Salarino. —Pues, seguro que si no cumple, no serás capaz de cobrárselo en su carne; ¿de qué te serviría eso?
Shylock. —Como cebo para pescar, si no es para otra cosa; y si no puede servir de alimento en ningún otro sentido, al menos alimentará mi venganza.
El mercader de Venecia.
Las sombras del atardecer se habían sumado a la naturaleza sombría del paisaje cuando el grupo entró en las ruinas del fuerte William Henry. El explorador y sus compañeros hicieron rápidamente los preparativos para permanecer allí esa noche; pero con una actitud tan sobria y comedida que dejaba entrever hasta qué punto los horrores contemplados ese día habían alterado sus ánimos. Apoyaron algunos listones de madera contra una pared chamuscada; y tras cubrirlos Uncas con algo de vegetación, les sirvieron de refugio suficiente. El joven indio señaló hacia la rudimentaria cabaña cuando terminó su labor. Heyward, comprendiendo el significado del gesto amistoso, invitó a Munro para que entrase. Dejando al fatigado anciano inmerso en sus penas, Duncan regresó al exterior para respirar aire fresco, ya que estaba demasiado inquieto como para someterse al descanso recomendado por su experimentado amigo.
Mientras Ojo de halcón y los indios encendían el fuego y se disponían a consumir su cena, consistente en una ración curada de carne de oso, el joven soldado se dedicó a inspeccionar el muro de la fortaleza que estaba orientado hacia las aguas del Horicano. El viento había decaído y las olas que llegaban hasta la orilla lo hacían con una cadencia más regular. Las nubes, como si estuviesen cansadas de su movimiento amenazador, se estaban disipando; las masas más grandes y negras se desplazaban hacia el horizonte, mientras las más ligeras y blanquecinas aún permanecían en el cielo por encima del agua, o entre las cumbres montañosas, como manadas desperdigadas de aves que sobrevolaran sus nidos. De vez en cuando, un destello rojizo y fugaz se percibía a través de los vapores, dándole un momentáneo brillo placentero al cielo gris. Más allá del centro de las colinas circundantes ya se aproximaba una oscuridad impenetrable; la llanura quedaba entonces como un inmenso mausoleo, sin que ningún ruido, ni siquiera un susurro, molestase el descanso de sus numerosos e infortunados ocupantes.
Duncan permaneció como espectador de este escenario, tan espantosamente en concordancia con los hechos allí acontecidos, durante un buen rato. Su mirada lo recorrió todo desde el centro del montículo, donde ahora los hombres del bosque estaban sentados alrededor del fuego, hasta la luz más tenue que aún podía distinguirse en el firmamento, para luego detenerse mucho tiempo en aquella zona oscura, tan semejante al más absoluto de los vacíos, en la que reposaban los muertos. Pronto empezó a imaginarse que del lugar provenían sonidos inexplicables, aunque tan débiles y fugaces que daban lugar a dudas acerca de su existencia. Avergonzado por su inclinación al temor, el joven miró hacia el agua y se esforzó por concentrar su atención sobre el reflejo de las estrellas en la superficie. Aún así, sus oídos le traicionaban, o más bien parecía como si le quisieran avisar de algún peligro que acechaba. Después de un tiempo daba la sensación de que podían oírse movimientos bruscos entre la oscuridad. Totalmente incapaz de acallar sus miedos por más tiempo, Duncan llamó al explorador en voz baja, para que se acercara hasta el lugar en el que se encontraba. Recogiendo su fusil, Ojo de halcón accedió, pero su actitud rebosaba confianza y la absoluta convicción de que estaban seguros en ese sitio.
—Escuche —le dijo Duncan al otro cuando llegó a su lado—. Se oyen ruidos leves procedentes de la llanura, con lo cual es posible que Montcalm tenga aún algún efectivo patrullando por aquí.
—Si es así, entonces los oídos valen más que la vista —dijo el explorador sin alterarse, habiendo ingerido una porción de carne de oso un momento antes, por lo que hablaba mientras masticaba—. Yo mismo he visto cómo estaba encerrado en la localidad de Ty con toda su tropa. Ya sabe cómo son los franchutes; cuando creen haber hecho algo grande, les gusta volver atrás y celebrarlo con bailes y mujeres.
