Capítulo XVII

ANTONIO. —Recordaré: Cuando César diga: Haz esto, ha de estar hecho.

Julio César.

La impaciencia de los salvajes que hacían guardia junto a la prisión de Uncas, como hemos visto, se había sobrepuesto al temor inculcado por el encantamiento del hechicero. Se acercaron cautelosamente hasta una grieta en la pared de la vivienda, a través de la cual se percibía la poca luz de la debilitada hoguera. Durante varios minutos confundieron la figura de David por la del prisionero; pero acabó ocurriendo lo que el explorador ya se había temido. Cansado de mantener encogidas tanto tiempo las extremidades de su larga persona, el cantante las estiró, haciendo que uno de sus pies tropezara con los incandescentes restos de la hoguera. En un primer momento, los hurones pensaron que el delaware había sido transformado, adquiriendo esa forma gracias a la brujería practicada. Pero cuando David volvió su cabeza —sin saber que le estaban observando—, y les dejó ver su rostro amable e ingenuo en lugar del endurecido semblante de su prisionero, ni siquiera el más supersticioso de los nativos se hubiera dejado llevar por el engaño. Se apresuraron a entrar en la choza, y tras agarrar con poca diplomacia a su cautivo, se cercioraron de la verdad de la maniobra efectuada. Entonces fine cuando se produjo el primero de los gritos oídos por los fugitivos. A éste le sucedieron otros, repletos de una furiosa y frenética sed de venganza. David, por otra parte, firmemente dispuesto a cubrir la retirada de sus amigos, estaba convencido de que había llegado su hora final. Ya sin su librillo y su pipa de entonación, su último recurso fue confiar en su memoria, la cual rara vez le fallaba en tales aspectos, y comenzó a entonar un himno fúnebre con tono fuerte y entusiasmado, con el cual pretendía suavizar su paso de este mundo al otro. Esto les hizo recordar a los indios su condición de enfermo, y le dejaron para alertar a todo el poblado como ya se ha descrito antes.

Un guerrero nativo lucha al igual que como duerme, sin apenas nada que le sirva de protección. Por lo tanto, los alaridos pusieron en pie de combate a doscientos hombres que ya estaban dispuestos nada más sonar los gritos de alarma. Pronto se supo de la huida, y toda la tribu se congregó alrededor de la choza del consejo, esperando con impaciencia las instrucciones de los jefes. Ante tanto entusiasmo, la presencia del astuto Magua no podía faltar. Todos se preguntaron dónde podría estar en cuanto se mencionó su nombre. Se enviaron mensajeros hasta su vivienda para que compareciera.

Mientras tanto se les ordenó a algunos de los hombres más rápidos y experimentados que rodeasen el descampado y lo vigilasen desde la orilla del bosque, para asegurarse de que sus supuestos vecinos, los delaware, no estaban tramando alguna acción. Por uno y otro lado corrían mujeres y niños y, en resumidas cuentas, todo el campamento daba la sensación de estar sumido en el caos más profundo. Sin embargo, poco a poco fueron disminuyendo las señales de desorden, y en pocos minutos estaban reunidos los más ancianos y distinguidos jefes, consultando entre sí en la edificación que se había construido para tales menesteres.

El clamor de muchas voces dio a entender que se acercaba un grupo de hombres, lo cual suponía la llegada de alguna noticia que explicara el misterio de la presente situación. La multitud se apartó, dejando paso a varios guerreros que traían consigo al infortunado hechicero, el cual había sido dejado atado horas antes por el explorador.

A pesar de que este hombre gozaba de una reputación desigual entre los hurones —ya que algunos creían firmemente en su poder y otros le consideraban un farsante—, en esta ocasión todos le escucharon con la máxima atención. Cuando hubo concluido su breve narración, el padre de la mujer enferma dio un paso adelante y, por medio de una parca y entristecida explicación, comunicó lo que él a su vez sabía. Estos dos relatos dieron lugar a las consabidas preguntas que con su característica astucia se formulaban entre sí los salvajes.

En lugar de proceder apresuradamente a penetrar en la caverna todos ellos, diez de los hombres más sabios y firmes de entre los jefes fueron elegidos para llevar a cabo la investigación. Dado que no había tiempo que perder, al momento siguiente de realizarse la selección los individuos nominados se levantaron al unísono y se ausentaron del lugar sin decir ni palabra. Al llegar a la entrada de la cueva, los jóvenes que iban delante abrieron paso a los más veteranos, y todos juntos se adentraron a través de la estrecha y oscura galería con la gallardía de aquellos guerreros que están dispuestos a sacrificarlo todo por su pueblo, pero también con cierto temor interior ante la naturaleza del poder con el cual se iban a enfrentar.

