¡Tierra de Albania! Deja que mis ojos se posen
Sobre ti, ¡aguerrida nodriza de hombres salvajes!
Childe Harold.
Aún podía verse una multitud de estrellas en el cielo cuando Ojo de halcón se acercó para despertar a los que dormían. Habiéndose despojado de sus capas, Munro y Heyward ya estaban de pie mientras el cazador les llamaba desde la entrada de la rudimentaria cabaña, en la cual habían pasado la noche. Cuando salieron al exterior, encontraron al explorador aguardándoles en las cercanías, mediando como único saludo entre ellos un significativo gesto, pidiendo silencio, por parte del sagaz guía.
—Recen para sus adentros —les susurró mientras se acercaban—; ya que Aquel al que van dirigidas las plegarias conoce todas las formas de habla, tanto con las palabras como con el corazón. Pero, eso sí, no hablen; la voz de los blancos no suele estar hecha para disimularse en el bosque, como pudimos comprobar en el caso de ese pobre diablo el cantante. Vengan conmigo —continuó diciendo, mientras les llevaba a uno de los muros de las ruinas—; introduzcámonos en este lado de la zanja; tengan cuidado con los escombros de piedra y madera al avanzar.
Todos sus acompañantes así procedieron, aunque los dos blancos se preguntaban acerca de las razones para tanta precaución. Mientras se encontraban en ese surco que rodeaba al fuerte por tres de sus cuatro costados, pudieron comprobar que las ruinas casi bloqueaban el paso. No obstante, con mucho cuidado y paciencia, lograron seguir al explorador hasta llegar a las orillas arenosas del Horicano.
—Ése será un rastro que sólo podrá seguirse por el olfato —dijo el explorador con satisfacción, mientras miraba hacia atrás y reconocía la dificultad del camino por el que habían avanzado—. La hierba es una alfombra traicionera para los que huyen a través de ella, mientras que la madera y la piedra no muestran huellas de mocasín. De haber llevado ustedes puestas sus botas militares podrían haber dejado alguna señal, pero calzado con piel de gamo, un hombre puede andar confiado sobre terreno rocoso la mayoría de las veces. Trae la canoa más hacia tierra, Uncas; esa arena se deja imprimir con extremada facilidad. Con suavidad, muchacho, con suavidad, no dejes que roce la orilla, de lo contrario esos bribones sabrán cómo nos hemos ido.
El joven hizo caso de tan prudentes directrices. A continuación, el explorador colocó una tabla a modo de puente entre los escombros y la embarcación, haciéndoles una señal a los dos oficiales para que cruzaran. Hecho esto, todo se dejó en la misma posición y en el mismo lugar que antes, consiguiendo Ojo de halcón alcanzar la barca sin dejar una sola de esas temidas huellas de las que siempre hablaba. Heyward permaneció en silencio hasta que los indios hubiesen remado una distancia suficientemente lejos de las ruinas; entonces, bajo el cobijo de la gran sombra oscura que proyectaba la montaña oriental sobre la superficie cristalina del lago, preguntó con exigencia:
—¿Qué necesidad tenemos de huir de esta manera tan apresurada?
—Si la sangre de un oneida pudiera teñir una extensión de agua tan pura como ésta —le contestó el explorador—, los dos ojos que lleva usted en la cara ya le responderían a esa pregunta. ¿Acaso se ha olvidado del reptil que Uncas eliminó?
—Por supuesto que no. Pero estaba solo y los muertos no pueden amenazar a nadie.
—En efecto, estaba solo en sus diabólicos quehaceres; pero un indio que proviene de una tribu tan prolífica en guerreros no debe temer que su propia muerte se quede sin ser vengada.
—Pero nuestra presencia, la autoridad del coronel Munro ya sería suficiente garantía para protegemos de las iras de los que son nuestros aliados, sobre todo siendo que el desgraciado se mereció lo acontecido. Confío en Dios que usted no se haya desviado ni un palmo de nuestro camino por una razón tan nimia.
