BOTTOM. —Permitidme hacer de león también.
El sueño de una noche de verano.
A pesar del empeño mostrado por Ojo de halcón, éste era plena-mente consciente de todas las dificultades y peligros que entrañaba su acción. A su regreso al poblado, sus agudos y experimentados instintos estaban en alerta para poder burlar las vigilancias de sus enemigos, cuyas facultades para montar guardia no eran inferiores a las suyas —cosa que él ya sabía—. Tanto Magua como el hechicero se salvaron de la muerte gracias a que su contrincante era blanco, ya que, a pesar de ser ambos una clara amenaza para su seguridad, el explorador no creía en el acto de matar a sangre fría; una práctica completamente normal en el caso de un indio, pero totalmente indigna de un hombre de sangre europea y sin mestizaje. Por ello, confió en las ataduras y cuerdas con las que había sujetado a sus contrincantes, y prosiguió su camino hacia el centro del conglomerado de chozas. A medida que se iba aproximando a las viviendas, su paso se hizo más firme, mientras que a su vista no se le escapaba ni la más mínima señal, bien fuera amistosa u hostil. Una choza destartalada se encontraba algo más alejada del resto, con aspecto de haber sido abandonada antes de ser terminada —seguramente a causa de la escasez de materiales para su culminación—. No obstante, una tenue luz se divisaba a través de sus rendijas, dando a entender que a pesar de su cochambroso estado no se encontraba desocupada. El explorador se dirigió hacia allí cual prudente general que analiza las posiciones del enemigo antes de lanzar un gran ataque.
Adoptando la postura propia de la bestia que representaba, Ojo de halcón se desplazó a cuatro patas hasta una pequeña abertura desde la cual podía escudriñar el interior. Resultó ser la morada de David Gamut. Aquí se había establecido el noble maestro de canto, afligido por sus tristezas y temores y arropado únicamente por su fe en la Divina Providencia. Justo cuando le vio el explorador, el solitario individuo estaba reflexionando profundamente sobre el oso que el primero había emulado.
A pesar de la certeza que tenía David acerca de los milagros referidos en las Sagradas Escrituras, descartaba cualquier intervención sobrenatural en las cuestiones morales del presente. En otras palabras, aunque creía firmemente en las maravillas bíblicas relativas a ciertos animales, era bastante escéptico en cuanto a la capacidad que pudiera tener un oso para el canto; sin embargo, sus oídos fueron testigos directos de lo segundo. Tanto su disposición como sus maneras le revelaron al explorador que estaba muy confuso. Estaba sentado sobre un montón de ramas, de las cuales extraía de vez en cuando alguna para avivar el pequeño fuego que tenía delante, y tenía la cabeza apoyada sobre una mano en actitud pensativa. El atuendo del profesor de música no había sufrido la más mínima alteración, salvo el añadido de un sombrero triangular de piel de castor que le cubría la testa —una prenda que en absoluto fue codiciada por ninguno de sus anfitriones—.
El ingenioso Ojo de halcón, recordando el modo tan precipitado en el que el sujeto se había ausentado de la compañía de la mujer enferma, ya empezó a sospechar acerca de los motivos para tan profundas reflexiones. Tras rodear la choza y asegurarse de que no había nadie a su alrededor, y confiando en las escasas posibilidades de que el talante de su inquilino atrajera ninguna visita, se aventuró a traspasar la diminuta puerta de la vivienda, presentándose ante la persona de Gamut. El fuego quedaba situado entre ambos, y después de que Ojo de halcón se sentara del mismo modo en que lo haría un oso, transcurrió casi un minuto entero, durante el cual los dos se observaron mutuamente pero sin decir palabra. El carácter repentino e inesperado de esta incursión fue una prueba demasiado dura para las creencias y la fortaleza espiritual de David —por no decir para su filosofía—. Éste echó mano de su pipa de entonación musical y se levantó presto para llevar a cabo algún tipo de exorcismo melódico.