La cavidad externa de la cueva estaba en silencio y bañada por la penumbra. La mujer yacía en el mismo lugar y en la misma postura, aunque algunos de los presentes atestiguaban que había sido llevada en brazos hasta el bosque para ser atendida por «la medicina del hombre blanco». Esta contradicción tan grande hizo que todos volvieran la vista hacia el padre de la mujer. Ofendido por esta reacción masiva que parecía dudar de su relato, a la vez que preocupado por lo inexplicable de la situación, éste avanzó hasta el lecho de su hija y se inclinó, estremeciéndose con incredulidad ante lo que veía, como si dudara de que fuera cierto. Su hija estaba muerta.

La natural reacción humana prevaleció durante un instante, durante el cual el viejo guerrero ocultó sus ojos en señal de dolor. A continuación recobró la compostura y se encaró a sus compañeros, mientras señalaba el cadáver y decía en el lenguaje de su pueblo:

—¡La mujer de mi joven guerrero nos ha dejado! El Gran Espíritu está enojado con sus hijos.

La penosa noticia fue acogida con silenciosa solemnidad. Tras una breve pausa, uno de los indios más ancianos se disponía a hablar cuando un objeto oscuro fue visto saliendo de una oquedad vecina, desplazándose hasta el mismo centro de aquella en la que se encontraban. Ignorando de qué podría tratarse, todo el grupo dio un paso atrás, quedando admirados hasta que el objeto se puso bajo la luz y levantó la cabeza, mostrando las distorsionadas, aunque hostiles y enfurecidas, facciones de Magua. Esta aparición fue recibida con una expresión de sorpresa colectiva.

No obstante, tan pronto se dieron cuenta de que el jefe estaba atado, surgieron varios cuchillos para librarle de sus ligaduras. El hurón se incorporó sacudiéndose cual león que despierta de su letargo. No dijo una sola palabra, aunque su mano se movía constantemente alrededor de la empuñadura de su cuchillo mientras observaba a todo el grupo cuidadosamente, como si buscara una víctima propicia para cumplir su venganza.

Afortunadamente, tanto Uncas como el explorador, e incluso David, estaban fuera de su alcance en aquel momento; ya que con toda seguridad no habría modo de frenar la crueldad con la que les daría muerte, llevado por la feroz ira que albergaba en su interior. A encontrarse tan sólo con caras amistosas a su alrededor, el salvaje hizo rechinar sus dientes como planchas de hierro que encajan entre sí, y guardó su casi irreprimible furia para un momento mejor. Esta exhibición de ira fue comprendida por todos los allí presentes, y por miedo a enfurecer aún más a quien se encontraba al borde de la locura, se dejaron transcurrir una serie de minutos antes de que se dijera la primera palabra. De este modo, cuando ya hubo pasado suficiente tiempo, el más veterano del grupo habló:

—Mi amigo se ha encontrado un enemigo —dijo—. ¿Se encuentra cerca, para que los hurones puedan cobrar venganza?

—¡Que muera el delaware! —exclamó Magua con voz atronadora.

De nuevo hubo un largo periodo de silencio, el cual fue roto por el mismo individuo de antes.

—El mohicano es rápido de pisada y largo de salto —dijo—; pero mis jóvenes guerreros ya van tras él.

—¿Es que se ha ido? —exigió saber Magua con un tono de voz tan profundo y gutural que parecía proceder de lo más hondo de su ser.

—Un espíritu maligno nos ha visitado y el delaware se desvaneció ante nuestros ojos.

—¡Un espíritu maligno! —repitió el otro, mofándose—. ¡Se trata del mismo espíritu que se ha cobrado las vidas de tantos hurones, el espíritu que mató a mis guerreros en «el río que cae» y que arrancó las cabelleras a otros en «el arroyo de la curación»; el mismo que hace poco ató los brazos de Le Renard Subtil!

—¿De quién habla mi amigo?

—Del perro que esconde bajo su rostro pálido el coraje y la destreza de un hurón, La Longue Carabine.

La mención de tan terrible nombre tuvo el efecto esperado sobre sus oyentes. Pero en cuanto pudieron reflexionar, los guerreros se dieron cuenta de que su formidable enemigo había estado en medio de su propio campamento causando daños, y del asombro pasaron a la rabia incontenida, como si todo el odio que Magua sentía en su corazón contagiara repentinamente a sus compañeros. Algunos rechinaban los dientes con furor, otros dejaban rienda suelta a sus emociones por medio de vociferaciones y algunos, por otra parte, golpeaban al aire con tanta violencia como si tuvieran delante a su némesis. Pero este súbito estallido de pasión destructivo rápidamente dio paso a ese talante frío que también caracteriza a estas gentes cuando se concentran en un asunto.

