los animales del bosque. Entonces cesaron los ritos manuales para dar paso a las ceremonias de carácter espiritual.
De nuevo, Chingachgook se convirtió en el foco de atención común. Aún no había hablado, y se esperaba alguna intervención dotada de ánimo y sabiduría por parte de un jefe tan renombrado, en un momento de tanta trascendencia. Consciente de los deseos de la nación, el severo y curtido guerrero levantó la cara, la cual había estado oculta por su manta, y miró a su alrededor con ojos firmes. Sus rígidos y expresivos labios se despegaron, y por primera vez durante las largas ceremonias, su voz se hizo completamente inteligible.
—¿Por qué están apenados mis hermanos? —dijo, contemplando el conjunto de taciturnos guerreros que le rodeaba—. ¿Por qué lloran mis hijas?… ¿Porque un hombre joven se ha ido a las felices tierras de caza? ¿Porque un jefe ha cumplido con honor durante su existencia? Fue bueno; fue cumplidor; fue valeroso. ¿Quién puede negarlo? El Manittou necesitaba un guerrero así, y lo llamó a su lado. En cuanto a mí, yo soy el hijo y el padre de Uncas; soy un árbol abrasado en medio de un descampado de los rostros pálidos. Mi raza se ha ido de las orillas del lago salado y las colinas de los delaware. Pero ¿quién puede decir que la serpiente de su tribu se ha olvidado de su sabiduría? Estoy solo…
—No, no —gritó Ojo de halcón, que se había quedado contemplando ansiosamente las rígidas facciones de su amigo, intentando dominarse, pero sin poder ya prolongar por más tiempo el esfuerzo—. No, sagamore, no estás solo. Nuestros rasgos raciales serán distintos, pero Dios ha dispuesto que sigamos el mismo camino. No tengo familia y; al igual que tú, se puede decir también que no tengo pueblo. Él era hijo tuyo, un piel roja por naturaleza, y más próximo a tu sangre; pero si alguna vez me olvido del joven que tantas veces ha luchado a mi lado en la guerra, y que ha dormido a mi vera en la paz, ¡que se olvide de mí Aquel que nos hizo a todos, independientemente de nuestro color o nuestros atributos! El muchacho nos ha dejado por el momento; pero no estás solo, sagamore.
Chingachgook saludó al explorador, dándole la mano después de que aquél le ofreciera la suya, y ambos permanecieron de pie, como dos camaradas amigos, sobre la tumba de Uncas. Sus cabezas estaban inclinadas mientras derramaban amargas lágrimas sobre aquella tierra removida, regándola cual gotas de lluvia caídas del cielo.
En medio de ese sobrecogedor silencio, que fue testigo de las muestras de dolor de los dos guerreros más renombrados de la región, Tamenund hizo sonar su voz para dispersar a la multitud.
—Ya basta —dijo—. Marchaos, hijos de los lenape; el enojo del Manittou no ha terminado. ¿Por qué habría de permanecer Tamenund? Los rostros pálidos son los dueños de la tierra, y la hora del piel roja aún no ha vuelto. Mi día ha sido demasiado largo. Por la mañana he visto a los hijos de Unamis fuertes y felices; y aun así, antes de caer la noche, he vivido para ver al último guerrero de la raza sabia de los mohicanos.