La asamblea constituida, levantándose por encima de los demás Se dirigió de este modo Aquiles al rey de los hombres.
Pope, La Ilíada.
Cora era la más adelantada de los cautivos, a la vez que abrazaba a Alice con la mayor ternura que podía proceder de una hermana. A pesar del siniestro y amenazante elenco de salvajes que tenía a su alrededor, el miedo no le impedía a tan noble dama estar siempre pendiente de la pálida y aterrorizada Alice. Muy cerca de ellas estaba Heyward, tan preocupado por la seguridad de ambas que, dada la incertidumbre del momento, no era capaz de sentir más inquietud por la suerte de una que de la otra, a pesar del especial amor que sentía por una sola de las muchachas. Ojo de halcón estaba más hacia atrás, recordando que sus acompañantes eran de un rango superior al suyo, a pesar de las circunstancias. Uncas no estaba allí.
De nuevo se restableció el silencio total, y tras la acostumbrada pausa, uno de los jefes ancianos que se sentaba junto al patriarca se levantó y preguntó en voz alta, utilizando un inglés muy claro:
—¿Cuál de mis prisioneros es La Longue Carabine?
Ni Duncan ni el explorador dieron respuesta. El primero de ellos, no obstante, miró a toda la asamblea, que se mostraba callada y seria, dando un paso atrás cuando vio el maligno semblante de Magua. Inmediatamente se dio cuenta de que el astuto salvaje tenía algo que ver con la presentación a la que estaban siendo sometidos ante la asamblea, disponiéndose a hacer todo lo posible para que no se cumplieran los oscuros objetivos que perseguía. Ya había sido testigo de la pena capital impuesta por los rodios, temiendo ahora que su compañero pudiera ser víctima del mismo procedimiento. Ante este dilema y sin tiempo para reflexionar, decidió encubrir a su valeroso amigo, poniendo en peligro su propia vida. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, la pregunta se repitió en un tono todavía más alto y más claro.
—¡Dadnos armas! —respondió el joven soldado, desafiante—. ¡Dejadnos en el bosque y nuestra destreza hablará por nosotros!
—¡He aquí al guerrero cuyo nombre no hemos dejado de oír! —contestó el jefe, mirándole a Heyward con ese interés tan propio de quien ve por primera vez a alguien cuya notoriedad, bien por méritos, virtudes, fechorías o sencillamente por haberle sonreído la suerte, alcanza las cotas más asombrosas—. ¿Qué busca el hombre blanco en el campamento de los delaware?
Cubrir mis necesidades. Busco comida, refugio y amistad.
—No puede ser. Los bosques están llenos de caza. Un guerrero no necesita más techo que un cielo sin nubes; y los delaware son enemigos, no amigos, de los yengeese. Nada; la boca ha hablado, pero el corazón se quedó mudo.
Duncan, sin saber de qué modo debía proceder, permaneció callado; pero el explorador, habiendo escuchado cuidadosamente todo lo dicho, dio un paso decidido al frente.
—La razón por la que no respondí a la llamada de La Longue Carabine no fue por miedo ni vergüenza —dijo—, ya que ni lo uno ni lo otro es propio en un hombre honrado. Pero sí rechazo la iniciativa de los mingos de dar un apodo a aquel cuyos amigos le conocen bien en cuanto a sus armas, dado que tal apelativo es una mentira. El «mata-ciervos» tiene el cañón rayado y no liso; por lo tanto, no es una carabina. No obstante, yo soy el hombre que fine bautizado con el nombre de Nathaniel por su familia; llamado Ojo de halcón por los delaware que viven junto al río que les da nombre; y que presuntamente fue nombrado «Fusil Largo» por los iroqueses, aunque no tenían derecho alguno a ello.
Los ojos de todos los presentes, que se habían clavado antes en la persona de Duncan, ahora se fijaron rápidamente en la corpulenta y erguida figura de este nuevo pretendiente al referido nombre. No resultaba extraño que hubiese más de uno que declarase ser el que ostentaba tan distinguido honor, ya que los impostores, aunque no abundaban, tampoco resultaban extraños entre los nativos. De todos modos, era imprescindible que no se produjeran errores al respecto por el bien de las nobles y justas intenciones de los delaware. Algunos de los más ancianos consultaron entre sí sobre la cuestión y llegaron a la determinación de interrogar a su visitante acerca del asunto.
