Capítulo XXII

BOTTOM. —¿Estamos todos reunidos?

QUINCE. —Sí, sí; y he aquí un lugar maravilloso para ensayar.

El sueño de una noche de verano.

El lector puede imaginarse la sorpresa que dominó a Heyward mejor de lo que podríamos describirla. Los que pensó eran indios resultaron ser animales cuadrúpedos; lo que creyó era un lago resultó ser un mero estanque lleno de castores; la supuesta catarata era una simple presa construida por tales animales; y el supuesto enemigo no era otro que su amigo David Gamut, el maestro de salmos. La presencia de éste último despertó tanta esperanza repentina en lo referente a las hermanas que, sin dudarlo un instante, el joven salió de su escondite y se lanzó al encuentro de los dos protagonistas de la escena.

Ojo de halcón continuaba divirtiéndose con la situación. Sin la menor aprehensión y con la mayor de las confianzas, hizo girar al pasivo Gamut con su brazo, para observar con mayor detalle los méritos que habían hecho los hurones a la hora de prepararle el disfraz. A continuación, estrechó la mano de David con auténtico fervor amistoso, haciendo que a éste se le humedecieran los ojos de alegría por lo afortunado que se consideraba en aquel momento.

—Así que estaba ensayando con su voz entre los castores, ¿eh? —le dijo el cazador—. Esos pequeños diablillos ya conocen la mitad de ese oficio, ya que sin duda le marcan el ritmo con sus colas, como acaban de hacer ahora; y justo a tiempo además, ya que el «mata-ciervos» pudo haber hecho sonar la primera nota en su dirección. ¡He conocido hombres que, aún sabiendo leer y escribir, eran menos listos que un castor experimentado; ahora bien, en lo de cantar estos animales son inútiles totales! ¿Qué le parece una canción como ésta?

David se tapó los oídos por lo estridente del grito, el cual hizo incluso que Heyward mirara hacia arriba, en busca del ave que supuso que lo había emitido. El sonido daba a entender que un cuervo había sobrevolado sus cabezas.

—Vean —continuó el explorador, entre risas, mientras señalaba hacia los otros miembros del grupo, los cuales, en respuesta a la señal, ya se acercaban al lugar—. Esta música tiene virtudes naturales; me trae dos buenos tiradores a mi lado, junto con sus cuchillos y tomahawks. De todos modos, vemos que usted está bien; ahora díganos qué ha sido de las damas.

—Permanecen cautivas de los infieles —dijo David—; y, aunque se encuentran afligidas de espíritu, están bien y fuera de peligro físicamente.

—¿Las dos? —preguntó Heyward, atragantado.

—Incluso así. A pesar de que nuestro caminar ha sido difícil y las provisiones escasas, la verdad es que no podemos quejamos, salvo por el hecho en sí de habérsenos llevado por la fuerza a una tierra lejana.

—¡Dios le bendiga por esas palabras tan reconfortantes! —exclamó el tembloroso Munro—. ¡Me encontraré a mis niñas como ángeles sin mancillar, tal y como las dejé!

—No sé si su rescate podrá llevarse a cabo —contestó David entre dudas—; el jefe de estos salvajes está poseído por un espíritu tan maligno que ninguna fuerza, salvo la del Omnipotente, podría vencerle. He intentado convencerle, tanto despierto como en sueños, pero ni el lenguaje ni los sonidos parecen hacer mella en su alma.

—¿Dónde está ese bellaco? —intervino secamente el explorador.

—Hoy ha salido a cazar alces con sus jóvenes compañeros; y mañana, según tengo entendido, se adentrarán más hacia la profundidad de estos bosques, más cerca de la frontera con el Canadá. La mayor de las damas está custodiada por los habitantes de un pueblo cercano, cuyas viviendas están más allá de esas rocas negras; mientras que la menor está cautiva entre las mujeres de los hurones, cuyas casas se encuentran a unos tres kilómetros de aquí, sobre una planicie, en la que el fuego ha hecho las labores propias del hacha en la preparación del lugar para su asentamiento.

—¡Alice, mi dulce Alice! —murmuró Heyward—. ¡Privada de la consoladora presencia de su hermana!

—Incluso así. Pero mientras la oración y la acción de gracias puedan atemperar el alma afligida, no ha de sufrir.

—Entonces, ¿la chica tiene talento musical?