—¿Cree usted que la bala disparada por ese bellaco se habría desviado, aunque fuera su mismísima majestad el rey quien estuviera en su camino? —replicó el tozudo explorador—. Si la palabra de un blanco ejerce tanta influencia sobre la naturaleza de un indio, ¿por qué no pudo el gran franchute, capitán general del Canadá, hacer que los hurones enterrasen sus hachas de guerra?
La respuesta de Heyward se vio interrumpida por un gruñido exhalado por Munro; sin embargo, tras una pausa silenciosa —respetando así el dolor de su anciano amigo—, volvió a incidir sobre el asunto.
—El marqués de Montcalm tendrá que responder de ese error ante su Dios —dijo el joven con tono solemne.
—En efecto, ahora habla usted con sabiduría, ya que sus palabras se basan en la honradez y la fe. Existe una gran diferencia entre la intervención de un regimiento de casacas blancas, con el fin de mediar en un conflicto surgido entre cautivos blancos e indios aliados, y la pretensión de convencer a un furioso salvaje de que no lleva un cuchillo y un fusil, dirigiéndose a él por medio de las palabras «hijo mío». No, no —continuó diciendo el explorador, mirando atrás hacia las difusas orillas del fuerte William Henry, ya casi fuera de vista, mientras reía para sus adentros—; he logrado poner agua de por medio y, a no ser que los diablos se hagan amigos de los peces y éstos les digan quiénes han pasado por su hogar esta dulce mañana, estaremos al otro extremo del Horicano antes de que puedan decidir qué camino tomar.
—Teniendo enemigos delante y enemigos detrás, nuestro viaje será probablemente peligroso.
—¿Peligroso? —repitió Ojo de halcón sin perder la calma—. No, no demasiado peligroso, ya que, teniendo los oídos y los ojos abiertos y manteniéndonos en alerta, podemos mantener una ventaja de horas por delante de los bribones; por otra parte, si hemos de utilizar el fusil, somos por lo menos tres los que entendemos su lenguaje tanto como los mejores que pueda usted conocer en la frontera. No, no será peligroso, tan sólo podría ser un poco difícil, por llamarlo de algún modo; en todo caso, podríamos tener algún roce o sufrir alguna escaramuza o algo parecido, pero siempre estaríamos a cubierto y con abundante munición.
Es posible que el grado de peligro sospechado por Heyward fuera muy distinto al estimado por el explorador, ya que, en vez de responder, se quedó callado a lo largo de varios kilómetros de río. Justo cuando iba a amanecer, entraron por la parte más estrecha del lago[26], moviéndose rápida y, a la vez, cautelosamente entre sus numerosas islas. Fue por este camino por el que Montcalm se había retirado con su ejército; por eso los viajeros no estaban seguros de que hubiese dejado alguno de sus indios vigilando la retaguardia. Por esta razón se aproximaron al pasadizo guardando su acostumbrado y prudente silencio.
Chingachgook posó el remo a un lado, mientras que Untas y el explorador dirigieron la frágil embarcación a través de abruptas y laberínticas aperturas, en las cuales tornan a cada paso el peligro de ser asaltados. Los ojos del sagamore se dirigían de una isleta a otra, y de un pasillo a otro, a medida que avanzaba la canoa; cuando lo permitía la extensión del agua, su mirada recorría la superficie baldía de las rocas y las frondosas espesuras que se cernían sobre ellos.
Heyward, habiéndose sentido doblemente interesado por el lugar, admirando su belleza sin dejar de experimentar también un temor natural en tales circunstancias, empezaba a creer que no había una verdadera razón para preocuparse cuando, de repente, todos dejaron de remar ante una señal dada por Chingachgook.
—¡Hugh! —exclamó Untas, casi a la vez que su padre dio el ligero toque sobre el lateral de la barca, indicando la proximidad de algún peligro.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el explorador—. El lago está tan tranquilo que parece que el viento nunca lo surcó, y puedo ver que no hay absolutamente nada sobre sus aguas en muchos kilómetros por delante de nosotros.