—Yo no estaría tan seguro. Un indio apenas descansa cuando está en guerra, y el deseo de llevar a cabo algún tipo de pillaje puede hacer que un hurón permanezca aquí después de que su tribu haya partido. Lo mejor sería apagar el fuego y establecer un fumo de guardia. ¡Escuche! El ruido. ¿Lo ha oído?
—No es frecuente que un indio ande merodeando entre tumbas. Aunque estuviera dispuesto a matar, sin importarle los medios, suele conformarse con arrancar cabelleras, salvo cuando le arde la sangre y pierde el control; pero, una vez que se le pasa el arrebato, se olvida de su odio y deja que los muertos descansen en paz. Hablando de muertos, comandante, ¿comparte usted la opinión de que el Cielo para un piel roja es el mismo que para nosotros los blancos?
—Sin duda, sin duda. ¡Creo haberlo oído otra vez! ¿O serían las hojas moviéndose en las copas de los abetos?
—En lo que a mí concierne —continuó hablando Ojo de halcón, volviéndose un momento hacia la dirección indicada por Heyward, aunque con gesto tranquilo y despreocupado—, creo que el paraíso ha sido creado para la felicidad, y que los hombres gozarán de él de acuerdo con sus acciones y sus méritos. Por lo tanto, creo que un piel roja no anda desencaminado cuando lo interpreta como una tierra feliz en la que abunda la caza, tal y como aseguran sus tradiciones. Viéndolo así, tampoco estaría mal que un hombre, aunque sea blanco, pudiera pasar su tiempo.
—¡Ahí está! ¿Lo oye de nuevo? —le interrumpió Duncan.
—Sí, sí; tanto cuando escasea como cuando abunda la comida, el lobo se muestra fiero —dijo el explorador, impasible—. Se les podría incluso cazar por sus pieles, si hubiera tiempo y suficiente luz para tales entretenimientos. Pero, volviendo al tema de la vida futura, comandante, les he oído decir a los predicadores de los poblados que el Cielo es un lugar de descanso. Ahí tenemos una muestra de cómo cada hombre tiene un concepto distinto de la diversión. Por mi parte, y lo digo con todos mis respetos por la Divina Providencia, no sería muy entretenido permanecer todo el tiempo metido en esas mansiones de las que predican, sobre todo sí se tiene cierto gusto por la acción y los espacios abiertos.
Duncan, al habérsele explicado la naturaleza de los ruidos, prestó mayor atención al asunto que había inspirado la conversación del explorador, diciendo:
—Es difícil comprender qué sentimientos nos acompañarán cuando llegue la hora del gran cambio final.
—Desde luego que tendrá que ser un cambio, en especial para un hombre acostumbrado a pasar su vida al aire libre —le contestó el empecinado explorador—; y que a menudo se ha saciado en las aguas de la cabecera del Hudson, o que ha dormido en las cercanías del rugiente río Mohawk. No obstante, es reconfortante saber que servimos a un Señor misericordioso; cada uno a su manera, claro está, habiendo grandes extensiones de tierra salvaje de por medio. ¿Quién anda ahí?
—¿Acaso no se trata de los lobos que ha mencionado antes?
Ojo de halcón movió su cabeza en señal de negativa y le hizo un gesto a Duncan para que le siguiera hasta un lugar donde no llegara la luz del fuego. Una vez tomada esta precaución, el explorador adoptó una postura de máxima alerta, escuchando con gran concentración para volver a percibir el sonido que tanto le había sorprendido. Sin embargo, sus esfuerzos parecían ser en vano, ya que, tras una pausa infructuosa, le dijo a Duncan en voz baba:
—Debemos llamar a Uncas. El chico tiene los sentidos propios de un indio y puede oír aquello que se nos escapa a nosotros; de nuevo, y aunque esta vez sea para mal, he de reconocer que soy blanco.
El joven mohicano, que en ese momento estaba conversando en voz baja con su padre, se percató de un sonido que se parecía al canto de un búho. Se levantó deprisa y miró hacia los montículos negros, como si intentara localizar su procedencia. El explorador volvió a emitir la señal y, en pocos segundos, Duncan vio aparecer la figura de Uncas, que estaba acercándose por los muros que llevaban hasta el punto en el que se encontraban.
