Si encuentra un hombre allí, ése morirá como una pulga.
Las alegres comadres de Windsor.
El grupo había arribado a los límites de una región que, incluso hoy en día, permanece menos conocida para los habitantes del país que los desiertos de Arabia o las estepas tártaras. Se trataba de la zona árida y baldía que separa a los anuentes del lago Champlain de los del Hudson, el Mohawk y el Saint Lawrence. Desde aquella época, el lugar ha sido rodeado por numerosos poblados, finto del espíritu activo de sus habitantes, pero sólo el cazador o el salvaje ha osado adentrarse en sus indómitas profundidades.
Sin embargo, debido a que Ojo de halcón y los mohicanos ya habían atravesado a menudo las montañas y los valles de esos parajes, no vacilaron en meterse en ellos, haciendo alarde de su resistencia ante las dificultades y privaciones de la vida al aire libre. Durante muchas horas, los viajeros siguieron su camino, bien guiados por una estrella, bien por la del curso de algún riachuelo, hasta que el explorador decidió que hicieran una parada. Tras entablar un breve diálogo con los indios, encendieron un fuego e hicieron los preparativos de rigor para pasar allí la noche.
Siguiendo el ejemplo de sus compañeros más experimentados, Munro y Duncan intentaron no mostrar temor alguno y durmieron con aparente tranquilidad, aunque en el fondo sintieron cierta inquietud. El rocío se estaba disipando y los primeros rayos del sol habían dispersado las neblinas matinales del bosque cuando los integrantes del grupo ya estaban de nuevo en marcha.
Después de recorrer unos kilómetros, los movimientos de Ojo de halcón al frente del grupo se volvieron más cuidadosos y expectantes. Con frecuencia se detenía para inspeccionar los árboles; tampoco se disponía a cruzar una comente sin tomar en consideración el volumen, la velocidad y el color de sus aguas. Desconfiando de sus cálculos, a menudo apelaba a las sinceras opiniones de Chingachgook. En el transcurso de una de estas pláticas, Heyward pudo ver que Uncas permanecía sereno y callado, aunque, a su juicio, muy atento a lo que se hablaba. Le entraron ganas de preguntarle al joven jefe indio cuál era su opinión acerca de los asuntos que se discutían, pero el gesto digno del nativo le indujo, finalmente, a pensar que éste confiaba por completo, al igual que él, en la sabiduría y la capacidad de los veteranos. Cuando, por fin, el explorador se expresó en inglés, no vaciló en afirmar lo embarazoso de su situación.
—Cuando vi que el camino hacia el hogar de los hurones se orientaba al norte —dijo—, no hizo falta que recurriera al conocimiento adquirido tras años de experiencia para saber que seguirían los valles y se mantendrían entre las aguas del Hudson y el Horicano, hasta alcanzar los manantiales del Canadá, lo cual les llevaría al corazón del territorio franchute. Y, a pesar de ello, aquí estamos, a poca distancia del Scaroon, ¡y no hemos encontrado una sola señal del rastro! La condición humana es débil por naturaleza y es posible que nos hayamos equivocado.
—¡Quiera Dios que eso no sea cierto! —exclamó Duncan—. Volvamos sobre nuestros pasos y prestemos más atención al avanzar de nuevo. ¿Acaso no tiene Uncas algo que decir al respecto?
El joven mohicano miró a su padre, pero sin variar el gesto reservado y paciente de su semblante, y permaneció callado. Chingachgook se percató de ello y, haciendo una señal con la mano, le pidió que hablara. En cuanto se le brindó tal licencia, el rostro de Uncas cambió su expresión de seriedad por una de júbilo y satisfacción. Lanzándose como un gamo, escaló por la ladera de una leve pendiente que se encontraba a escasos metros más adelante, irguiéndose triunfante sobre un parche de tierra removida, la cual parecía haber sido escarbada por algún animal pesado que hubiese pasado por allí. Los ojos de todo el grupo reconocieron en la actitud victoriosa del joven la confirmación de la buena noticia.
—¡Es el rastro! —exclamó el explorador, corriendo hacia el lugar—. El joven tiene agudeza de vista y buen juicio, a pesar de sus pocos años.
—Es extraño que no lo hubiera dicho antes —murmuró Duncan, colocándose a su lado.