—De una clase más bien sobria y solemne; aunque debe admitirse que, a pesar de todos mis esfuerzos, la dama tiende a llorar más de lo que sonríe. En esos momentos recurro a las canciones sagradas; pero también hay ocasiones para una comunicación satisfactoria entre nosotros, cuando incluso los oídos de los salvajes se sorprenden de la capacidad de nuestras voces.

—¿Y cómo es que le permiten deambular libremente?

David adoptó una expresión facial que intentaba comunicar humildad y modestia, antes de responder prudentemente:

—Pocas alabanzas merece un gusano como yo. De todos modos, aunque el poder de los salmos estaba aislado en medio de los horrores de aquella explanada sangrienta, a través de la cual nos llevaron, sí ha recobrado cierta influencia sobre las almas de los infieles, por lo que se me permite ir y venir a voluntad.

El explorador se rió y, golpeándose la frente al entender lo ocurrido, disimuló su hilaridad con una explicación diciendo:

—Los indios nunca harían daño a alguien que canta como un enloquecido. Pero ¿por qué no tomó el camino de vuelta al ver que podía hacerlo, sobre todo cuando aún era fácil volver atrás, y comunicar así lo ocurrido al fuerte Edward?

El explorador, pensando más en alguien con suficientes recursos, como él, no se había dado cuenta de que David seguramente habría sido incapaz de llevar a cabo tal misión. De todos modos, sin perder su aire de humildad, el otro no tuvo reparos en contestar:

—Aunque mi espíritu se regocijara de nuevo con ver la tierra de la cristiandad, mis pies preferirían seguir a las delicadas almas cuyo bienestar se me confió, incluso hasta la idólatra provincia de los jesuitas, antes que dar un paso atrás mientras languidecen en la cautividad y la tristeza.

A pesar de que el lenguaje figurativo empleado por David no era muy inteligible, su mirada sincera y serena, así como la emoción que su honrado semblante traslucía, no daban lugar a dudas. Uncas se le acercó y le observó con gesto de aprobación, mientras el padre de éste último expresaba su propia satisfacción mediante la consabida exclamación brusca de los indios. El explorador agitaba la cabeza pensativamente, concluyendo:

—¡El Señor no ha creado al hombre para que se dedicara exclusivamente a las artes de su voz, sin aprovechar otros dones naturales! Pero en ocasiones se cría bajo las faldas de alguna mujer tonta, cuando debería haber aprendido a vivir bajo el cielo abierto y entre las bellezas de la naturaleza. Tenga, amigo; en verdad quise tirar este silbato suyo al fuego; pero, dado que valora tanto el instrumento, ¡cójalo y utilícelo de la mejor manera!

Gamut recogió su pipa de entonación con la mayor expresión de alegría posible en un hombre tan sobrio como él. Tras ensayar repetidamente con el utensilio, contrastándolo con su propia voz, quedó complacido al ver que no había perdido su capacidad melódica. A continuación, pasó a hacer una muy seria demostración por medio de la ejecución de varias estrofas de una de las canciones más largas de su librillo, al que tanto hemos aludido.

No obstante, Heyward le interrumpió en su piadosa actividad por medio de continuas preguntas acerca de las condiciones, tanto pasadas como presentes, en las que se encontraban sus compañeras de cautiverio, mostrando en esta ocasión más sentido metódico que impulso sentimental, como ocurriera al principio de la conversación. Aunque David no dejó de prestar atención a su atesorada herramienta, no ignoró tales solicitudes, en especial porque estaba un padre de por medio, cuyo interés era tan ferviente que no podía ser despreciado. También el explorador participó en el interrogatorio cuando la ocasión fue propicia. De esta guisa, entre repetidas interrupciones hechas por el sonido del instrumento recuperado, los perseguidores se hicieron con una buena cantidad de información, la cual les serviría de gran ayuda en su noble y ambiciosa empresa: la recuperación de las dos hermanas. El relato de David fue sencillo y los hechos se reducían a unos pocos.

