Tejemos la trama.
El hilo está hilvanado.
La telaraña está tejida.
La obra está completa.
Gray.
Los ejércitos rivales estacionados en las tierras del Horicano pasaron la noche del nueve de agosto de 1757 de una manera muy parecida a como lo habrían hecho si se hubiesen enfrentado en suelo europeo. Mientras los perdedores estaban quietos y apesadumbrados, los victoriosos se encontraban pletóricos de alegría. Pero, como siempre, hay un límite tanto para la tristeza como para la alegría; y antes de que amaneciera, la quietud de aquellos bosques sólo se vio perturbada por algún que otro grito ocasional proferido por uno de los franceses jóvenes de las patrullas en avanzadilla, cuando no sonaba un desafío aislado desde los muros del fuerte, ya que estaba estrictamente prohibido que se acercara nadie antes del momento estipulado. Incluso estas amenazas esporádicas cesaron en cuanto llegó esa hora grisácea que precede al nuevo día; y cualquiera que escuchara no detectaría sonido alguno que delatase la presencia de los dos contingentes armados en las orillas del «lago sagrado».
Fue durante estos momentos de profundo silencio que la lona que cubría la entrada a una espaciosa caseta en el campamento francés fue retirada, saliendo un hombre a recibir el aire fresco de la mañana. Estaba envuelto en una capa que parecía haber sido diseñada para protegerse de las fuertes heladas del bosque, pero que a la vez servía para ocultar su persona. Se le permitió pasar por donde se encontraba el granadero que hacía guardia ante el lugar en el que dormía el jefe francés. No se le detuvo en su avance, sino que tan sólo se le brindaron los saludos de fumo, los cuales devolvió sin mucho aprecio. Este individuo, ataviado de tal modo que los centinelas lo reconocían sencillamente como un oficial que casualmente pasaba por el lugar, siguió su camino a través de la multitud de tiendas de campaña, en dirección a la fortaleza William Henry, sin que nadie le impidiera el paso.
A excepción de esas breves interrupciones rutinarias que hemos mencionado, no cesó de caminar, abriéndose paso silenciosamente desde el centro del campamento hasta las posiciones más avanzadas de las fuerzas francesas, hasta que llegó al lugar en el que estaba el soldado que hacía guardia en el punto más próximo a la fortaleza enemiga. Al acercarse se encontró con la acostumbrada pregunta desafiante:
—Qui vive?
—France —fue la respuesta.
—Le mot d’ordre?
—La victoire —dijo el otro, acercándose tanto que se le podía oír, aunque susurrara.
—C’est bien —contestó el centinela, volviendo a colocar su mosquete al hombro—. Vous vous promenez bien matin, monsieur!
—Il est necessaire d’étre vigilant, mon enfant —apostilló el otro, dejando caer una doblez de su capa y mirándole al soldado cara a cara cuando pasó por su lado, siguiendo su camino hasta la fortificación británica. El hombre se sorprendió; sus brazos adoptando la rigidez del más respetuoso saludo. Cuando adoptó de nuevo la posición de descanso, volvió a su puesto de guardia, murmurando entre dientes:
—Il faut être vigilant, en vérité! Je crois que nous avons là, un caporal qui ne dort jamais!
El oficial continuó hacia adelante, simulando no haber oído las palabras que el centinela había dejado escapar; tampoco se detuvo hasta que hubo alcanzado los muros bajos de las vecindades del bastión occidental de la fortaleza, la cual era una zona francamente peligrosa. La poca luz que facilitaba la luna apenas permitía distinguir a los objetos, por lo que tomó la precaución de situarse cerca de un árbol, en el cual se apoyó durante varios minutos, contemplando el fuerte inglés con lo que parecía un profundo interés. Su modo de mirar la fortificación no era la de un curioso espectador casual, sino que la estudió cuidadosamente de un punto a otro, utilizando sus conocimientos militares y dejando entrever que su examen del lugar se basaba en cierta desconfianza por su parte. Al cabo de un rato terminó su observación y, tras mirar con impaciencia hacia las cumbres de las montañas orientales, como si deseara que amaneciera rápidamente, se dispuso a volver por el mismo camino de antes. Justo en ese instante, un leve ruido que provenía del ángulo más próximo del bastión le llegó al oído, haciéndole permanecer allí.