Ojo de halcón le explicó lo que quería en pocas palabras, habladas en el idioma de los delaware. En cuanto Uncas supo la razón por la cual se le había llamado, se agachó y extendió su cuerpo sobre el terreno. Allí, ante la mirada de Duncan, permaneció callado e inmóvil. Sorprendido por la inmovilidad del joven guerrero, a la vez que curioso por observar la manera en que empleaba sus facultades para obtener la información deseada, Heyward avanzó un poco y se agachó, a su vez, sobre la oscura forma objeto de su atención. Entonces descubrió que Uncas había desaparecido, siendo la forma mencionada la sombra de una irregularidad del terreno.
—¿Qué ha sido del mohicano? —le preguntó al explorador, mientras se echaba hacia atrás, atónito—. Le vi postrarse aquí y habría jurado que aún permanecía en el lugar.
—¡Chist! Hable más bajo; que aún no sabemos qué oídos acechan, y los mingos son muy avispados. En cuanto a Uncas, está ahí afuera, en la explanada; los maquas tendrán que vérselas con él, si es que hay alguno en los alrededores.
—¿Cree usted que Montcalm aún mantiene algunos indios por aquí? Démos la voz de alarma para que nuestros compañeros también vayan a sus armas. Somos cinco, y todos estamos acostumbrados al combate.
—No diga una sola palabra, si es que quiere permanecer vivo. Mire cómo el sagamore está sentado junto al fuego, a la manera de un gran jefe indio. Si hay algún merodeador en la oscuridad, no sospechará que estamos al tanto de sus movimientos si le ve en esa actitud.
—Pero podrían llegar hasta él y matarlo. Está excesivamente visible a la luz del fuego; es muy probable que sea el primero en caer.
—No hay duda de que es verdad lo que dice usted —le contestó el explorador, mostrándose más preocupado que de costumbre—. Pero ¿qué podemos hacer? Un solo movimiento en falso puede provocar un ataque para el cual no estaríamos preparados. El sabe que hemos notado algo por la llamada que le dirigí a Uncas; le haré otra que le haga entender que estamos tras los pasos de los mingos; su instinto indio le dirá cómo reaccionar.
El explorador se colocó los dedos en la boca y produjo un sonido muy característico, que emulaba al de una serpiente; tanto fue así, que Heyward retrocedió alarmado durante un momento. Chingachgook tenía la cabeza apoyada sobre una mano, en actitud pensativa; pero en cuanto oyó el sonido que imitaba al animal cuyo nombre le correspondía, la levantó y dirigió su oscura mirada por todos los alrededores. Este breve y quizá involuntario movimiento fue la única expresión que aparentaba sorpresa o alarma en él. No echó mano a su fusil; ni siquiera miró hacia él, aunque lo tenía a su alcance. Incluso permitió que el tomahawk que portaba suelto en su cinturón descansara sobre el suelo, mientras relajaba todos los músculos de su cuerpo, dando la sensación de que estaba dispuesto a descansar. Volvió a adoptar la posición inicial, apoyando la cabeza sobre una mano, pero habiendo tomado la astuta decisión de cambiar de mano para hacer creer que se trataba de un movimiento que permitiese descansar a la otra. Así, el nativo aguardó cualquier posible novedad con una tranquilidad y una frialdad que sólo un guerrero indio podría demostrar.
Pero Heyward apreció que, aunque para un observador inexperto el rodio parecía dormitar, sus fosas nasales estaban tensas, su cabeza estaba ligeramente ladeada, como si quisiera escuchar algo, y sus miradas fugaces se notaban cada vez que las dirigía a su alrededor.
—¡Observe a tan noble individuo! —le susurró Ojo de halcón a Heyward, cogiéndole del brazo—. Sabe bien que una mirada o un movimiento repentino daría al traste con nuestros planes y nos pondría a merced de esos diablos.
Sus palabras fueron interrumpidas por una ráfaga luminosa y una descarga de fusil. La oscuridad se llenó de fogonazos allí por donde Heyward, sobrecogido y atónito, estaba mirando. Luego se dio cuenta de que Chingachgook había desaparecido entre todo el ajetreo. Mientras tanto, el explorador había colocado su fusil en ristre, preparado para intervenir, esperando con impaciencia que algún enemigo se pusiera a la vista. No obstante, el ataque parecía haberse reducido al frustrado intento de acabar con la vida de Chingachgook. En una o dos ocasiones les pareció percibir ruidos de movimiento entre la maleza, y que ciertas formas indefinidas pasaban rápidamente de largo, poco antes de que Ojo de halcón señalara el camino por donde huyeron los intrusos a modo de «lobos espantados». Tras una pausa casi insostenible, se oyó un fuerte chapuzón en el agua, inmediatamente seguido de otra descarga de fusil.