—¡Monstruo oscuro y misterioso! —exclamó mientras se ponía las lentes y recurría a su sempiterno libro de salmos—. Desconozco tu procedencia, así como tus intenciones; pero si atentaras contra las persona y los fueros de uno de los más humildes servidores del templo, escucha el inspirado lenguaje de los jóvenes de Israel y arrepiéntete.
El oso se sacudió violentamente y se oyó una voz familiar decir:
—Ponga el arma musical a un lado y modere su voz. Sólo cinco palabras sencillas en inglés resultarían tan peligrosas en este momento como toda una hora de charla.
—¿Qué eres? —exigió saber David, abandonando sus pretensiones iniciales mientras intentaba recobrar el aliento.
—Un hombre como usted, de sangre tan pura como la suya y sin mezcla de estirpe de osos ni de indios. ¿Ya se ha olvidado de quien le devolvió el endiablado instrumento que sostiene en su mano?
—¿Será posible? —le contestó David, respirando más tranquilo a medida que la verdad le iluminaba—. ¡He presenciado muchas maravillas desde que cohabito con los infieles, pero nada comparable a esto!
—Vamos, vamos —le replicó Ojo de halcón, dejando al descubierto sus nobles facciones para poder así calmar más el ánimo de su compañero—; ya puede contemplar una piel que, sin ser tan pálida como la de las muchachas, no tiene más color que aquél que confieren los vientos y el sol desde lo alto. Ahora concentrémonos en cosas más importantes.
—Antes dígame qué ha sido de la chica y el joven que tan valerosamente había emprendido su búsqueda —le interrumpió David.
—Sí; afortunadamente se han librado de los tomahawks de estos bellacos. Pero ¿me puede usted informar acerca de Uncas?
—Mantienen a ese joven atado, y mucho me temo que su muerte es segura. Lamento profundamente que alguien de tan gran valía muera sin el conocimiento de la palabra de Dios, y he seleccionado un himno apropiado…
—¿Puede llevarme hasta él?
—No será tarea difícil —le contestó David, algo vacilante—. Aunque me temo que su presencia tan sólo le acarreará más problemas de los que ya tiene.
—No se hable más y pongámonos en marcha —le contestó Ojo de halcón, volviéndose a cubrir la cara y precipitándose a través de la puerta, haciendo así honor a sus palabras.
A medida que avanzaban, el explorador se aseguró de que su acompañante pudiera acceder a Uncas amparándose en su aparente enfermedad. Intercambiando alguna palabra suelta en inglés con uno de los guardianes, a quien se había propuesto convertir al cristianismo, David logró la aprobación de éste. No sabemos hasta qué punto el hurón comprendió cuáles eran las intenciones de tan amistosa actitud, pero como una muestra de halago y respeto es siempre bien recibida tanto por un salvaje como por un individuo civilizado, la estratagema surtió efecto. No hace falta describir el brusco modo en el que el explorador le pidió al ingenuo David que le informara de los detalles, ni tampoco entraremos en la explicación de sus instrucciones cuando ya conocía los hechos que precisaba saber, ya que todo ello se revelará oportunamente en el curso de la narración.
La edificación en la que se alojaba Uncas estaba en el mismo centro del poblado, en una posición que se puede definir como la más difícil para acceder a ella, o abandonarla, sin ser visto. Pero no era la intención de Ojo de halcón el pretender pasar desapercibido. Con la ayuda de su disfraz y sus habilidades para la interpretación, se encaminó directamente al lugar. No obstante, la hora del día le proporcionó algo más de esa protección que, al parecer, no requería. Los niños ya estaban dormidos y todas las mujeres, así como la mayoría de los guerreros, se habían retirado a sus viviendas para descansar. Tan sólo cuatro o cinco de estos últimos permanecían a la puerta del lugar de confinamiento de Uncas, cansados aunque atentos observadores del comportamiento de su cautivo.
Al ver a Gamut acompañado de uno que vestía las pieles del más distinguido hechicero de su tribu, se apresuraron a abrirles paso. Por otra parte, no tuvieron intención de marcharse de allí, sino que, muy al contrario, se mostraron dispuestos a permanecer enclavados en su sitio por la curiosidad que despertaban en ellos las prácticas misteriosas que tal visita traería consigo.
