Capítulo XXIII

Pero aunque la bestia presa de caza

Pueda exigir el privilegio de la persecución;

Aunque le concedamos ventaja y terreno al ciervo,

Por cada sabueso que soltamos o cada arco que doblamos;

¿Quién puede decir dónde, cómo o cuándo

Fue atrapado y muerto el zorro merodeador?

La dama del lago.

No es nada frecuente encontrarse con un campamento nativo vigilado por guardianes armados, a la manera en que los más instruidos hombres blancos lo harían. Estando bien informado de la proximidad de cualquier peligro con suficiente antelación, el indio normalmente confía en su conocimiento de las señales del bosque, así como en los largos y tortuosos caminos que le separan de aquéllos que pueden suponer una amenaza para él. Ahora bien, el enemigo que, por suerte o accidente, haya logrado burlar la vigilancia de los nativos apostados en el bosque no encontrará ningún centinela cerca del poblado para dar la voz de alarma. Además de esta costumbre generalizada, las tribus amigas de los franceses conocían sobradamente el peso del último golpe militar como para temer cualquier agresión de parte de aquellas naciones hostiles a ellos, y que a su vez eran aliadas de la corona británica.

Por lo tanto, cuando David y Duncan se vieron rodeados por los niños que estaban jugando entre la hierba, no encontraron más resistencia que esa frente a su llegada. No obstante, en cuanto fueron costos de cerca los intrusos, todo el grupo de jóvenes hizo sonar un grito colectivo al unísono, para luego desaparecer de la vista de sus visitantes, como por arte de magia. Los cuerpos delgados y desnudos de los revoltosos se camuflaban tan bien con el color de la vegetación a esa hora del día que parecía, ciertamente, que la tierra se los hubiera tragado; aunque una observación más cuidadosa del lugar por parte de Duncan le permitía descubrir las miradas fugaces de los oscuros ojos nativos por todas partes.

Lejos de sentirse animado por este incidente, y pensando en cuál sería la reacción ante su aspecto por parte de los mayores, Duncan sintió una tentación momentánea de retroceder. Sin embargo, ya era demasiado tarde para volver atrás. El griterío de los niños había hecho que una docena de guerreros apareciese a la puerta de la choza más cercana, desde donde aguardaban, formando un grupo disuasorio y amenazante, a los que tan inesperadamente se presentaban en sus dominios.

Estando familiarizado con la situación, David tomó la iniciativa de seguir, caminando con tal decisión que ningún obstáculo parecía importarle, hasta llegar a la mismísima choza aludida. Se trataba de la edificación más importante del poblado, aunque también estaba hecha de ramas de árbol; era el lugar en el que se celebraban los consejos y las reuniones públicas de la tribu durante su estancia temporal en la frontera con la provincia inglesa. Al pasar por el lado de los tenebrosos y fuertes salvajes, Duncan encontró dificultades para dar forma a una imprescindible expresión de indiferencia en su rostro; pero, consciente de que su supervivencia dependía de su aparente estado mental, confió en las apariencias de su compañero, a quien siguió y emuló en su avance, mientras pensaba en alguna estrategia para la ocasión. Su sangre se heló al encontrarse en pleno contacto con tan fieros e implacables enemigos; pero logró dominarse lo suficiente como para llegar hasta el centro del lugar sin dar muestras de debilidad. Imitando al flemático Gamut, extrajo una buena cantidad de ramas aromáticas a partir de un montón que había en una de las esquinas de la choza y tomó asiento sin decir palabra.

Tan pronto como les hubiera pasado de largo su nuevo visitante, los expectantes guerreros se alejaron de la entrada, distribuyéndose alrededor de aquel como si estuviesen tranquilamente esperando a que el desconocido se dignase a hablar. La gran mayoría de ellos se quedó de pie, adoptando posturas muy relajadas al apoyarse contra las delgadas columnas que sostenían el cochambroso edificio; mientras que tres o cuatro de los de mayor edad, así como los jefes más distinguidos, se situaron en el suelo a una distancia más adelantada que los demás.

