Si me lo deniegas, ¡maldita sea tu ley!
No valen nada los decretos de Venecia.
Espero justicia; contesta, ¿la tendré?
El mercader de Venecia.
El silencio permaneció inalterado durante muchos minutos de ansiedad. Entonces, la multitud se abrió y volvió a cerrarse, ya con Untas en su interior, ocupando el centro del círculo. Todas las miradas que habían estado pendientes del jefe se volvían ahora para admirar la perfecta constitución física del ágil y fuerte cautivo. Pero ni la presencia de los de su alrededor ni el modo en que le miraban perturbaron en lo más mínimo el confiado semblante del joven mohicano. Miró a su alrededor lleno de seguridad y templanza, brindando la misma tranquila expresión tanto a los jefes que le observaban con hostilidad como a los niños que le mostraban su curiosidad. Sin embargo, en cuanto sus ojos se cruzaron con la figura de Tamenund, se concentró únicamente en él, como si todo lo demás hubiera dejado de existir. Acto seguido, avanzó lenta y silenciosamente hacia donde estaba el jefe, y se colocó justo delante de la silla del mismo. Aquí permaneció sin que nadie se dirigiera a él, hasta que uno de los otros jefes avisó al patriarca de su presencia.
—¿En qué idioma desea el prisionero hablar con el Manittou? —preguntó el patriarca, sin abrir los ojos.
—Al igual que sus antepasados —respondió Untas—; en la lengua de los delaware.
Ante tan repentina e inesperada respuesta, un grito apagado, aunque feroz, recorrió la multitud; un ruido similar al rugido de un león cuando le despiertan inoportunamente —por lo que podría tomarse como el presagio de su posterior furia—. El efecto fue igualmente contundente sobre el jefe, aunque éste lo demostró de un modo diferente. Se colocó una mano sobre los ojos, como si no quisiera presenciar tan vergonzoso espectáculo, mientras repetía las mismas palabras con su voz profunda y gutural:
—¡Un delaware! ¡He vivido lo suficiente como para ver a las tribus de los lenape huir de sus hogares y tener que refugiarse, divididas, en las colinas de los iroqueses! ¡He visto cómo las hachas de gentes extrañas segaron los bosques de los valles que habían sido perdonados por los vientos del cielo! He visto vivir en las casas de los hombres a las bestias que recorren las montañas y las aves que sobrevuelan los árboles; pero jamás me he encontrado a un delaware tan indeseable como para introducirse a escondidas, cual serpiente venenosa, en los campamentos de su nación.
—Los pájaros cantores han abierto sus picos —le contestó Untas, utilizando el suave tono musical de su voz—, y Tamenund les ha oído cantar.
El jefe mostró inquietud, mientras volvía su cabeza de lado, como si quisiera oír las huidizas notas de una melodía pasajera.
—¿Está Tamenund soñando? —exclamó—. ¿Qué voz es ésta? ¿Es que los inviernos han dado marcha atrás? ¿volverá el verano para los hijos de los lenape?
Un silencio respetuoso y solemne siguió a tan incoherentes exclamaciones emitidas por el profeta de los delaware. Sus súbditos ya habían supuesto que estaba teniendo lugar una de esas misteriosas conversaciones que frecuentemente sostenía con alguna inteligencia superior, por lo que aguardaban con asombro el resultado de la misma. No obstante, tras una prudente pausa, uno de los hombres ancianos se percató de que el jefe había perdido la noción del asunto que se estaba tratando y se atrevió a recordarle que tenía al prisionero delante de él.
—El falso delaware tiembla ante las palabras de Tamenund —dijo—. No es más que un perro que aúlla cuando los yengeese le hacen seguir un rastro.
—Y vosotros —contestó Uncas, mirando a su alrededor con severidad—, ¡sois perros que lloran cuando el francés os tira las sobras de su gamo!
