Capítulo XXXI

FLUELLEN. —¡Acabad con el protocolo y los bagajes! Es totalmente contrario a la ley de las atinas: es una muestra de ingenuidad tan grande, os digo, como ninguna otra cosa vista en el mundo.

Enrique V.

Mientras el enemigo y su víctima continuaron a la vista, la multitud permaneció tan inmóvil como bajo el hechizo de alguna fuerza oculta aliada del hurón; pero en cuanto desaparecieron, fue presa de la rabia y la agitación. Uncas se quedó quieto y mantuvo su mirada fija en Cora hasta que los llamativos colores de su vestido se perdieron en el verdor del bosque. Acto seguido se movió silenciosamente a través de la multitud y se adentró en la vivienda de la cual había surgido anteriormente. Algunos de los guerreros más observadores vieron cómo los ojos del joven jefe brillaban con odio contenido al pasar por su lado, y le siguieron hasta el lugar que había escogido para meditar. Después de esto, tanto Tamenund como Alice fueron atendidos, y se les ordenó a las mujeres y los niños que se dispersaran. Durante la hora siguiente, el campamento era un hervidero de expectación e inquietud, cual nido de abejas a la espera de las órdenes de un líder para ponerse en marcha.

Al cabo de un rato, un joven guerrero salió de los aposentos de Uncas y se dirigió con paso firme hacia un pequeño pino que crecía entre las rocas; arrancó la corteza del mismo[34] y volvió a su lugar de origen sin mediar palabra. Pronto le sucedió otro joven, quien despojó al arbolillo de sus ramas, dejando sólo un tronco liso y abrasado». Un tercero pintó el poste a rayas con tinte rojizo. Todos estos indicios de inminente hostilidad fueron acogidos por los hombres que los observaron con apesadumbrado silencio. Por fin apareció el propio mohicano, desprovisto de todo su atuendo a excepción de su fajín y sus pantalones, habiendo ocultado la mitad de su cuerpo bajo una tenebrosa capa de pintura negra.

Uncas se movió con paso digno y ceremonioso hada el poste, al cual circundó de inmediato, dando una serie de pasos medidos como los de una danza ancestral. Al mismo tiempo, elevó su voz con el canto irregular y salvaje de una canción de guerra. Las notas musicales de la misma eran emisiones de voz extremas de los sentimientos humanos; en algunas ocasiones sonaban melancólicas y dolidas, rivalizando con el canto de las aves, y de repente cambiaban, tornándose repentinamente en sonidos que hacían temblar a los que escuchaban, dada su profunda y desgarrada energía. Las palabras eran escasas y se repetían continuamente, siendo una especie de invocación o himno dirigido a la Divinidad, seguido por una expresión de los deseos del guerrero, que finalizaba como había comenzado, reconociendo su dependencia del Gran Espíritu. Si se pudiese traducir el melodioso e intrínseco lenguaje en el que se expresaba, la oda comunicaría algo parecido a lo siguiente:

—¡Manittou! ¡Manittou! ¡Manittou!
Eres grande, eres bueno, eres sabio;
¡Manittou! ¡Manittou!
Eres justo.

En el cielo, en las nubes, ya veo
Muchas manchas —muchas oscuras, muchas rojas;
En el cielo, ya veo ¡Muchas nubes!

En el bosque en el aire, ya oigo
La llamada, el grito largo y el alarido; En el bosque, ya oigo ¡El grito desgarrado!

¡Manittou! ¡Manittou! ¡Manittou!
Yo soy débil tú eres fuerte; yo soy lento—
¡Manittou! ¡Manittou!
Dame tu ayuda.

Al final de lo que podría llamarse estrofa hacía una pausa, elevando una nota a una duración e intensidad mayores de lo habitual, para adecuarla al sentimiento que se pretendía expresar. El primer cierre fine solemne, con la intención de comunicar un sentimiento de veneración; el segundo fine descriptivo, con tintes de alarma; y el tercero dio lugar al conocido y terrorífico grito de guerra, el cual fue emitido por el joven guerrero como una combinación de todas las exclamaciones utilizadas en combate. El último estuvo, como el primero, lleno de humildad implorante. Tres veces repitió esta canción, y otras tantas circundó el poste mientras bailaba.

Al final de la primera vuelta, un severo y muy apreciado jefe de los lenape siguió su ejemplo, cantando sus propias palabras, entonadas de un modo muy parecido. Así, guerrero tras guerrero se unió a la danza, hasta que todos aquéllos de reconocida autoridad y experiencia tomaban parte en la misma. El espectáculo se convirtió en algo salvaje y terrorífico, mientras los rostros iracundos y amenazantes de los jefes comunicaban aún más fiereza debido a los esfuerzos con que emitían sus guturales vociferaciones. Justo entonces, Uncas clavó su tomahawk con fuerza en el poste, elevando la voz mediante un alarido que constituía su propio grito de guerra. Tal acción daba a entender que había asumido el mando de la pretendida expedición.