Una antorcha encendida alumbraba el lugar, esparciendo su luz escarlata de rostro a rostro y cuerpo a cuerpo a medida que las corrientes de aire la avivaban. Duncan se valió de esta iluminación para intentar comprender la actitud receptiva de sus huéspedes, por medio de la expresión de sus caras. Pero sus intentos fueron en vano, pues tales gentes sólo reflejaban rasgos llenos de frialdad. Los jefes más cercanos apenas se fijaban en él, dirigiendo sus miradas al suelo como si mostrasen respeto, aunque no era difícil de ver que se trataba más bien de una muestra de desconfianza. Los hombres del fondo eran menos reservados. De inmediato se percató Duncan de sus miradas, a la vez furtivas e inquisitivas, recorriendo cada detalle de su persona y atuendo, pendientes de todo gesto facial, incluso de la más mínima línea de la pintura que le cubría, aunque sin manifestar comentario alguno.

Por fin uno de los mayores, cuyos cabellos ya habían comenzado a encanecer pero que aún gozaba de la fuerza y la agilidad dignas de la plenitud masculina, surgió de la penumbra de una esquina, desde la cual había estado observando en secreto, y habló. Utilizó el idioma de los wyandotes o hurones, por lo que sus palabras resultaron incomprensibles para Heyward, aunque a juzgar por los gestos que las acompañaban más bien parecían ser palabras de cortesía y no de agresividad. El visitante agitó la cabeza en señal negativa, dando a entender su incapacidad para responder.

—¿Alguno de mis hermanos domina el francés o el inglés? —preguntó en el primero de los dos idiomas, mientras miraba a su alrededor esperando ver algún gesto de asentimiento.

Aunque alguna cabeza se movió tratando de entender lo dicho, nadie contestó.

—Me apenaría pensar —continuó diciendo Duncan lentamente, utilizando la sintaxis francesa más simple que podía reproducir— que ningún miembro de esta grande y sabia nación entiende la lengua que emplea el «Grand Monarque» cuando se dirige a sus hijos. ¡Sería un gran pesar para su corazón el que sus guerreros de piel roja parezcan no respetarle lo suficiente!

A esto siguió una larga e inquietante pausa, durante la cual ni un solo movimiento, ni tampoco un sola mirada, dio fe del mensaje de su alocución. Sabiendo que el silencio era una virtud para sus huéspedes, Duncan recurrió a tal costumbre para poner en orden sus ideas. Poco después le respondería el mismo guerrero de antes, esta vez utilizando con sobriedad el idioma del Canadá:

—¿Cuando nuestro Gran Padre habla con Su pueblo, utiliza la lengua del hurón?

—Él no establece diferencias entre sus hijos, sean de piel roja, negra o blanca —le contestó Duncan con actitud evasiva—, aunque de modo especial está satisfecho con los bravos hurones.

—¿De qué modo hablará —inquirió el jefe con tono impaciente—, cuando los mensajeros le cuenten las caballeras que brotaron de las cabezas de los yengeese[27] hace cinco días?

—Eran sus enemigos —dijo Duncan, sintiendo un temblor repentino—; y sin duda dirá: «está bien hecho, mis hurones son valientes».

—Nuestro padre del Canadá no lo piensa así. En vez de mirar hacia adelante y recompensar a sus indios, sus ojos se vuelven atrás. Ve a los yengeese muertos, pero no a los hurones. ¿Qué significa eso?

—Un gran jefe como él tiene más pensamientos que lenguas. Quiere asegurarse de que no hay enemigos persiguiéndole.

—La canoa de un guerrero muerto no flotará sobre el Horicano —contestó el salvaje con sobriedad—. Sus oídos son para los delaware, quienes no son nuestros amigos, y se deja llevar por las mentiras de éstos.

—No puede ser verdad. Mirad, me ha pedido a mí, que conozco las artes de la curación, que vaya a sus hijos los hurones rojos de los grandes lagos, y les pregunte si están enfermos.

Otro momento de silencio siguió tras esta revelación hecha por Duncan. Todos los ojos se concentraron simultáneamente sobre su persona, como si quisieran así averiguar la verdad o falsedad de sus palabras, mostrando una inteligencia y un instinto que hizo temblar al objeto de sus miradas. De todos modos, éste se alivió al volver a oír al indio que le hablaba.

—¿Es que los hombres astutos del Canadá se pintan la piel? —continuó diciendo el hurón con frialdad—. Les hemos oído presumir de la palidez de sus caras.