—¡Ése es Uncas! —dijo el explorador—. ¡El chico porta un arma muy particular! Conozco bien el sonido de sus disparos, al igual que un padre conoce la voz de su hijo, pues era mi arma hasta que me hice con otra mejor.
—¿Qué puede significar todo esto? —exigió saber Duncan—. Nos tienen vigilados; y, al parecer, nos quieren matar.
—Ese plomo que hay sobre el atizador puede asegurarnos que no venían en son de paz, y ese indio dará fe de que no se ha hecho ningún daño —le contestó el explorador, colocando su fusil de nuevo en postura de descanso, mientras se disponía a acompañar al recién aparecido Chingachgook hasta el interior de las ruinas—. ¿Cómo está la cosa, sagamore? ¿Nos tienen rodeados los mingos, o se trata simplemente de uno de esos reptiles rezagados que busca las cabelleras de los cadáveres para presumir de valentía ante las mujeres de su tribu?
En silencio, Chingachgook volvió a tomar asiento. No le dio respuesta alguna hasta que hubo terminado de examinar el atizador con el que avivaban el fuego, el cual había recibido el impacto de la bala que iba dirigida contra él. Tras esto, se dignó en responder, utilizando un dedo como señal numérica y pronunciando una sola palabra:
—Uno.
—Lo suponía —aseveró Ojo de halcón, sentándose a su vez—; y si pudo zambullirse en el lago antes de que Uncas le alcanzara, es más que probable que el bribón ahora presumirá de haber sobrevivido a un gran enfrentamiento entre él y dos mohicanos, acompañados por un cazador blanco, ya que a los oficiales los despreciará como inútiles. Bueno, pues que mienta, que mienta. Siempre hay algún hombre honrado en cada nación, aunque Dios sabe que escasean entre los maquas, y que descubrirá la falsedad de sus palabras. El bellaco te rozó los oídos con su plomo, sagamore.
Con sosegada indiferencia, Chingachgook dirigió su mirada hacia el lugar en el que había hecho impacto la bala, para luego volver a adoptar la misma actitud y compostura de antes, dando a entender que el incidente apenas tenía importancia. Justo entonces apareció Uncas, quien tomó asiento junto al fuego y, emulando a su progenitor, mostró idéntica tranquilidad.
Heyward fue testigo maravillado de estas impresionantes muestras de indiferencia, las cuales no hacían sino estimular su curiosidad. Tenía la sensación de que los hombres del bosque estaban dotados de una inteligencia especial de la cual él carecía. En lugar de contar sus experiencias con orgullo y hasta con exageraciones, como lo haría la mayoría de los jóvenes blancos, el joven guerrero indio no dijo una sola palabra acerca de lo que aconteció en la oscuridad de la explanada, dejando que sus hazañas hablen por sí mismas. De hecho, para un indio no era ni el momento ni el lugar para presumir de sus actos; tan es así, que si Heyward no hubiera preguntado acerca de la cuestión, no se habría pronunciado una sola sílaba al respecto.
—¿Qué ha sido de nuestro enemigo, Uncas? —preguntó Duncan—. Oímos tu fusil y tuvimos la esperanza de que el disparo no fuera en vano.
El joven jefe indio levantó un pliegue de su fajín con cuidado, revelando la consabida mata de cabello que simbolizaba la victoria. Chingachgook cogió la cabellera y la sostuvo en la mano con gesto analítico. A continuación la dejó caer con desprecio, mientras afirmaba:
—¡Oneida!
—¡Oneida! —repitió el explorador, quien hasta ese momento había demostrado tan poco interés en el asunto como los nativos, pero que ahora cambiaba de parecer y se acercaba al ensangrentado trofeo con gran curiosidad—. ¡Por la gracia del Señor, si los oneidas están al acecho, estaremos rodeados de diablos por todas partes! Mire, para los ojos de un blanco este trozo de piel no presenta diferencias con respecto a la de cualquier otra de raza india, no obstante, el sagamore asegura que pertenece a un mingo; es más, incluso llega a nombrar la tribu a la que pertenecía el desgraciado, y lo hace como si, en vez de una cabellera, se tratase de la hoja de un libro con esa información escrita sobre ella. ¿Qué derecho tienen los cristianos blancos de presumir de sabiduría, cuando un salvaje puede descifrar algo que supera al más sabio de todos ellos? Y tú, muchacho, ¿qué opinas?; ¿de qué tribu era el bribón?