—Habría sido aún más sorprendente si hubiese hablado sin pedir permiso. No, no; un joven blanco, habiendo acumulado sabiduría en los libros, puede medir sus destreza sobre el papel, puede presumir de que sus conocimientos son mayores que los de su padre, así como su capacidad física; pero donde manda la experiencia, el alumno ha de aprender el valor de los años y respetarlos en su justa medida.
—¡Mirad! —dijo Uncas, señalando hacia el norte y el sur, en dirección a las evidentes huellas que formaban un camino a ambos lados de su persona—. La de cabellos oscuros se ha ido hacia el frío.
—Ningún sabueso ha tenido el placer de seguir un rastro más en-cantador —respondió el explorador, inmediatamente siguiendo la ruta indicada—. Hemos sido agraciados, y mucho; ahora podemos continuar con ímpetu. En efecto, por aquí han pasado esas bestias de extraños andares: este hurón viaja como un general blanco. ¡El pobre debe estar loco! A lo mejor hasta encontramos huellas de carro, sagamore —siguió comentando, al mirar atrás, entre risas de satisfacción—; puede que incluso viaje en diligencia, con tres de los mejores rastreadores de la frontera pisándole los talones.
Los ánimos del explorador, junto con el sorprendente éxito de la persecución, de la cual ya se habían cubierto más de sesenta kilómetros, sirvieron para avivar las esperanzas de todo el grupo. Su progreso se tornó rápido y podía llevarse a cabo con la confianza propia de un viajero que se desplaza por una ancha carretera. Si una roca, un arroyo o una extensión de tierra endurecida hacía desaparecer las señales que recorrían, la buena vista del explorador las divisaba de nuevo a lo lejos e iba a su encuentro sin demora. Su avance se vio facilitado por la certeza de que Magua tendría la necesidad de viajar a través de los valles; una circunstancia que ya marcaba con total seguridad la dirección principal de su ruta. Tampoco había sido tan negligente el hurón a la hora de poner en práctica las artes de los nativos en los casos en los que se lleva a cabo una retirada delante de un enemigo. Proliferaban los rastros falsos y cambios repentinos de dirección en aquellos puntos que los propiciaban, tales como las comentes de agua o los diversos accidentes que presentaba el terreno; pero los rastreadores no eran fáciles de engañar y supieron ver sus errores a tiempo para volver atrás y corregir la ruta, antes de que fuera demasiado tarde.
A media tarde ya habían dejado atrás al Saroon, yendo en dirección al sol poniente. Tras descender por la ladera de una colina se encontraron con un valle profundo, a través del cual surcaba una corriente rápida de agua; de repente dieron con un lugar en el que el grupo liderado por Renard había descansado. Trozos de madera quemada y brasas extinguidas estaban esparcidas alrededor de los restos de un ciervo, mientras que los árboles mostraban evidentes señales de que unos caballos habían sido atados a sus troncos. A poca distancia y admirándolo con tierna emoción, Heyward descubrió un pequeño emparrado bajo el cual supuso que habían dormido Cora y Alice. El suelo había sido repetidamente pisoteado, estando plenamente visibles las huellas tanto de personas como de animales; sin embargo, el rastro parecía terminar de forma súbita ahí mismo.
Fue fácil seguir las pisadas de los narragansets, pero daba la sensación de que habían deambulado sin rumbo, desprovistos de un guía que les dirigiera y yendo sólo en busca de alimento. Tras un primer momento, Uncas, quien acompañó a su padre en las labores de rastreo de los caballos, dio con una señal reciente de su presencia. Antes de seguir esta pista, comunicó su hallazgo al resto y, mientras los demás comentaban sobre ello, el joven reapareció con los dos animales, cuyas sillas de montar y aparejos se habían roto y estaban en lamentable estado, como si hubiesen estado corriendo libres por los alrededores durante días.
—¿Qué significa esto? —preguntó Duncan, volviéndose pálido y mirando por todo su alrededor, como si temiera que la maleza y las hojas le fuesen a dar una terrible noticia.