Fue entonces cuando una figura apareció acercándose al muro, desde donde parecía estar también observando, en su caso las tiendas de campaña francesas que se encontraban a lo lejos. La figura giró su cabeza hacia el este, ansiosa también de que hubiese más luz. A continuación, se apoyó sobre el promontorio y permaneció mirando hacia el extenso brillo de las aguas, las cuales, como si se tratara de un firmamento subacuático, reflejaban el resplandor de miles de estrellas. El ambiente melancólico, el momento de nula actividad y la vasta corpulencia del hombre en cuestión, merodeando por los muros ingleses, no dejaba dudas acerca de su identidad para el avispado observador que le había detectado. Ahora el respeto, además de la prudencia, le instaba también a retirarse; y precisamente eso es lo que se proponía hacer, cuando otro ruido le llamó la atención e hizo que se quedara. Se trataba de una leve y casi inaudible alteración de las aguas, seguida de unas casi imperceptibles pisadas sobre gravilla. Al momento el observador vio cómo surgía una forma oscura de la zona del lago y se aproximaba sigilosamente a tierra firme, hasta llegar prácticamente a su misma altura. Acto seguido, vio cómo la figura empuñaba un fusil y se disponía a apuntar con él; pero, antes de que pudiera disparar, la mano del observador agarró el arma por el cierre.
—¡Hugh! —exclamó el salvaje, al ver frustrada su infame prueba de puntería.
Sin mediar respuesta, el oficial francés puso su mano sobre el hombro del indio y lo guió, sin hacer ruido, hasta un punto a cierta distancia del lugar, para que su conversación no se oyera y provocara un ataque, en especial si se tiene en cuenta que al menos uno de ellos buscaba una víctima. Allí, el oficial descubrió el uniforme y la cruz de San Luis que pendía de su pecho. Con gran severidad, Montcalm le preguntó al salvaje:
—¿Qué significa esto? ¿Acaso mi hijo no sabe que se ha enterrado el hacha de guerra entre su padre canadiense y los ingleses?
—¿Qué se espera que hagan los hurones? —contestó el salvaje, hablando también en francés, aunque incorrectamente—. ¡Ni un solo guerrero ha cobrado una cabellera, y los rostros pálidos se hacen amigos!
—¡Ja! ¡Le Renard Subtil! ¡A mi modo de ver, se trata de un exceso de entusiasmo para alguien que, hasta hace bien poco, era un enemigo! ¿Cuántos soles han pasado desde que Le Renard estuvo en el puesto de guerra de los ingleses?
—El único sol que importa —respondió el salvaje, ofendido— es el que se encuentra detrás de la colina. Ahora está oscuro y hace frío, pero en cuanto vuelva habrá luz y calor. Le Subtil es el sol de su tribu. ¡Ha habido nubes y muchas montañas entre su nación y él; pero ahora él brilla y el cielo está despejado!
—Que Le Renard tiene una gran influencia sobre los suyos es un hecho que ya conozco —dijo Montcalm—, ya que ayer quiso arrancarles las cabelleras y hoy le escuchan en el consejo alrededor del fuego.
—Magua es un gran jefe.
—Que lo demuestre enseñando a su pueblo cómo comportarse ante nuestros nuevos amigos.
—¿Por qué llevó el jefe del Canadá a sus hombres jóvenes al bosque e hizo fuego contra la casa de barro con sus cañones? —preguntó el indio con sutileza.
—Para hacerse con ella. Mi monarca es dueño de esta tierra y me ordenó que desalojara a estos ingleses, ocupantes ilegítimos de la misma. Han aceptado marcharse y ya no los considero enemigos.
—Pues bien, Magua cogió el hacha para colorearla con sangre. Ahora está limpia; cuando esté teñida de rojo, la enterrará de nuevo.
Pero Magua ha jurado no manchar el honor de Francia. Los enemigos del gran rey del otro lado del lago salado son sus enemigos, mientras que los amigos del rey son los amigos de los hurones.
—¡Amigos! —repitió el indio con evidente desprecio—. Que su padre le extienda a Magua la mano.
Montcalm, convencido de que para mantener su influjo sobre las tribus guerreras valía más ser algo condescendiente, accedió, aunque reticente, a esta última petición. El salvaje le hizo comprobar la profunda cicatriz de su pecho y le preguntó con sarcasmo:
—¿Conoce mi padre esto?