El indio levantó el remo con gesto sobrio, señalando con él en la misma dirección en la que había clavado su mirada. Duncan dirigió la vista hacia allí; unos metros más adelante había otra isleta cubierta de árboles, pero parecía tan tranquila y pacífica que daba la impresión de que nunca había conocido la presencia del hombre.
—No veo nada —dijo—. Sólo tierra y agua, formando un paisaje magnífico.
—¡Chist! —le interrumpió el explorador—. En efecto, sagamore, siempre hay una razón para tus actos. Sólo se trata de una sombra, y sin embargo no es algo natural. ¿Ve usted los vapores que se levantan por encima de la isla, comandante? No es niebla, sino más bien como una nube espesa.
—Proviene de la evaporación del agua.
—Eso está tan claro que lo ve un niño. Pero ¿qué me dice de la hilera de humo más oscuro que linda por su zona inferior, y que se extiende hasta el bosque de avellanos? Proviene de un fuego; aunque uno de poca intensidad, a mi juicio.
—Vayámonos pues, hacia allí y aclaremos nuestras dudas —dijo Duncan con impaciencia—. No puede haber mucha gente en una isla tan pequeña.
—Si juzga la astucia de un indio por medio de las normas escritas en los libros, o basándose en la sagacidad de los blancos, le llevarán por mal camino; incluso pueden causarle la muerte —le contestó Ojo de halcón, mientras examinaba las señales del lugar con la agudeza que era propia en él—. Si se me permite opinar, sólo tenemos dos alternativas: una es la de regresar y abandonar toda esperanza de seguir a los hurones.
—¡Eso nunca! —exclamó Heyward, olvidándose de toda precaución al hablar en voz alta.
—Está bien —continuó disertando Ojo de halcón, haciéndole una señal para que se calmara—. Estoy de acuerdo con usted, aunque creí conveniente exponerlo así. Nos queda por lo tanto avanzar; y si nos encontramos con indios o franchutes en los estrechos, tendremos que continuar a través de las cumbres montañosas. ¿Tengo razón o no, sagamore?
La única respuesta del indio fue la de empezar a remar de nuevo, haciendo que la canoa se moviera hacia adelante. Al procurar mantener el curso de la embarcación, su decisión se había dejado entrever por medio de su decidida manera de moverse. Todo el grupo remaba vigorosamente, y en muy poco tiempo alcanzaron un punto desde el que gozaban de una vista que abarcaba toda la orilla norte de la isla, la cual había permanecido oculta hasta ese momento.
—Allí están, pues todas las señales lo confirman —susurró el explorador—; dos canoas y una fumata. Los bribones aún no ven a través de los vapores; de lo contrario ya habríamos oído sus condenados gritos. Todos juntos, amigos, dejémosles, que ya casi estamos fuera del alcance de sus balas.
El característico estallido de un fusil, cuyo proyectil rozó la tranquila superficie del agua, así como un agudo grito lanzado desde la isla, interrumpieron este diálogo y dieron a entender que los viajeros habían sido descubiertos. Un instante después, varios salvajes pudieron verse subiendo a las embarcaciones, en las cuales no tardaron en salir a perseguirles. Estos temibles indicios de un próximo enfrentamiento apenas produjeron cambios en los semblantes y los modos de los tres guías, al menos en lo que pudo comprobar Duncan, salvo que sus movimientos con los remos abarcaban más distancia y se hacían al unísono, haciendo que la pequeña barca se lanzara hacia adelante como si estuviese poseída.
—Mantenía así, sagamore —dijo Ojo de halcón, mirando con frialdad por encima de su hombro, mientras aún esgrimía su remo—. Mantenía justo así. Esos hurones no tienen una sola carabina en toda su nación que alcance esta distancia; pero el «mata-ciervos» tiene un cañón que sí permite apuntar desde tan lejos.
