Capítulo III

Antes de que estos campos fueran despejados y cultivados,

Nuestros ríos llevaban un caudal desbordante,

La melodía de las aguas llenaba

El fresco bosque sin fin;

Y los torrentes corrían, y los arroyos jugueteaban,

Y las fuentes nacían a la sombra.

Bryant

Dejando al inocente Heyward y a sus confiados acompañantes mientras penetran aún más en un bosque repleto de inquilinos traicioneros, debemos hacer uso de los privilegios de un autor y cambiar de escenario hasta unas pocas millas al oeste del lugar en el que los hemos dejado.

Ese mismo día, dos hombres descansaban a las orillas de un riachuelo pequeño, aunque caudaloso, a una hora de camino del campamento de Webb; su actitud era la de aquél que espera la llegada de una persona ausente, o de un acontecimiento anunciado. La vasta extensión del arbolado se extendía hasta la margen del río; sus ramas ensombreciendo la superficie del agua, le conferían a su ya oscura corriente un tono aún más profundo. Los rayos del sol se tornaron menos intensos y el calor intenso del día retrocedió, a medida que los vapores frescos de las fuentes y los manantiales se elevaban de sus verdes lechos y se integraban en la atmósfera. Con todo, el jadeante silencio que caracteriza al bochorno adormecedor del paisaje americano durante el mes de julio permanecía en el lugar, alterado únicamente por las suaves voces de los hombres, los intermitentes y ocasionales golpes de algún pájaro carpintero, el canto discorde de algún alegre arrendajo, o el insistente zumbido de alguna catarata distante. No obstante, estos sonidos débiles y discontinuos resultaban tan sumamente familiares para los hombres del bosque que no les distraía de su tema de conversación. Mientras uno de ellos mostraba la misma piel roja y los salvajes arreos de un nativo de los bosques, el otro exhibía, bajo una máscara de rudos equipamientos, cercanos a lo primitivo, una complexión más clara, propia de alguien cuyos orígenes fueran europeos, aunque áspera y curtida por el sol. El primero se encontraba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, en una postura que le permitía intensificar el efecto de su lenguaje sincero, por medio de los tranquilos, aunque expresivos, gestos de un indio debatiendo una cuestión. Su cuerpo, casi desnudo, presentaba un temible emblema de muerte, dibujado a base de una alternante combinación de los colores blanco y negro. Su cabeza estaba bien afeitada, dejando únicamente la bien conocida y caballerosa cresta guerreras[5], sin ninguna otra clase de ornamentación sobre la misma, a excepción de una solitaria pluma de águila que la cruzaba y pendía sobre el hombro izquierdo. A su cintura, un tomahawk y un cuchillo de cortar cabelleras, de fabricación inglesa, mientras que sobre su delgada y desnuda rodilla descansaba de forma relajada una carabina militar corta, del tipo que dictaba la política de los blancos para armar a sus aliados salvajes. El amplio pecho, las extremidades bien formadas y la grave expresión de este guerrero podrían denotar que había alcanzado la plenitud de sus días, aunque ningún síntoma de decrepitud parecía haber debilitado su hombría.

El físico del blanco, a juzgar por aquello que no quedaba disimulado por sus ropas, se asemejaba a la de aquél cuya vida, ya desde joven, había conocido el esfuerzo y las vicisitudes. Su persona, aunque musculosa, resultaba más fibrosa que corpulenta, pero cada nervio y músculo se distinguía, endurecido por los constantes efectos del ambiente y del esfuerzo. Vestía una camisa de caza color verde bosque, ribeteada por un apagado color amarillo[6], y un gorro de verano hecho a base de pieles curtidas. También portaba un cuchillo a la cintura, en un cinturón adornado, muy parecido al que bordea las escasas vestimentas del indio, pero sin tomahawk. Sus mocasines estaban adornados según el gusto propio de los nativos, mientras que la única prenda que se revelaba bajo la blusa de caza era un par de polainas altas, hechas de piel de gamo y atadas a los lados, a la vez que aseguradas por encima de las rodillas por tendones de ciervo. Un saco y un cuerno para pólvora completaban sus efectos personales, aunque una carabina de gran longitud[7], que los blancos más ingeniosos habían determinado como la más peligrosa de las armas de fuego, se encontraba apoyada sobre un pequeño árbol cercano. Los ojos del cazador, explorador, o lo que fuera, era pequeños, rápidos, astutos e inquietos, dirigiéndose constantemente de un punto a otro en derredor suyo mientras hablaba, como si estuviera al acecho de caza, o al tanto de cualquier posible movimiento súbito, por parte de un enemigo escondido. A pesar de estos síntomas de habitual sospecha, sus rasgos faciales no sólo carecían de indicios de maldad, sino que en aquel momento se caracterizaban por una expresión de firme honradez