—¿Y qué guerrero no lo conocería? Se trata de la huella de una bala.
—¿Y esto? —continuó preguntando el indio, habiéndose quitado el chaleco y revelando su espalda al otro.
—¿Esto? Mi hijo ha sido herido con saña; ¿quién lo ha hecho?
—Magua durmió sobre una cama dura en las tiendas inglesas y los travesaños le han dejado marca —contestó el salvaje con una risa forzada, la cual no lograba disimular la magnitud de su odio contenido. Tras esto, añadió con la dignidad propia de los nativos las siguientes palabras—. Vete y enséñales la paz a tus hombres. Le Renard Subtil sabe cómo hay que hablarle a un guerrero hurón.
Sin cruzar una palabra más, ni esperar respuesta alguna, el salvaje empuñó su arma y se dirigió en silencio a través del campamento, en dirección a aquella zona del bosque en donde se encontraba su tribu. Cada vez que se cruzaba con un centinela, éste le pedía señas; pero el salvaje seguía caminando con total indiferencia, desestimando las llamadas de atención de los soldados. Éstos, por su parte, no le disparaban porque conocían bien el desafiante y orgulloso modo de caminar propio de un indio.
Montcalm se quedó mucho tiempo en el lugar donde le había dejado su compañero de armas, apesadumbrado y pensativo después de comprobar el rencor que dominaba el ánimo de su ingobernable aliado. Su fama de caballero ya se había visto ensombrecida por un terrible hecho, en otras circunstancias muy semejantes a las del momento en el que ahora se encontraba. Mientras meditaba, se hizo plenamente consciente de la extraordinaria responsabilidad que asumen aquellos que no reparan en los medios para conseguir un determinado fin, así como todo el peligro que implica poner en marcha una maquinaria que puede llegar a superar cualquier control humano. Pero en seguida desechó todas estas reflexiones, al considerarlas signos de debilidad que no deben empañar un momento de triunfo como el que estaba viviendo. Volvió sobre sus pasos hasta llegar nuevamente a su tienda de campaña, dando la orden de que se efectuara el toque de diana.
El eco de los tambores franceses llegó hasta el interior del fuerte y todo el valle se vio inundado por las melodías de las marchas militares, cuyo estruendo musical se elevaba poderosamente por encima del redoble de tambor que las acompañaba. Las trompetas de los victoriosos sonaban alegres y majestuosas, hasta que el último rezagado del campamento ya se había incorporado a su puesto; pero en cuanto sonaron los pífanos británicos con sus agudas notas, los primeros se quedaron en silencio. Mientras tanto, ya había amanecido y, estando la hilera de soldados franceses formada para recibir a su general, los rayos brillantes del sol se reflejaban sobre sus vistosos uniformes. Fue entonces cuando el éxito, ya conocido de antemano por todos, fine anunciado de modo oficial; se dio orden de partida a los afortunados que fueron elegidos para montar guardia a las puertas de la fortaleza y éstos desfilaron ante su jefe; se dio la señal de su acercamiento y se hicieron todos los acostumbrados arreglos para el cambio de tercio, el cual se efectuó bajo la preceptiva orden, llevada a cabo justo bajo los cañones del disputado fuerte.
Una escena muy diferente tuvo lugar en las líneas del ejército angloamericano. En cuanto fue dada la señal de alerta, todas las acciones daban a entender que se trataba de una apresurada y obligada despedida. Los soldados, llenos de resentimiento, llevaron sus armas al hombro, éstas ya descargadas, y se mantuvieron firmes; pero su sangre hervía con el deseo de vengar un ultraje que aún minaba lo más profundo de su orgullo, todo ello bajo la aparente normalidad del protocolo militar.
Las mujeres y los niños correteaban de un lado a otro, algunos llevando sus escasas pertenencias a cuestas, otros buscando caras conocidas entre las filas que les asegurasen su protección.
Munro compareció ante sus hombres con gesto firme, aunque decepcionado. Era evidente que el inesperado golpe le había llegado hasta lo más hondo de su ser, a pesar de sus esfuerzos por mantener la compostura.
Duncan se conmovió ante el silencioso e impresionante modo con el que se adaptaba el hombre a sus penas. Había concluido todas sus tareas para estar ahora junto al anciano, en caso de que pudiera necesitar de sus servicios.