Una vez asegurada la velocidad de la barca bajo la guía de los dos mohicanos, manteniéndose así una distancia prudencial entre ellos y sus perseguidores, el explorador cambió el remo por su mortífero fusil. Fueron varias las veces que apuntó para disparar, y aquella en la que sus compañeros por fin esperaban oír la detonación fue cuando bajó el arma para pedirles a los indios que aminoraran la marcha, con el fin de que se aproximaran más sus enemigos. Al final, cuando ya estaba seguro de su puntería y se disponía a hacer efectiva la amenaza de elevar el cañón, una exclamación por parte de Uncas desde el medio de la barca le obligó a desistir de nuevo.
—¿Qué ocurre ahora, muchacho? —exigió saber Ojo de halcón—. Acabas de salvar a un hurón de la muerte por tus quejas. ¿Qué razón hay para ellas?
Uncas señaló hacia una orilla rocosa que tenían enfrente, desde la cual otra canoa de guerra pretendía salirles al paso. Era más que obvia la peligrosidad de la situación, por lo que no hubo necesidad de palabras para confirmarla. El explorador bajó su fusil y lo dejó a un lado, para hacerse cargo otra vez del remo, mientras que Chingachgook guió la embarcación un tanto hacia las orillas occidentales, en un intento de alejarles de sus nuevos enemigos. Los gritos que se oían desde atrás les mantuvieron pendientes también de sus otros perseguidores. La angustiosa situación llegó incluso a sacar a Munro de su entumecimiento anímico.
—Dirijámonos hacia las rocas de tierra firme —dijo el anciano, utilizando los conocimientos de un soldado experimentado—, así les presenta-remos batalla a los salvajes. ¡No permita Dios que yo, ni ninguno de los míos, vuelva a confiar en la palabra de ningún siervo de los luises!
—Aquél que pretenda ganar en una lucha contra los indios —le contestó el explorador—, debe dejar de lado su orgullo y aprender de los mismos nativos. Llévala más por la orilla, sagamore; estamos casi a la misma altura que esas alimañas, y pueden tener la intención de cortarnos el paso en un momento dado.
Ojo de halcón no se equivocaba; cuando los hurones se percataron de que su presa seguía un curso que les iba a dejar atrás, se apresuraron en avanzar de modo gradualmente oblicuo, hasta que las dos canoas avanzaban paralelamente una con la otra, mediando un espacio de doscientos metro entre ellas. Ahora se trataba sencillamente de una cuestión de velocidad. Tan rápidamente avanzaban las pequeñas embarcaciones que las aguas que surcaban formaban considerables olas a ambos lados de sus cascos. Quizá fuera debido precisamente a este empeño por no dejarse superar por lo que los hurones no recurrían a sus armas de fuego. El esfuerzo de los fugitivos era tan grande que no podía continuar durante mucho tiempo más, además de que los perseguidores les superaban en número. Duncan vio, con evidente nervio sismo, cómo el explorador comenzaba a mirar a su alrededor de un modo muy preocupado, como si estuviese buscando algún medio que pudiera procurarles la huida.
—Llévala fuera del alcance de la luz del sol, sagamore —dijo el terco cazador—. Veo que uno de los bribones ha dejado de remar para probar suerte con el fusil. Una sola herida nos podría costar nuestras cabelleras. Si salimos de la luz del sol colocaremos la isla de por medio.
El plan tenía sentido. Una isla larga y de baja altura sobre el nivel de las aguas se encontraba a poca distancia; a medida que se acercaban a ella, la canoa que les perseguía se ve impelida a continuar por el lado opuesto al que tomaron ellos. El explorador y sus compañeros no desperdiciaron esta oportunidad, sino que, en cuanto los arbustos les permitieron estar fuera de la vista de sus enemigos, doblaron sus y a prodigiosos esfuerzos. Las dos embarcaciones rodearon la última esquina como dos corredores empleándose al máximo de sus energías; los fugitivos iban en cabeza. Al final, el giro les había colocado más cerca de sus enemigos, aunque también había alterado sus posiciones.
—Mostraste gran conocimiento sobre las embarcaciones de corteza de árbol al escoger esta entre todas las de los hurones, Uncas —dijo el explorador con una sonrisa, aparentemente más contento ahora que llevaban cierta ventaja, aunque estaban todavía lejos de lo que podría ser una salida airosa de la situación—. Esos indeseables han puesto todo su esfuerzo de nuevo en los remos, por lo que estamos obligados a luchar por nuestras cabelleras con tales fragmentos de madera plana, en vez de con la vista y la carabina. Todos juntos, amigos, a remar con movimientos de recorrido largo.