—Incluso las tradiciones tuyas me dan la razón, Chingachgook —dijo, hablando en la lengua conocida por todos los nativos que antaño habitaban el territorio entre el Hudson y el Potomack, de la cual ofrecemos una traducción libre, en beneficio del lector, procurando a la vez mantener algunas de las peculiaridades, tanto del individuo como del lenguaje—. Tus antepasados llegaron desde el sol poniente, cruzando el gran río[8], lucharon contra la gente de esta región y se hicieron con la tierra; y los míos vinieron del cielo rojo de la mañana, por el lago salado, e hicieron lo propio de un modo muy parecido a los tuyos; ¡entonces, deja que Dios juzgue la cuestión y permitamos que los que sean amigos se callen!

—¡Mis antepasados luchaban contra hombres desnudos, de piel roja! —replicó el indio, con severidad, en la misma lengua—. ¿Es que no hay diferencia, Ojo de halcón, entre la flecha, cuya punta es de piedra, y las balas de plomo con las cuales matas tú?

—¡Hay sabiduría en un indio, aunque la naturaleza le haya hecho con la piel roja! —dijo el hombre blanco, agitando la cabeza como alguien que no podía negarle la razón a lo que se le acababa de decir. Durante un momento parecía ser consciente de haber perdido el debate; a continuación, argumentó de nuevo, contestando a la objeción de su antagonista del mejor modo que le permitía su limitado conocimiento—: No soy un académico, y no me importa que se sepa; pero a juzgar por lo que he visto persiguiendo ciervos y cazando ardillas, pensaría que, en las manos de los abuelos del hombre blanco, una carabina no era tan peligrosa como podría serlo un arco de madera y una buena punta de flecha, siendo el primero tensado por el instinto de un indio y la segunda guiada por su ojo.

—Has oído eso de tus antepasados —respondió fríamente el otro, con un movimiento de su mano—. ¿Qué dicen tus mayores? ¿Les dicen a los jóvenes guerreros que los rostros pálidos se encontraron con los hombres de piel roja, pintados para la guerra y armados con el hacha de piedra y el arco de madera?

—No soy un hombre con prejuicios, ni que presuma de sus dotes naturales, aunque el peor de mis enemigos sobre la faz de la tierra, el iroqués, no se atreva a negar mi condición de hombre blanco genuino —replicó el explorador, admirando con disimulada satisfacción el color curtido de su mano huesuda y fibrosa—; y estoy dispuesto a admitir, como hombre honrado, que son muchas las cosas de mi gente a las que no puedo dar mi aprobación. Una de sus costumbres es la de escribir las cosas que han visto y hecho, en vez de contarlas en sus pueblos, donde se le pueden echar en cara al cobarde sus mentiras, y donde el valiente soldado puede recurrir a sus camaradas como testigos de la verdad de lo que dice. Debido a esta desafortunada moda, un hombre demasiado prudente como para malgastar su tiempo entre mujeres, dedicándose al aprendizaje de las letras, puede quedarse sin saber de las hazañas de sus mayores, contadas por tradición oral, a la vez que pierde la oportunidad y el orgullo de deshacer entuertos mediante su propia intervención y esfuerzo. En cuanto a mí, puedo afirmar que todos los Bumppo sabían disparar, ya que yo mismo tengo un dominio natural de la carabina que debió de pasar de una generación a otra, al igual que heredamos otras cosas, tanto buenas como malas, de acuerdo con nuestros santos mandamientos; aunque no me atrevo a responder en nombre de otros con respecto a tales cuestiones. De todos modos, toda historia cuenta con, al menos, dos versiones; así que cuéntame, Chingachgook, lo que ocurrió cuando nuestros antepasados se enfrentaron por primera vez, de acuerdo con la tradición de los pieles rojas.