Veinte cuchillos brillaron en el aire, mientras otros tantos guerreros se pusieron en pie ante tan hiriente y, quizá, merecido reproche; pero la señal de uno de los superiores evitó que aquéllos perdiesen el control de sus iras, restableciéndose una aparente calma. La tarea posiblemente habría sido más difícil si no fuera porque un movimiento por parte de Tamenund indicaba que iba a hablar de nuevo.
—¡Delaware! —continuó el patriarca—. Poco digno eres de tal nombre. Mi pueblo no ha visto un sol brillante desde hace muchos inviernos; y el guerrero que abandona a su tribu cuando ésta se encuentra en la oscuridad es dos veces traidor. La ley del Manittou es justa. Ha de ser así mientras corran los ríos y queden en pie las montañas, mientras la flor crece y desaparece de los árboles, ha de cumplirse siempre… Es vuestro, hijos míos; tratadle de acuerdo con la justicia.
Nadie se movió, ni siquiera para respirar, hasta que la última sílaba partió de los labios de Tamenund. A continuación surgió un grito de venganza colectivo, como si la nación clamara al unísono —sin duda un terrible augurio de sus crueles intenciones—. En medio de estos prolongados y salvajes alaridos, uno de los jefes proclamó en voz alta que el cautivo habría de ser sometido al horrible método de tortura mediante el fuego. El círculo se rompió y las exclamaciones de alegría se entremezclaron con los tumultuosos ruidos de los preparativos. Heyward luchaba como un endemoniado con los que le rodeaban; el preocupado semblante de Ojo de halcón comenzó a mirar de un lado a otro sin comprender lo que ocurría; y Cora volvió a postrarse a los pies del patriarca, suplicándole una vez más su misericordia.
A lo largo de tan críticos momentos, sólo Uncas supo conservar la sangre fría. Contempló los preparativos con serenidad, y cuando vinieron los verdugos a llevárselo, los recibió con actitud firme y resoluta. Uno de aquéllos, quizá el más fiero y salvaje del grupo, se agarró a la camisa de caza del joven guerrero y le despojó de la misma con un solo tirón. Acto seguido, dando un frenético grito de satisfacción, se lanzó contra su víctima para llevarle hasta la estaca de la hoguera. Sin embargo, en ese momento en que menos se comportaba como un ser humano, las intenciones del salvaje se interrumpieron repentinamente, como si una fuerza sobrenatural hubiese intercedido a favor de Uncas. Los ojos del delaware parecían querer salirse de sus órbitas; quedó boquiabierto y con el cuerpo paralizado de asombro. Elevando su mano lentamente, señaló impresionado hacia el pecho del cautivo. Sus compañeros corrieron a ver lo que era, y todos juntos se maravillaron al comprobar la existencia sobre sus pectorales de un elaborado tatuaje, hecho con pigmento azul claro, que representaba una pequeña tortuga.
Durante un instante Uncas disfrutó de su triunfo, sonriendo confiadamente. A continuación, hizo que el grupo se apartara con un largo y decidido movimiento de su brazo. Avanzó entre la nación como si fuera un rey, y habló con un tono de voz que se oía por encima del murmullo de admiración que en aquel momento recorría la multitud.
—Hombres de los lenni lenape —dijo—. ¡Mi raza sostiene la tierra! ¡Vuestra insignificante tribu sólo ocupa un lugar sobre mi caparazón! ¿Qué fuego encendido por un delaware podría quemar al hijo de mis padres? —añadió mientras señalaba el sencillo blasón que llevaba en la piel—; ¡La sangre procedente de tal estirpe apagaría vuestras llamas! ¡Mi raza es la abuela de las naciones!
—¿Quién eres tú? —exigió saber Tamenund, levantándose ante las exclamaciones que estaba oyendo, sin haber comprendido el significado de las palabras del prisionero.
—Uncas, el hijo de Chingachgook —contestó el cautivo, con modestia, dando la espalda a la nación e inclinando respetuosamente la cabeza ante la categoría y la edad del que le había preguntado—; un hijo del gran Unamis[33].