—Mi hermano ha dicho que una serpiente entró en mi campamento —le dijo el jefe a Magua—. ¿Cuál de ellos es?
El hurón señaló al explorador.
—¿Acaso un sabio delaware se creerá el aullido de un lobo? —exclamó Duncan, convencido ahora de las malvadas intenciones de su ya veterano enemigo—. Un perro nunca miente, ¿pero desde cuándo dice verdades un lobo?
Los ojos de Magua se encendieron furibundos, pero al recordar de repente que era necesario conservar la cabeza fría, se volvió con actitud desdeñosa y distante, seguro de que la sagacidad de los indios no fallaría a la hora de detectar la verdad. Tenía razón en esto, ya que, tras otra breve consulta, el cauteloso delaware se le dirigió de nuevo para expresarle la decisión de los jefes, aunque hablando con un tono sumamente respetuoso.
—A mi hermano le han llamado mentiroso —dijo—, y sus amigos están enojados. Ellos demostrarán que ha dicho la verdad. Que den armas a los prisioneros y ellos mismos probarán quién es el hombre.
Magua simuló respetar la decisión, que bien sabía que partía de una cierta desconfianza hacia él. Dio a entender que la medida le complacía mediante un gesto de asentimiento, confiando en que la buena puntería del explorador le daría la razón. Al instante se les dieron armas a los dos amigos oponentes, y se les ordenó hacer fuego por encima de las cabezas de la multitud sentada, con el fin de darle a una vasija de arcilla colocada encima del tronco de un árbol cortado, a unos cincuenta metros de distancia.
Heyward sonrió al verse compitiendo con el explorador, aunque estaba dispuesto a seguir con la mascarada hasta saber qué era lo que se traía Magua entre manos.
Levantando su fusil con el máximo cuidado, y tras asegurar su puntería tres veces, disparó. La bala cortó la madera a escasos centímetros de la vasija y una exclamación generalizada, llena de admiración, confirmó la óptima calidad del disparo. Hasta el mismo Ojo de halcón movió la cabeza en señal de aprobación, como si reconociera que había sido mejor de lo que esperaba. Pero en vez de mostrar intenciones de competir con tan buen tirador, se quedó apoyado sobre el fusil durante más de un minuto, en actitud meditabunda. Sus pensamientos fueron interrumpidos, no obstante, por uno de los indios jóvenes que les había facilitado las armas, quien le palpó el hombro y le preguntó en un inglés deficiente:
—¿Puede el rostro pálido superar eso?
—¡Sí, hurón! —exclamó el explorador, levantando el pequeño fusil con la mano derecha y agitándolo frente a Magua con tanta facilidad como si fuera una caña—. ¡Sí, hurón, podría derribarte de un golpe ahora mismo, y ningún poder terrenal lo evitaría! ¡El poderoso halcón no podría estar más seguro de su presa, la paloma, de lo que estoy yo en este momento con respecto a ti! ¿Por qué no lo hago? Pues ¡porque las particularidades de mi color así lo prohíben, y podría acarrear la desgracia para unos seres tiernos e inocentes! ¡Si reconoces a alguna entidad que se corresponda con Dios, dale las gracias para tus adentros, porque le debes mucho!
El semblante acalorado, la fulgurante mirada y la tensa musculatura del explorador provocaron una reacción de asombro reprimido entre todos los que le oyeron. Los delaware contuvieron la respiración por un instante; pero Magua, incluso en el momento de mayor tensión y duda de estas manifestaciones, permaneció quieto y tranquilo, rígido como una estatua en su lugar entre la multitud.
—Supéralo —repitió el joven delaware al lado del explorador.
—Superar ¿qué, tonto, qué? —gritó Ojo de halcón, todavía sosteniendo el arma sobre su cabeza con enojo, aunque su mirada ya no la tenía puesta en Magua.
—Si el hombre blanco es quien dice ser —dijo el anciano jefe—, que acierte más cerca del objetivo.
El explorador soltó una carcajada, algo que le pareció casi antinatural a Heyward, y acto seguido dejó caer pesadamente el arma sobre su mano izquierda, descargándose ésta de golpe, casi como si fuera por accidente. La vasija estalló y sus fragmentos fueron esparcidos por todas las direcciones. Prácticamente al unísono se oyó caer el fusil contra el suelo, desechado con desprecio.