—Se están preparando para disparar —dijo Heyward—; y como estamos en línea con respecto a ellos, es difícil que fallen.
—Entonces agáchense y permanezcan en el suelo de la barca —le contestó el explorador—; tanto usted como el coronel.
Heyward sonrió, mientras le replicó:
—¡Sería un mal ejemplo que los altos rangos se escondiesen mientras los guerreros se exponen al fuego!
—¡Por el buen Dios! ¡Eso sí que es el valor de un hombre blanco! —exclamó el explorador—. Y, al igual que muchas de sus ideas, algo que se sale de lo razonable. ¿Cree usted que el sagamore, o Uncas, o yo mismo, que soy blanco, dudaríamos en ponernos a cubierto durante una escaramuza, cuando el hecho de exponerse no supone ganancia alguna? ¿Para qué han fortificado Quebec los franchutes, si la lucha suele tener lugar en los campos?
—Todo lo que dice es cierto, amigo mío —le indicó Heyward—. No obstante, nuestras costumbres nos impiden seguir su recomendación.
Una ráfaga lanzada por los hurones interrumpió la conversación; y, a medida que las balas zumbaban a su alrededor, Duncan vio cómo Uncas volvía la cabeza, mirándoles tanto a él como a Munro. A pesar de la proximidad del enemigo y el peligro que él mismo corría, el rostro del joven guerrero no expresó otra emoción que no fuera la de sorpresa por ver cómo unos hombres se exponían voluntaria e inútilmente al fuego. Chingachgook estaba más familiarizado con las acciones de los blancos, ya que ni siquiera desvió su mirada del curso de las aguas. Una bala terminó dando en el remo del jefe indio, haciendo que saltara de sus manos y cayera unos cuantos metros por delante. Se oyó un grito por parte de los hurones, quienes aprovecharon para descargar otra ráfaga. Uncas trazó un arco completo en el agua con su propia paleta, haciendo que la canoa avanzase de un tirón, permitiendo así que Chingachgook recuperara su remo. Tras esto, el jefe indio levantó la paleta en alto y lanzó el grito de guerra de los mohicanos, antes de reanudar su importante tarea con dicho instrumento.
Las estridentes palabras «¡Le Gros Serpent!», «¡La Longue Carabine!» y «¡Le Cerf Agile!» sonaron al unísono tras ellos, aparentemente sirviendo de incentivo a los perseguidores para que pusieran más empeño en la carrera. El explorador levantó su «mata-ciervos» con la mano izquierda, por encima de su cabeza, con gesto de triunfo ante sus enemigos. Los salvajes contestaron el insulto con vociferaciones, seguidas de otra ráfaga. Las balas impactaron en el agua a su alrededor y una llegó incluso a perforar el casco de la pequeña embarcación. Ninguna emoción palpable se hizo visible en las caras de los mohicanos durante estos momentos tan críticos; sus rasgos parecían petrificados, sin expresar ni esperanza ni temor. Sin embargo, el explorador se volvió y, riéndose para sus adentros, le dijo a Heyward:
—A los bellacos les encanta oír cómo suenan sus armas; ¡pero no hay puntería suficiente en los ojos de un mingo como para acertarle a una canoa en movimiento! Mire cómo esos diablos estúpidos han relevado a un hombre de los remos para que cargue las armas, ¡permitiéndonos avanzar metro y medio por cada metro que recorren ellos!
Duncan, a quien la medida exacta de la distancia no le importaba tanto, sí estaba contento de comprobar que la destreza de sus compañeros, junto con la falta de organización de sus enemigos, les supuso una creciente ventaja con respecto a éstos últimos. Los hurones terminaron por disparar de nuevo, llegando a impactar una bala en la hoja del remo sostenido por Ojo de halcón, aunque sin más consecuencias.