—¡La hora de Tamenund está cerca! —exclamó el patriarca—. ¡Al fin, el día sustituye a la noche! Doy gracias al Manittou porque uno está aquí para ocupar mi lugar en el fuego del consejo. ¡Uncas, el hijo de Uncas, ha sido encontrado! Que los ojos de un águila moribunda puedan contemplar el amanecer.
El joven se subió a la tarima con suavidad, pero a la vez con orgullo, desde donde se hizo visible para toda la agitada y asombrada multitud. Tamenund le acercó su brazo y le trajo hacia sí para observarlo de cerca, estudiando cada detalle de su rostro, todo ello con la mirada propia de uno que recuerda días pasados llenos de felicidad.
—¿Acaso ha vuelto a ser Tamenund un niño? —se preguntó en alto el sorprendido profeta—. ¿Acaso ha sido sólo un sueño que mi pueblo se desperdigaría como granos de arena al viento y los yengeese serían más abundantes que las hojas de los árboles? La flecha de Tamenund no supone una amenaza para la fauna, ya que su brazo está más reseco que la rama de un roble viejo; un caracol sería más rápido; y sin embargo delante de sí tiene a Uncas, igual que como era cuando ambos combatieron a los rostros pálidos… ¡Uncas, la pantera de su tribu, el hijo mayor de los lenape, el sagamore más sabio de los mohicanos! Decidme, miembros de los delaware, ¿es que Tamenund se ha quedado durmiendo durante cien inviernos?
El tranquilo y profundo silencio que se impuso tras estas palabras dio a entender con cuánta reverencia el pueblo acogió el mensaje del patriarca. Nadie osó contestarle, aunque todos se mantuvieron expectantes de lo que seguiría. No obstante, mientras le miraba con el afecto y la veneración propias de un niño, Uncas se creyó con todo derecho de darle respuesta, obrada cuenta de su propio rango.
—Cuatro guerreros de su raza han vivido y muerto —dijo—, desde que el amigo de Tamenund guiara a su pueblo en la guerra. La sangre de la tortuga ha corrido por las venas de muchos jefes, pero todos han regresado a la tierra de la cual provinieron, a excepción de Chingachgook y su hijo.
—Es verdad… Es verdad —respondió el jefe, mientras un recuerdo fugaz deshizo las placenteras fantasías que se había imaginado, volviéndole a la realidad de la verdadera historia de su nación—. Nuestros hombres sabios a menudo han dicho que dos guerreros de la raza «sin cambiar» se encontraban en las colinas de los yengeese; ¿por qué se han ausentado tanto tiempo de sus puestos en el consejo?
Ante estas palabras el joven elevó la cabeza, la cual había inclinado en reverencia hasta aquel momento, y hablando en voz alta para que le oyeran todos, se dispuso a hablar, como si quisiera dejar clara de una vez por todas cuál era la postura de su familia:
—En una ocasión dormimos donde podíamos oír la voz iracunda del lago salado. Entonces éramos los amos y sagamores de la tierra. Pero cuando se vieron rostros pálidos en cada arroyo, seguimos la ruta del ciervo hasta el río de nuestra nación. Los delaware se habían ido. Pocos eran los guerreros que aún paraban a beber en esas orillas tan queridas para ellos. Entonces dijeron mis padres: «Cazaremos aquí. Las aguas del río fluyen hasta el lago salado. Si nos movemos hacia el ocaso, encontraremos ríos que fluyen hasta los lagos de agua dulce. Allí moriría un mohicano, como lo harían los peces del mar si se encontrasen en las fuentes de agua clara. Cuando el Manittou lo disponga y diga «venid», seguiremos por el río hasta el mar y tomaremos de nuevo lo que es nuestro». Ésas son, miembros de los delaware, las creencias de los hijos de la tortuga. Nuestra vista está puesta en el sol que nace, no en el que se pone. Sabemos de dónde viene, pero no a dónde va. Eso es bastante.