Fue una señal que despertó toda la pasión dormida de la nación. Unos cien jóvenes, que por su edad se habían abstenido, corrieron en masa hacia el poste, que representaba el emblema de su enemigo, y lo derribaron astilla tras astilla, hasta que sólo quedaron las raíces que sobresalían de la tierra. Durante ese tumultuoso momento, las acciones de guerra más despiadadas se llevaron a cabo, de forma simulada, sobre los fragmentos del árbol, con la misma violencia que se emplearía sobre las víctimas reales de tan crueles actos: despojando a algunos de sus cabelleras, haciendo a otros pedazos con las afiladas hachas, y aun haciendo a otros caer bajo las puñaladas de los mortíferos cuchillos. En resumen, las violentas manifestaciones de entusiasmo y deleite eran tan arrolladoras y evidentes que la referida expedición fue declarada como una guerra emprendida por la nación.

En cuanto Uncas asestó el golpe se salió del círculo y miró al sol, el cual comenzaba a alcanzar el punto en el que la tregua con Magua llegaba a su fin. Este hecho fine anunciado al poco rato por medio de un significativo gesto y el correspondiente grito; y la multitud entera abandonó su mímica de guerra con alaridos de placer, para empezar enseguida con la práctica real de su propósito.

Todo el campamento cambió drásticamente. Aunque ya estaban armados y pintados los guerreros, todos quedaron repentinamente quietos e indiferentes. Por otra parte, las mujeres salieron de las chozas entonando cánticos de júbilo que se entremezclaban con otros de lamento; una combinación tan extraña que resultaba difícil decir cuál de las dos emociones preponderaba. Todas ellas, sin embargo, estaban ocupadas. Algunas portaban sus enseres más preciados, otras sus hijos, y algunas llevaban a sus seres queridos, ancianos o enfermos, con ellas. Así se dirigían hacia el bosque, que se extendía como una rica capa de esplendor verde contra la ladera de la montaña. También Tamenund se puso en marcha, con expresión tranquila, tras entrevistarse brevemente con Uncas, del cual se apartó el patriarca con la misma reticencia que mostraría cualquier padre ante la partida de un hijo recién llegado y que se había dado por perdido durante mucho tiempo. Mientras tanto, Duncan dejó a Alice en un lugar seguro y se fue en busca del explorador, también mostrando en su rostro un gran entusiasmo por comenzar la inminente contienda.

Pero Ojo de halcón estaba demasiado acostumbrado al canto de guerra y a los preparativos de los salvajes como para tener gran interés en toda la parafernalia anterior. Se limitó a fijarse en el número y la calidad de los guerreros que estaban dispuestos a seguirle a Uncas hasta la batalla. Pronto quedó satisfecho, pues como ya se ha podido comprobar, el carisma del joven jefe se hizo enseguida con todos los hombres de la nación capaces de luchar. Tras dirimirse esta cuestión de orden material, el explorador mandó a un chico indio a que fuera en busca del «mata-ciervos» y el fusil de Uncas, allí en el lugar en el cual los habían depositado antes de entrar en el campamento delaware. Ésta fue una medida con doble propósito: primero, así se aseguraban de que no cayeran las armas en manos enemigas si eran capturados, y en segundo lugar, les daba la oportunidad de aparecer ante el poblado más como víctimas que como hombres capacitados para defenderse y sobrevivir. Al hacer que otro se encargara de recuperar su apreciado fusil, el explorador estaba haciendo alarde de su habitual cautela. Sabía que Magua no habría venido solo, y también sabía que estarían al acecho los espías hurones a lo largo de los bosques circundantes, vigilando los movimientos de sus nuevos enemigos. Por consiguiente, no habría sido conveniente que él mismo fuese en busca del arma; un guerrero tampoco habría sido lo más adecuado; pero un niño no sería considerado peligroso hasta no verle con el fusil en las manos. Cuando Heyward fue a su encuentro, el explorador estaba pacientemente esperando el resultado de la maniobra.

El chico, que estaba bien enseñado, aparte de ser bastante hábil, siguió adelante con su cometido, henchido del orgullo y la confianza inherentes a la juventud, moviéndose desde el claro hasta los árboles con descuidada soltura y entrando en la franja boscosa a poca distancia del punto en el que se encontraban las armas. No obstante, en cuanto se encontraba al amparo de la vegetación, su figura se movió con la rapidez de una serpiente en busca de su objetivo. Lo consiguió, y al momento siguiente apareció corriendo con la rapidez de un dardo, hasta el límite del poblado, con un arma en cada mano. Justo cuando estaba aproximándose a este punto, se oyó un disparo que confirmaba las sospechas del explorador. El chico lo contestó con un leve grito de desprecio; y una segunda bala se disparó desde un lugar distinto del bosque. Al momento siguiente, había superado la loma del borde del campamento y elevaba las armas en gesto de triunfo frente al famoso cazador, sintiéndose honrado de haber llevado a cabo tan glorioso servicio.