—Cuando un jefe indio se presenta ante sus padres blancos —le replicó Duncan con gran seguridad—, deja atrás sus vestimentas de piel de bisonte y se pone la camisa que le ofrecen. Mis hermanos me han dado pintura, y la llevo puesta.

Un leve murmullo de aprobación denotaba que la tribu se encontraba halagada por esta afirmación. El jefe más anciano hizo un gesto favorable, que fine contestado por la mayoría de sus compañeros al extender éstos una mano y emitir un breve gruñido en señal de agrado. Duncan comenzó a respirar más tranquilo, creyendo que lo peor había pasado; y dado que ya había preparado un relato sencillo y creíble para apoyar su condición de hechicero, sus esperanzas de éxito se incrementaron.

Tras unos momentos de silencio, como si estuviese ordenando sus pensamientos con el fin de dar respuesta al invitado, otro guerrero se levantó y se dispuso a hablar. Justo cuando empezaba a hacerlo, un ruido extraño, aunque apenas perceptible, surgió del bosque. Inmediatamente fue seguido de un alarido agudo y estridente, que se prolongó tanto que se asemejaba al aullido de un lobo. Esta repentina y desagradable interrupción hizo que Duncan se sobresaltara, preocupado únicamente por los efectos de tan aterrador grito. Al mismo tiempo, los guerreros salieron precipitadamente de la choza y el exterior de la misma se vio inundado por sus múltiples vociferaciones, que casi anulan las que aún provenían de las espesuras del bosque. Incapaz de dominarse un segundo más, el joven huyó del lugar y se encontró en medio de una caótica multitud formada por casi todos los seres vivientes que había en el campamento. Hombres, mujeres, niños, ancianos, tanto los enfermos como los fuertes y activos estaban allí reunidos —algunos lanzaban exclamaciones, otros aplaudían con una alegría que parecía frenética—; todos expresando su salvaje alegría por algún acontecimiento inesperado. A pesar de estar abrumado por el escandaloso ruido, Heyward pronto averiguó de qué se trataba por lo que vio a continuación.

Aún había suficiente luz en el cielo para ver aquellos claros en la maleza que marcaban los caminos que se adentraban en el bosque. De uno de ellos surgió una fila de guerreros que avanzaba lentamente hacia las viviendas. Uno de los más adelantados sostenía una vara corta de la cual, como luego pudo comprobarse, pendían varias cabelleras humanas. Los terroríficos ruidos que Duncan había percibido no eran otros que los «aullidos de muerte», como los llaman muy acertadamente algunos blancos; y cada vez que se repetían era para anunciar a la tribu el fatal destino de un enemigo. Hasta ahí llegaba el conocimiento de Heyward sobre el asunto; y dado que se trataba del regreso inesperado de una exitosa expedición guerrera, le sobrevino el alivio y la tranquilidad, en sustitución del temor a que su identidad hubiera sido descubierta.

A una distancia aproximada de treinta metros de las viviendas se detuvieron los recién llegados. Sus expresivos alaridos, que representaban tanto los quejidos de los muertos como la alegría de los victoriosos, habían cesado por completo. Uno de ellos profirió una llamada, que aunque no resultaba amenazante no era más inteligible que los gritos de antes. Es difícil expresar con qué éxtasis de júbilo se recibió la noticia que comunicaba. El campamento entero se convirtió repentinamente en una masa agitada y violenta. Los guerreros desenvainaron sus cuchillos y los sostenían mientras formaban dos filas, las cuales dieron lugar a un pasillo que se extendía desde la expedición hasta las chozas. Las mujeres indias se hicieron con porras, hachas y cualquier otro tipo de arma que tuviesen cerca, corriendo después a participar ansiosamente en el juego cruel que iba a comenzar. Incluso los niños se involucraban; aunque los pequeños, incapaces de sostener armas contundentes de gran tamaño, echaron mano de los tomahawks que portaban sus padres a la cintura, y a continuación se colaban entre la multitud, dispuestos a imitar los actos salvajes de sus progenitores.