Los hombres de los lenape escucharon sus palabras con el respeto propio que infundía la superstición, dejándose llevar por el profundo significado del lenguaje metafórico del joven sagamore. El mismo Uncas observó con mirada inteligente el efecto de su discurso, adoptando una actitud menos autoritaria a medida que percibía el agrado de su público. Luego, tras recorrer con sus ojos la silenciosa multitud congregada alrededor del trono de Tamenund, vio por primera vez a Ojo de halcón, sujeto por ligaduras. Avanzando con decisión desde donde se encontraba, se puso al lado de su amigo y cortó las tiras que le aprisionaban por medio de un violento corte de su cuchillo; y tras esto les indicó a las gentes que le abrieran camino. Los indios le obedecieron en silencio, y de nuevo formaron círculo a su alrededor, como lo hicieran antes de que compareciera ante ellos. Uncas llevó al explorador del brazo hasta la presencia del patriarca.
—Padre —le dijo—. He aquí este rostro pálido… Un hombre justo, y amigo de los delaware.
—¿Es uno de los hijos de Miquon?
—Ciertamente no; es un guerrero conocido de los yengeese, y temido por los maquas.
—¿Qué nombre le han valido sus hazañas?
—Nosotros le llamamos Ojo de halcón —contestó Uncas, utilizando la frase delaware—; ya que su vista nunca le falla. Los mingos le conocen mejor por las muertes que provoca entre sus guerreros; para ellos es «Fusil Largo».
—¡La Longue Carabine! —exclamó Tamenund, abriendo más los ojos para poder contemplar al explorador con mayor severidad—. Mi hijo hace mal en llamarle un amigo.
—Le llamo lo que ha demostrado ser —contestó el joven jefe con mucha tranquilidad, aunque con gran firmeza—. Si Uncas es bienvenido entre los delaware, lo mismo lo es Ojo de halcón entre sus amigos.
—El rostro pálido ha matado a jóvenes guerreros míos; su nombre es de notoriedad por el daño que ha infringido a los lenape.
—Si un mingo le ha dicho eso al oído del delaware, sólo demuestra que es un pájaro cantor —dijo el explorador, quien pensó que ya era hora de defenderse ante semejantes acusaciones, hablando en el idioma del hombre al que se dirigía, aunque modificando las metáforas indias de acuerdo con sus propias ideas—. No voy a negar que he matado maquas, ni siquiera lo haría ante una asamblea de esa tribu; pero, que yo sepa, jamás he levantado la mano contra un delaware, ya que va en contra de mis principios, siendo amigo de esa nación y todo lo relacionado con ella.
Una leve señal de aprobación se oyó entre los guerreros, quienes se miraban los unos a los otros con gestos de haberse dado cuenta de su error.
—¿Dónde está el hurón? —preguntó Tamenund con exigencia—. ¿Es que me ha tapado los oídos?
Magua, cuyos sentimientos ante el triunfo de Uncas pueden mejor imaginarse que describirse, contestó a la llamada poniéndose delante del patriarca con firmeza.
—El justo Tamenund —le dijo—, no se quedará con lo que le ha prestado un hurón.
—Dime, hijo de mi hermano —preguntó el jefe, mientras evitaba el rostro oscuro de Le Subtil y se dirigía con más agrado hacia los rasgos más nobles de Uncas—. ¿El desconocido tiene algún derecho de conquista sobre ti?
—Ninguno. La pantera puede verse entre redes tejidas por mujeres, pero es fuerte y sabe cómo salir de las mismas.
—¿La Longue Carabine?
—Se ríe de los mingos. Ve, hurón, y pregúntale a las mujeres de tu tribu de qué color es un oso.
—¿El desconocido y la dama que llegaron a mi campamento juntos?
—Deben proseguir su camino sin ser molestados.
—¿Y la mujer que el hurón dejó con mis guerreros?
Uncas no dio respuesta.
—¿Y la mujer que el mingo ha traído a mi campamento? —repitió Tamenund con gravedad.
—Ella es mía —decía Magua, mientras agitaba su puño ante Uncas en señal de triunfo—; mohicano, sabes bien que ella es mía.
