Capítulo XVI

EDGAR. —Antes de combatir en la batalla, abre esta carta.

El Rey Lear.

El comandante Heyward encontró a Munro acompañado únicamente por sus hijas. Atice estaba sentada en su regazo, apartando los mechones canosos de la frente del anciano con su delicada mano y besándole cariñosamente en su fruncido ceño cada vez que parecía gruñir de preocupación. Cora estaba sentada cerca, admirándoles muy complacida y sosegada. Contemplaba los ingenuos actos de su hermana pequeña con una especie de cariño maternal que caracterizaba el amor que le profesaba a la niña. No sólo los peligros que habían soportado, sino aquéllos que aún les amenazaban, parecían haberse olvidado con el apacible alivio de tan tierna reunión familiar. Parecía que la breve tregua les había servido para dedicar unos instantes a los sentimientos más puros y verdaderos. De este modo, el momento premiaba a las hermanas con la posibilidad de arrinconar sus temores, a la vez que le permitía al veterano dejar de lado sus preocupaciones. Duncan, quien por su entusiasmo había entrado precipitadamente y sin esperar a ser anunciado, se quedó durante unos segundos maravillado ante tan conmovedora escena, sin que le vieran. Pero los avispados ojos de Alice se percataron de su reflejo en un espejo de la habitación y ésta saltó, ruborizándose, del regazo de su padre, mientras exclamaba:

—¡Comandante Heyward!

—¿Dónde está el muchacho? —preguntó el padre—. Le había mandado a que discutiera con el francés. ¡Ajá, buen hombre, es usted joven y sigiloso! ¡Márchate de aquí, so trasto; ya tengo bastantes cosas en qué pensar, sin tener que estar pendiente de pequeñas cotillas como tú!

Alice se marchó entre risas y guiada por su hermana, al percatarse ésta de que su presencia sobraba en aquellos momentos. Munro, en vez de exigir inmediatamente los resultados de la misión del joven, paseó de un lado a otro de la habitación durante un momento, con las manos detrás y la cabeza mirando al suelo en actitud pensativa. Cuando por fin levantó la vista, dijo con sentimiento paternal:

—Son un par de chicas de lo más excelente, Heyward, serían el orgullo de cualquier padre.

Ya conoce usted la consideración que tengo por sus hijas, coronel Munro.

—Es cierto, muchacho —le interrumpió con impaciencia el anciano—. Estuvo usted más dispuesto a hablar de esa cuestión el día que llegó; ¡pero no creí apropiado que un viejo soldado hablase de bendiciones nupciales o anécdotas de boda cuando los enemigos de su rey estaban a las puertas del recinto! De todos modos me equivoqué, me equivoqué entonces, Duncan, muchacho; y ahora estoy dispuesto a oír lo que tenga que decir al respecto.

—Sin menosprecio por el placer que sus palabras suponen para mí, estimado señor, lo que debo comunicarle ahora mismo es un mensaje de parte de Montcalm.

—¡Que el francés y todas sus huestes se vayan al diablo! —exclamó con impaciencia el veterano—. Aún no es el que manda en el fuerte William Henry, ni lo será, siempre y cuando Webb demuestre ser el hombre que debería ser. ¡No, señor! Por fortuna, aún no nos encontramos en una situación tan desesperada que le impida a Munro cuidarse de los asuntos más íntimos de su familia. Duncan, la madre de usted era hija única de mi mejor amigo, por lo que escucharé lo que tenga que decir aunque todos los caballeros de San Luis estuvieran al otro lado del portón, exigiendo mi atención con el mismísimo santo francés a la cabeza. ¡Poca caballerosidad puede acompañar a los dulces modales y a los marquesados de dos peniques! ¡Lo que cuenta es la dignidad y la solera; en eso consiste el verdadero «memo me impune iaccesit» de lo caballeresco! Usted proviene de una vieja estirpe de esa clase, Duncan, los cuales destacaron entre los nobles de Escocia.

Heyward, al percatarse de que su superior disfrutaba, dentro de su rabia, con despreciar el mensaje del general francés, no insistió en contradecir un impulso pasajero como ése; por lo cual también mostró la máxima indiferencia hacia el asunto:

—Mi petición, como recordará, señor, era la de creerme digno de llegar a ser su yerno.

—Perfecto, muchacho, ha encontrado usted las palabras adecuadas para hacerse entender. Pero, déjeme preguntarle; ¿se lo ha comunicado así de claro a la chica?