Dada la manifiesta incapacidad del explorador de hablar a los hurones en su propia lengua, se vio obligado a confiarle todo el diálogo a David. A pesar de su simpleza de carácter, éste cumplió sobradamente con lo que se le había encomendado, con lo cual su instructor quedó más que satisfecho.
—¡Los delaware son mujeres! —exclamó, dirigiéndose al salvaje que comprendía algo de su idioma—. Los yengeese, esos estúpidos compatriotas míos, les han dicho que retomen el hacha de guerra y se enfrenten a sus padres del Canadá, olvidándose así de su verdadero sexo. ¿Quiere oír mi hermano cómo «Le Cerf Agile» pide que le traigan vestidos, y ver cómo llora delante de los hurones en el momento de su ejecución?
La exclamación «¡hugh!», que dio como respuesta contundente el salvaje, daba a entender con cuánta satisfacción presenciaría tales debilidades por parte de un enemigo que durante tanto tiempo había sido odiado y temido.
—¡Entonces que se haga a un lado y deje que el hombre sabio eche su aliento sobre ese perro! ¡Que lo diga también a mis hermanos!
El hurón comunicó el mensaje de David a sus compañeros, quienes a su vez acogieron la iniciativa con el deleite propio de seres indómitos que en la crueldad encuentran entretenimiento. Se retiraron un poco de la entrada, haciendo señas para que se acercara el supuesto hechicero. Pero el oso, lejos de obedecerles, se quedó sentado allí y gruñó.
—El hombre sabio teme que su aliento afecte a sus hermanos y les prive también de su valor —añadió David al comprender la señal que le estaba haciendo el otro—; por lo tanto deben alejarse más.
Los hurones, pensando que tal posibilidad sería la mayor de sus desgracias, se echaron atrás sin vacilación. De este modo, quedaron tan alejados que no podían oír la conversación de los otros, pero sí mantener vigilada la entrada a la choza. Satisfecho de esta circunstancia, el explorador entró lentamente en la edificación. Todo estaba en silencio en la penumbra de su interior, donde se encontraba el solitario cautivo; la poca luz que había era la procedente de las ascuas de un fuego que había servido para cocinar.
Uncas ocupaba un lugar distante en una esquina, con el cuerpo en posición sedente y fuertemente atado de pies y manos. Cuando la desagradable figura del oso se presentó ante él, el joven mohicano ni siquiera le brindó una mirada al animal. Habiendo dejado a David vigilando la entrada, el explorador no creía prudente desvelar su identidad hasta que estuviese seguro de no ser visto. Por lo tanto, en lugar de hablar se limitó a imitar las acciones propias del animal que representaba. El mohicano, que en un primer momento creyó que se trataba de un verdadero oso enviado por sus enemigos para torturarle, se dio cuenta, a diferencia de lo que pasó con Heyward, de que se trataba de una farsa y no la verdadera bestia. Si Ojo de halcón se hubiese percatado de tales pensamientos por parte del avispado Uncas, se habría esmerado más en su representación, pero la mirada de hostilidad que por fin le dirigió el joven le hizo desistir sin llegar a saber que había sido descubierto su disfraz, creyendo que la del indio era una mera actitud desafiante. En cuanto dio David la señal pertinente, se oyeron murmullos en el interior de la choza en vez de los feroces gruñidos del oso.
Uncas había apoyado el cuerpo contra la pared de la vivienda, cerrando los ojos como si quisiera así desterrar tan repugnante imagen de su presencia. Pero cuando oyó el sonido de la serpiente, se incorporó y miró a ambos lados, moviendo su cabeza en todas direcciones hasta que se fijó de nuevo en el rostro del monstruo peludo, mirándole extasiado, como si estuviera bajo el influjo de un hechizo. Nuevamente se repitieron los sonidos, que evidentemente procedían de la boca de la bestia. De nuevo el joven cubrió toda la habitación con la vista, para mirar otra vez al oso y decir en voz baja y susurrante:
—¡Ojo de halcón!
—Córtele las ligaduras —le dijo Ojo de halcón a David, quien se acababa de aproximar a ellos.