Hubo un silencio que duró un minuto entero, durante el cual el indio se quedó mudo; luego, con toda la dignidad que le caracterizaba, éste comenzó su breve narración con tal grado de solemnidad que ensalzaba la veracidad de la misma.

—Escucha, Ojo de halcón, y tus oídos no percibirán mentiras. Esto es lo que han dicho mis antepasados, y lo que han hecho los mohicanos —vaciló un instante y, tras mirar de modo cauteloso a su compañero, continuó hablando haciendo uso de una entonación que se encontraba a medio camino entre la pregunta y la afirmación—: ¿Acaso no avanza hacia el verano ese río que tenemos a nuestros pies, hasta donde sus aguas se vuelven saladas y se invierte la corriente, volviéndose río arriba?

—No puede negarse que tus tradiciones dan por ciertos tales hechos —dijo el hombre blanco—; ya que he estado allí y lo he visto, aunque la razón por la que el agua dulce de la sombra se vuelve agria al llegar al sol sigue siendo un misterio para mí.

—¡Y la corriente! —añadió el indio, que esperaba la respuesta como aquél que aspira a que un testimonio sea confirmado, con una mezcla de admiración y respeto—; ¡los antepasados de Chingachgook no mienten!

—Tampoco lo hace la Sagrada Biblia, la cosa más verdadera que existe. Esa corriente que tiende río arriba es lo que llaman la marea; algo muy sencillo de explicar, y fácil de entender. Durante seis horas las aguas corren hacia adentro y las siguientes seis lo hacen hacia afuera; la razón es ésta: cuando el agua está más alta en el mar que en el río, corre hacia adentro hasta que hay más en el río, y luego sale hacia afuera de nuevo.

—Las aguas del bosque, así como las de los grandes lagos, corren hacia abajo hasta que se quedan tan quietas como la palma de mi mano —dijo el indio, extendiendo su brazo horizontalmente hacia adelante—, y ya no corren más.

—Ningún hombre honrado lo negaría —dijo el explorador, algo molesto por la desconfianza mostrada hacia su explicación del misterio de las mareas—; y admito que es verdad a una escala menor, allí donde la tierra es llana. Pero todo depende de la escala según la cual juzgas. Mira, a pequeña escala, la tierra es llana; pero, a gran escala, es redonda. De este modo, los lagos y las lagunas, e incluso los grandes lagos de agua fresca, pueden estancarse, como ambos sabemos porque los hemos visto; ahora bien, cuando se trata de una gran extensión de agua, como el mar, si la tierra es redonda, ¿cómo puede quedarse quieta el agua? Es igual que esperar a que el río se paralice a orillas de esas rocas negras que están una milla más arriba, ¡y sin embargo tus oídos te dicen que está rompiendo sobre ellas en este preciso instante!

Aunque la filosofía de su acompañante no le satisfacía; el indio tenía demasiada dignidad como para mostrar su incredulidad. Escuchó como si estuviese convencido, y prosiguió su narración con la misma solemnidad de antes.

—Vinimos del lugar en donde el sol se esconde al anochecer, más allá de las grandes llanuras en las que viven los bisontes, hasta que llegamos al gran río. Allí luchamos contra los alligeni, hasta que el suelo se tiñó de rojo con su sangre. Desde las orillas del gran río hasta las costas del lago salado, no hubo quienes se enfrentaran a nosotros. Los maquas nos siguieron a distancia. Declaramos que la tierra debería ser nuestra, desde el lugar en el que el agua ya no sube en este riachuelo hasta un río a veinte soles de distancia en dirección al verano. El terreno que habíamos conquistado como guerreros lo conservamos como hombres. Mantuvimos a los maquas alejados, haciéndoles adentrarse en el bosque, con los osos. Tan sólo sal, y no pescado, pudieron probar del gran lago, sólo les dejábamos los huesos.

—Todo esto lo he oído y creído —dijo el hombre blanco, al ver que el indio hacía una pausa—; pero fue mucho antes de que los ingleses llegaran a este territorio.