—Mi hijo se calla observó Tamenund, tratando de entender la actitud del joven mientras éste ocultaba la expresión de tristeza de su rostro.
—Es verdad —contestó en voz baja.
Tras una corta e inquietante pausa, durante la cual se percibía la reticencia con la que la multitud había acogido los derechos reclamados por el mingo, el patriarca se pronunció al respecto, ya que la decisión final recaía sobre su juicio personal:
—Hurón, vete.
—¿Con las manos vacías, honorable y justo Tamenund? —preguntó el astuto Magua—; ¿o llenas de la nobleza de los delaware? La casa de Le Renard Subtil está vacía. Reconócele lo suyo.
El anciano se quedó pensativo; luego, tras inclinar la cabeza hacia uno de sus venerables compañeros, preguntó:
—¿Oyen bien mis oídos?
—Es la verdad.
—¿Acaso este mingo es un jefe?
—El principal de su nación.
—Mujer, ¿qué más quieres? Un gran guerrero te toma por esposa. Ve con él; tu estirpe no finalizará contigo.
—¡Sería mil veces mejor que así fuera, antes de someterse a semejante degradación! —exclamó Cora, horrorizada.
—Hurón, los pensamientos de la muchacha están puestos en la casa de sus padres. Una esposa poco dispuesta trae la infelicidad al hogar.
—Ella habla como lo hacen los suyos —contestó Magua, mirándola con una especie de amargura irónica—. Proviene de una raza de comerciantes y estaría dispuesta a regatear por cualquier cosa. Que Tamenund reconozca mis derechos.
—Llévate los regalos que trajiste, junto con nuestra consideración.
—Me corresponde todo aquello que traje hasta aquí.
—Entonces llévate lo tuyo. El gran Manittou prohíbe que un delaware sea injusto.
Magua dio un paso hacia adelante y tomó con fuerza a su cautiva por el brazo, mientras los delaware permanecieron en sus puestos. Cora, por su parte, como si estuviese convencida de que era inútil oponerse, se mostró resignada ante su destino y no se resistió.
—¡Alto, alto! —gritó Duncan, saltando hacia ellos—. ¡Hurón, ten piedad! Podrás cobrar un rescate por ella que te haría más rico de que lo pudieras imaginar.
—Magua es un piel roja; no desea las baratijas de los rostros pálidos.
—Oro, plata, pólvora, plomo, todo lo que requiere un guerrero te pertenecerá… Todo aquello que es propio del más grande de los jefes.
—¡Le Subtil es muy fuerte! —gritó Magua, agitando con violencia el brazo de Cora, el cual sostenía con su mano—. ¡Ya tiene su vengan-za!
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Heyward, golpeándose las manos con desesperación—. ¿Será posible esto? Apelo a ti, noble Tamenund, en busca de misericordia.
—El delaware ha dicho lo suyo —contestó el patriarca, cerrando los ojos y volviendo a hundirse en su silla, agotado por el esfuerzo de cuerpo y espíritu al que se había sometido—. Los hombres hablan sólo una vez.
—Que un jefe no pierda el tiempo en volverse atrás sobre lo que ha dicho es tan correcto como razonable —dijo Ojo de halcón, indicándole a Duncan que se callara—; pero también resulta prudente que todo guerrero se lo piense bien antes de matar a un prisionero con su tomahawk. Hurón, no te deseo ningún bien; ni puedo decir que ningún mingo haya recibido favor alguno de mi parte. Es justo reconocer que, si esta guerra no concluye pronto, muchos más de tus guerreros se cruzarán conmigo en el bosque. Decide, pues, si prefieres llevar a una prisionera a tu campamento, o una amenaza como yo; alguien que a tu nación le encantaría tener desarmado y en su poder.
—¿Dará el «Fusil Largo» su vida por la mujer? —preguntó Magua vacilante, ya habiéndose puesto en marcha con su víctima.