Magua, quien tuvo también tiempo para reflexionar, cambió su actitud nuevamente, adoptando los aires propios de uno que sabía pensar y comportarse con la dignidad que exigían tan graves cuestiones.

—Vámonos con mi gente —dijo—; nos están esperando.

Sus compañeros asintieron en silencio y todo el grupo de salvajes salió de la caverna para retomar al lugar de los consejos. Cuando se hubieron sentado, todos miraron hacia Magua, quien entendió a partir de este comportamiento que esperaban una explicación de lo acontecido por su parte. Se levantó y les contó su relato sin vacilación ni reserva. Así quedó patente toda la maniobra llevada a cabo por Duncan y Ojo de halcón, no habiendo ninguna duda, ni siquiera por parte de los más supersticiosos del lugar, acerca de cómo transcurrieron los hechos. Era más que evidente la forma tan vil, humillante e insultante en la que habían sido engañados. Cuando concluyó y retomó su asiento, los hombres de la tribu —es decir, todos los guerreros de la misma— se quedaron mirándose unos a otros, con asombro, ante la destreza y la habilidad de sus enemigos. Acto seguido, no obstante, el tema a tratar fue el de conseguir la revancha.

Se enviaron más hombres en persecución de los fugitivos; luego, los jefes se dedicaron a consultar entre sí. Se propusieron muchas y variadas medidas por parte de los guerreros más veteranos, las cuales fueron acogidas con gran respeto por Magua. El sutil salvaje había recuperado su carácter calculador y su autocontrol, procediendo con su acostumbrada prudencia y sagacidad. Sólo cuando el último de los mayores había terminado de opinar se preparó para exponer su punto de vista. Se expresó con mucho énfasis, debido a que algunos de los emisarios habían regresado informando que los enemigos no habían llegado más allá del campamento vecino de los delaware, sus supuestos aliados, seguramente buscando refugio allí. Haciendo uso de esta importante noticia, el jefe dio a conocer con diplomacia sus planes a sus colegas y, gracias a sus grandes dotes de elocuencia y convicción, fueron aprobados sin ninguna contrariedad. Dichas medidas eran las que se detallarán a continuación.

Ya se ha dicho que, por la acostumbrada precaución propia de los nativos, las hermanas fueron separadas nada más llegar al poblado hurón. Magua se había dado cuenta desde un principio del poder que gozaba sobre Cora mientras Alice estuviera en su poder. Así pues, tras la separación mantuvo a la más joven a su alcance, relegando la que más preciaba al cuidado de sus aliados. Se entendía que el acuerdo era temporal, y fue llevado a cabo tanto para halagar a sus vecinos como para cumplir con las costumbres indias en este aspecto.

A pesar de que los impulsos vengativos tan propios en un salvaje seguían latentes en su ánimo, el jefe permaneció atento a sus intereses más inmediatos y personales. Los errores y los despropósitos cometidos en su juventud habían de ser expiados mediante una larga penitencia, por la cual se ganaría la plena confianza de su pueblo verdadero; ya que sin esa confianza no era posible ejercer la autoridad en una tribu india. Encontrándose en tan delicada y ardua posición, el ingenioso nativo no había descuidado un solo detalle. De este modo, una de sus hazañas más célebres la constituyó el éxito con el que se había ganado el favor de sus poderosos y peligrosos vecinos. El resultado de esta maniobra se correspondió totalmente con sus expectaciones; ya que los hurones seguían ese principio regidor de la naturaleza humana según el cual un hombre valora sus méritos en la misma medida en que los demás los admiran.

Pero mientras realizaba sacrificios en favor de asuntos más generales, Magua nunca perdió interés por sus ambiciones personales. Éstas se habían visto frustradas por los inesperados acontecimientos que le hicieron perder el control sobre sus prisioneros; y ahora se encontraba con que tenía que pedir favores a aquéllos que recientemente había halagado.

Varios de los jefes habían propuesto estratagemas crueles y despiadadas que les permitiesen sorprender a los delaware, con el fin de hacerse con su campamento y, de paso, recuperar a sus prisioneros. Todos estaban de acuerdo en que por su honor, sus intereses y el eterno descanso feliz de sus compatriotas, tenían la imperiosa necesidad de cobrar una rápida venganza a través de las vidas de algunas víctimas dedicadas a su recuerdo. Pero Magua consiguió que se descartasen tales empresas, basándose en lo peligrosas y poco efectivas que podrían resultar. Con su gran facilidad de palabra expuso lo arriesgadas e inútiles que serían; y al desechar una tras otra, utilizando opiniones contrarias, logró sacar adelante su propia propuesta.