—Oh, no, por mi honor —exclamó Duncan con cálido respeto—. Habría abusado de la confianza depositada en mí si me hubiese aprovechado de la situación para tales propósitos.

—Sus modos son los propios de un caballero, comandante Heyward, de eso no cabe duda, pero Cora Munro es una dama excesivamente discreta e inteligente como para requerir tanta prudencia y protección, ni siquiera por parte de su padre.

—¡Cora!

—¡En efecto, Cora! ¿No estamos hablando de sus pretensiones hacia la señorita Munro?

—No… no… no creo haber mencionado su nombre —dijo Duncan, tartamudeando.

—Entonces, ha pedido mi consentimiento, ¿para casarse con quién, comandante Heyward? —le preguntó el viejo soldado, erguido con la dignidad de alguien que hubiera sido ofendido.

—Tiene usted otra hija, no menos hermosa.

—¡Alice! —exclamó el padre, con un grado de sorpresa equivalente al mostrado por Duncan cuando repitió el nombre de la otra hermana.

—Tales eran mis intenciones, señor.

El joven aguardó en silencio el desenlace del extraordinario efecto que tuvo tan inesperada noticia. Durante varios minutos, Munro caminó por toda la habitación, con sus largos y rápidos pasos, mientras las facciones de su cara se contraían de acuerdo con sus pensamientos. Finalmente, se detuvo justo delante de Heyward y, fijando su mirada en la de su interlocutor, le dijo con voz extremadamente temblorosa:

—Duncan Heyward, he sentido gran afecto por usted, habida cuenta de la sangre que corre por sus venas, también le he apreciado por sus indiscutibles virtudes, así como por la posibilidad de que usted pudiera contribuir a la felicidad de mi hija. No obstante, toda mi estima se tornaría en odio si lo que más temo llegara a ser verdad.

—¡Quiera Dios que ninguno de mis actos o pensamientos haya siquiera insinuado algo negativo! —exclamó el joven sin titubear y manteniendo la morada fija. A pesar de no poder aceptar la imposibilidad de que el joven comprendiera los sentimientos de un padre, Munro sí se dejó convencer por la impasible sobriedad de su rostro y, hablando con un tono más suave, le dijo:

—Quiere usted ser mi yerno, Duncan, y desconoce la historia del hombre que desea tener por suegro. Siéntese, joven, y le hablaré de un corazón destrozado, aunque sea con pocas palabras.

A estas alturas, el mensaje de Montcalm quedaba en el olvido tanto para el mensajero como para el destinatario. Cada uno de los dos hombres tomó asiento y, mientras el más experimentado volvía a dejarse llevar por los pensamientos, esta vez con el ánimo entristecido, el más joven disimulaba su impaciencia por medio del respeto y la atención mostrada hacia el primero. Al cabo de un momento, el veterano habló.

—Ya sabe usted, comandante Heyward, que mi familia es de rancio abolengo —comenzó diciendo el escocés—, a pesar de que no disfrute de todas aquellas riquezas que suelen corresponderle a una estirpe así. Yo debí de tener la edad de usted cuando quise unir mi destino al de Alice Graham, hija única de un vecino terrateniente. No obstante, su padre se mostró desfavorable, no sólo por mi pobreza económica, sino también por otras cuestiones. Entonces hice lo que cualquier hombre honrado creería necesario; dejé a la dama para que otro la pretendiese y me marché para servir a mi rey. Había estado en muchos lugares, y derramado mucha sangre antes de que el deber requiriese mi presencia en las islas de las Indias Occidentales. Allí dispuso el destino que me uniera con aquella que sería mi mujer, así como la madre de Cora, Ella, era la hija de un caballero de las islas y de una señora cuya desgracia fue, si se quiere llamar así —dijo el anciano con orgullo—, la de haber tenido antepasados que fueron esclavos. Sí, amigo mío, fue un resultado más de la maldición que supuso para Escocia el verse unida de forma tan antinatural con un pueblo foráneo y de costumbres comerciales ¡Pero cualquier hombre que hubiera osado tratar mal a mi hija habría tenido que enfrentarse con las incandescentes iras de un padre! Por cierto, comandante Heyward, usted mismo nació en el sur, donde las gentes consideran a los esclavo como seres pertenecientes a una raza inferior.

—Ésa es una triste verdad, señor —dijo Duncan, incapaz de evitar que su vergüenza le hiciera inclinar la vista hacia el suelo.