—Significa que nuestra marcha ha llegado a un rápido final, además de que estamos en territorio enemigo —le contestó el explorador—. Si el bribón se hubiese visto en apuros y las mujeres necesitaran los caballos para seguir el camino, las habría matado; pero sin el peligro de un enemigo que le pise los talones, y provisto de animales fuertes como éstos, no habrá tocado un pelo de sus cabezas. Sé lo que están pensando, y es una vergüenza para nuestra raza que sospechemos tales cosas; aquél que piense que un mingo puede maltratar a una mujer, salvo que éste quiera matarla en acto de guerra, no conoce absolutamente nada de la naturaleza india, ni de las leyes del bosque. No, no; he oído hablar de que los indios franceses han explorado estos contornos para cazar alces, y nos estamos aproximando a su territorio. ¿Por qué no lo iban a hacer? Los disparos matutinos y vespertinos de Ty pueden oírse entre estas montañas; ya que los franchutes están trazando una nueva línea entre las provincias del rey y el Canadá. Es verdad que los caballos están aquí, pero los hurones se han ido; intentemos encontrar el camino por el que se fueron.
Ojo de halcón y los mohicanos pusieron manos a la obra en la mencionada tarea. Trazaron un círculo de varias decenas de metros de circunferencia, encargándose cada miembro del grupo a una determinada porción del mismo. Esta inspección, sin embargo, no obtuvo resultado alguno. Eran abundantes las pisadas, pero todas parecían limitarse a ese lugar en concreto, sin salir de mismo. Lo intentaron de nuevo el explorador y sus compañeros, terminando una vez más en el centro del circuito sin haber descubierto nada.
—Esta astuta maniobra debe tener algún truco —exclamó Ojo de halcón al ver los rostros decepcionados de sus camaradas.
—Hemos de dar con ello, sagamore, empezando por el manantial y cubriendo el terreno palmo a palmo. Que no presuma el hurón en su tribu de que sus pies no dejan huellas.
Para dar ejemplo, el mismo explorador se dispuso enseguida a examinar el lugar, haciendo alardes de su renovado entusiasmo. Ni una sola hoja quedó sin tocar. Las ramas fueros apartadas, las piedras vueltas sobre sí —dado que la industria de los indios se valía con frecuencia de estos medios para di simular un rastro—. Aun así no encontraron nada. Al cabo de un rato, Uncas, cuya agilidad le había permitido acabar e primero, escarbó la tierra donde el turbio flujo de agua salía del manantial, alterando así el curso de la corriente para que siguiera otra dirección. En cuanto secó algo la tierra por don de antes discurría la fuente, la observó con ojos meticulosos Un grito de satisfacción anunció inmediatamente el éxito del joven guerrero. Todos corrieron hacia el lugar en el cual Uncas ya estaba indicándoles la impresión de un mocasín sobre la porción de tierra húmeda.
—Este muchacho será el orgullo de su pueblo —dijo Ojo de halcón, mientras admiraba el rastro tanto como un paleontólogo el colmillo de un mamut o la costilla de un mastodonte—. Y además, será una amenaza para los hurones. No obstante, ¡ésa no es la huella de un indio! El peso está demasiado concentrado sobre el talón y la puntera es cuadrada, ¡como si un bailarín francés formara parte de la tribu! Corre, Uncas, tráeme una muestra del tamaño del pie del cantante. Encontrarás un ejemplar magnífico de su huella al otro lado de esa roca, contra la ladera de la colina.
Mientras el joven se ocupaba de tales labores, el explorador y Chingachgook observaron cuidadosamente las pisadas. Las medidas coincidieron, por lo que el cazador declaró sin titubeos que se trataba del pie de David, el cual se vería obligado, por segunda vez, a cambiar sus zapatos por mocasines.
—Ahora lo veo todo claro, como si me lo contara el mismísimo Le Subtil —añadió—. El cantante, al ser agraciado por su voz y por el tamaño de sus pies, fue obligado a ir por delante, para que los demás al caminar pisaran dentro de sus huellas, no siendo al final evidentes otras pisadas que las suyas.
—Pero —dijo Duncan—, no veo señales de…
—Las jóvenes —le interrumpió el explorador—. Ese indeseable encontró una manera de transportarlas que consigue despistar a cualquier posible rastreador. Me jugaría la vida a que acabamos encontrando las señales de sus bellos y diminutos pies antes de que hayamos recorrido muchos metros.