Uncas levantó la mirada hacia el explorador y le dijo, con voz suave:
—Oneida.
—¡Oneida, de nuevo! Cuando un indio afirma algo, suele ser verdad; pero cuando los de su pueblo le apoyan, ¡resulta tan seguro como las Sagradas Escrituras!
—El desafortunado nos tomaría por franceses —dijo Heyward—; de otro modo no habría atentado contra la vida de sus aliados.
—¿Confundir la pintura de un mohicano con la de un hurón? Sería como no poder distinguir entre los uniformes blancos de los granaderos de Montcalm y las casacas rojas de las reales fuerzas americanas —le contestó el explorador—. No, no, el gusano sabía lo que hacía; tampoco sería de extrañar que lo intentara, ya que no hay mucha amistad entre un delaware y un mingo, sean cualesquiera los bandos por los que luchan en una guerra entre blancos. Es más, aunque los oneidas estén al servicio de su sagrada majestad, mi propio rey soberano, no habría vacilado en dejar que el «mata-ciervos» descargara sobre el indeseable, si hubiese tenido la oportunidad.
—Ése habría sido un acto contrario a los tratados en los que nos hemos comprometido, además de una acción poco digna de usted.
—Cuando un hombre se relaciona con un determinado tipo de gente —continuó diciendo Ojo de halcón—, si ellos son honrados y él no es mezquino, se desarrollará un mutuo afecto entre ellos. Es verdad que las manipulaciones de los blancos han provocado gran confusión entre los nativos, con respecto a quiénes son enemigos o amigos; de tal manera que los hurones y los oneidas, quienes hablan la misma lengua, se arrancan mutuamente las cabelleras, y los delaware se encuentran ahora divididos; unos celebrando sus consejos alrededor del fuego a orillas de su propio río y luchando en el mismo bando que los mingos, mientras que la mayoría están en el Canadá, enemistados para siempre con los maquas. Así, todo está en desorden y afecta el curso normal de la guerra. Con todo, la naturaleza de un piel roja no cambia con la misma facilidad que la política de los blancos; de modo que las relaciones entre un mohicano y un mingo son muy parecidas a las que puede haber entre un hombre blanco y una serpiente.
—Lamento oír eso; ya que había pensado que los nativos que habitaban dentro de nuestras fronteras nos habían considerado lo bastante justos y bondadosos como para identificarse plenamente con nuestra causa.
—Yo más bien creo que es propio de la naturaleza de cada individuo el dar preferencia a la causa de uno mismo antes que a la de un extraño. En mi caso, tengo que decir que estoy a favor de la justicia; por lo tanto no puedo decir que odie a los mingos, ya que no sería propio de mi raza y religión, pero sigo diciendo que, si no fuera por la oscuridad reinante, el «mata-ciervos» habría tomado su parte en la muerte de ese repugnante oneida.
Al concluir esta plática, como si estuviera satisfecho de sus razonamientos, independientemente de las opiniones de su interlocutor, el implacable pero honrado cazador se retiró del fuego, dando por zanjada la cuestión. Heyward se dirigió a los muros; su inquietud y su poca experiencia en la lucha dentro del bosque no le permitían estar tranquilo ante la posibilidad de que se produjeran más ataques insidiosos. No eran así, sin embargo, los casos del explorador y los mohicanos. Sus agudos y curtidos instintos, cuya efectividad en ocasiones sobrepasaba lo que sería creíble, les había permitido estar convencidos tanto de la magnitud como la duración del peligro, una vez detectado éste. Ni uno sólo de ellos tenía la menor duda acerca de su seguridad, como lo indicaban los preparativos llevados a cabo para debatir en consejo las medidas que habrían de tomar seguidamente.