—Entonces, ¿eso es lo que le reprocha a mi hija? ¿Se avergonzaría de unir la sangre de los Heyward con otra que es considerada de inferior rango natural, aunque sea la de una muchacha tan virtuosa y bien parecida? —le preguntó con ánimo acusador el enojado padre.

—Dios me libre de tener un prejuicio tan mezquino e insano —le contestó Duncan, el cual tuvo que reconocer, para sus adentros, que tales sentimientos le fueron inculcados desde pequeño, hasta el punto de que parecían ya constituir una parte de su ser por naturaleza—. Mis motivos pueden tener mejor explicación en la dulzura, la belleza y el encanto propios de su hija menor, coronel Munro, sin que se me tengan que imputar unas ideas tan injustas.

—Tiene usted razón, caballero —le replicó el anciano, de nuevo cambiando su tono por otro más suave y calmado—. La chica es la viva imagen de su madre cuando tenía esa edad, antes de que llegara a conocer el dolor. Cuando la muerte se llevó a mi mujer, me volví a Escocia, dotado de las riquezas que heredé de ella y, ¿qué le parece, Duncan?, la chica angelical que había dejado allí aún era soltera, permaneciendo así durante veinte años, ¡todo por un hombre que la había olvidado! Hizo incluso más que eso, amigo mío; no tuvo en cuenta mi poca fe del pasado y, al no haber más impedimentos, me aceptó como marido.

—Entonces, ¿ella es la madre de Alice? —preguntó Duncan con un entusiasmo que podría haber resultado peligroso en aquel momento, si no fuera porque Munro estaba embebido en sus recuerdos.

—En efecto —afirmó el anciano—, y pagó caro el concederme esa bendición. Pero ahora es una santa en el cielo, amigo mío, y la vida se hace pesada para el que permanece en la tierra llorando la falta de una persona tan divina. Eso sí, estuvo conmigo durante un año, aunque fue muy poco tiempo de felicidad para alguien cuya juventud se había consumido por una decepción amorosa.

Había algo tan imponente en el dolor del anciano que Heyward ni se atrevió a pronunciar una sola palabra de consuelo. Munro perdió toda noción de que estaba acompañado; su gesto compungido denotaba el dolor que le producían los recuerdos y las lágrimas comenzaron a salirle de los ojos, rodando pesadamente por sus mejillas antes de caer al suelo. Al cabo de cierto tiempo reaccionó, como si le viniese repentinamente el recuerdo de algo; se levantó y cruzó la habitación, volviéndose sobre sí para dirigirse a su compañero de armas y preguntarle, con formidables aires marciales:

—¿No tiene usted, comandante Heyward, algún comunicado de parte del marqués de Montcalm que yo deba oír?

Tras un primer instante de sorpresa, Duncan comenzó inmediatamente a transmitirle, aunque con tono avergonzado, el referido mensaje. Es conveniente puntualizar aquí sobre el hecho de que el francés había eludido, con gran diplomacia y cortesía, todos los intentos por parte de Heyward para que revelara el contenido de la ya mencionada carta, así como el hecho de que el general francés había dejado claro, en su mensaje a Munro, que para conocer el comunicado de la misiva debería presentarse en persona ante él. Mientras Munro escuchaba el relato de Duncan, los sentimientos paternales del anciano dieron paso gradualmente a los de un soldado consciente de su deber. Cuando hubo terminado el joven su informe, tenía ante sí al militar de cuerpo y alma, herido en su orgullo por lo acontecido.

—¡Ha dicho usted suficiente, comandante Heyward! —exclamó el veterano con enojo—, lo suficiente como para escribir un libro sobre los buenos modales de los franceses. Resulta que este caballero me in-vita a una entrevista y cuando le envío un sustituto de lo más capacitado, como lo es usted, Duncan, a pesar de su juventud, me responde con una evasiva.

—Posiblemente no le haya agradado lo del sustituto, señor; recuerde que la invitación de entonces, al igual que la de ahora, iba dirigida al jefe de la fortificación, no al segundo en el mando.

—¿Acaso no se pueden depositar en un sustituto aquellos poderes propios del quien se los transfiere? ¡Así que desea cambiar impresiones con Munro! Le digo a usted, caballero, que no me faltan ganas de complacerle, aunque sólo fuera para que comprobase con qué tranquilidad nos mantenemos, a pesar de su superioridad numérica y sus amenazas. Puede que sea lo mejor que podamos hacer, mi joven amigo.

Duncan, convencido de que lo más importante en aquel momento era conocer el mensaje de la carta que traía el explorador, aplaudió la idea con entusiasmo.