Magua había esperado en la montaña a que llegara el momento más idóneo para retirarse; descendió y tomó la ruta que bordeaba el lado occidental del Horicano, en dirección al Canadá. Dado que el sutil hurón estaba familiarizado con los caminos, y estaba seguro de que no corrían peligro alguno de ser perseguidos, el grupo recorrió poca distancia, con lo cual el esfuerzo fue menor. David pudo apreciar, desde su punto de vista, que la presencia de su persona fue más bien respetada que deseada; aunque ni el mismísimo Magua se vio exento de esa veneración india hacia los influidos por el Gran Espíritu. Por la noche cuidaron de sus cautivos con la mayor de las atenciones, tanto para aliviarles los consabidos inconvenientes del bosque como para prevenir su huida. Se dejaron libres los caballos en el manantial, como ya se ha comprobado; y, a pesar de lo alejado y remoto que estaba su rastro, utilizaron los ya mencionados artificios de confusión para anular cualquier posibilidad de ser localizados. Cora fue enviada a una tribu que ocupaba temporalmente un valle adyacente, aunque el desconocimiento de las costumbres y las tradiciones nativas por parte de David era tal que no fue capaz de dar cuenta satisfactoria acerca de qué tribu era. Sólo sabía que no habían tomado parte en la expedición contra el fuerte Willam Henry; pero, al igual que los hurones, eran aliados de Montcalm, además de mantener una relación amigable, aunque prudente, con esas gentes tan salvajes y guerreras cuya desagradable compañía el destino tuvo a bien que soportaran.

Los mohicanos y el explorador escucharon esta narración imperfecta y discontinua con creciente interés a medida que iba desarrollándose y, cuando intentaba explicar David los propósitos de la comunidad en la que Cora se hallaba recluida, el cazador le interrumpió repentinamente:

—¿Se fijó en la forma de sus cuchillos? ¿Si eran de estilo inglés o francés?

—Nunca pienso en tales vanidades, sino que más bien me ocupaba de consolar a las damas.

—Puede que llegue el momento en que no considere el cuchillo de un salvaje una mera vanidad —le dijo el explorador, expresando su disgusto ante la falta de atención de su interlocutor—. ¿Habían celebrado su fiesta del maíz, o tenían algún tótem que les representara?

—Disfrutamos de varios festines a base de maíz, el cual, mezclado con leche resulta dulce en su sabor y fácil de digerir. No sé lo que significa un tótem, pero si tiene algo que ver con la música india, no merece la pena hablar de ella. Nunca cantan al unísono para sus alabanzas, con lo cual diría que son una estirpe de lo más profano e idólatra.

—En eso se equivoca con respecto a la naturaleza de un indio. Incluso el mingo adora a un único Dios verdadero. Decir lo contrario es una perversa mentira inventada por los blancos, para mayor vergüenza de mi raza, defendiendo la idea de que un guerrero nativo se inclinaría ante imágenes de su propia cosecha. Es verdad que muchos de ellos hacen pactos con el maligno, como lo haría cualquiera que se enfrentara con un enemigo inconquistable, pero siempre recurren a la bondad y la sabiduría de un solo Gran Espíritu.

—Quizás sí —dijo David—; pero yo he visto imágenes extrañas y fantásticas hechas en su pintura de guerra, para cuya preparación se armarían de un orgullo espiritual, sobre todo una imagen en concreto, que representaba una bestia despreciable y repugnante.

—¿Acaso una serpiente? —preguntó el explorador con presteza.

—Muy parecida. Se trataba de la imagen de una horrenda tortuga.

—¡Hugh! —exclamaron los dos expectantes mohicanos a la vez; mientras que el explorador agitaba su cabeza en señal de haber hecho un descubrimiento poco placentero. Entonces habló el mayor de los dos indios, en lenguaje delaware, con tal calma y dignidad que todos, incluso los que no le entendían, estaban pendientes de él. Sus gestos impresionaban, siendo a veces muy enérgicos. En una ocasión levantó el brazo en alto y, al descender, abrió las solapas de su chaqueta, posando un dedo sobre su pecho, dando énfasis a su significado con tal movimiento. Duncan siguió estos gestos, interpretando que el animal mencionado se habría pintado de forma magistral, aunque de modo discreto, sobre el pecho del jefe indio, utilizando un color azul claro. Todo lo que había oído decir acerca de la violenta separación de las tribus delaware le vino a la mente, mientras esperaba con inmensa impaciencia el momento propicio para hablar, dada la urgencia de sus pensamientos. Su intención, no obstante, fue abortada por el explorador, quien, tras hablar con su amigo piel roja, se volvió para decir:

—Lo que hemos descubierto puede ser bueno o malo para nosotros, sólo el cielo lo sabe. ¡El sagamore en cuestión es de la sangre real de los delaware, tratándose del gran jefe de la tribu de los tortugas! Por las palabras del cantante podemos estar seguros de que está entre los guerreros que ha mencionado; si hubiese empleado la mitad de sus esfuerzos para el canto en haberse fijado más en otras cosas, ahora sabríamos cuántos guerreros eran en total. Estamos pues, moviéndonos en terreno peligroso; ya que un amigo que te ha dado la espalda a menudo te odia más que el enemigo que va en busca de tu cabellera.