A pesar de la preocupación que había sentido por la suerte del mensajero, tomó el «mata-ciervos» con tal satisfacción que se olvidó momentáneamente de todo lo demás. Tras examinar la pieza con atención, abriendo y cerrando la carcasa unas diez o quince veces, y probando exhaustivamente otros elementos, como el percutor, se dirigió al chico y le preguntó con gran sinceridad si se había lastimado. El pequeño le miró con orgullo, pero sin dar respuesta.

—¡Ajá; ya veo, muchacho, que esos bribones te han rozado el brazo! —añadió el explorador, cogiéndole esa extremidad al callado sufridor, y observando la existencia de una herida limpia pero profunda en ella—; pero estas cosas también traen suerte. ¡Lo vendaremos con una tira de tela decorada! Has comenzado a ser un guerrero muy pronto, mi pequeño valiente, y probablemente lucirás más cicatrices en honor a tus hazañas a lo largo de tu vida. Conozco muchos jóvenes guerreros que han arrancado cabelleras, pero que no pueden presumir de una señal como ésta. Ahora vete —le dijo tras colocarle el vendaje—; ¡Tú serás un jefe!

El chico se alejó, más orgulloso de su sangre derramada que cualquier soldado lo estaría de una condecoración, y volvió con los de su edad generando admiración y envidia entre ellos.

Pero en un momento de tanta trascendencia, este acto aislado no recibió la atención que habría despertado en otras circunstancias. No obstante, sirvió para que los delaware tomaran consciencia de las posiciones, así como las intenciones, de sus enemigos. En consecuencia, se formó un grupo de hombres, mejor preparados que el inexperto aunque valiente muchacho, para dispersar a los intrusos. El objetivo fue logrado, ya que la mayoría de los hurones se retiraron de sus posiciones al verse descubiertos. Los delaware avanzaron hasta una distancia prudencial con respecto al campamento, y se detuvieron a la espera de nuevas órdenes para evitar caer en una emboscada. Dado que tanto los integrantes de un grupo como del otro permanecieron ocultos, el bosque volvió a estar tan silencioso y pacífico como lo estaría cualquier otra mañana de mediados del verano.

Uncas, tranquilo pero expectante, reunió a sus jefes y repartió el mando. Presentó a Ojo de halcón como guerrero, ya que a menudo había demostrado su valía y lealtad. Cuando vio que su amigo fine bien recibido, le confirió el liderazgo de un grupo de veinte hombres, los cuales eran también activos, hábiles y tenaces como él. Les explicó a los delaware el rango que tenía Heyward entre los yengeese, por lo que le dotó también de la misma autoridad ahora. Sin embargo, Duncan declinó la oferta a cambio de poder servir como voluntario al lado del explorador. Tras esto, el joven mohicano nombró a varios nativos como responsables de distintos mandos y dio la orden para ponerse en marcha, ya que el tiempo apremiaba. Más de doscientos hombres le siguieron, muy dispuestos aunque totalmente en silencio.

Entraron al bosque sin encontrar resistencia alguna; y sin toparse con ningún ser vivo que les alarmara o informara hasta que dieron con los suyos que ya se habían adelantado antes. En este punto se dio el alto para que se reunieran los jefes y celebrasen un «consejo susurrante».

Durante esta conferencia se discutieron diversos planes operativos, aunque ninguno acababa de satisfacer al ardoroso caudillo que les mandaba. Si se hubiese dejado llevar por sus impulsos, Uncas habría hecho que todos le siguieran y entrasen inmediatamente a la carga contra el enemigo, confiando en la sorpresa y la suerte; pero tal procedimiento habría sido contrario a todas las enseñanzas y buenos consejos de los hombres de su tribu. Por lo tanto, y muy a pesar suyo, se vio obligado a tomar las debidas precauciones, debatiéndose entre el peligro en el que se encontraba Cora y la insolencia de Magua.

Tras un infructuoso cambio de impresiones que duró muchos minutos, se detectó a un individuo solitario que avanzaba desde el lado enemigo, aproximándose con tal rapidez que les indujo a pensar que se trataba de un mensajero portando alguna propuesta de paz. No obstante, a unos cien metros del lugar en el que estaban a cubierto, el desconocido aminoró la marcha, como si dudara de su camino, y acabó deteniéndose. Todas las miradas se centraban ahora en Uncas, esperando su orden.

—Ojo de halcón —dijo el joven jefe en voz baja—, ése no debe volver a hablar jamás con los hurones.