—Sin duda la confianza del francés se vería socavada por nuestra indiferencia —le dijo.

—No pudo haber dicho mayor verdad, caballero. Incluso desearía que ese individuo se lanzara contra el fuerte abiertamente, por medio de un ataque a discreción. Ése es el modo más eficaz de probar al valor de un enemigo, infinita-mente mejor que el sistema de baterías que ha preferido utilizar. El arte y la hombría que se demostraban antes en la guerra han quedado diezmados, comandante Heyward, por los artilugios de ese tal monsieur Vauban. ¡Nuestros antepasados estaban muy por encima de tales cobardías científicas!

—Puede que sea verdad, señor; pero lo cierto es que ahora nos vemos obligados a combatir a los artilugios por medio de artilugios, también. ¿Cómo piensa prepararse para la entrevista?

—Me veré con el francés, sin miedo ni demora, y con la presteza que me exige la fidelidad hacia mi rey. Retírese, comandante Heyward, y empiece a hacer los preparativos mandándoles un mensajero que les haga saber quién vendrá. Nosotros seguiremos detrás, escoltados por un pelotón de guardia, ya que es apropiado exigir respeto para aquél que representa el honor de su monarca; además, Duncan, —añadió casi susurrando, a pesar de que estaban solos—, puede venir bien estar preparados en caso de que se trate de una trampa.

El joven oficial abandonó el despacho al recibir la orden. Dado que quedaba poco para que terminara el día, se dispuso inmediatamente a hacer los preparativos. En poco tiempo pudo agrupar unas filas de efectivos, más un ordenanza que portara la bandera, anunciando la llegada del comandante jefe. Una vez hecho esto, Duncan les llevó hacia el portón, donde ya les aguardaba su superior. En cuanto concluyeron los consabidos ceremoniales de despedida, el veterano y su joven acompañante dejaron la fortaleza, arropados por su escolta.

Sólo habían avanzado unos trescientos metros cuando avistaron al grupo que asistía al general francés abriéndose paso por el pequeño valle que flanqueaba a un arroyo entre las baterías de los asaltantes y el fuerte. Desde el primer momento, la actitud de Munro era orgullosa y rebosaba dignidad castrense. En cuanto divisó el plumín blanco del sombrero de Montcalm, su mirada se encendió y toda la musculatura de su robusto cuerpo se tensó, a pesar de su avanzada edad.

—Dígales a los muchachos que estén atentos, caballero —le dijo a Duncan en voz baja—, y que tengan preparados tanto los fulminantes como las bayonetas, ya que uno nunca sabe a qué atenerse con uno de estos «luises». Además de ser precavidos, les mostraremos lo seguros que estamos de nosotros mismos. ¡Usted ya me entiende, comandante Heyward!

Su discurso fue interrumpido por un estruendo de golpes de tambor por parte del grupo francés, al cual respondieron inmediatamente. Tras esto, ambas partes hicieron avanzar sendos ordenanzas, cada uno portando una bandera blanca. El astuto escocés se detuvo, con su escolta de guardianes justo detrás de él. En cuanto la pequeña formalidad de intercambio de saludos hubo concluido, Montcalm avanzó hasta ellos con paso rápido, pero también orgulloso. Se descubrió ante el veterano y, al hacerle este gesto de cortesía, rozó la tierra con la pluma blanca de su sombrero. La actitud de Munro era tan sumamente viril y autoritaria que contrastaba por completo con los cuidados y pulidos modales del francés. Durante unos instantes ninguno habló, sino que se miraron atónitos, llenos de curiosidad. A continuación, correspondiéndole el derecho por la superioridad de su rango, así como por ser el artífice de la entrevista, Montcalm comenzó a hablar. Después de brindarles unas palabras de saludo, se volvió hacia Duncan y, lleno de alegría al reconocerlo, continuó hablando en francés, diciendo:

—Me alegro, monsieur, de que nos haya proporcionado el grato placer de su presencia en esta ocasión. No habrá necesidad de hacer llamar a un intérprete común, ya que, en sus manos, tengo tanta tranquilidad como si hablase yo mismo en su idioma.

Duncan agradeció el cumplido y Montcalm se dirigió hacia su propia escolta, la cual, como la de sus enemigos, se encontraba busto detrás de su líder:

En arrière, mes enfants… il fait chaud; retirez vous un peu.

Antes de que el comandante Heyward hiciera lo propio en señal de mutua confianza, miró por toda la llanura y se sintió intranquilo al ver a numerosos grupos de oscuros salvajes medio ocultos en la maleza que bordeaba el área, los cuales permanecían como curiosos espectadores de la entrevista.