Grandes pilas de ramas de arbusto estaban colocadas por el descampado, mientras una mujer india, débil y cansada, se ocupaba en encenderlas para que sirviesen de iluminación a la ceremonia que iba a tener lugar. Al avivarse el fuego, superaba a la menguante luz del día, haciendo que los objetos se hicieran más evidentes y a la vez más diabólicos. Todo ello constituía una escena impresionante, enmarcada por la alta silueta de la oscura hilera de pinos. Los guerreros que acababan de llegar eran las figuras más lejanas. Algo más adelante había dos hombres, quienes aparentemente habían sido seleccionados como los intérpretes principales de lo que iba a acontecer. La luz no era suficiente como para distinguir sus facciones, aunque era evidente que sus emociones diferían entre sí. Mientras uno se mantenía erguido y firme, preparado para aceptar heroicamente lo que le esperaba, el otro se presentaba cabizbajo, como si estuviera acobardado o avergonzado. Duncan, lleno de entusiasmo, sintió una profunda mezcla de admiración y simpatía por el primero, aunque no tuvo oportunidad de manifestar sus sentimientos abiertamente. No obstante, estaba al tanto del más mínimo movimiento por su parte; y mientras recorría con su mirada la estructura de su bien proporcionada y fuerte constitución, se quiso convencer de que si la capacidad de un hombre, ayudada por tan noble disposición, le permitiese salir ileso de tan severa prueba, el joven cautivo podría esperar tener éxito en la azarosa carrera que iba a protagonizar. De modo insensible se acercó Duncan a donde estaban agrupados los hurones, tan absorto en el espectáculo que apenas respiraba. Justo entonces se dio la señal, provocándose un estallido de voces que truncó el momentáneo silencio que la había precedido, y originando el tumulto más grande de todos los oídos hasta ese momento. La más derrotada de las dos figuras se quedó quieta, pero la otra reaccionó ala señal dando un salto con la rapidez de un gamo. En vez de seguir por el pasillo de las hostilidades, tan sólo entró en el mismo para girar rápidamente hacia un lado, antes de producirse el primer golpe, y brincar por encima de un grupo de niños para librarse del peligro. Tal maniobra fue contestada con los improperios lanzados por un centenar de voces, mientras la exaltada multitud se lanzó confusa y desordenadamente tras él, dominada por sus salvajes bríos.

Una docena de hogueras arrojaban su fantasmal luz sobre el lugar, asemejándose éste a un ruedo satánico y sobrenatural en el que se hubieran congregado unos demonios maliciosos para llevar a cabo sus infames ritos sangrientos. Las siluetas del trasfondo parecían seres de ultratumba planeando en el aire con gestos frenéticos e incomprensibles, mientras que las enfurecidas facciones de aquellos que pasaban cerca del fuego se volvían terroríficamente nítidas, alumbradas por las llamas.

Resulta fácil comprender que entre tanto enemigo vengativo no se le diera ni un solo respiro al fugitivo. Hubo un momento en el que parecía que iba a alcanzar el bosque; pero el grueso de los guerreros se lo impidió, llevándole de nuevo al centro de la masa que le perseguía sin piedad. Volviéndose como un ciervo acorralado, atravesó uno de los fuegos con la rapidez de una flecha. Aún ileso, y esquivando a la multitud, se dirigió por el lado opuesto del descampado; y allí le hicieron frente los más ancianos de la tribu de los hurones. Una vez más se decidió por alcanzar el bosque, como si buscara seguridad en sus oscuras profundidades, y durante varios minutos a Duncan le dio la impresión de que se hubiera perdido el joven.

Sólo se veía una oscura masa de formas humanas, gobernada por el más inexplicable de los caos. Se vieron alzar brazos, cuchillos afilados y porras inmensas por encima de sus cabezas, pero los golpes se daban obviamente a ciegas. El más horrible efecto lo producían las voces de las mujeres, cuyos gritos competían con los alaridos de los guerreros. De vez en cuando Duncan pudo percibir una forma ligera que saltaba desesperadamente, y mantenía sus esperanzas de que el cautivo aún tuviera facultades para eludirles. La multitud se volvió atrás repentinamente, hasta el lugar en el que se encontraba el oficial. La gran masa del fondo hizo presión sobre las mujeres y los niños de delante, derribándoles en ocasiones. El desconocido reapareció en medio de la confusión. Sin embargo, la capacidad humana no podía soportar durante mucho más tiempo semejante prueba, y el cautivo parecía consciente de ello. Aprovechando el momento y la brecha abierta en la multitud, realizó lo que a ojos de Duncan parecía un desesperado y último esfuerzo por ganar el bosque. Como si fuera consciente de que el soldado no suponía una amenaza, el fugitivo pasó justo a su lado en su huida. Un hurón grande y poderoso que le pisaba los talones estaba a punto de asestarle un golpe mortal desde atrás. Duncan extendió un pie en su camino, con lo cual el salvaje tropezó y salió lanzado a varios metros de distancia, permitiendo que el perseguido aumentara su ventaja con respecto a él; luego dio media vuelta y volvió a pasar como un meteorito por delante de Duncan, antes de que el indio volviera en sí y le detectara apoyado tranquilamente en una estaca pintada que se encontraba enclavada frente a la puerta de la vivienda principal.