—Mis hijas —le dijo de forma llana, aunque muy expresiva.
—¡Cielos! ¿No se han hecho los correspondientes preparativos para su marcha?
—Hoy soy tan sólo un soldado, comandante Heyward —contestó el veterano—. Todos los presentes son como hijos para mí.
Duncan había oído suficiente. Sin perder un solo segundo de un tiempo que se hacía cada vez más preciado, corrió hacia los aposentos de Munro en busca de las hermanas. Las halló en el umbral de la baja edificación, ya prestas para partir y rodeadas de un nutrido grupo de mujeres que lloraban desconsoladamente.
Todas se habían congregado allí como por instinto, buscando el lugar que consideraban el más seguro. A pesar de sus mejillas pálidas y su rostro angustiado, Cora no había perdido nada de la entereza que la caracterizaba; pero los ojos de Alice estaban enrojecidos, dando a entender cuán larga y amargamente había llorado. Ambas, no obstante, recibieron al joven con evidente alegría y la mayor, para variar, fue la primera en dirigirse a él.
—La fortaleza se ha perdido —dijo, con triste sonrisa—, pero nuestro buen nombre se ha salvado, o así lo espero.
—Es intocable. Por otra parte, señorita Munro, es hora de pensar menos en los demás y cuidarse usted misma. El orgullo militar, el orgullo que tanto valora usted, nos exige a su padre y a mí que estemos pendientes de la tropa durante un tiempo. Hemos de asignarles a ustedes una protección adecuada para que los acontecimientos no supongan peligro ni vergüenza.
—No será necesario —replicó Cora—. ¿Quién se atrevería a agredir o insultar a la hija de un padre como el mío, en un momento como éste?
—No las dejaría solas —continuó diciendo el joven, mirando a su alrededor con preocupación—, aunque me ofrecieran mandar el mejor de los regimientos del rey. Recuerde que Alice no goza de la misma fortaleza que usted; y sólo Dios sabe cómo reaccionará ante lo desagradable de la situación.
—Puede que usted tenga razón —contestó Cora, sonriendo de nuevo, pero con mayor tristeza aún—. Escuche la suerte ya nos ha enviado un amigo cuando más lo necesitábamos.
Duncan escuchó, y enseguida comprendió lo que quería decir la muchacha. Los tonos bajos y sobrios de la música religiosa, tan conocida en las provincias orientales, llegaron a sus oídos y le llevaron a una de las habitaciones de la edificación adyacente, abandonada ya por sus inquilinos habituales. Allí encontró a David, dando rienda a sus piadosos sentimientos del único modo que sabía hacerlo. Duncan esperó hasta que, por el cese de los movimientos de su mano, parecía haber terminado; le tocó el hombro para hacerse con la atención del cantante y le explicó su deseo.
—Incluso así —contestó el despistado discípulo del rey de Israel, cuando el joven terminó su discurso—, he encontrado buena compañía y gran musicalidad en las damas, y es propio que aquéllos que estuvieron unidos en el peligro también lo estén en la paz. Las atenderé en cuanto haya concluido mis alabanzas matutinas, para lo cual sólo falta la doxología. ¿Quiere participar en ello, amigo mío? La tonalidad es la común y el título es «Southwelf».
A continuación, abrió el pequeño volumen y, tras dar la nota adecuada con el máximo cuidado, David volvió a sus cánticos. Su energía y empeño no daban lugar a interrupción alguna y Heyward desesperaba ante la duración de la pieza. Finalmente, al ver que David se quitaba los anteojos y cerraba el librillo, continuó diciéndole:
—Será deber suyo el asegurarse de que nadie se acerque a las señoras con intenciones malsanas, ni para insultar o burlarse de la desgracia del valiente padre de las mismas. En esta tarea recibirá el apoyo de los sirvientes de la casa.
—Incluso así.
—Es posible que los indios y ciertos desaprensivos entre los enemigos quieran desafiarles, en cuyo caso les recordará los términos de la capitulación y les amenazará con informar de su conducta a Montcalm. La utilización de la palabra bastará.