La primera impresión que tan extraña escena causó fue la de un estupor generalizado. Luego un creciente murmullo se extendió por la multitud, resultando finalmente en una disparidad de opiniones acerca de lo ocurrido. Mientras algunos espectadores manifestaron su admiración por la hazaña, una gran parte de la tribu la achacó a la casualidad. Heyward no se quedó atrás a la hora de secundar tal opinión, ya que le ayudaba a seguir adelante con sus pretensiones.
—¡Fue obra del azar! —exclamó—. ¡Nadie puede acertar sin apuntar primero!
—¡El azar! —repitió el explorador, exaltado, quien se empeñaba tercamente en demostrar su identidad a toda costa, haciendo caso omiso a las señales encubiertas que Heyward le hacía para seguir con el juego que se proponía—. ¿Acaso ese mentiroso hurón también cree que se debe al azar? ¡Que le den otra arma y nos dejen enfrentamos cara a cara, sin parapetos ni defensas, y que la Divina Providencia en combinación con nuestras respectivas vistas decidan el asunto! No le desafío a usted, comandante, ya que somos del mismo color de piel, y ambos servimos a un mismo jefe.
—Que el hurón es un mentiroso es bien evidente —matizó Heyward con frialdad—; ya ha oído cómo le llamaba a usted La Longue Carabine.
Sería imposible predecir con qué exabrupto habría replicado Ojo de halcón, dado su incansable empeño por reivindicar su nombre, si no fuera por el nuevo inciso del anciano delaware.
—El halcón que procede de las nubes puede regresar cuando lo desee —dijo—; que se les entreguen armas de nuevo.
En esta ocasión el explorador recogió el fusil con entusiasmo; y Magua no tuvo que preocuparse ya más, aunque no apartó su recelosa vista de los movimientos del tirador.
—Que sea demostrado, ante esta tribu, quién es el mejor de los dos —gritó el explorador, golpeando la culata de su arma con el fatídico dedo que tantas veces había apretado un gatillo—. ¿Ve usted la taza que cuelga de aquel árbol, comandante? Si es usted un tirador tan bueno como lo requiere el territorio fronterizo, ¡déjeme ver cómo la rompe!
Duncan vio el objeto indicado y se dispuso a revalidar la prueba. Se trataba de uno de los muchos utensilios utilizados por los indios, y que pendía de la rama seca de un diminuto pino mediante una tira de gamuza, a una distancia mínima de cien metros. El amor propio del individuo funciona a veces de un modo tan extraño que el joven soldado, aun a sabiendas de lo que pretendían los salvajes, olvidó momentáneamente el verdadero propósito de la contienda y sintió un irreprimible deseo de demostrar su valía. Ya se había visto que su destreza no era en absoluto desdeñable, y ahora se esforzaba en alcanzar sus máximas posibilidades. Si su vida hubiese dependido del asunto, la puntería de Duncan no habría sido más cuidadosa ni más prudente. Disparó, y tres o cuatro indios jóvenes corrieron al lugar para dar cuenta, por medio de un grito, de que la bala se había incrustado en el árbol, justo al lado del objeto al que se quería dar. Los guerreros hicieron ver su satisfacción abiertamente, para luego volver sus ojos hacia las maniobras del rival.
—¡No está mal para las Reales Fuerzas Americanas! —dijo Ojo de halcón, con ese tono jocoso que tanto le caracterizaba—; pero si mi arma se desviara tanto, muchas de las martas que ahora son guantes de señora aún seguirían correteando por el bosque, junto con más de un mingo ya fenecido, que aún estarían haciendo de las suyas en los límites de las provincias. ¡Espero que la mujer india a la que pertenece la taza tenga más en su choza, ya que ésta no volverá a contener agua nunca más!
El explorador había estado comprobando su arma y la amartilló mientras hablaba; y dando un paso hacia atrás, levantó el cañón con un movimiento firme y regular, sin variación hacia los lados. Cuando ya estaba perfectamente nivelada, pareció que el hombre y el fusil formaban una sola entidad, como si se tratara de una estatua. Durante ese breve momento emanaron de la boca del arma sus contenidos, envueltos en un inmenso y cegador fogonazo. De nuevo se aproximaron los indios jóvenes; pero sus decepcionados semblantes daban a entender que no había rastro alguno de la bala.
—Se acabó —le dijo el viejo jefe al explorador, con tono de claro desprecio—; eres un lobo disfrazado de perro. Ahora sólo hablaré con el «Fusil Largo» de los yengeese.