—Ya basta —dijo el explorador, mientras echaba un vistazo a la marca del disparo—. Si ni siquiera hubiera podido penetrar la piel de un niño, menos aún la de hombres como nosotros, curtidos por las iras del destino. Si es usted tan amable de remar por mí, comandante, le dejaré al «mata-ciervos» que tome parte en esta charla.
Heyward tomó la paleta y se entregó a la acción de remar, aunque con más ganas que conocimiento, mientras que Ojo de halcón inspeccionaba el funcionamiento de su carabina. Tras asegurarse de todo, éste último apuntó y apretó el gatillo. El hurón apostado en la proa de la primera canoa que les seguía también iba a disparar; pero, al sonar el arma del cazador, cayó hacia atrás soltando su arma. No obstante, se incorporó inmediatamente, dominado por la ira y los deseos de venganza. Sus compañeros se detuvieron para que se les uniera la segunda canoa y así poder continuar la persecución juntos. Chingachgook y Uncas pudieron relajarse un momento, aprovechando este intervalo, pero Duncan siguió remando con el mayor de los empeños. Padre e hijo se miraron tranquilamente, pero con el grave propósito de comprobar si tanto uno como otro tenía alguna herida; ya que ambos sabían que ninguno daría cuenta de ello por medio de quejidos o lamentos, dada la urgencia de la situación. Algunas gotas de sangre corrían por el hombro del sagamore, quien, al percibir que Uncas se había fijado en ellas, simplemente cogió algo de agua con su mano y se lavó la rozadura, certificando así la levedad de la misma.
—Tranquilo, tranquilo, comandante —dijo el explorador, quien ya había vuelto a cargar su fusil—. Ya estamos a una distancia demasiado lejos para que acierte ninguna carabina; además, ya ve que esos bellacos están celebrando consejo. Déjeles que se acerquen lo bastante como para que estén a tiro, que para eso tengo buen ojo, y los mantendremos a raya durante todo el recorrido del Horicano, garantizando que ni uno solo de sus disparos llegue con suficiente fuerza como para atravesarnos la piel, mientras que el «mata-ciervos» puede matar dos de cada tres veces que dispara.
—Nos estamos olvidando de nuestro objetivo —contestó Duncan con diligencia—. Por el amor de Dios, saquemos provecho de nuestra ventaja, a la vez que aumentamos la distancia entre el enemigo y nosotros.
—Devuélvanme mis hijas —dijo Munro con voz entrecortada—. No prolonguen la agonía de un padre, sino tráiganme a mis niñas.
Largos años de experiencia siguiendo las órdenes de sus superiores habían forjado en el explorador la virtud del cumplimiento del deber. Tras mirar hacia las distantes canoas por última vez, aún deseando probar su puntería, dejó a un lado su carabina y volvió al remo, para mayor alivio de Heyward, sosteniendo la pieza de madera con músculos que parecían incansables. Sus esfuerzos fueron secundados por los Mohicanos; por lo que en muy pocos minutos habían puesto tal extensión de agua de por medio que, una vez más, Heyward pudo respirar tranquilo.
En ese momento empezó a ensancharse el lago, habiendo a lo largo de su ruta una extensión de montañas altas y abruptas que colindaban con ambas orillas. Sin embargo, había pocas islas y, por lo tanto, eran fáciles de esquivar. Los movimientos de los remos se hicieron más sosegados y lentos, mientras los que los empleaban continuaron su cometido con suma frialdad, tras la peligrosa carrera en la que se vieron involucrados —como si se hubieran estado entrenando, en vez de haber experimentado una situación desesperada—.
En lugar de seguir por la orilla occidental, hacia donde les tendría que llevar su misión, el esforzado mohicano llevó su avance más hacia aquellas colinas tras las cuales Montcalm supuestamente había guiado su ejército, en dirección a la formidable fortificación conocida como Ticonderoga. Dado que los hurones, por lo visto, habían abandonado la persecución, ya no había razón para tanta prudencia. No obstante, obraron con precaución durante horas, hasta que llegaron a una bahía cerca del extremo norte del lago. Aquí llevaron la canoa hasta la playa, desembarcando todo el grupo. Ojo de halcón y Heyward ascendieron un peñasco adyacente, desde el cual el primero, tras examinar la extensión de agua bajo sus pies, divisó un objeto pequeño y oscuro que flotaba debajo de un promontorio, a varios kilómetros de distancia.