—Y si no, aquí tengo algo que sí surtirá efecto —le replicó David, mostrándole su libro con una actitud en la que se mezclaban la humildad y la seguridad en sí mismo—. Aquí se encuentran palabras que, al pronunciarse, suenan como el trueno. Siempre que se les dé la entonación adecuada y el énfasis apropiado, harán callar al más infame:
—¿Por qué grita el infiel enfurecido?
—Basta —le dijo Heyward, interrumpiendo la demostración musical—. Ya nos entendemos; es hora de que asumamos nuestros respectivos deberes.
Gamut asintió con agrado y juntos fueron en busca de las mujeres. Cora recibió a su nuevo y, hasta cierto punto, extraordinario protector con amabilidad y cortesía, e incluso los rasgos pálidos de Alice se iluminaron de nuevo con algo de su acostumbrada alegría, dándole las gracias a Heyward por su labor. Duncan aprovechó para asegurarle que había hecho lo mejor que pudo, dadas las circunstancias. También les indicó que, a su juicio, no había peligro de que fuesen heridas ni física ni espiritualmente. Finalmente, les habló con entusiasmo de su intención de reunirse con ellas en cuanto hubiera llevado a la tropa a unos kilómetros de distancia en dirección al Hudson, tras lo cual se incorporaría inmediatamente a su puesto.
Para entonces la señal de partida ya se había dado y la cabecera de la columna inglesa ya estaba en marcha. Las hermanas se estremecieron al oír el estruendo y, mirando nerviosamente a su alrededor, vieron los uniformes de los granaderos franceses, los cuales ya habían tomado posesión de la fortaleza. En aquel instante, una enorme nube parecía pasar por encima de sus cabezas y, al mirar hacia arriba, descubrieron que estaban debajo de los anchos pliegues del estandarte de Francia.
—Vámonos —dijo Cora—. Éste ya no es lugar para las hijas de un oficial inglés.
Alice se aferró al brazo de su hermana y juntas salieron del patio de armas, acompañadas por el séquito que les rodeaba.
Al pasar por la entrada, los oficiales franceses, sabiendo quiénes eran las muchachas, les ofrecieron su saludo más respetuoso; aparte de esto, evitaron con mucha prudencia cualquier otra atención que hubiera podido resultar inapropiada. Dado que todos los carruajes y animales de carga llevaban a cuestas personas heridas o enfermas, Cora decidió hacer la marcha a pie para no privar a nadie de tales medios. Con todo, más de un soldado herido o debilitado hubo de arrastrar su agotado cuerpo al final de la columna, ya que no había sitio para todos y las comodidades eran escasas. Todos, sin embargo, continuaron adelante; los débiles y los heridos, gruñendo y quejándose; sus camaradas, callados y resentidos; y las mujeres con los niños, aterrorizados ante la incertidumbre de todo ello.
A medida que el confuso conjunto humano dejaba atrás el promontorio del fuerte y salía hacia la llanura abierta, la escena al completo se reveló ante sus ojos. Un poco hacia la derecha y a lo lejos se encontraba el ejército francés, preparado para el combate y agrupado bajo las órdenes de Montcalm, una vez que los guardias designados se habían hecho cargo de la fortaleza. Con gran atención, pero en silencio, observaron el desplazamiento de los desahuciados, rindiéndoles los correspondientes honores militares sin que hubiera un atisbo de insulto u ofensa hacia los desafortunados enemigos. Los ingleses formaban una masa humana de casi tres mil personas que se dirigía gradualmente hacia el centro de la llanura, lugar en el que convergían los diversos grupos para dar lugar a una sola hilera que se iba adentrando en la espesura arbórea, allí donde el camino hacia el Hudson penetraba en el bosque. A lo largo de los bordes de la maleza se extendía una oscura nube de salvajes que vigilaba el paso de sus enemigos, al igual que una bandada de buitres. La única razón por la cual no se habían abalanzado ya sobre sus presas era la presencia de un ejército superior que lo impedía. Algunos incluso se acercaron a la columna de derrotados y observaron de cerca a esa multitud migratoria, combinando una actitud de atenta neutralidad con otra de rencor y desprecio.