Ahora todo el grupo procedió a seguir el camino del antiguo curso del manantial, continuamente pendientes de las impresiones que se iban sucediendo a lo largo del mismo. Tras cierta distancia, el agua volvió a inundar el surco, por lo que los rastreadores se contentaron con seguir la comente, seguros de que las huellas estaban bajo ella, aunque sin descuidar el suelo a ambos lados de la misma. Casi habían caminado un kilómetro cuando el flujo les llevó a rodear la base de una roca árida y de considerable tamaño. Aquí hicieron una pausa para asegurarse de que los hurones no habían abandonado la corriente de agua. Fue un acierto proceder de ese modo. El inquieto y diligente Uncas pronto encontró la marca de un pie sobre una capa de musgo, inconscientemente dejada allí por un indio al pasar. Siguiendo la dirección señalada por este indicio, se adentró en la maleza vecina y dio con el rastro, tan reciente y manifiesto como lo había sido antes de que llegaran al manantial. Con otro de sus gritos comunicó la buena noticia a sus compañeros, quienes inmediatamente cesaron de buscar.
—En efecto, todo ha sido planeado con sabiduría india —comentaba el explorador, cuando el grupo se reunió en el lugar—; y hubiera despistado a cualquier hombre blanco.
—¿Nos vamos? —preguntó Heyward.
—Tranquilo, tranquilo: conocemos el camino; pero es bueno cerciorarse de las cosas. Ésa es mi filosofía, comandante; y si uno descuida los métodos, es poco lo que uno puede aprender de este mundo creado por Dios. Todo es muy evidente salvo una cosa: la forma en la que el bellaco se las arregló para transportar a las jóvenes. Incluso el orgullo de un hurón no permitiría que los delicados pies de las muchachas se mojaran.
—¿Servirá esto para explicar el misterio? —dijo Heyward, señalando hacia los restos de lo que parecía haber sido una rudimentaria camilla, hecha con ramas y asegurada por medio de lianas, ahora completamente desarmada e inútil.
—¡Está todo resuelto! —gritó con júbilo Ojo de halcón—. Desde luego le dedicaron tiempo. ¡Esas sabandija debieron de pasar horas diseñando una mentira para terminar con su rastro! Recuerdo casos en los que emplearon un día entero, aunque de nada les sirvió al final. Aquí tenemos tres pares de pisadas con mocasín, y dos de ellas hechas por pies diminutos. ¡Es sorprendente cómo una persona puede desplazarse con unos pies tan pequeños! Pásamela tira de gamuza, Uncas; voy a medir este pie. Por la Gracia del Señor, que no es superior en tamaño al de un niño, y sin embargo las damas son altas y hermosas. La Divina Providencia reparte cualidades de forma irregular, aunque sus razones tendrá para ello y nosotros no debemos cuestionarlas.
—Las tiernas personas de mis niñas no merecen estas vicisitudes —dijo Munro, observando las ligeras pisadas de sus hijas con amor paterno—. Las encontraremos desvanecidas en esta tierra baldía.
—No hay razón para temer eso —contestó el explorador, diciendo que no con la cabeza—. Esta pisada, aunque delicada, es firme y decidida, y no ha soportado grandes caminatas. Mire, el talón apenas hace mella en el suelo; y allí la de cabellos oscuros ha dado un pequeño salto para ir de una raíz del árbol a la otra. No, no; en lo que a mí concierne, las dos estaban lejos de desvanecerse cuando anduvieron por aquí. Por otro lado, el cantante sí parece que empezaba a estar cansado y débil, como lo demuestra su manera de pisar. En ese lugar, como pueden ver, resbaló; allí, caminó de forma irregular, tambaleándose, y en ese otro punto tenemos otra muestra de su torpeza. Claro, un hombre que sólo se emplea a fondo en lo que atañe a su voz no tiene las piernas preparadas para esto.
A partir de tan innegables pruebas, el experimentado cazador llegó a la verdad, con una certeza y una precisión tales que parecía que hubiera sido testigo ocular de los hechos, gracias a su instintiva capacidad de deducción. Animados por los indicios descubiertos, y satisfechas sus dudas ante lo obvio de los mismos —a pesar de su sencillez—, el grupo reanudó la búsqueda tras una apresurada pausa para reponer fuerzas.