—Explíquese —le dijo Duncan.

—Se trata de una antigua y triste tradición, en la cual no me agrada ni pensar; ya que no se puede negar que el mal ha sido mayormente obra del hombre blanco. De todos modos, el resultado ha sido que el tomahawk se agita entre hermanos, haciendo además que los mingos y los delaware caminen juntos.

—Entonces, ¿sospecha que son miembros de ese pueblo los que tienen confinada a Cora entre ellos?

El explorador asintió con la cabeza, aunque parecía querer evitar una conversación sobre algo que se le hacía doloroso. Duncan, presa de la impaciencia, comenzó a proponer varias estrategias con el objeto de rescatar a las hermanas. Munro parecía haberse librado de su apatía, prestando atención a los descabellados planes del joven con un entusiasmo que parecía impropio de su experiencia y sus canas. El explorador, por otro lado, logró convencerle del error que supondría precipitarse en un asunto que requería pensar fríamente y actuar con templanza.

—Será mejor —añadió—, que dejemos que este hombre regrese a las viviendas de los nativos y comunique a las damas que estamos cerca, quedándose allí hasta que le demos la señal para ponemos de nuevo en contacto. ¿Sabe distinguir entre el canto de un cuervo y el de un mirlo, amigo?

—Se trata de un ave de canto agradable —le contestó David—, cuya musicalidad es a la vez suave y melancólica, aunque algo fuera de tono.

—Puede que se refiera al de otra ave —dijo el explorador—. Bien, pues ya que le agrada tanto su silbato, utilícelo como señal. Recuerde entonces que, cuando oiga el canto de un mirlo tres veces seguidas, ha de adentrarse en los arbustos desde los que parece provenir el sonido.

—Espere —le Interrumpió Heyward—. Yo le acompañaré.

—¿Usted? —exclamó Ojo de halcón con sorpresa—; ¿Es que se ha cansado de vivir?

—David es la prueba de que hasta los hurones pueden perdonar una vida.

—En efecto, pero sólo David tiene el don de cantar como si estuviera fuera de sus cabales.

—Yo también puedo hacerme el loco, el idiota, el héroe, es decir, cualquier cosa, para rescatar a la que amo. No me ponga más obstáculos, estoy dispuesto a todo.

Ojo de halcón se quedó mirando al joven, sin poder articular palabra de lo atónito que estaba. Duncan, por otra parte, habiendo sucumbido hasta ese momento frente a la capacidad y la sabiduría del otro, ahora asumía una posición de autoridad a la que no era fácil oponerse. Con la mano hizo un gesto de menosprecio hacia cualquier tipo de protesta; luego, con un tono más calmado, continuó diciendo:

—Ustedes saben cómo disfrazarme. Cámbienme de aspecto; utilicen su pintura si es necesario; en resumen, hagan que parezca cualquier cosa, un tonto.

—No creo que para eso necesite cambiar; ya ha obrado bastante la mano del todopoderoso en ese sentido —masculló el explorador, visiblemente molesto—. Cuando envían ustedes refuerzos para luchar en guerras de ultramar, ¿acaso no ven la necesidad de establecer de antemano los lugares de acampada, para que así los que luchan a su lado puedan saber dónde y cuándo pueden encontrar a sus aliados?

—Escuche —le interrumpió Duncan—. Ya le ha oído a este fiel guardián de las cautivas decir que los indios son de dos tribus diferentes, incluso pueden ser de naciones distintas. Con una de ellas, presumiblemente una rama de los delaware, está la que ustedes llaman «la de cabellos oscuros»; la otra dama, la más joven, está con el grupo formado por nuestros enemigos de siempre, los hurones. Por mi condición de hombre y soldado, he de intentar liberar a la segunda, o morir en el intento. Mientras tanto, ustedes pueden negociar la liberación de la otra hermana.

El renovado espíritu del joven militar se notó en el brillo de sus ojos, además de sus ademanes aguerridos. Ojo de halcón, aún sabiendo los peligros que conllevaría el experimento, no supo oponerse a tan apasionado empeño.