Comenzó por halagar el amor propio de sus interlocutores —una estrategia que nunca falla cuando se quiere ganar la atención de alguien—. Cuando hubo enumerado las muchas y diferentes ocasiones en las que los hurones habían demostrado su valor y proeza a la hora de vengar afrentas, hizo una disertación sobre la encomiable virtud de la sabiduría. Retrató esta cualidad como la gran diferencia entre los castores y otros animales, así como entre los animales y el hombre, para llegar a establecer la distinción final entre los hurones, particularmente, y el resto de la raza humana. Tras una cuidadosa alabanza del elemento de la discreción, pasó a explicar de qué forma su uso podría ser aplicable a la presente situación de su tribu. Por una parte, dijo, estaba el gran padre blanco, el gobernador del Canadá, quien había mirado a sus hijos con dureza por tener sus tomahawks cubiertos de rojo; por otra, un pueblo tan numeroso como ellos, quienes hablaban un idioma distinto, poseían distintos intereses y que les tenían poco afecto, los cuales se alegrarían de cualquier pretexto para ponerles a mal con el gran jefe blanco. Luego habló de las necesidades que tenían; de las compensaciones que podían esperar por los servicios realizados; de la distancia que les separaba de su propio territorio de caza y poblados originarios; y de la necesidad de emplear más la prudencia y menos los impulsos en unos momentos tan cruciales. Cuando se percató de que, mientras los ancianos aplaudían su moderación, muchos de los más fieros y distinguidos guerreros escuchaban tales pláticas con gesto desdeñoso, les llevó de nuevo, por medio de su astucia, al tema que más adoraban. Habló abiertamente de los frutos de su sabiduría, que no eran otros que el triunfo total y definitivo sobre sus enemigos. Incluso llegó a sugerir que su éxito podría extenderse hasta constituir la destrucción de todos aquellos a quienes iba dirigido su odio. En resumen, combinó de tal manera lo bélico con lo diplomático, y lo obvio con lo ambiguo, que consiguió complacer a ambas partes y estimular sus respectivas esperanzas de ver cumplidos sus deseos, aunque en ningún momento se pronunció claramente a favor de una u otra facción.

Un orador o político que es capaz de expresarse de esta manera y lograr estas reacciones suele ser popular entre sus contemporáneos, independientemente de cómo le juzgue la posteridad. Todos se dieron cuenta de que había mucho significado tras sus pocas palabras, y cada uno pensó que el significado profundo de las mismas era aquél que más le convenía, o más quería que fuese.

En este estado de aparente felicidad, no es de extrañar que la opinión de Magua prevaleciera. La tribu consintió actuar de acuerdo con ella, uniéndose todos los presentes en apoyo de que todo el asunto habría de ser dirigido por el buen juicio del jefe que había aconsejado tan sabias medidas.

Magua ya había conseguido uno de sus objetivos, gracias a sus argucias y artimañas. Había recuperado todo el terreno perdido en lo que a su pueblo se refería, encontrándose al mando de la situación. En verdad, él era el gran mandatario; y mientras pudiera mantener su popularidad ningún monarca podría ser más despótico, sobre todo al estar la tribu en medio de territorio hostil. Pasó pues, de una actitud de consejero a la de uno que comprendía que la dignidad de su cargo exigía un talante serio y autoritario.

Se enviaron mensajeros en distintas direcciones; se mandaron espías para observar el campamento de los delaware; a los guerreros se les mandó regresar a sus viviendas, advirtiéndoles que estuviesen preparados para recibir órdenes; y se les ordenó a las mujeres y a los niños que se retirasen, exigiéndoles que permanecieran en silencio. Cuando hubieron terminado estos preliminares, Magua recorrió el poblado, haciendo una parada aquí y allá, siempre en lugares donde había alguien cuyo apoyo quería asegurarse. Confirmó así la lealtad de sus amistades, cultivó la confianza de los escépticos y agradó a todos. Luego se fine para su propia choza. La esposa que este jefe hurón había dejado atrás cuando huyó de su pueblo ya estaba fallecida. No tuvo hijos; y ahora envía solo en su vivienda sin compañera alguna. Se trataba precisamente de la cochambrosa estructura en la que había sido descubierto David, a quien toleraba en su presencia las pocas veces que se cruzaba en su camino, aunque mostrando una despectiva actitud de superioridad hacia él.