El grupo de cabeza, con Heyward al frente, ya había alcanzado el desfiladero e iba quedando fuera de la vista cuando a Cora le llamó la atención un grupo de salvajes que intentaba privar a un provinciano de sus pertenencias. El hombre era corpulento y no estaba dispuesto a verse despojado de sus bienes sin oponer resistencia. Pronto intervinieron más individuos de uno y otro bando, unos para evitar el robo y otros para asegurar su éxito. Los ánimos se estaban crispando; se oyeron gratos y aparecieron, como por arte de magia, otros cien salvajes donde un minuto antes sólo había una docena. Fue entonces cuando Cora vio la figura de Magua deslizándose entre sus guerreros, hablando con su habitual e infame elocuencia. Los niños y las mujeres se paralizaron y retrocedieron como una bandada de aves asustadas. No obstante, al salirse el indio ladrón con la suya, comenzó de nuevo el avance con cierta normalidad.
Los salvajes ahora parecían quedarse atrás, dispuestos a permitir que sus enemigos siguiesen su camino sin más perturbación. Pero en cuanto el grupo de mujeres y niños llegó a su altura, los colores llamativos de un chal que llevaba una de ellas despertó el capricho de uno de los incontrolados hurones. Éste le salió al paso para arrebatárselo, sin dudarlo un instante. La mujer, más por temor al asalto que por conservar la prenda, arropó a su hijo con el codiciado chal y le abrazó fuertemente. Cora iba a decirle a la señora que dejara atrás la insignificante vestimenta, cuando el salvaje le quitó el aterrorizado niño de sus brazos. Dejando su puesto en el grupo, la madre se abalanzó en busca de su hijo. El indio sonrió maliciosamente, extendiendo una mano en señal de intercambio, mientras que con la otra sostenía al bebé cabeza abajo, como si fuera un trofeo o botín preciado.
—¡Toma… toma… ahí tienes… cualquier cosa… todo! —exclamaba sin aliento la mujer, mientras dejaba atrás todas sus pertenencias y se quitaba algunas de sus prendas más superficiales, incluido el chal, esparciéndolas a su alrededor temblando de miedo—. ¡Llévatelo todo, pero devuélveme mi niño!
El salvaje, al examinar los harapos desperdigados, observó que algún otro indio ya se había llevado la ansiada prenda, con lo cual su odiosa sonrisa pasó a ser un gesto de furia. Estrelló la cabeza del niño contra una roca y lanzó los restos a los mismos pies de la madre. Durante un instante, ésta permaneció quieta, como una estatua que representara al desamparo, mirando incrédula a la masa deforme que momentos antes se apretaba contra su pecho y le sonreía. Acto seguido, levantó la vista al cielo, como si quisiera implorarle a Dios que condenara al autor de un acto tan malvado. No obstante, no se le permitió realizar una plegaria tan vengativa, ya que el indio, enloquecido por no haber conseguido su propósito y excitado por la visión de la sangre, había incrustado su tomahawk en los sesos de la mujer, la cual cayó muerta sobre su hijo, abrazándole con el mismo fervor amoroso que le brindaba cuando ambos vivían.
En ese momento de extremado peligro, Magua se llevó las manos a la boca para lanzar su temido y fatídico grito. Los indios que estaban en los alrededores se estremecieron ante el ya familiar alarido y se lanzaron campo a través con una ferocidad instintiva. No nos pararemos a describir los horrores que acontecieron después. Los indios acudieron presurosos al oír la señal, con un griterío que conmovía las propias raíces del bosque. No parecían personas sino demonios infernales. Quienes escuchaban aquellas voces, sentían helarse su sangre en terrorífico presagio.
Más de dos mil salvajes brotaron de la espesura y se lanzaron al camino sin pensarlo dos veces. La muerte estaba en todas partes, tomando cuerpo en sus formas más repulsivas y espeluznantes. La actitud de ofrecer resistencia sólo servía para enfurecer aún más a los asesinos, quienes continuaban golpeando a sus víctimas cuando ya hacía tiempo que estaban sin vida. El derramamiento de sangre fue tal que llegó a asemejarse a la formación de un torrente sobre la tierra y, a medida que los salvajes se acaloraban y enloquecían más por la escena, algunos incluso se arrodillaban para beber abundantemente del enrojecido manantial, como criaturas salidas del infierno.
Los experimentados soldados rápidamente formaron piñas compactas con el propósito de amedrentar a sus asaltantes, haciéndoles frente de un modo estrictamente militar. El intento tuvo cierto éxito, pero un buen número de ellos se vio privado de sus mosquetes, que estaban descargados, en sus vanos intentos de intimidar a los salvajes.