La confusión entre las naciones, o incluso entre tribus, a la cual se refirió Ojo de halcón, estaba en todo su apogeo durante aquel periodo histórico. Ese gran lazo de unión que constituye el mismo idioma y, por supuesto, el mismo origen racial, se vio truncado en muchos casos. Ésta fue la causa también de que los delaware y los mingos —nativos pertenecientes a las seis naciones— se encontrasen combatiendo en un mismo bando, con el agravante de que los del segundo grupo anduviesen tras las cabelleras de los hurones, los cuales se suponía que eran de su propia estirpe. Incluso los delaware se encontraban divididos. A pesar de que el amor por la tierra mantuvo al sagamore de los mohicanos y a un pequeño grupo de seguidores bajo las banderas del rey inglés, sirviendo en el fuerte Edward, la inmensa mayoría de los suyos ejercían de aliados de Montcalm. El lector ya sabrá, o lo habrá supuesto a partir de los datos revelados en la presente narración, que los indios delaware o lenape se consideran los progenitores de las numerosas gentes que en su día fueron, a su vez, dueños de la mayoría del territorio que hoy ocupan los estados del noreste estadounidense. La comunidad de los mohicanos era una de las más antiguas y respetadas dentro de ese conglomerado.
Habiendo entendido a la perfección las razones particulares que habían enfrentado a unos amigos contra otros y que, por otro lado, los hacían aliados de aquellos que habían sido enemigos viscerales entre sí, el explorador y sus compañeros se disponían ahora a discutir sobre los criterios por los que se regirían sus futuras acciones, estando en medio de tantas razas humanas en pie de guerra. Duncan conocía lo suficiente acerca de las costumbres rodias como para entender la razón por la que el fuego se había avivado, así como por qué los guerreros, incluyendo a Ojo de halcón, tomaron asiento dentro de la atmósfera humeante con tanta ceremonia y solemnidad. Situándose en una esquina de las ruinas, desde donde sería espectador de lo que ocurría dentro, a la vez que vigilaba lo que podría ocurrir fuera de las mismas, esperó el resultado con tanta paciencia como le fue posible mostrar.
Tras una corta e impresionante pausa, Chingachgook encendió una pipa cuya cazuela estaba hecha con una de las piedras menos duras del terreno local y cuyo brazo consistía en un tubo de madera; el indio inmediatamente comenzó a fumar. Cuando hubo inhalado suficiente cantidad de la fragancia que despedía la hierba medicinal, pasó el instrumento a manos del explorador. De este modo, la pipa terminó completando tres vueltas, en el más profundo silencio, antes de que ninguno de ellos abriera la boca para hablar. Entonces el sagamore, siendo el mayor y el de más alto rango, propuso el tema a debatir con sosegada dignidad y en pocas palabras. El explorador le respondió; Chingachgook le insistía al ver que estaba en desacuerdo. Sin embargo, el joven Uncas continuó en su calidad de oyente respetuoso, hasta que Ojo de halcón, buscando apoyo, le pidió su opinión. Heyward concluyó, por los modos en los que se manifestaban los interlocutores, que el padre y el hijo habían expuesto su opinión acerca de un asunto conflictivo, mientras que el hombre blanco mantenía un punto de vista opuesto. La contienda verbal fine haciéndose gradualmente más amistosa mientras pudo observarse que los sentimientos de los contertulios salieron a relucir en el debate.
Además del creciente tono amigable del discurso, las más decorosas asambleas de cristianos, incluso aquellas en las que participen los más ilustres reverendos, tendrían mucho que aprender de la moderación, tolerancia y mutuo respeto que se demostraron entre sí los participantes en esta reunión. Las palabras de Uncas merecieron el mismo aprecio que las de su padre, dotadas de una sabiduría más madura; y lejos de mostrar algún tipo de impaciencia, ninguno dio réplica a otro hasta que hubiesen pasado unos momentos para meditar en silencio lo que se acababa de decir.
Los mohicanos acompañaron su diálogo con gestos cuya naturalidad y franqueza eran tales que Heyward no tuvo dificultades para comprender la evolución del debate. Por otra parte, el explorador era el que más lacónico se mostraba, ya que, a diferencia del ímpetu propio del orgullo racial indígena, adoptaba las maneras frías y pragmáticas que caracterizan a todos los angloamericanos cuando están en calma. Por la frecuencia con la que los indios describían las marcas de un camino boscoso, era evidente que preferían una persecución sobre tierra firme, mientras que el gesto ondulante del brazo de Ojo de halcón, señalando hacia el Horicano, denotaba su inclinación por cruzar las aguas de ese río.