Reconociendo que la actuación a favor del cautivo podría comprometerle, Duncan abandonó el lugar sin demora. Siguió a la multitud, que retrocedió hacia las chozas en actitud resentida, como cabría esperarse ante una ejecución fallida. Por curiosidad, o quizá por algo más noble, se acercó al desconocido; vio cómo se aferraba a la estaca con un brazo, mientras respiraba pesadamente por el esfuerzo consumado, aunque no estaba dispuesto a darse por vencido. Su integridad física estaba ahora bajo la protección de costumbres de tradición milenaria, y su destino dependería de lo que se decidiera en el consejo tribal. Con todo, no era difícil pronosticar el resultado, dado el sentimiento general de los que estaban allí presentes.

Las decepcionadas mujeres de la tribu no escatimaron ni una sola palabra malsonante del vocabulario hurón para dirigirse al desconocido por su éxito en la prueba. Abucheaban sus esfuerzos y le dijeron, con amargo desprecio, que sus pies eran mejores que sus manos, y que merecía alas al no saber usar flechas ni cuchillos. El cautivo no dio respuesta a tales cosas, sino que se limitó a brindarles una actitud a medio camino entre la dignidad y el desprecio. Exasperadas tanto por su suerte como por su compostura, sus palabras se tornaron menos inteligibles, a la vez que fueron acompañadas por agudos y estridentes gritos. Justo entonces, la mujer anciana que había tomado la precaución necesaria de encender las hogueras se abrió paso entre la multitud, asegurándose un puesto delante del cautivo. El físico escuálido y deteriorado de esta vieja mujer era directamente proporcional a su astucia. Echando atrás su haraposa manta, extendió hacia adelante su largo y delgado brazo, mientras hablaba en la lengua de los lenape, más comprensible a oídos de su interlocutor, diciendo en voz alta lo siguiente:

—¡Mira bien, miembro de los delaware! —le dijo, chasquiendo los dedos en su cara—. Tu nación está compuesta sólo por hembras, y tus manos están mejor hechas para la azada que para el fusil. Vuestras mujeres son madres de gamos; si naciese un oso o un gato montés o una serpiente entre vosotros, huiríais todos. Las niñas de los hurones te harán faldas y nosotras te encontraremos marido.

Un estallido de risa salvaje sucedió a este cúmulo de improperios, durante el cual la alegría musical de las voces femeninas más jóvenes se combinó de forma extraña con la ronquera de garganta mostrada por su compañera más maligna. No obstante, el desconocido lo soportó todo. Mantenía la cabeza erguida, sin dar testimonio de la presencia de las mujeres, hacia quienes ni siquiera miraba si no era para observar las acciones de los guerreros que estaban detrás de ellas, quienes hacían de callados y resentidos espectadores de la cuestión.

Furiosa ante el dominio propio y la sangre fría del cautivo, la anciana levantó sus brazos en posición desafiante, profiriendo un nuevo torrente de palabras que jamás podríamos traducir con exactitud. De todos modos, gastaba saliva en vano; y a pesar de que tenía fama entre los suyos por ser una experta en el arte del insulto, llegó hasta el extremo de, literalmente, echar espuma por la boca sin conseguir que el desconocido moviese un solo músculo. El efecto de su indiferencia comenzó a hacer estragos en los demás espectadores; así, un adolescente que aún no había salido de su etapa de niñez tomó parte en los intentos de increpar a la víctima, agitando un tomahawk delante de él mientras contribuía al cúmulo de ofensas verbales. En ese momento el cautivo se enfrentó a la luz de las llamas, dirigiendo su mirada hacia el jovenzuelo con sumo desprecio; acto seguido, volvió a adoptar la misma actitud tranquila y sosegada de antes, reclinándose contra el poste. Pero esta vez el movimiento le permitió a Duncan reconocer en su rostro a los intensos ojos de Uncas.