En tales circunstancias nadie pudo decir cuánto tiempo había transcurrido. Todo ello pudo haber durado unos diez minutos —que más bien parecían años—. Las hermanas se habían quedado clavadas en su puesto, presas del horror y prácticamente indefensas. Al asestarse el primer golpe, las personas de su alrededor se apretujaron contra ellas, imposibilitándoles cualquier huida; y ahora que la muerte de muchos había despeado el espacio circundante, la única salida era el camino que llevaba a los tomahawks de sus enemigos. De todas partes surgían gritos, lamentos, estertores y blasfemias. En ese momento, Alice pudo ver la corpulenta figura de su padre, moviéndose rápidamente a través de la llanura, hacia el lugar en el que se encontraba el ejército francés. En efecto, iba a reclamarle a Montcalm la escolta que se les había prometido entre las condiciones de la capitulación. Cincuenta hachas y lanzas destellantes se levantaron contra él, pero los salvajes respetaron tanto su rango como su sangre fría, a pesar de la furia que les motivaba. El brazo nervioso del veterano apartaba aquellas armas amenazadoras que por sí mismas no se bajaban, ya que nadie tenía el coraje necesario para atentar contra su persona. Afortunadamente, en aquel preciso instante el vengativo Magua se encontraba buscando una víctima entre los del grupo que el general había dejado atrás.
—¡Padre, padre, estamos aquí! —gritaba Alice cuando el veterano pasó cerca de allí, sin haberse percatado de su presencia—. ¡Ven a ayudarnos, padre, o moriremos!
El grito se repitió, incluso con esa clase de palabras y tono que hubiesen ablandado el corazón más endurecido, pero no hubo respuesta. En una ocasión, el anciano pareció haber oído los lamentos y se paró a escuchar; pero a Alice ya le habían fallado las fuerzas y cayó desmayada, mientras que su hermana se ocupó en atenderla, abrazándola con ternura y delicadeza. Munro desistió en su acción de escuchar y prosiguió con su misión, al no haber más razón para deternerse.
—Señora —dijo Gamut, quien a pesar de no poder protegerlas y estar también indefenso, no las había abandonado—, ésta es una fiesta satánica y de ningún modo un lugar apto para las almas cristianas. Huyamos pues.
—Váyase —dijo Cora, mirando aún a su hermana que estaba inconsciente—, sálvese usted. Ya no puede ayudarme.
David comprendió que la muchacha no accedería a marcharse nada más ver la expresión de su cara al pronunciar esas palabras. Quedó mirando a los oscuros seres que practicaban tantos actos infernales en los alrededores y, de repente, se puso en pie, hinchó su pecho y, tensando todas sus facciones, comenzó a hablar con la fuerza de los sentimientos que le movían.
—Si el niño judío pudo domar el espíritu maligno de Saúl por medio del sonido de su arpa y las palabras de una canción sagrada, puede ser conveniente —dijo— poner a prueba la fuerza de la música aquí.
A continuación, elevó el tono de su voz hasta sus límites máximos, produciendo un canto tan poderoso que podía oírse hasta en los puntos más alejados de ese sangriento campo de batalla. Más de un salvaje acudió enseguida, dispuesto a robar las pertenencias de las hermanas y a despojarlas de sus cabelleras; pero cuando se encontraron con esta extraña e inamovible figura clavada en el lugar, se detuvieron para escuchar. La sorpresa dejó paso a la admiración, y los salvajes fueron en busca de víctimas menos valientes, mientras se manifestaban satisfechos por la firmeza con la que el guerrero blanco entonaba lo que ellos consideraban una canción de muerte. Creyendo que estaba teniendo éxito, David se animó aún más y concentró todos sus esfuerzos en seguir con lo que él pensaba que era una labor santa. Así, el sonido llegó a los oídos de un salvaje que se encontraba lejos de allí, el cual tornó rabiosamente de un grupo a otro, como aquél que desprecia cualquier otra víctima de menor rango, buscando una que sea más digna de su propia categoría. Éste era Magua, quien lanzó un grito de satisfacción al ver que sus antiguos prisioneros estaban de nuevo a su merced.
—Ven —dijo, colocando sus sucias manos sobre el vestido de Cora—, la tienda del hurón aún está abierta. ¿Acaso no es mejor que este lugar?