—Ah, si tuviera ese arma de la que hablas en mis manos, ¡sena capaz de cortar la tira de gamuza de un disparo, y sin que se rompa la taza al caer! —le contestó Ojo de halcón, sin dejarse medrar por la actitud del otro—. ¡Idiotas! Si queréis encontrar la bala de un buen tirador, ¡debéis mirar en el blanco, y no a su alrededor!
Los jóvenes indios enseguida comprendieron lo dicho, ya que en esta ocasión lo dijo en lengua delaware, y arrancaron la taza del árbol para levantarla al sol. Gritaron exultantes al comprobar que había un orificio en el fondo de la misma, el cual se había producido al pasar el proyectil por la estrecha abertura superior del cuenco. Ante tan inesperado suceso, todos los guerreros presentes mostraron fervorosamente su regocijo. El asunto estaba zanjado, confirmándose además la temida reputación de Ojo de halcón. Las miradas llenas de admiración de las que fue objeto Heyward ahora pasaron al rostro curtido del explorador, convirtiéndose éste en el inmediato objeto de la atención de esos seres tan simples y primitivos que le rodeaban. Cuando la repentina y ruidosa conmoción se hubo mitigado en cierto grado, el anciano jefe reanudó su procedimiento.
—¿Por qué quisiste engañarme? —le dijo a Duncan—. ¿Es que los delaware son tontos, y no pueden distinguir un gato de una pantera?
—Todavía van a confundir el hurón con un pájaro cantor —le respondió Duncan, intentando adoptar el lenguaje metafórico de los nativos.
—Está bien. Veremos quién puede cerrar los oídos de los hombres. Hermano —añadió el jefe, dirigiéndose a Magua—, los delaware escuchan.
Tras ser de este modo citado a declarar sobre sus objetivos, el hurón se levantó y, acercándose con la mayor disposición y dignidad al mismo centro de la asamblea, en donde se encontró cara a cara con los cautivos, se preparó para hablar. No obstante, antes de abrir la boca, se permitió observar toda la hilera de rostros sinceros que le circundaba, como si quisiese adaptar su tono a las características de su público. A Ojo de halcón le dedicó una mirada de respetuosa hostilidad; a Duncan, una de perpetuo odio; a la frágil Alice apenas le dio aprecio; pero cuando se enfrentó a la gallarda y valiente belleza de Cora, su mirada vaciló y mantuvo una expresión que sería difícil de concretar. Luego, llevado por sus oscuras intenciones, habló en la lengua de los del Canadá, la cual sabía que era dominada por la mayoría de los presentes.
—El Espíritu que creó a los hombres les hizo de distintos colores —comenzó a decir el avispado hurón—. Algunos son más negros que el torpe oso. Éstos quiso que fueran esclavos, y los hizo trabajar siempre, como el castor. Les podéis oír gemir cuando sopla el viento del sur, se les oye más que a los bisontes, por toda la orilla del gran lago salado, cuando los transportan en las grandes canoas. A otros los creó con rostros más pálidos que el armiño del bosque, y éstos quiso que fueran comerciantes; es decir, perros para sus mujeres y lobos con sus esclavos. Les dio a estas gentes las características de la paloma, alas que no cansan, más retoños que hojas hay en los árboles, y un apetito insaciable. Les dio lenguas que imitan la falsa llamada del gato montés, corazones como el de la liebre, la astucia del cerdo, que no la del zorro, y brazos más largos que las patas del alce. Con su lengua el rostro pálido capta la atención de los indios, su corazón le dicta que pague a otros guerreros para que libre sus batallas, su astucia le permite acumular todos los bienes de la tierra, y sus brazos abarcan todo el territorio que va desde las orillas del agua salada hasta las islas de los grandes lagos. Su avaricia le enferma. Dios le ha dado de sobra, y aún así lo quiere todo. Así son los rostros pálidos.