—No, no; eso no es lo que he dicho —contestó Ojo de halcón, poniéndose en guardia ante la avidez con la que Magua se interesó por la propuesta—. No sería propio que un guerrero en todo su apogeo vital se entregara a la muerte sin luchar, ni siquiera por la mejor mujer de la frontera. Te propongo que me retire ahora a mi refugio de invierno, con seis semanas de adelanto, a condición de que dejes libre a la dama.
Magua dijo que no con la cabeza, e instó a la multitud a que le abriera paso.
—Bien, pues —añadió el explorador, con el ánimo propio de un hombre indeciso—, añadiré al «mata-ciervos» como parte del trato. Tienes la palabra de un experto cazador; es una pieza sin igual en todo el territorio de las provincias.
Magua continuó sin interesarse, mientras se esforzaba por apartar a los congregados.
—Quizá —siguió el explorador, perdiendo su paciencia a medida que el otro mostraba más indiferencia—, si me comprometo a instruirles a los tuyos en el correcto manejo de las armas, podríamos llegar a un acuerdo.
Le Renard ordenó con enojo a los delaware que se apartaran, ya que éstos insistían en rodearle con la intención de que escuchara las amigables propuestas. Con su mirada, les amenazó con recurrir de nuevo al «profeta» de la tribu.
—Las órdenes deben cumplirse, tarde o temprano —continuó Ojo de halcón, volviendo su triste y apesadumbrado rostro hacia Uncas—. ¡El bribón sabe que tiene ventaja y mantendrá su postura! ¡Que Dios te bendiga, muchacho! Has encontrado amigos de tu estirpe natural, y espero que te sean tan leales como alguno que has tratado pero que no tenía sangre india. En cuanto a mí, tarde o temprano tenía que morir; y es una suerte que pocos tendrán que llorar mi ausencia. Al fin y al cabo, es muy probable que los indeseables se habrían ganado finalmente mi cabellera, de modo que un día o dos de diferencia no tiene importancia frente a la eternidad. ¡Que Dios te bendiga! —añadió el rudo hombre del bosque, apartando su cabeza a un lado y volviéndola de nuevo con sinceridad hacia el joven—. Os aprecio tanto a ti como a tu padre, Uncas, a pesar de que no somos exactamente del mismo color, y de que nuestras habilidades sean diferentes. Dile al sagamore que nunca le perdí de vista ni en los momentos de mayor peligro; y en cuanto a ti, piensa en mí alguna vez cuando des con un rastro afortunado; y ten por seguro, muchacho, que aunque haya un paraíso o dos, tiene que haber un camino en el otro mundo en el que se vuelvan a encontrar los hombres honrados. Encontrarás el fusil en el lugar donde lo escondimos; tómalo y quédatelo en recuerdo mío; y por último, amigo, dado que tu naturaleza no te niega el uso de la venganza, utilízala en cierta medida contra los mingos; puede hacer que te sientas mejor ante mi pérdida, y te calmará el espíritu. Hurón, acepto tu sugerencia. Suelta a la mujer. Soy tu prisionero.
Generado, por tan magnánima oferta, un murmullo de aprobación, débil pero evidente, hizo eco entre la multitud; incluso el más fiero de los guerreros alababa la profunda hombría del sacrificio a realizar. Magua hizo una pausa, y se puede decir que se quedó dubitativo por un instante; y tras dedicarle una mirada a Cora que combinaba de un modo extraño la agresividad con la admiración, se decidió por fin a favor de su propósito inicial.
Mediante un gesto de desprecio, echando la cabeza hacia atrás, rechazó la oferta y dijo con voz firme y decidida:
—Le Renard Subtil es un gran jefe; sólo se decide una vez. Vámonos —añadió mientras agarraba a su cautiva por el hombro, obligándola a proseguir—. Un hurón no pierde el tiempo hablando; nos vamos.
La dama se echó atrás con airado temperamento femenino, a la vez que su mirada echaba fuego y sus facciones se enrojecían ante tan indignantes modos.