Sobrecogido por la sorpresa y muy preocupado por la comprometida situación de su amigo, Heyward se echó atrás para no peligrar aún más su integridad, caso de que los demás se percatasen de que se conocían entre sí. Sin embargo, no hubo un riesgo inmediato de que las cosas fueran así. Entonces un guerrero se abrió paso a empujones entre la multitud. Mandando a las mujeres y los niños a un lado con un severo gesto, cogió a Uncas del brazo y le llevó hasta la puerta de la choza de los consejos tribales. Allí entraron todos los jefes junto con la mayoría de los guerreros distinguidos. Heyward logró entrar también sin atraer mucha atención sobre su persona.

Se emplearon unos minutos en la colocación de los presentes según su rango e importancia en la tribu. Un orden muy semejante al respetado en la entrevista anterior se utilizó también aquí: los jefes superiores, así como los más ancianos, ocuparon la zona más espaciosa del recinto, alumbrados por una potente antorcha; los segundos y sus subordinados se dispusieron al fondo, ofreciendo una serie monótona de sucios y marcados semblantes. En el mismo centro del lugar, justo debajo de un orificio que permitía ver el brillo de una o dos estrellas, se encontraba de pie Uncas —tranquilo, erguido y orgulloso—. Su fuerte y huesuda corpulencia no pasó desapercibida para sus captores, quienes a menudo dirigieron sus miradas hacia él con una expresión en sus ojos que, aún llena de propósitos nefastos, no podía disimular su admiración por la bravura del joven.

No ocurría igual en el caso del individuo que acompañaba al amigo de Duncan antes de la prueba, quien se había quedado quieto al principio de la misma, permaneciendo como una estatua, triste y encogido de vergüenza, a lo largo de toda la turbulenta persecución. Aunque no se le tendió una sola mano en señal de saludo, ni tampoco se dignó nadie a mirarle siquiera, él también había entrado al recinto, como quien fuera llevado por una fuerza mayor que determinaba su destino, y contra la cual no pretendía oponer resistencia alguna. Heyward aprovechó la oportunidad para mirarle la cara, temeroso de reconocerlo también como alguien próximo a él; pero resultó ser un completo desconocido, y para mayor extrañeza, se trataba de alguien que llevaba las marcas de un guerrero hurón. Sin embargo, en vez de asociarse con los suyos se sentó aparte, cual alma solitaria en medio de una multitud; su cuerpo encorvándose en una actitud aislante, como si deseara ocupar el menor espacio posible. Cuando cada individuo se había colocado en su sitio y reinó el silencio, el jefe de pelo canoso que ya mencionamos antes habló en voz alta, utilizando la lengua de los lenni lenape;

—Delaware —dijo—, aunque provengas de una nación de mujeres, has demostrado ser un hombre. Te daría comida; pero aquél que coma con un hurón tendría que ser su amigo. Descansa tranquilo hasta el sol de la mañana, cuando hablaremos nuestras últimas palabras.

—Durante siete noches, y otros tantos días de verano, he seguido el rastro de los hurones en ayunas —respondió Uncas con frialdad—; los hijos de los lenape saben ir por el camino de los justos sin entretenerse con la comida.

—Dos de mis jóvenes guerreros están en busca de tu compañero —afirmó el otro, sin dar aprecio a las palabras altivas de su cautivo—; cuando regresen, nuestros sabios te dirán «vive» o «muere».

—¿Es que un hurón no tiene oídos? —respondió Uncas despectivamente—. Desde que ha sido vuestro prisionero, este delaware ha oído sonar dos veces a una conocida arma. Tus jóvenes no volverán.

Una pausa breve y amarga siguió a esta atrevida afirmación. Duncan, entendiendo que el mohicano se refería al mortífero fusil del explorador, se interesó inmediatamente en los efectos que pudiera producir sobre los enemigos; pero el jefe se limitó a responder sencillamente:

—Si los lenape son tan hábiles, ¿cómo es que uno de sus mejores guerreros está aquí?

—Siguió los pasos de un cobarde que huía y cayó en una trampa. Incluso la más astuta ardilla puede ser atrapada.