El cantante hizo lo que se le había dicho y Uncas se vio libre para mover sus extremidades. Al mismo tiempo la piel del animal se agitó, emergiendo de la misma la figura completa del explorador. El mohicano parecía comprender la intención de su amigo de un modo intuitivo, por lo que no expresó ni la más mínima palabra ni gesto en señal de sorpresa. Cuando por fin Ojo de halcón se había despojado totalmente de su peludo disfraz, el cual se había fijado sobre su cuerpo a base de tiras de cuero, produjo un afilado cuchillo que puso en manos de Uncas.
—Los hurones de piel roja esperan fuera —dijo—, hemos de estar preparados.
Al mismo tiempo, puso de modo significativo su propia mano sobre un arma similar, siendo ambas el fruto de sus encuentros con el enemigo durante la noche.
—Nos iremos —dijo Uncas.
—¿Hacia dónde?
—Al encuentro de la tribu de las tortugas; son los hijos de mis abuelos.
—De acuerdo, muchacho —dijo el explorador en inglés, un idioma que utilizaba de modo instintivo cuando sus pensamientos le distraían—, supongo que se trata de la misma sangre que corre por tus venas; pero el tiempo y la distancia puede alterarla. ¿Qué hacemos con los mingos que hay en la puerta? Son seis en total, y el cantante no nos servirá de ayuda contra ellos.
—Los hurones presumen demasiado —dijo Uncas con desprecio—; como «tótem» tienen a un alce y sin embargo corren igual que caracoles. Los delaware son hijos de las tortugas pero corren más que el gamo.
—Sí, muchacho, es verdad lo que dices; y no pongo en duda que de una sola pasada dejarías atrás a toda la nación, para recorrer dos millas en línea recta y encontrarte con los del otro poblado antes de que ninguno de estos bribones se diera ni cuenta. Pero las dotes de un hombre blanco están más en sus brazos que en sus piernas. En lo que a mí respecta, puedo dejar fuera de combate al mejor de ellos, pero en cuanto a lo de correr, cualquiera de los bellacos podría darme alcance.
Uncas, que ya se había aproximado a la puerta y estaba preparado para abrir el camino, se echó atrás ante esto, volviendo a colocarse al fondo de la vivienda. No obstante, Ojo de halcón se encontraba tan embebido en sus pensamientos que no se percató de tal movimiento y siguió meditando en voz alta.
—Al fin y al cabo —dijo—, no es razonable limitar las dotes de un hombre por culpa de las de otro. Por lo tanto, Uncas, será mejor que tú te lances mientras yo me vuelvo a poner la piel de oso, confiando más en la astucia que en la velocidad.
El joven mohicano no dio respuesta alguna, sino que se cruzó de brazos en silencio y se reclinó contra uno de los postes que sujetaban la pared de la choza.
—¿Y bien? —preguntó el explorador, mirando hacia él—. ¿Por qué vacilas? Tendré tiempo de sobra para escapar, ya que los bellacos te perseguirán a ti primero.
—Uncas se quedará —fue la tranquila respuesta.
—¿Para qué?
—Para luchar junto al hermano de su padre, y morir con el amigo de los delaware.
—Está bien, muchacho —le contestó Ojo de halcón, intercambiando con Uncas un apretón de manos—; habría sido más propio de un mingo que de un mohicano que me hubieras dejado aquí. De todos modos creí oportuno darte la oportunidad, ya que la juventud suele apreciar más la vida. Bueno, pues lo que no remedia el valor tendrá que resolverse por medio del ingenio. Ponte la piel; estoy seguro de que puedes hacer el papel de oso casi tan bien como yo.
Independientemente de la opinión particular de Uncas a este respecto, su rostro impávido no dio muestra alguna de su convicción de superioridad. En silencio y sin demora se arropó con el pelaje de la bestia, y a continuación aguardó las instrucciones de su compañero más veterano.