—Estoy seguro de que monsieur de Montcalm comprenderá que estamos en condiciones desiguales —dijo con cierto tono avergonzado, a la vez que señalaba hacia esos peligrosos enemigos, los cuales podían verse en todas partes—. Si prescindiéramos de nuestra guardia, estaríamos a merced de nuestros enemigos.

—Monsieur, tiene usted la garantía de un gentilhombre francés de que se encuentran seguros —le replicó Montcalm, mientras se llevaba la mano al corazón de forma expresiva—. Eso debería bastarles.

—Por supuesto. Retírense —les dijo Duncan a los soldados, añadiéndole al oficial que estaba al frente—. Retírese, caballero, hasta donde no pueda oír la conversación y espere órdenes.

Munro fue testigo del procedimiento mostrando evidentes síntomas de inquietud, por lo que exigió una explicación inmediata.

—No sería una buena actitud por nuestra parte, señor, si mostrásemos una excesiva desconfianza —le respondió Duncan—. Monsieur de Montcalm ha dado su palabra de que estaremos a salvo, por lo que he ordenado a los soldados que se retiren a cierta distancia, como prueba de nuestra fe en su promesa.

—De acuerdo, caballero, pero no profeso una desbordada confianza en lo que refiere a estos marqueses, o lo que sean. Sus títulos nobiliarios son una moneda tan comente que no se puede asegurar que conozcan el significado real del honor.

—Olvida usted, señor, que nos hemos reunido con un oficial que ha sido condecorado tanto en Europa como en América por sus gestas. No debemos temer nada, tratándose de un soldado de tan sólida reputación.

La expresión del anciano era de resignación, aunque sus facciones aún daban a entender que no estaba muy seguro de la situación. Tal desconfianza provenía más de una especie de odio hereditario hacia el enemigo que de cualquier indicio inmediato de peligro. Montcalm esperó con paciencia a que concluyera este breve diálogo en voz baja y, acercándose a ellos, introdujo el tema de la entrevista.

—Le he solicitado a su superior que nos reuniéramos, monsieur —dijo—, con el fin de que se deje persuadir del he-cho de que ya ha cumplido sobradamente con los deberes hacia su rey, debiendo ahora atender los requerimientos de lo propiamente humano. Reconoceré siempre que su resistencia ha sido caballerosa y que ha durado hasta donde le permitió la esperanza.

Cuando se le tradujo esto a Munro, respondió con dignidad, aunque con un mínimo de cortesía:

—Comoquiera que le agradezco a monsieur Montcalm por su testimonio, el mismo será aún más valioso cuando sea más meritorio.

El general francés sonrió cuando Duncan le comunicó la respuesta y apostilló:

—Lo que en este momento se quiere salvar por la noble valentía, puede perderse por culpa de una obstinación inútil. Si monsieur quisiera, podría ver mi campamento en persona y comprobar por sí mismo el volumen de nuestras fuerzas, así como la imposibilidad de resistirlas con éxito.

—Sé perfectamente que el rey de Francia está bien armado —contestó el escocés, impasible, nada más terminar de traducir Duncan—. Pero, por su parte, mi majestad no se queda atrás y tiene la misma cantidad de tropas leales.

Aunque no las tiene todas a mano, para nuestra fortuna —dijo Montcalm, sin esperar siquiera al intérprete, dada su impaciencia—. En la guerra, un hombre valiente debe someterse a lo que dicta el destino, reuniendo para ello el mismo coraje con el que se enfrenta a sus enemigos.

—Si hubiese sabido que monsieur Montcalm domina el inglés, no me habría molestado en llevar a cabo una traducción tan comprometida —dijo Duncan con tono áspero, visiblemente ofendido. Al instante, se acordó de la breve conversación que mantuvo momentos antes con Munro.

—Le pido perdón, monsieur —dijo el francés, sonrojándose un poco—. Existe una gran diferencia entre comprender una lengua extranjera y poder hablarla; por lo que espero que siga usted ayudándome —tras una pausa, añadió—: Estas colmas nos permiten visionar el interior de su fortaleza, messieurs, gracias a lo cual soy tan consciente de sus escasas fuerzas como lo son ustedes mismos.

—Pregúntele al general francés si sus catalejos pueden ver hasta el Hudson, para que nos diga cuándo y por dónde podremos esperar al ejército de Webb.