—A algunos el Gran Espíritu los creó con la piel más brillante y rojiza que ese sol que vemos —continuó diciendo Magua, señalando histriónicamente hacia el referido astro, que en el cielo luchaba para dejarse ver a través de la neblina del horizonte—, y éstos los hizo de acuerdo con su mentalidad. Les dio esta isla tal y como Él la creó, cubierta de árboles y llena de caza. El viento formó los descampados, el sol y la lluvia hicieron madurar sus frutos, y la nieve les recordó que debían dar gracias por todo ello. ¿Qué necesidad tenían de carreteras para desplazarse? ¡Podían ver a través de las colinas! Mientras los castores trabajaban, se quedaban a la sombra y miraban. Los vientos les refrescaban en el verano; en el invierno, las pieles de los animales les abrigaban. Si luchaban entre sí, era para demostrar su hombría. Eran valientes; eran justos; eran felices.
En ese punto hizo el orador una pausa, y de nuevo miró a su alrededor, para comprobar el efecto favorable de su discurso sobre los que le escuchaban. En todas partes se encontraba con caras que le miraban fijamente, y cabezas erguidas con los orificios nasales expandidos, como si cada uno de esos individuos se sintiera capaz y dispuesto a enmendar todos los males infringidos sobre su raza.
—Si el Gran Espíritu dio distintas lenguas a sus hijos de piel roja —continuó diciendo, con voz suave, melancólica y meditabunda— fue para que todos los animales les pudieran entender. A algunos los situó cerca de su primo el oso; otros cerca del sol poniente, camino de las felices tierras de caza; y otros en las tierras que rodean las grandes aguas dulces; pero a sus preferidos les dio las arenas del lago salado. ¿Conocen mis hermanos el nombre de ese pueblo tan afortunado?
—¡Fueron los lenape! —exclamaron a la vez unas veinte voces entusiastas.
—Fueron los lenni lenape —les contestó Magua, simulando un homenaje a la antigua grandeza de ese pueblo mediante una reverencia, bajando la cabeza—. ¡Fueron las tribus de los lenape! El sol se levantaba desde el agua salada y se ponía en el agua dulce dentro de su territorio. Pero ¿qué hago yo, un hurón de los bosques, contándole a un pueblo sus propias tradiciones? ¿Por qué he de recordarle sus penas; su antigua grandeza; sus hazañas; su gloria; su felicidad; sus pérdidas; sus derrotas; su miseria? ¿Acaso no hay uno entre ellos que lo ha visto todo y sabe que es verdad? He terminado. Mi boca se calla, ya que mi corazón me pesa. Ahora escucho.
En cuanto hubo cesado la voz del que hablaba, todos los ojos se dirigieron al unísono hacia el venerable Tamenund. Desde que se hubiera sentado hasta ese momento, los labios del patriarca habían permanecido cerrados, apenas dando señal de vida alguna. Dada su evidente condición de debilidad, permaneció sentado sin que pareciera importarle la presencia de los demás durante todo el proceso previo, en el que se había dilucidado la destreza del explorador. No obstante, ante la agradable y bien dosificada oratoria ofrecida por Magua, dejó entrever su estado consciente, e incluso se permitió levantar la cabeza en una o dos ocasiones, como si prestara mucha atención. Pero cuando el hábil hurón mencionó el nombre de su nación, los párpados del anciano se elevaron, y miró hacia la multitud con la expresión vacía e impasible que podría corresponderse con la de un espectro. A continuación hizo un esfuerzo para ponerse en pie, y con la ayuda de sus asistentes logró mantenerse con un mínimo de dignidad, a pesar de que su cuerpo temblaba.
—¿Quién ha nombrado a los hijos de los lenape? —dijo con voz profunda y gutural, asombrosamente audible gracias al silencio total que reinaba entre la multitud—. ¿Quién habla de cosas pasadas? ¿Acaso la larva no da lugar al gusano, y el gusano a la mariposa, para luego morir? ¿Qué razón hay para contarles a los delaware lo bueno del pasado? Es mejor dar las gracias a Manittou[31] por lo que aún permanece.
—Soy un wyandote —dijo Magua, acercándose más a la rústica tarima sobre la que estaba colocado el otro—, un amigo de Tamenund.
—¡Un amigo! —repitió el jefe, frunciendo el ceño y mostrando lo que en su edad de plenitud debió ser una terrible mirada llena de severidad—. ¿Acaso los mingos son los regidores de la tierra? ¿Qué le trae a un hurón hasta aquí?
—Justicia. Sus prisioneros están con sus hermanos y vuelve a por ellos.
Tamenund volvió la cabeza hacia uno de sus ayudantes y escuchó la breve explicación que éste le dio.
Luego miró al solicitante y le contempló durante un momento con gran atención.