Era evidente que la segunda sugerencia perdía frente a la primera, estando a punto de decidirse la cuestión en contra de la opinión del cazador, cuando éste se alzó en pie y abandonó su tono apático, para adoptar los modos propios dé un nativo, haciendo alarde de su mismo arte y elocuencia para la discusión. Elevando un brazo, hizo el recorrido del sol, repitiendo el gesto para representar cada día que iba a ser necesario para lograr su objetivo. Luego hizo entender con sus manos que iba a haber un largo y doloroso camino, sorteando rocas y cursos de río. Munro ya se había dormido, como era propio de su edad y condición, lo cual fue también parte del debate. Incluso las posibilidades de Duncan fueron citadas, como él mismo pudo percibir, ya que el explorador mencionó el nombre de «Mano tendida» —apelativo por el cual se le conocía a Heyward entre las tribus amigas—. A continuación tuvo lugar una intencionada comparación entre el movimiento sinuoso y ágil de una canoa y los torpes movimientos de alguien que camina agotado y débil. Por fin, el blanco concluyó señalando hacia la cabellera del oneida, dando a entender la urgente necesidad de ponerse en marcha rápidamente y no dejar ningún rastro.
Los mohicanos lo escucharon con semblantes graves que reflejaban los sentimientos del que hablaba. Poco a poco se fueron convenciendo y, llegado el final del discurso de Ojo de halcón, las palabras de éste se pronunciaban con su acostumbrada exclamación comendadora. En resumen, Uncas y su padre llegaron a estar de acuerdo con el punto de vista del otro, dejando atrás sus argumentos previos con total liberalidad y convicción, al igual que lo podrían haber hecho los representantes de algún pueblo grandioso y civilizado, pero con el riesgo de haberse buscado la ruina y la mala reputación en el terreno político, al no haber sido más firmes y consecuentes con sus ideas.
En cuanto estuvo zanjado el asunto, tanto el debate como todo lo que se dijo en él parecía haberse olvidado, salvo la decisión final. Ojo de halcón, sin volverse para ver el reconocimiento de su triunfo en los ojos ajenos, se estiró dignamente ante el debilitado fuego, disponiéndose a descansar.
Quedándose solos, los mohicanos, cuyas vidas se habían dedicado en gran medida a los intereses de otros, aprovecharon el momento para dedicarse algo de atención a sí mismos. Dejando por un momento la expresión severa y dura de un jefe indio, Chingachgook empezó a hablarle a su hijo con el tono amable y alegre que es propio de un familiar. Untas agradeció la acogedora disposición de su padre y, antes de que se oyeran los ronquidos del explorador, ya había tenido lugar un profundo cambio en el trato que se dispensaban sus dos compañeros.
Resulta imposible describir la musicalidad de su discurso, mientras reían y conversaban padre e hijo, sobre todo si es para alguien que no ha oído jamás una melodía semejante. El compás de sus voces, en especial la del joven, constituía una maravilla —extendiéndose en éste desde los tonos más graves hasta los más agudos, casi como los de una voz femenina—. Los ojos del padre siguieron los tenaces e ingeniosos movimientos del hijo con la delicia propia de un progenitor, siempre sonriendo en respuesta a la risa contenida, pero a la vez contagiosa, del otro. Bajo la influencia de estos gentiles y naturales sentimientos, no se detectaba ni la más mínima señal de fiereza en los relajados rasgos del sagamore. La representación de la muerte que asumía su pintura de guerra parecía más un disfraz burlón que el anuncio de un deseo de provocar la destrucción y la desolación a su paso.
Tras una hora dando rienda suelta a sus mejores sentimientos, Chingachgook anunció repentinamente su deseo de dormir, envolviéndose la cabeza con su manta y extendiendo su cuerpo sobre la tierra, sin aislarse de la superficie de la misma. La alegría de Untas cesó inmediatamente y, tras ordenar las brasas de tal manera que despidieran calor hacia los pies de su padre, el joven preparó su propia almohada en medio de las ruinas del lugar.
Dando paso a un renovado sentido de la confianza, inspirado a su vez por la seguridad que rezumaban los experimentados hombres del bosque, Heyward pronto siguió el ejemplo de éstos; así, mucho antes de que terminara la noche, los que yacían tendidos en medio de las ruinas parecían dormir tan profundamente como los miembros de esa multitud cuyos huesos ya empezaban a blanquear en la llanura circundante.