Aquí, pues, se dirigió Magua cuando concluyó sus maniobras políticas. Sin embargo, mientras otros dormían, él no descansaba. Si alguien le hubiera seguido, le habría visto sentado en una esquina de su choza, sumido en los pensamientos concernientes a sus planes para el futuro, desde el momento en que entró en la vivienda hasta la hora señalada para la reunión de los guerreros. Con frecuencia el viento que se filtraba a través de las rendijas de las paredes avivaba el fuego de su hoguera, haciendo que las duras facciones del rudo salvaje quedasen aún más resaltadas, asemejándose en su forma y aspecto a las del mismísimo príncipe de las tinieblas, meditando sobre las maldades pendientes por llevar a cabo.

No obstante, mucho antes de que amaneciera el nuevo día, un guerrero tras otro iba entrando en la vivienda de Magua, hasta que se juntaron un total de veinte. Cada uno portaba su carabina junto a otros instrumentos de guerra, aunque la pintura que les cubría era más bien de índole pacífica. Estos seres de aspecto feroz entraban sin hacer el menor ruido; algunos se sentaron en la penumbra, mientras otros permanecían de pie como estatuas, hasta que todo el grupo por fin se había juntado.

Entonces Magua se puso en pie y dio la señal para iniciar la marcha, poniéndose él mismo al frente. Todos siguieron a su líder de uno en uno, de acuerdo con esa formación tan conocida que recibe el nombre de «fila india». A diferencia de otros hombres que se van a la guerra, éstos se fueron de su campamento sin ninguna ceremonia ostentosa; muy al contrario, se marcharon sin ser vistos, cual cúmulo de espectros huidizos, y no a la manera de atrevidos guerreros que se disponen a realizar valerosas hazañas.

En lugar de tomar el camino que llevaba directamente hacia el campamento de los delaware, Magua guió a sus hombres a lo largo de las sinuosas orillas del riachuelo, bordeando el lago artificial que habían originado los castores. El sol comenzó a salir cuando se adentraron en el terreno que había sido formado por tan ingeniosos y sagaces animales. A pesar de que Magua, habiendo adoptado de nuevo su atuendo tradicional, lucía la figura de un zorro sobre su blusa de piel, había un jefe entre los de su grupo que portaba la imagen del castor como su símbolo personal o «tótem». Habría sido una especie de profanación que este hombre no hubiese manifestado de algún modo su respeto hacia sus parientes animales al pasar por su territorio. De tal manera que se detuvo y les habló con palabras tan amables como las que habría dirigido a seres más racionales. Los llamó primos suyos, recordándoles que gracias a él estaban a salvo y protegidos, dado que muchos comerciantes de pieles habían ofrecido grandes recompensas a los indios para sacrificarles. Prometió continuar intercediendo en su favor y les recomendó que fuesen agradecidos. Después de esto, les habló de la expedición en la que estaba involucrado y, con suma delicadeza y respeto, les pidió que le dotaran de una porción de esa sabiduría que tanto les caracterizaban[28].

Durante tan extraordinaria plática, los compañeros del que hablaba se mostraron en todo momento respetuosos con lo que decía, dando a entender que estaban completamente de acuerdo con su exposición. En una o dos ocasiones se vieron formas oscuras asomarse por encima del nivel del agua, lo cual agradó al hurón, ya que vio en ello que sus palabras no eran pronunciadas en vano. Justo cuando concluyó su discurso, un gran castor asomó la cabeza por la entrada de una choza que los indios habían tomado por deshabitada. Esta señal de confianza fue interpretada por el orador como un buen augurio; y aunque el animal se retiró precipitadamente, recibió las gracias y la alabanza del indio.

Cuando Magua pensó que ya se había perdido bastante tiempo con el diálogo familiar mantenido por el guerrero, nuevamente dio la señal para seguir adelante. A medida que los indios se alejaban, sin producir el más mínimo ruido que fuese audible para un hombre blanco, el mismo castor de antes se asomó desde su lugar de cobertura. Si cualquiera de los hurones se hubiera dado la vuelta, habría visto cómo el animal les vigilaba con un interés y una sagacidad que bien podría haberse confundido con la racionalidad. Ciertamente, tan inteligentes y meditados eran los movimientos del cuadrúpedo que incluso el más avispado observador se habría visto perdido a la hora de dar una explicación que los justificase, hasta el momento en el que el grupo se adentró en el bosque; ya que entonces todo quedó claro al salir el cuerpo de Chingachgook de la choza, mostrando sus curtidas facciones tras despojarse de la máscara peluda que representaba al animal.