—Ahora, amigo —le dijo Ojo de halcón a David—, un cambio de vestimenta le vendrá bien, sobre todo con lo poco acostumbrado que debe estar a los imprevistos del bosque. Tenga, póngase mi camisa y mi gorra de cazador, y déme su sombrero y su manta. Debe prestarme también sus anteojos junto al libro, así como el silbato; si nos volvemos a encontrar, en un momento mejor que éste, se lo devolveré todo y le daré además las gracias por ello.
David se separó de todas las pertenencias mencionadas con tal disposición que podría considerársele generoso, si no fuera porque de ello dependía también su propia seguridad. Ojo de halcón no tardó en ponerse las vestimentas prestadas, y en cuanto sus inquietos ojos estuvieron protegidos por las lentes, su cabeza cubierta por el sombrero de castor de tres picos, se le podría confundir con el cantante en la oscuridad de la noche, dado que sus estaturas eran similares. Nada más terminar de prepararse, el explorador se dirigió a David para darle las instrucciones finales.
—¿Se deja usted llevar por la cobardía? —preguntó de modo directo y sin tapujos, para saber a qué atenerse antes de hacer ninguna sugerencia.
—Mis objetivos son pacíficos, y mi temperamento, reconozco humildemente, tiende más hacia la misericordia y la fraternidad —con-testó David, un tanto molesto ante este cuestionamiento de su hombría—; pero nadie puede decir que yo haya perdido nunca mi fe en el Señor, incluso en los momentos más críticos.
—El mayor peligro lo pasará cuando los salvajes se den cuenta de que han sido engañados. Si en ese momento no le golpean en la cabeza, su condición de persona que no está en sus cabales le seguirá protegiendo; y seguramente podrá aspirar a morir de meto. Si se queda, debe permanecer aquí en la sombra y ocupar el lugar de Uncas, hasta que los indios se den cuenta del cambio; entonces, como ya le he dicho, se sabrá qué suerte correrá usted. De modo que escoja usted mismo: salir corriendo, o esperar aquí.
—Incluso así —dijo David con firmeza—, me pondré en el lugar del delaware. Con valor y entereza ha luchado él a mi favor, ¿qué menos podría hacer yo para ayudarle?
—Acaba de hablar usted como un hombre, y sin duda de haber recibido las enseñanzas apropiadas, su vida habría dado, sin duda, mejores frutos. Agache la cabeza y encoja las piernas, ya que sus formas pueden delatarle antes de tiempo. Manténgase en silencio todo el tiempo que pueda; y cuando tenga que hablar será mejor que rompa a cantar repentinamente con uno de sus himnos, lo cual les recordará a los indios que no es usted tan responsable de sus actos como lo pueden ser los demás hombres. Si, por otra parte, le arrancan la cabellera, cosa que no creo probable, ni Uncas ni yo renunciaremos a vengar tal acción, como es propio entre guerreros y amigos verdaderos.
—¡Espere! —dijo David, percibiendo que tras este juramento ya se iban—. Soy el humilde discípulo de Aquel que no predicaba la mala costumbre de la venganza. Por lo tanto, no busquen víctimas en honor a mi cabello, sino mejor perdonen a mis asesinos; ténganles presentes, en todo caso, en sus oraciones con el fin de que la verdad les ilumine y consigan la salvación eterna.
El explorador se detuvo un instante, en aparente actitud meditabunda.
—Hay una lógica en esas palabras —dijo—, muy distinta a las leyes del bosque; y sin embargo no resulta menos noble y hermosa la idea que conlleva —acto seguido, tras un fuerte suspiro, posiblemente de los pocos que emitiera al recordar su antigua condición de hombre civilizado, añadió—. Quisiera poder ponerla en práctica en mi vida, siendo un hombre de sangre pura y sin mestizaje, pero no es tan fácil emplear esa filosofía al tratar con un indio como lo puede ser respecto a otro cristiano. ¡Que Dios le bendiga, amigo! En verdad creo que sus pensamientos no están del todo equivocados, si se piensa la cuestión con tranquilidad y se tiene en cuenta el valor de la eternidad, aunque mucho depende del temperamento de cada cual y la fuerza de las tentaciones sobre él.