—Su hora ha llegado —dijo el explorador lacónicamente, elevando el largo cañón de su fusil por encima de los arbustos, mientras apuntaba con mortífera precisión. Pero en vez de apretar el gatillo, bajó el arma de nuevo, y se dejó llevar por uno de sus brotes de buen humor—. ¡Que me aspen si no creí por un instante que el pobre des-graciado era un mingo! —dijo—. Pero cuando me fijé en su pecho para asegurar el tiro, ¡vi el silbato del músico! ¿Qué te parece eso, Uncas? Se trata, cómo no, del hombre llamado Gamut, cuya muerte no beneficiaría a nadie, y cuya vida nos vendría muy bien si vale para algo además de para cantar. Si los sonidos no han perdido sus cualidades, pronto estaré hablando con el pobre diablo, utilizando una voz más agradable que la del «mata-ciervos».

Al decir esto, Ojo de halcón posó su fusil y avanzó reptando a través de los arbustos, hasta que llegó cerca de David, intentando reproducir el canto musical que le había permitido salir del campamento hurón. Los agudos oídos de Gamut no podían equivocarse, sobre todo al haber oído semejantes sonidos con anterioridad, los cuales difícilmente podrían ser emitidos por otro que no fuese Ojo de halcón; por lo tanto, se dio cuenta enseguida de cuál era su origen. El infeliz parecía haberse librado de una situación muy embarazosa, ya que siguiendo el sonido del cántico, pronto dio con el cantante, sin cuya ayuda sin duda se habría perdido.

—Me pregunto qué pensarán los hurones de esto —dijo el explorador, mientras guiaba a su compañero del brazo hasta el lugar de refugio—. Si los bribones me oyeron, van a pensar que hay dos desequilibrados en vez de uno. Pero aquí estaremos seguros —añadió señalando hacia Uncas y los demás—. Ahora díganos qué sabe acerca de las estratagemas de los mingos, eso sí, con su voz normal y no cantando.

David miró a su alrededor sin decir palabra, asombrado por la presencia de tantos jefes indios de aspecto fiero y salvaje; pero al comprobar que había rostros conocidos también comenzó a ordenar sus pensamientos con el fin de dar una respuesta satisfactoria.

—Los infieles se están reuniendo en gran número —dijo David—, y me temo que abrigan oscuras intenciones. Ha habido mucho aullido y ceremonia diabólica, emitiendo todos ellos unos sonidos tan irreverentes que yo no puedo repetir; en verdad, ha sido tan espantoso que decidí huir hacia los delaware en busca de paz.

—Sus oídos no se lo habrían agradecido si fuera más rápido corriendo y hubiese llegado un poco antes —contestó el explorador con lacónica ironía—. En fin, ¿dónde se encuentran los hurones ahora?

—Están escondidos en el bosque, entre este lugar y su poblado, en números tan grandes que el raciocinio sugeriría dar la vuelta inmediatamente, antes de encontrarles.

Uncas miró hacia una hilera de árboles tras los cuales se ocultaban los suyos, y mencionó el nombre de:

—¿Magua?

—Está entre ellos. Trajo consigo la dama que estaba en poder de los delaware, dejándola en la cueva, tras lo cual se puso al frente de sus salvajes, cual lobo rabioso. No sé qué es lo que pudo haberle enojado tanto.

—¿Ha dicho usted que la ha dejado en la cueva? —le interrumpió Heyward—. ¡Conocemos bien el lugar! ¿Acaso no podemos hacer algo inmediatamente para salvarla?

Uncas miró al explorador con sinceridad, antes de preguntarle:

—¿Qué dice Ojo de halcón?

—Déjame llevar a mis veinte hombres armados e iré por la derecha, a lo largo del arroyo y pasando las chozas de los castores, para reunirme con el sagamore y el coronel. Oirás la señal desde ese punto; el viento ayudará a que la puedas distinguir bien. Entonces avanzas tú al frente, Uncas. Cuando estén al alcance de nuestras armas les brindaremos tal descarga que, por el honor de un buen hombre de la frontera, hará que se doblen como una rama rota. Tras esto tomaremos su poblado y libraremos a la mujer de la cueva. El asunto concluirá, bien de acuerdo con la táctica guerrera del hombre blanco, mediante carga y victoria, o bien a la manera india, por la retirada y a cubierto. Puede no ser un plan excesivamente elaborado, comandante, pero con valor y sangre fría puede lograrse el objetivo.

—A mí me agrada —apostilló Duncan, viendo que la libertad de Cora era de la máxima prioridad para el explorador—; me agrada mucho. Intentémoslo ya.

Tras un breve cambio de impresiones, el plan fue precisado con mayor detalle y expuesto a los demás participantes; se establecieron las señales correspondientes y cada jefe se hizo cargo de su designada responsabilidad.