Antes crecía un pino donde ahora se encuentra este castaño. Los primeros rostros pálidos que llegaron hasta nosotros no hablaban inglés. Llegaron en una gran canoa, cuando mis antepasados ya habían enterrado el hacha con los demás pieles rojas. Entonces, Ojo de halcón —continuó diciendo, únicamente dejando entrever su profunda emoción por la caída de tono en su voz, algo que dotaba de cierta musicalidad a su lenguaje—; entonces, Ojo de halcón, éramos un solo pueblo, y éramos felices. El lago salado nos daba pescado, el bosque sus ciervos, y el aire sus aves. ¡Tomamos mujeres que nos dieron descendencia; alabábamos al Gran Espíritu; y mantuvimos a los maquas más allá del sonido de nuestros cánticos triunfantes!

—¿Acaso sabes algo de tu propia familia de aquel tiempo? —inquirió el blanco—. En cualquier caso, eres un hombre justo ¡para ser indio! Y como supongo que has heredado sus mismas dotes, tus antepasados tuvieron que ser valientes guerreros, así como hombres sabios a la hora de sentarse en consejo alrededor de la hoguera.

—Mi tribu es la abuela de todas las naciones, pero yo soy un hombre de una sola estirpe. La sangre de grandes jefes corre por mis venas, en las que ha de permanecer para siempre. Los holandeses arribaron aquí, y dieron el agua de fuego a mi gente; la bebieron hasta que les pareció que el cielo y la tierra se juntaban, e ingenuamente pensaron que habían encontrado al Gran Espíritu. Entonces se separaron de su tierra. ¡Palmo a palmo, fueron alejados de las costas, hasta el tiempo en el que yo, que soy jefe y sagamore[9], ya no puedo ver el sol si no es a través de los árboles, y tampoco he podido ver las tumbas de mis antepasados!

—Las tumbas inspiran sentimientos solemnes —contestó el explorador, muy emocionado por el sufrimiento contenido de su acompañante— y a menudo le ayudan a uno en sus buenas intenciones; aunque, en mi caso, mis huesos seguramente quedarán sin enterrar, para blanquearse en el bosque, o ser despojados y despedazados por los lobos. Pero ¿adónde pueden estar los de tu raza que llegaron a la tierra del Delaware, hace tantos veranos?

—¿Dónde se han ido las flores de esos veranos, caídos, uno tras otro? Así todos los miembros de mi familia partieron, cada uno a su tiempo, hacia la tierra de los espíritus. Yo estoy ahora en la cima de la colina, y tendré también que bajar hacia el valle; y cuando Uncas siga mis pasos, ya no quedará ninguno de la sangre de los sagamores, ya que mi hijo es el último mohicano.

—¡Uncas está aquí! —dijo otra voz, con el mismo tono suave y gutural, muy cerca de su lado—. ¿Quién pregunta por Uncas?

Ante tan súbito alboroto, el hombre blanco había desabrochado la funda de piel de su cuchillo e hizo un movimiento instintivo para coger su carabina, mas el indio se quedó tranquilo, sin volverse siquiera para mirar.

Al instante, un joven guerrero pasó entre ambos, sin hacer el menor ruido, y se sentó a la orilla del fluyente riachuelo. El padre no mostró sorpresa alguna, ni preguntó nada, ni contestó tampoco, durante varios minutos; cada cual esperó el momento en que rompería a hablar, sin hacer alarde de la curiosidad que caracteriza a las mujeres ni la impaciencia propia de los niños. El hombre blanco parecía haberse adaptado a tales costumbres, dado que había relajado la firmeza de su mano sobre la carabina, permaneciendo callado y tranquilo. Al poco tiempo, Chingachgook volvió la mirada lentamente hacia su hijo y le preguntó:

—¿Se atreven los maquas a dejar las huellas de sus mocasines por estos parajes?

—Les he seguido el rastro —contestó el indio joven—, y sé que son tantos como dedos tienen mis dos manos; mas se esconden como cobardes.

—¡Esos ladrones están a la espera de cabelleras y botín! —dijo el blanco, a quien llamaremos Ojo de halcón, como lo hacen sus compañeros—. Ese molesto francés, Montcalm, enviará sus espías hasta las puertas de nuestro campamento, ¡pero se enterará de las medidas que tomemos!

—¡Basta ya! —replicó el padre, mirando al sol poniente—. Les ha-remos correr como los ciervos de entre sus arbustos. Ojo de halcón, cenemos esta noche, y enseñémosles a los maquas que somos hombres mañana.