Cuando terminaron de comer, el explorador miró hacia el crepúsculo, poniéndose en marcha con tal rapidez que Heyward y Munro, cuyas fuerzas aún no le fallaban del todo, se vieron obligados a hacer un esfuerzo adicional. Su camino se extendía ahora a lo largo del lugar ya mencionado. Dado que los hurones se habían confiado y no tomaron más precauciones, el avance de los que los perseguían se vio favorecido y no se produjeron más retrasos por la incertidumbre. No obstante, antes de que transcurriera una hora, el ímpetu de Ojo de halcón había disminuido sensiblemente. Su cabeza, en lugar de mantener una postura erguida y confiada, comenzó a mirar de un lado a otro con suspicacia, como si percibiera algún tipo de peligro en las proximidades. Pronto se detuvo para esperar al resto del grupo.
—Puedo oler a los hurones —les dijo a los mohicanos—. En adelante tenemos el cielo abierto, libre de la espesura de los árboles; estamos acercándonos demasiado a su campamento. Sagamore, encárgate de ese lado de la colina, hacia la derecha; Uncas irá a lo largo del riachuelo por el lado izquierdo, mientras yo continuaré por el rastro. Si algo ocurriera, la señal será la de tres cantos de cuervo. Acabo de ver uno revoloteando justo delante de ese roble seco, lo cual constituye otra señal de que estamos llegando a un campamento.
Los indios asumieron sus tareas sin mediar palabra, mientras que Ojo de halcón siguió adelante con gran cuidado, en compañía de los dos caballeros. Heyward se puso al lado del guía para poder contemplar esos enemigos que tanto trabajo y esfuerzo le habían costado. Su acompañante le dijo que se mantuviera al filo del bosque, el cual, como de costumbre, se encontraba flanqueado por la maleza, y que le aguardara allí. Esto se debía a que quería examinar ciertos indicios del otro lado que le inspiraban desconfianza. Duncan le obedeció, encontrándose allí con una amplia panorámica que le resultaba, a la vez, desconocida y extraordinaria.
Se habían talado los árboles de una gran extensión de terreno y la luminosidad propia de un cálido atardecer de verano ya predominaba sobre el claro. A poca distancia del lugar en el que se encontraba Duncan, el riachuelo se había ensanchado para dar lugar a un pequeño lago, cubriendo la mayor parte de las tierras bajas entre una montaña y otra. El agua salía de esta ancha laguna por medio de una catarata que fluía de forma tan suave y regular que parecía haber sido obra de la mano del hombre y no de la naturaleza. Un centenar de viviendas terrosas se erigían sobre un margen del lago; incluso había alguna dentro de los límites del agua, dando a entender que el nivel del lago había variado. Los tejados redondeados, una magnífica defensa contra los fenómenos meteorológicos, denotaban que estas casas estaban más cuidadosamente concebidas que las tiendas utilizadas con carácter temporal durante la caza o la guerra. En resumidas cuentas, todo el poblado o campamento —la denominación es lo de menos— constituía la prueba de que el ingenio y la capacidad metódica de los nativos iban más allá de lo que el hombre blanco acostumbraba a creer como propio de las costumbres indias. Sin embargo, parecía estar deshabitado, o al menos, así lo supuso Duncan durante un buen rato; luego, le pareció ver un número de formas humanas avanzando hacia él a cuatro patas, aparentemente arrastrando algo pesado que él identificó como algún ingenio formidable. Justo entonces, unas cabezas oscuras asomaron fuera de las viviendas y, de repente, el lugar rebosó de vida y actividad; aunque, por otra parte, estos seres se movían de un lado a otro con tal prisa que no permitían determinar cuáles eran sus motivos o intenciones. Alarmado por estos movimientos tan sospechosos e intrigantes, Duncan estuvo a punto de dar la señal de los cuervos, pero el ruido de alguien apartando las hojas cerca de él le hizo mirar hacia el otro lado.
El joven se puso en alerta y retrocedió unos pasos de modo instintivo, cuando vio que un indio se encontraba a menos de cien metros de él. Dominándose de inmediato, lejos de hacer sonar la alarma, lo cual podría costarle caro, permaneció inmóvil observando los movimientos del otro.