Después de esto, dijo con voz débil y reticente:
—La justicia es la ley del Gran Manitto. Hijos míos, dad comida al forastero… Luego, hurón, coge lo tuyo y vete.
Tras pronunciar este solemne juicio, el patriarca se volvió a sentar y cerró los ojos de nuevo, como si le agradaran más las imágenes de sus muchos recuerdos que las del mundo visible de aquel momento. Contra semejante sentencia ningún delaware tenía la suficiente valía como para opinar, ni mucho menos protestar. Apenas se habían pronunciado las palabras cuando cuatro o cinco de los guerreros más jóvenes se pusieron detrás de Heyward y el explorador, atándoles los brazos rápida y fuertemente con tiras de cuero. El primero de ellos estaba demasiado preocupado por sus indefensas compañeras como para percatarse de las intenciones de los salvajes antes de que fueran llevadas a cabo. El segundo no opuso resistencia, ya que consideraba a los delaware, aunque hostiles, una raza de seres superiores. Sin embargo, su actitud tal vez no habría sido tan pasiva si hubiese comprendido la lengua en la que se había llevado a cabo el diálogo anterior.
Magua adoptó una expresión triunfante ante toda la asamblea antes de llevar a cabo su propósito. Consciente de que los hombres estaban neutralizados, volvió sus ojos hacia aquélla que más valoraba. Cora contestó a su mirada con otra tan tranquila y firme que el salvaje desistió en su empeño. Luego se acordó de su antigua estrategia y tomó a Alice de los brazos del guerrero que la sostenía. Tras indicarle a Heyward que le siguiera, hizo otra señal a la multitud para que le abrieran paso. Pero Cora, en lugar de obedecer el impulso que quería provocar el indio en ella, corrió a los pies del patriarca y le suplicó en voz alta:
—¡Justo y venerable delaware, a tu poder y sabiduría pedimos misericordia! Haz oídos sordos a las palabras de ese monstruo embustero y sin escrúpulos que desea envenenar tu juicio con mentiras para poder saciar su sed de sangre. Tú que has vivido tanto tiempo y que has visto la maldad del mundo, deberías saber cómo ahorrarle calamidades a los desdichados.
Los ojos del anciano se abrieron esforzadamente, y de nuevo miró hacia la multitud. A medida que las súplicas de la muchacha llenaban sus oídos, dirigió su mirada sobre su persona y permaneció así, contemplándola con serenidad. Cora se había puesto de rodillas y con las manos en actitud rogante, colocadas sobre su corazón. Su imagen era de una tierna belleza femenina, mirando hacia el desgastado, aunque majestuoso, rostro con una reverencia casi religiosa. Los rasgos de Tamenund cambiaron progresivamente, perdiendo su indiferencia y ganando un aspecto lleno de admiración, mientras se discernía una porción de aquella inteligencia que, un siglo antes, supo comunicar su ardor guerrero a los delaware. Levantándose sin ayuda alguna, y aparentemente sin esfuerzo, habló en una voz tan alta que sorprendió a los oyentes por su firmeza:
—¿Qué eres?
—Una mujer, una que pertenece a una raza odiada o, si prefieres, una yengee; pero nunca te he hecho ningún daño, ni podría dañar a los tuyos conscientemente. Tan sólo pido socorro.
—Decidme, hijos míos —prosiguió el patriarca con acritud, dirigiéndose a los que tenía a su alrededor, aunque su mirada la tenía fija sobre la arrodillada figura de Cora—. ¿Dónde han acampado los delaware?
—En las montañas de los iroqueses, más allá de las fuentes claras del Horicano.
—Han sido muchos los ardientes veranos que han pasado —continuó diciendo el jefe—, desde que bebí por última vez agua de mis propios ríos. Los hijos de Miquon[32] son los hombres blancos más justos; pero tenían mucha sed y se la quedaron toda para ellos. ¿Nos han seguido hasta aquí?
—No perseguimos a nadie, ni envidiamos nada —le contestó Cora—. Hemos sido traídos ante vosotros contra nuestra voluntad, como cautivos, y sólo pedimos permiso para marchamos en paz a nuestros hogares. ¿Acaso no eres tú Tamenund, el padre, el juez, si no el profeta, de este pueblo?
—Soy Tamenund de los muchos días.