Acabando de decir esto, el explorador volvió hacia David y le brindó un fuerte apretón de manos. Tras este acto de amistad abandonó la choza de inmediato, acompañado por el que ahora representaba a la bestia.
Justo cuando Ojo de halcón se encontró bajo la mirada de los hurones, echó su cuerpo hacia atrás de la misma forma en que lo hacía David, levantó su brazo para dirigir la melodía y comenzó a imitar el canto de un salmo. Por suerte los oídos a quienes iba dirigido el cántico no entendían de música ni distinguían una voz entrenada de otra que no lo era; de lo contrario el engaño habría sido descubierto. Fue necesario pasar junto a los oscuros salvajes, a una distancia ciertamente peligrosa del grupo, y la voz del explorador elevaba más su tono a medida que se aproximaban. Cuando más cerca estaban, el hurón que hablaba inglés extendió su brazo para detener el avance del supuesto maestro de canto.
—¡El perro delaware! —dijo mientras se inclinaba hacia adelante, intentando discernir el gesto del otro—. ¿Ya tiene miedo? ¿Escucharán los hurones sus quejidos?
Un gruñido tan vivamente feroz y verosímil provino de la bestia que el joven indio bajó su brazo y se apartó impresionado, como si quisiera asegurarse de que no era un oso auténtico el que tenía ante sí. Ojo de halcón, temiendo que sus enemigos le descubrirían por su voz al hablar, aprovechó la interrupción y continuó vociferando las desentonadas notas musicales a modo de exabrupto repentino, profiriendo unos sonidos que cualquier persona civilizada calificaría como un estruendo caótico. Entre sus oyentes, sin embargo, le garantizaba ese respeto que los salvajes siempre profesaban hacia aquellos que sufrían de evidente enajenación mental. El pequeño grupo de indios se retiró a un lado y permitieron que el hechicero y su inspirado ayudante prosiguieran su camino.
No fue necesario que Uncas y el explorador hicieran ningún alarde de fortaleza de espíritu al reanudar el paso digno y decidido que habían adoptado al pasar junto a las edificaciones, sobre todo al percibir que la curiosidad pronto se adelantaría al miedo en el caso de los vigilantes y les haría aproximarse a la puerta de la choza para comprobar el efecto de los encantamientos. El menor movimiento inesperado o sospechoso por parte de David podría suponer la ruina para ellos, y el tiempo era un elemento importante que no se podía desperdiciar si querían ponerse a salvo. Los ruidos que el explorador creyó conveniente seguir emitiendo atrajeron numerosos curiosos que salían a observarles desde las puertas de sus chozas cuando pasaban; y en un par de ocasiones se les cruzó algún guerrero de semblante tenebroso, llevado por la curiosidad o la superstición. No obstante, nadie les detuvo, y tanto la oscuridad reinante como su arrogante actitud les sirvieron de aliados.
Los valientes ya habían salido del poblado y se dirigían rápidamente hacia el cobijo boscoso, cuando un grito prolongado y estridente se oyó desde la choza en la que había estado confinado Uncas. El mohicano se estremeció, haciendo que se sacudieran tanto las pieles que le cubrían que daba la sensación de que el oso que representaba iba a llevar a cabo algún extraordinario esfuerzo.
—¡Espera! —le dijo el explorador, cogiéndole por el hombro—. ¡Deja que griten de nuevo! puede tratarse sólo de una reacción de sorpresa.
No hubo tiempo para más, ya que al momento siguiente el aire de la noche se saturó de todo un elenco de alaridos que se extendían por todo el poblado. Uncas se despojó de su disfraz, dejando ver su bien proporcionada constitución de nuevo. Ojo de halcón le palpó el hombro con suavidad y avanzó rápidamente.
—¡Ahora sí que están tras nuestro rastro! —dijo el explorador, sacando dos fusiles, junto con sus complementos, de entre unos arbustos. Sostuvo fuertemente en su mano al «mata-ciervos» a la vez que le entregaba a Uncas su arma—; al menos dos de ellos caerán cuando den con nosotros.
A continuación, se lanzaron como cazadores en busca de su presa, siguiendo por un camino semioculto que les adentraba en las profundidades arbóreas.