Posiblemente hubiera algo en el descabellado plan que le agradaba, algo que se parecía a su propio amor por la aventura y el riesgo —elementos que ya formaban parte de su existencia y de los cuales había llegado incluso a disfrutar—. Así, en lugar de mostrarse contrario a la propuesta de Duncan, cambió su actitud de forma repentina, prestándose a colaborar.

—Vamos —le dijo, esbozando una sonrisa—; al ciervo hay que llevarlo al agua, no seguirlo hasta allí. Chingachgook tiene más pinturas de colores que las que usaba la esposa del oficial ingeniero para representar la naturaleza sobre trozos de papel, haciendo que las montañas pareciesen montones de heno rojizo, poniendo además el cielo azul al alcance de la mano. También el sagamore sabe utilizarlas. Siéntese sobre ese tronco; y por mi vida que puede convertirle en un auténtico bufón, como deseaba usted.

Duncan accedió; y el mohicano, que había escuchado la conversación muy atento, puso manos a la obra. Gracias a su larga experiencia en las sutiles prácticas artísticas de su raza, dibujó con gran destreza y rapidez la sombra fantástica que se consideraba como símbolo de jocosidad y buen humor entre los nativos. Se evitaban todas aquellas líneas que pudiesen interpretarse como inclinaciones belicosas, enfatizando, por otro lado, las formas propias de la amistad y la buena disposición.

En resumen, sacrificó todo atisbo de apariencia guerrera en favor de la imagen de un bufón. Este tipo de aspecto no era infrecuente entre los indios; y, dado que Duncan ya estaba suficientemente disfrazado con sus atuendos de soldado, podría pasar por un malabarista de Ticonderoga que frecuentaba la compañía de las tribus vecinas, en especial por su dominio del francés.

Cuando ya parecía suficiente la pintura que llevaba, el explorador le dio varios consejos amistosos, concertó un modo de hacer señales mutuas y le señaló el lugar en el que debieran encontrarse, caso de que la misión resultara exitosa. La despedida entre Munro y su joven amigo resultó más melancólica; con todo, el primero acabó aceptando la separación con un cierto grado de indiferencia que no era propio de su carácter afable y sincero, si no fuera porque sus ánimos se encontraban decaídos. El explorador guió a Heyward fuera de allí y le comunicó su intención de dejar al veterano a buen recaudo en algún campamento, bajo la protección de Chingachgook, mientras Uncas y él procedían a entrevistarse con aquellos que suponían eran de la estirpe delaware. Tras repetir sus consejos de prudencia, concluyó diciendo, con tal solemnidad y honradez de espíritu que Duncan se conmovió, lo siguiente:

—¡Y que Dios le bendiga! Ha demostrado tener un espíritu al que admiro, ya que es el que acompaña al don de la juventud; aquel que se caracteriza por la bravura y el temperamento apasionado. Pero recuerde la advertencia de alguien que sabe que lo que predica es verdad. Tendrá ocasión de presumir de su hombría y de una sabiduría mayor que la que se encuentra en los libros, en cuanto supere en astucia o en valor a un mingo. ¡Que Dios le bendiga! Si los hurones se hacen con su cabellera, cuente con el juramento de alguien que lucha con dos guerreros a su lado. Tenga por seguro que lo pagarán muy caro; a razón de una vida por cada pelo. Le repito, joven caballero: que la Divina Providencia bendiga su causa, ya que es buena; y recuerde que, para vencer a esos bribones es justo que ponga en práctica ciertos actos que pueden parecer impropios de un hombre blanco.

Duncan estrechó la mano de su experimentado e inconformista interlocutor, de nuevo recomendó a su veterano compañero que se cuidase y, deseando también lo mejor para todos, le hizo una señal a David para que le guiara. Ojo de halcón se quedó mirando al atrevido y arrogante joven durante un instante, mostrando abiertamente su admiración por él; luego, se volvió, agitando su cabeza en señal de duda, mientras él y los de su propio grupo se introdujeron en el bosque.

La ruta tomada por Duncan y David se encontraba al otro lado del pozo de los castores, bordeando el margen del mismo.