Un momento de calma para comprobar la situación le confirmó a Duncan que el nativo no le había descubierto, sino que, al igual que él, parecía ocuparse en la consideración de las pequeñas viviendas del poblado, así como de los apresurados movimientos de sus habitantes. Era imposible discernir la expresión de su cara, oculta bajo una grotesca más cara de pintura, aunque a Duncan le pareció más bien una de tristeza y no de agresividad. Su cabeza estaba completamente afeitada, como era la costumbre, salvo por la zona de la coronilla, desde cuyo mechón pendían sueltas cuatro plumas descoloridas. Un gran chaleco destartalado envolvía la mitad de su cuerpo, bajo el cual llevaba una simple camisa arremangada. Sus piernas se encontraban al descubierto, mostrando numerosos cortes y raspaduras, consecuencia de las espinas de la maleza. Sin embargo, sus pies calzaban un par de mocasines en buenas condiciones. En conjunto, el aspecto de este individuo era más bien mísero y desaliñado.
Aún se encontraba Duncan estudiando a su vecino con gran curiosidad cuando apareció a su lado el explorador, sin hacer el más mínimo ruido.
—En efecto, hemos llegado a su campamento —le susurró el joven militar—; he aquí a uno de los salvajes, sin ir más lejos, impidiéndonos avanzar.
Ojo de halcón se estremeció y elevó su fusil cuando, siguiendo la dirección señalada por su compañero, pudo apreciar la imagen del extraño. Entonces, tras bajar la mortífera arma, extendió su cuello hacia adelante, como si quisiera cerciorarse de algo que había detectado.
—Ese diablo no es un hurón —dijo—, ni tampoco un miembro de ninguna de las tribus del Canadá; y, sin embargo, las ropas que lleva se las debió de quitar a un blanco. Claro, Montcalm ha estado peinando el bosque para asegurarse el camino, juntando toda clase de indeseables asesinos salvajes. ¿Ha visto dónde ha posado su carabina o su fusil?
Aparentemente no lleva armas; ni parece tener malas intenciones. A no ser que dé la voz de alarma a sus compañeros, quienes, como puede ver, están donde el agua, no tenemos nada que temer de su parte.
El explorador se volvió hacia Heyward y le miró con sorpresa no disimulada. A continuación rompió a reír, aunque en silencio, como solía hacerlo en momentos de posible peligro.
Repitiendo las palabras:
—¿Compañeros que están donde el agua? —añadió—. ¡Eso es lo que se aprenderá en las escuelas de la civilización! Aunque el bellaco sí que tiene piernas largas y no debemos confiarnos. Manténlo bajo las miras de tu fusil, mientras yo le sorprendo desde atrás y le tomo prisionero. No dispare.
Ojo de halcón ya se había adentrado en la maleza cuando Heyward le detuvo apresuradamente con su brazo, preguntándole con preocupación:
—Si veo que está en peligro, ¿no debería disparar?
Ojo de halcón le miró durante un instante, como si no comprendiera la pregunta; luego, asintió con la cabeza y le contestó, aún riéndose para sus adentros:
—Todo lo que quiera, comandante.
Seguidamente, se desvaneció entre las hojas de los árboles. Duncan esperó un cierto tiempo, presa de la impaciencia, antes de poder divisarlo de nuevo. Apareció arrastrándose por el suelo, casi imperceptible a la vista por el color de sus prendas de vestir, situándose justo detrás del nativo. Cuando estuvo a escasos metros de él, se levantó lentamente y en silencio. En ese momento se oyeron varios chapuzones en el agua; Duncan pudo apreciar unas cien formas oscuras que se introducían, a la vez, en la corriente. Aferrándose a su fusil, dirigió su mirada de nuevo hacia el indio. Lejos de alarmarse, el confiado salvaje giró la cabeza de tal modo que parecía observar los movimientos acontecidos en el lago, cautivado por una especie de curiosidad ingenua. Mientras tanto, la mano de Ojo de halcón se cernía sobre él. De repente, sin ninguna razón aparente, el cazador se echó atrás, dejándose llevar por esas silenciosas carcajadas tan características en él. Cuando terminó de reírse, en vez de asaltar a su víctima por el cuello, le puso la mano levemente sobre su hombro y dijo en voz alta:
—¿Ahora qué, amigo? ¿Está enseñando a cantar a los castores?
—Incluso así —fue la respuesta—. Parecería que Aquél que les dio capacidad para mejorar no les negaría voces para ello si fuera necesario, y así poder también alabarle.