—Hace ahora unos siete años que uno de los tuyos se encontraba a merced de un jefe blanco en las fronteras de esta provincia. Dijo ser de la estirpe del justo y bondadoso Tamenund. «Vete», le dijo el hombre blanco, «por la gracia de tu padre eres libre». ¿No te acuerdas del nombre de ese guerrero inglés?
—Recuerdo cuando yo era un niño sonriente —contestó el patriarca, haciendo uso de su extensa memoria—, y vi desde las arenas de la costa cómo una gran canoa, con alas más blancas que las de un cisne y más grandes que las de un águila, surgía del sol naciente…
—No, no; no me refiero a un tiempo tan lejano, sino a un favor concedido por un familiar mío a uno de los tuyos; algo que recordaría el más joven de tus guerreros.
—¿Sería cuando los yengeese y los holandeses lucharon por el dominio de las tierras de caza de los delaware? Entonces Tamenund era jefe, y por primera vez cambió el arco por la estaca de trueno de los rostros pálidos…
—Ni siquiera entonces —le interrumpió Cora—; eso fine hace mucho. Yo te hablo de algo que ocurrió ayer, como quien dice. Seguro, seguro que no lo has olvidado.
—Parece que fine ayer —prosiguió el anciano, con cierto patetismo melancólico—, que los hijos de los lenape eran los amos del mundo. Los peces del lago salado, las aves, los animales y los mengwe de los bosques los consideraban sagamores.
Cora agachó la cabeza, decepcionada, soportando por un instante el sentimiento de desesperación que la invadía. A continuación elevó su espléndido rostro, y mostrando toda la intensidad de su mirada siguió hablando, aunque con una voz tan debilitada como la del propio patriarca, abrumada por la congoja:
—Dime, ¿tiene hijos Tamenund?
El anciano la miró desde su elevada poltrona con una benigna sonrisa en sus desgastados labios, para luego mirar a todos los miembros de la asamblea y decir:
—Todos los de la nación son hijos míos.
—No pido nada para mí. Al igual que tú y los tuyos, venerable jefe —continuó diciendo mientras se llevaba las manos al corazón e inclinaba la cabeza, de tal modo que sus mejillas sonrosadas quedaban ocultas por sus largos mechones de color azabache, los cuales se extendían sueltos sobre sus hombros—, la maldición de mis antepasados ha caído fuerte sobre su descendiente. Pero ahí tenéis a una criatura indefensa que hasta ahora no había sufrido las iras del cielo. Es la hija de un hombre muy mayor y enfermo, cuyos días se acercan a su final. Son muchos, muchísimos, los que la quieren y la necesitan; y ella es demasiado buena e inocente como para caer en las garras de ese indeseable.
—Sé bien que los rostros pálidos son una raza arrogante e insaciable. Sé que no sólo declaran la tierra como suya, sino que también defienden la idea de que el más malvado de los suyos es mejor que cualquier piel roja —el honrado y anciano jefe continuó hablando de este modo, sin reparar en el daño que le estaba haciendo a la suplicante muchacha, la cual posó su cabeza sobre el suelo, avergonzada por sus palabras—. Los perros y los cuervos de su tribu lanzarían ladridos y graznidos antes de tomar como mujer a una cuya piel no fuese del color de la nieve. Sería mejor que no fuesen tan altivos ante el Gran Manittou. Entraron por donde sale el sol, pero aún pueden desaparecer por donde se pone. A menudo he visto cómo la langosta se come las hojas de los árboles, pero cada primavera vuelven a brotar.
Así es —dijo Cora, volviendo a tomar aliento como si saliera de un trance hipnótico. Levantó la cara y echó su cabello hacia atrás; su mirada resplandeciente contrastaba con la extrema palidez de su rostro—; pero no nos corresponde a nosotros preguntar por qué. Aún queda un miembro de tu pueblo que no ha hablado ante ti; antes de que permitas al hurón marchar triunfante, escúchale.
Viendo que Tamenund buscaba al referido sujeto con la vista, uno de sus acompañantes le dijo:
—Se trata de una serpiente… Un piel roja al servicio de los yengeese. Le reservamos para ser torturado.
—Que venga ante mí —sentenció el jefe.
Acto seguido, Tamenund volvió a dejarse caer en su asiento mientras los jóvenes obedecían su mandato, prevaleciendo un silencio tan profundo que podía oírse el murmullo de las hojas en el bosque circundante, movidas por la suave brisa matutina.