Mientras decía esto, Uncas señaló con el dedo hacia el solitario hurón, pero sin mirar a un ser tan poco digno de consideración. Las palabras y los ademanes de su respuesta tuvieron un fuerte impacto sobre los congregados. Todos miraron con resentimiento hacia el individuo señalado, mientras un murmullo amenazador recoma la multitud. Los rumores traspasaron la puerta, llegando hasta las mujeres y los niños que estaban apretujados contra ella, quienes se concentraron aún más para ver lo que acontecía, llevados por una ávida y tenebrosa curiosidad.

Mientras tanto, los jefes ancianos reunidos en el centro intercambiaban impresiones con frases breves y entrecortadas. Ni una sola palabra se pronunció sin que diera a entender que el mensaje del cautivo se había entendido plenamente. De nuevo se sucedió una larga y solemne pausa. Todos los presentes sabían que era el preludio de una decisión importante y contundente. Los más alejados se pusieron de puntillas para observar la conclusión; e incluso el avergonzado cobarde se olvidó momentáneamente de su condición, llevado por una emoción más fuerte, mirando a la asamblea de jefes con gesto preocupado. El guerrero anciano al que tantas veces hemos aludido rompió por fin el silencio. Se levantó de su sitio y pasó por delante de la figura inmóvil de Uncas, colocándose en una postura repleta de dignidad ante el procesado. En ese momento, la mujer anciana de antes se aproximó al círculo ejercitando una especie de baile, lento y monótono, sosteniendo la antorcha y murmurando una retahíla de palabras apenas perceptibles, pero que se asemejaban a un encantamiento. Aunque su presencia constituía una clara intrusión, no se le dio importancia.

Acercándose a Uncas, movía la ardiente llama de tal forma que iluminó todo su cuerpo, haciendo evidente hasta el más mínimo de sus gestos. El mohicano conservó una actitud firme e indolente; su mirada, lejos de corresponder a los ojos inquisidores de la vieja, se tomó lejana, como si penetrase todo obstáculo en su camino y se asomase a la eternidad. Terminada su prospección, la anciana le dejó complacida y procedió a llevar a cabo el mismo experimento con el inculpado miembro de su pueblo.

El joven hurón llevaba pintura de guerra, y la constitución física que yacía bajo ella distaba de ser bien proporcionada. La luz de la antorcha reveló cada rasgo de su anatomía, y Duncan sintió repulsión ante el hecho de que temblaba con irreprimible agonía. La mujer comenzó a emitir un aullido solemne ante el triste y vergonzoso espectáculo, hasta que el jefe la apartó con su brazo y la hizo cesar.

Junco-que-se-dobla —dijo, dirigiéndose al joven malhechor por su nombre y en su propio idioma—, aunque el Gran Espíritu te ha dotado de un aspecto grato, habría sido mejor que no hubieses nacido. Das rienda suelta a tu lengua en el poblado pero en el combate te callas. Ninguno de mis jóvenes guerreros se ensaña tanto con las estacas de guerra, y a la vez tan poco con los yengeese. El enemigo conoce bien tu espalda, pero no tu mirada. Tres veces te han desafiado, y otras tantas te negaste a responder. Tu nombre no se mencionará jamás en tu tribu, ya está en el olvido.

Mientras pronunciaba estas palabras, el jefe hacía pausas entre cada frase, a la vez que el acusado levantaba su cara de un modo altivo con respecto al rango y la experiencia del otro. La vergüenza, el horror y la arrogancia luchaban entre sí sobre sus facciones. Su mirada, contraída por la angustia, se dirigió con odio hacia aquéllos por cuyas bocas había pasado su nombre, y esta emoción predominó durante un instante. Se levantó y dejó su pecho al descubierto, mirando fijamente el afilado y brillante cuchillo que sostenía su inexorable juez. A medida que el arma penetraba lentamente en su corazón, llegó incluso a sonreír, como si experimentara la alegría de una muerte menos desagradable de lo que había imaginado. Tras esto, cayó pesadamente a los pies del inmóvil e indiferente Uncas.

La anciana dio un grito sonoro y contundente, mientras estrellaba la antorcha contra el suelo, dejando el lugar en tinieblas. Toda la masa de temblorosos espectadores huyó de la choza como un grupo de duendes asustados; y Duncan pensó que sólo él y el cuerpo aún caliente de la víctima de un juicio indio eran sus únicos ocupantes.