Cuando el primero de los dos se encontró a solas con un compañero tan simple, así como tan incapacitado para enfrentarse a una situación de emergencia, se dio cuenta entonces de la difícil tarea que había asumido. El crepúsculo hacía que la tenebrosidad de la ya misteriosa naturaleza circundante se incrementara; incluso dotaba de unas características inquietantes a las chozas que había divisado antes, las cuales parecían tan vacías y, a la vez, tan vivas. Se le ocurrió, mientras admiraba tanto la estructura de las viviendas como la prudencia y sagacidad de sus inquilinos, que incluso las primitivas gentes de esos parajes indómitos estaban dotados de un instinto tan formidable como la capacidad racional que él mismo poseía. Esto le hizo reflexionar con preocupación sobre la desigual contienda que pretendía librar de modo tan impulsivo y apresurado. Entonces le vino al pensamiento la bella imagen de Alice, sus apuros, los peligros en los que pudiera encontrarse; y atrás quedaron todos los temores de su situación. Animándole a David, siguió su camino con paso ligero y decidido, como era propio de su juventud y talante emprendedor.

Tras circundar el pozo, se apartaron del curso de las aguas, comenzando a ascender a un nivel de tierra ligeramente elevada dentro de ese valle por el que se desplazaban. En menos de media hora habían llegado al margen de otro claro que parecía también ser obra de los castores; tal lugar se encontraba abandonado ahora, quizá porque tan ingeniosos animales se vieron obligados a huir, o simplemente porque fueron en busca de un lugar mejor. Por instinto, Duncan vaciló durante un momento, reticente a dejar atrás la seguridad de su cobertura boscosa, mientras reunía todas sus fuerzas, como quien está a punto de llevar a cabo un experimento arriesgado y es consciente de que las necesitará. Aprovechó también la pausa para obtener toda la información posible acerca de ese sitio, por medio de breves y apresuradas observaciones visuales.

En el lado opuesto al descampado, cerca del lugar en el que el arroyo descendía por unas rocas desde un punto más alto, podían divisarse unas cincuenta o sesenta edificaciones rudimentarias, todas hechas combinando troncos de árbol, ramas y arcilla. Estaban dispuestas sin orden previo ni esquema estético. En verdad, resultaban muy inferiores a las observadas anteriormente por Duncan, tanto que incluso esperaba que pudieran suponer alguna sorpresa adicional. El grado de suspense que experimentaba estaba aún más lejos de la distensión debido a que, en la penumbra, vio cómo unas veinte o treinta siluetas se elevaban por encima de la alta y espesa hierba delante de las viviendas, para hundirse de nuevo en ella de modo alternante. Por las apariencias, estas formas daban la sensación de ser unos misteriosos espectros que estaban al acecho, u otro tipo de seres sobrenaturales, más que criaturas normales de carne y hueso. Una de estas formas amenazantes y desnudas dio la impresión momentánea de que había levantado sus brazos y hubiera desaparecido sin dejar rastro, para luego aparecer en otro punto, más distante, o bien dejar que otra sombra ocupara su lugar. David, al observar que su compañero se rezagaba, miró en la misma dirección y le reconfortó en cierta medida al decirle:

—Aquí hay gran cantidad de tierra fértil sin cultivar —dijo—, y debo añadir que no ha sido tan desperdiciada ni sus frutos tan mal aprovechados, como tantas veces he visto durante mi corta estancia en esta tierra de infieles.

—Las tribus gustan más de la persecución que de las artes de la labranza —le contestó Duncan de modo casi mecánico, mientras aún observaba aquellas formas que le inquietaban.

—Es más la alegría del espíritu que el trabajo lo que hace levantar el canto de la adoración; pero estos muchachos hacen mal uso de sus dotes naturales. Rara vez me he encontrado con alguno que realmente estuviera instruido en los salmos, y estoy completamente seguro de que no hay nadie que los cultive menos. Me he pasado aquí tres noches y en tres ocasiones les he reunido a los inútiles para formar un coro de canto religioso; ¡siempre responden a mis esfuerzos con gritos y aullidos que hielan la sangre!

—¿De quiénes habla?

—De esos hijos del diablo que malgastan el tiempo con chiquilladas, allí entre la hierba. ¡Ah! qué poco conocen la disciplina del autocontrol estas gentes desenfrenadas. Entre tantas ramas no hay una sola vara firme, por lo que no ha de resultar sorprendente que las bendiciones más exquisitas de la Divina Providencia se utilicen sólo para vociferar como lo hacen.

David se tapó los oídos ante el grito colectivo de la manada de niños, que debió oírse por todo el bosque; tras lo cual, mordiéndose el labio y avergonzado de su debilidad supersticiosa, dijo con firmeza:

—Sigamos.

Sin quitar las manos de sus oídos, el maestro de canto le hizo caso, y juntos continuaron su camino hacia el lugar donde, según David, se encontraban «las tiendas de los Filisteos».