—¡Vete! —le gritó Cora, tapándose los ojos para no ver su tez repugnante.
El rodio se rió de un modo burlón, mientras levantaba su mano cubierta de sangre, y dijo:
—¡Es roja, pero proviene de venas blancas!
—¡Monstruo! Tu alma está manchada de sangre, de océanos enteros de sangre; eres tú quien está detrás de todo esto.
—¡Magua es un gran jefe! —contestó exultante el salvaje—. ¿Vendrá la de cabellos oscuros con él y su tribu?
—¡Nunca! Golpéame si quieres y completa tu venganza.
El indio se quedó pensativo durante un instante. Acto seguido, se apropió de la inconsciente persona de Alice, llevándola en brazos a través de la llanura y dirigiéndose al bosque.
—¡Espera! —gritó Cora, corriendo desesperadamente tras él—. ¡Déjala libre! ¡Desgraciado! ¿Qué pretendes?
No obstante, Magua hizo oídos sordos a tales exclamaciones; o más bien reconocía en ellas su poder y estaba dispuesto a mantener así las cosas.
—Quédese señora, quédese —le dijo Gamut a la imprudente Cora—. El hechizo divino está surtiendo efecto y pronto verá terminar este horrible tumulto.
Al ver que Cora no le prestaba atención, David siguió a la desquiciada hermana, fiel a su promesa. Mientras lo hacía, continuó cantando a viva voz la canción religiosa, elevando su brazo al aire con entusiasmo al entonarla. De esta guisa atravesaron la explanada, pasando al lado de los que tornan, los que estaban heridos y los muertos. El feroz hurón se abría paso con facilidad, llevando a su víctima consigo; por otra parte, Cora hubiera caído muchas veces bajo los golpes enemigos, si no fuera porque la perseguía el extraordinario ser al que los indios consideraban bajo el amparo del espíritu de la locura.
Magua, sabiendo eludir cualquier posible peligro, y para evitar ser perseguido, entró en el bosque a través de un barranco oculto, donde le esperaban los caballos narraganset, de los cuales se había apoderado el maligno salvaje poco después de que fueran abandonados por los viajeros. Colocando a Alice sobre uno de los animales, le hizo señas a Cora para que se subiera al otro.
A pesar del horror que le producía estar en presencia de su captor, Cora no pudo evitar sentir también un cierto alivio al haber abandonado el escenario sangriento de la llanura. Se colocó sobre su montura y extendió sus brazos hacia su hermana con tal grado de amor y dedicación que incluso el hurón se conmovió. El indio entonces colocó a Alice sobre el mismo animal que su hermana, asió las riendas y comenzó a adentrarse en las profundidades boscosas. David, al ver que estaba siendo ignorado, sin duda porque no valía la pena siquiera matarle, montó sobre el animal que habían dejado atrás y les siguió como buenamente pudo a lo largo del tortuoso camino.
Pronto comenzaron a ascender; pero, debido a que el movimiento hacía que su hermana empezara a volver en sí y dado que su atención se debatía entre el bienestar de ésta y los lamentos agonizantes que aún podían escucharse tras ellos, Cora no pudo fijarse en la dirección que tomaban. Sin embargo, cuando alcanzaron la cima aplastada del montículo y se acercaron a un precipicio orientado hacia el este, enseguida reconoció el lugar como aquel al que les había guiado amistosamente el explorador. Aquí Magua les hizo desmontar y, a pesar de la gravedad de su cautiverio, o quizá debido a que el horror tiene ese efecto colateral, se vieron asaltados por la curiosidad de asomarse y contemplar las horripilantes escenas de abajo.
La cruel matanza aún no había terminado. Por todas partes los asaltados huían de sus implacables perseguidores, mientras que las columnas armadas del rey cristiano se quedaron inmóviles ante los acontecimientos; algo que nunca ha sido explicado y que ha dejado una mancha imborrable en la que hubiera sido la reputación intachable de su líder. La espada de la muerte siguió segando vidas hasta que se llegó al hastío. Entonces, por fin se oyeron menos gritos de moribundos y menos alaridos de asesinos, y los horrorizados lamentos ya no hacían mella en los oídos de las tropas, cuando no eran acalladas por los triunfantes gritos de los salvajes[24].