—¿Ve usted eso? —le preguntó el explorador—. ¿Qué diría usted que es ese objeto, si estuviera aquí solo y dependiera únicamente de sus conocimientos de hombre blanco?
—Dada la distancia y su tamaño, supondría que se trata de un ave. ¿Acaso no es algo vivo?
—Se trata de una barca hecha de buena corteza de árbol, remada por fieros y astutos mingos. Aunque el Creador nos ha dado a los habitantes del bosque ojos que no servirían de nada en la civilización, en la que tienen inventos que ayudan a ver, no existe órgano humano que pueda abarcar todos los peligros que ahora mismo nos acechan. Esas sabandijas parecen ir detrás de su cena, pero en cuanto se haga de noche estarán pisándonos los talones, como perros sabuesos. Hemos de despistarles, o de lo contrario nuestra búsqueda de Le Renard Subtil se habrá terminado. Estos lagos suelen ser útiles, sobre todo cuando la presa viene a beber de ellos —reflexionó el explorador con gesto preocupado—; pero no dan cobertura, salvo para los peces. Sabe Dios qué sería del paisaje, si los poblados llegaran a extenderse lejos de los dos ríos. Tanto la caza como la guerra perderían sus alicientes.
—No nos entretengamos, salvo que tengamos buena causa para ello.
—No me gusta ese humo que puede verse escalando por las rocas encima de la canoa —le interrumpió el pensativo explorador—. Apostaría mi vida que otros ojos, aparte de los nuestros, lo están viendo y saben lo que significa. Bien, las palabras no sirven de nada, es hora de recurrir a los hechos.
Ojo de halcón se alejó del lugar, descendiendo hasta la ribera absorto en sus pensamientos. Comunicó sus descubrimientos a sus dos compañeros en el idioma de los delaware, tras lo cual tuvo lugar una breve y sincera consulta entre ellos. Al terminar esta deliberación, los tres se dispusieron a llevar a efecto sus nuevas intenciones.
La embarcación se extrajo del agua para ser portada a hombros por el grupo. Se dirigieron al bosque, dejando un rastro tan claro y obvio como les fue posible. Pronto se encontraron con una corriente de agua; la cruzaron y siguieron adelante hasta llegar a una vasta roca de superficie lisa. En este lugar, sobre el cual sus huellas ya no serían visibles, volvieron hacia atrás, en dirección al arroyo, caminando de espaldas y pisando sobre las mismas huellas, empleando el máximo cuidado. A continuación, siguieron por el curso del arroyo hasta llegar al lago, en el cual depositaron la canoa d nuevo. Un saliente les mantenía ocultos del promontorio además de que el margen del lago se encontraba bordeado por vegetaciones colgantes a lo largo de un trayecto considerable. Bajo el cobijo de estos medios naturales, siguieron su esforzado camino con paciencia y sutileza, hasta que el explorador dijo que podrían volver a pisar tierra firme sin que hubiera peligro.
No reemprendieron la marcha hasta que la oscuridad del anochecer hizo que fuera difícil divisar las cosas. Siguieron su ruta al amparo de la noche, dirigiéndose esta vez enérgica pero, a la vez, sigilosamente hacia la orilla occidental. A pesar de que la rugosa silueta montañosa no presentaba ningún signo distintivo a ojos de Duncan, el mohicano penetró en el lugar escogido por él como refugio con la destreza de un navegante experimentado.
De nuevo levantaron la canoa y la llevaron bosque adentro, en donde la escondieron cuidadosamente bajo un montón de ramas y maleza. Los aventureros se hicieron cargo de sus armas y sus equipajes, y el explorador les comunicó a Munro y Heyward que, por fin, ya estaban preparados para la marcha.