—Soy tu prisionera, y tendré que seguirte hasta la muerte si no me queda más remedio; pero la violencia es innecesaria —le dijo con frialdad. A continuación se dirigió a Ojo de halcón y añadió—. Generoso cazador, le doy las gracias de todo corazón. Su oferta ha sido en vano, mas tampoco la habría podido permitir; no obstante, aún puede hacer-me un favor más grande que el de su noble intención. ¡Mire esa pobre y asustada niña! No la abandone hasta dejarla en algún lugar en el que habiten hombres civilizados. No le diré —continuó mientras le cogía fuertemente de la mano—, que su padre le recompensará, ya que los que son como usted están por encima de toda recompensa terrenal, pero sí que le dará las gracias y su bendición. Créame, la bendición de un hombre justo y anciano está bien vista a los ojos del Cielo. ¡Dios sabe cuánto quisiera oír una de ellas de su boca en este terrible momento! —su voz se ahogaba de emoción, y se quedó callada por un instante; luego se acercó a Duncan, quien sostenía a su desvanecida hermana. Continuó hablando, aunque utilizando un tono más suave, si bien se percibían en él los sentimientos propios de su género, los cuales mantenían una feroz lucha contra sus costumbres y las enseñanzas recibidas—. No es necesario decirte que cuides del tesoro que tienes. Tú la amas, Heyward; y eso perdonaría mil faltas en ella, si las tuviera. Es amable, gentil y tan bondadosa como puede permitirle su condición mortal. No sufre defecto físico ni mental; y ni el más orgulloso de los hombres podría rechazarla. Es bella, ¡oh, cuán bella es! —decía mientras pasaba su mano, también bella pero menos blanca, por la frente de porcelana de Alice, apartando con melancólica delicadeza los dorados cabellos que la cubrían—; ¡y su alma es tan limpia y pura como su piel! Podría incluso decir más, pero me ahorraré el sufrimiento, y a ti también te libraré del mismo… —su voz se hizo inaudible, mientras se inclinaba sobre su hermana. Tras darle un largo y cálido beso, se levantó; y con las facciones marcadas por el color de la muerte, aunque sin derramar una sola lágrima, se volvió hacia el salvaje y se dirigió a él con toda su dignidad—. Ahora, señor, si a usted le place, le seguiré.
—Sí, vete —dijo Duncan, dejando a Alice en brazos de una muchacha india—; vete, Magua, vete. Estos delaware tienen sus leyes y no pueden detenerte; pero yo… Yo no tengo tales limitaciones. Vete, monstruo maligno. ¿Por qué te quedas?
Sería difícil describir la expresión de Magua ante esta amenaza de seguir adelante. Hubo en un primer momento un gesto de júbilo, para luego tomarse en una mirada de frialdad calculadora.
—Los bosques están abiertos —se limitó a contestar—; el «Mano tendida» puede venir cuando quiera.
—¡Espere! —le gritó Ojo de halcón a Duncan, cogiéndole por el brazo con fuerza, impidiendo que le siguiera—. No sabe usted lo tramposos que son estos indeseables. Le llevaría hasta una emboscada, y a una muerte segura.
—Hurón —intervino Uncas, quien, sometiéndose a las costumbres de su gente, se había limitado a escuchar y presenciar todo lo que acontecía—. Hurón, la justicia de los delaware proviene del Manittou. Mira hacia el sol. Ahora se encuentra en las ramas altas de la cicuta. Tu camino es corto y está abierto. Cuando el sol se eleve por encima de los árboles, habrá hombres siguiéndote el rastro.
—¡Oigo un cuervo! —exclamó Magua entre carcajadas—. Deja de molestarme —añadió mientras apartaba a la multitud, que ya había comenzado a dejarle paso—. ¿Dónde están las faldas de los delaware? Que envíen sus flechas y sus armas a los wyandotes; tendrán carne para comer y maíz para cultivar. Perros, conejos, ladrones… ¡escupo sobre vosotros!
Sus ofensas al partir fueron recibidas con un silencio profundo e hiriente; y habiendo pronunciado tales insultos, Magua se adentró sin oposición en el bosque, seguido por la sumisa prisionera y protegido por las inviolables leyes de la hospitalidad india.