—Estoy tan preparado para lo uno como para lo otro; pero para luchar contra los iroqueses es menester encontrar a esos merodeadores; y para comer, es necesario cazar… Hablando del rey de Roma, allí hay un par de astas, ¡como pocas he visto esta temporada, moviéndose entre los arbustos al pie de la colina! Ahora, Uncas —continuó comentando en voz baja, riéndose para sus adentros y concentrándose en lo que veía—, te apuesto tres cargas completas de pólvora contra un tercio de metro de collar indio, a que le acierto entre los ojos, aunque algo más a la derecha que a la izquierda.

—¡No puede ser! —dijo el indio joven, levantándose con el entusiasmo propio de su edad—. ¡Sólo se ve el extremo final de su cornamenta!

—¡Aún es un niño! —dijo el blanco, agitando su cabeza en señal de desaprobación mientras se dirigía a su padre—. ¿Acaso se cree que un cazador no puede discernir, guiándose por una parte de un animal, dónde está el resto de su cuerpo?

Tras preparar su carabina, estaba a punto de demostrar esa habilidad de la que tanto presumía, cuando el guerrero se lo impidió, apartando su arma con la mano y preguntándole:

—¡Ojo de halcón! ¿Luchas contra los maquas?

—¡Estos indios conocen la naturaleza del bosque como por instinto! —contestó el explorador, bajando su carabina y alejándose, con-vencido de su error—. Debo dejar que mates al gamo con tu flecha, Uncas, o de lo contrario podríamos estar proporcionándoles comida a esos ladrones, los iroqueses.

En cuanto el padre hubo secundado lo dicho mediante un expresivo gesto de su mano, Uncas se tiró al suelo y avanzó en dirección al animal sigilosamente. Cuando estaba a tan sólo unos metros de distancia, colocó una flecha en su arco con el máximo cuidado, a la vez que el ciervo se volvía inquieto, como si hubiese detectado la presencia de un enemigo por medio de su olfato. Al momento se oyó respingar la cuerda del arco, y una ráfaga fugaz penetró en los arbustos, haciendo que el gamo herido saltase fuera de su escondite, para caer a los mismos pies de su enemigo oculto. Esquivando las astas del enfurecido animal, Uncas se abalanzó sobre él y hundió su cuchillo en el cuello del gamo, atravesándolo de un lado a otro, tras lo cual rodó hasta el borde del río, tiñendo las aguas con su sangre.

—Hecho con la habilidad de un indio —dijo el explorador, riéndose para sus adentros, aunque muy satisfecho—, ¡y fue todo un espectáculo, a pesar de que no bastó con una flecha, siendo necesario además un cuchillo para rematar la tarea!

—¡Hugh! —exclamó su compañero, volviéndose rápidamente, como un sabueso que hubiese detectado una presa.

—¡Por el buen Dios, habrá toda una manada de ellos! —gritó el explorador, cuyos ojos comenzaron a desvelar el ardor propio de sus actividades habituales—. ¡Si se ponen al alcance de mis balas, derribaré a uno de ellos, aunque puedan oírlo las seis naciones indias al completo! ¿Qué escuchas, Chingachgook? Para mis oídos, es como si el bosque estuviese mudo.

—Sólo hay un ciervo, y está muerto —dijo el indio, agachándose hasta que su oreja prácticamente tocaba en el suelo—. ¡Oigo todo tipo de pisadas!

—Quizá sean lobos que se han llevado el gamo a su guarida y continúan siguiendo el rastro de la manada.

—No. ¡Se acercan caballos de hombres blancos! —contestó el otro, levantándose con dignidad y volviendo a sentarse sobre el tronco con la misma compostura que antes—. Ojo de halcón, son hermanos tuyos; habla con ellos.

—Eso haré, y hablando en un inglés que ni el mismísimo rey se avergonzaría de contestar —correspondió el cazador, hablando en el idioma del cual presumía—. Mas no veo nada, ni oigo hombres ni bestias; resulta extraño que un indio comprenda los sonidos hechos por los blancos mejor que uno que, como sus mismos enemigos reconocerán, es de pura raza blanca, ¡aunque haya vivido tanto tiempo entre pieles rojas que podría dar lugar a dudas! ¡Atención! Algo sonó, una rama seca, ahora yo también oigo que los arbustos se mueven… sí, sí, un murmullo que había confundido con el ruido de las cataratas y… pero si ya vienen. ¡Dios les proteja de los iroqueses!