—Deje que el general Webb se lo diga él mismo —replicó Montcalm con aires refinados, mientras entregaba a Munro una carta abierta—. Verá entonces que los movimientos de ese hombre no suponen ninguna amenaza para mi ejército.

El veterano cogió la ofrendada carta con rabia, sin esperar a que Duncan tradujese lo dicho, dejando entrever claramente lo desesperado que estaba. A medida que sus ojos recorrieron el contenido del escrito, su rostro cambió la mirada de orgullo marcial por una de profunda decepción. Sus labios comenzaron a temblar y, dejando que el papel se le cayera de las manos, inclinó su cabeza con la misma actitud que la de alguien cuyas esperanzas hubiesen sido pulverizadas de un golpe. Duncan recogió la carta del suelo y, sin pedir disculpas por tomarse esa libertad, leyó de una pasada el cruel contenido de la misma. El remitente, superior en rango a ambos, lejos de pedirles que resistieran, les instaba a que se rindiesen, dando literalmente como razón la imposibilidad total de enviarles un solo hombre en su auxilio.

—¡No se trata de un engaño! —exclamó Duncan, mientras examinaba el documento concienzudamente—. Es la firma de Webb, por lo que debe tratarse de la carta interceptada.

—¡El hombre me ha traicionado! —exclamó finalmente Munro, con amargura—. Ha llevado el deshonor a las puertas de una casa en la que jamás se conoció esa desgracia, ha provocado que la vergüenza se cierna sobre mis canas.

—No diga eso —gritó Duncan—, aún somos los dueños de la fortaleza, así como de nuestro honor. Podemos aún vender nuestras vidas a un precio tan caro que el enemigo lo considere excesivamente elevado.

—Gracias, muchacho —dijo el anciano, saliendo de su estupor—. Le has recordado a Munro, de una vez, cuál es su deber. Volveremos y cavaremos nuestras tumbas tras esos muros.

—Monsieurs —dijo Montcalm, dando un paso hacia ellos con sincero interés por su situación—, no conocen ustedes a Louis de St. Véran si le creen capaz de sacar provecho de la presente misiva para humillar a los valientes, o para forjarse una reputación deshonesta. Escuchen mis condiciones antes de irse.

—¿Qué quiere el francés? —exigió saber el veterano, con gesto serio—. ¿Acaso piensa que es toda una hazaña militar el haber capturado a un explorador que portaba un mensaje? Amigo, entonces será mejor que deje de asediarnos y se vaya con su ejército ante el fuerte Edward, si es que pretende asustar a alguien.

Duncan tradujo el discurso de Montcalm.

—Monsieur de Montcalm, le escucharemos —añadió el veterano, ya con más tranquilidad, al concluir Duncan su labor.

—Conservar el fuerte a estas alturas es una pretensión imposible —dijo el enemigo con diplomacia—. Los intereses de mi monarca dictan que la fortaleza sea destruida; pero, en lo que se refiere a ustedes y a sus valientes camaradas, se les concederán todos los privilegios dignos de los buenos soldados.

—¿Nuestros colores? —preguntó Heyward.

—Llévelos a Inglaterra y muéstrelos a su rey.

—¿Nuestras armas?

—Quédenselas; nadie puede utilizarlas mejor.

—¿Nuestra marcha? ¿El momento de la rendición?

—Todo ello se hará de la manera más honorable para ustedes.

Duncan se volvió para comunicarle las propuestas a su superior, el cual le escuchó sobrecogido por lo atípico de dichas condiciones, así como por la generosidad de las mismas.

—Vaya usted, Duncan —dijo el anciano—, vaya con este marqués, que supongo que lo será, hasta su caseta y haga todos los preparativos. En toda mi vida hay sólo dos cosas que jamás creí tener que presenciar: que un inglés tenga tanto miedo que no quiera auxiliar a un amigo y que un francés no saque provecho de una situación de ventaja.

Al terminar de decir esto, el veterano volvió a inclinar la cabeza hacia abajo y comenzó su lento regreso al fuerte, dando claras señales de abatimiento en su manera de moverse, lo cual fine interpretado por los soldados que lo vieron como un oscuro presagio de lo que les aguardaba.

El orgullo y los demás sentimientos de amor propio que caracterizaban a Munro jamás se recuperaron de este golpe. Muy al contrario, a partir de aquel momento, comenzó un decaimiento en su ánimo que le llevaría rápidamente a la tumba. Duncan permaneció para acordar los términos de la capitulación. Se le volvió a ver entrando en el fuerte durante las primeras guardias nocturnas y, tras celebrar un encuentro en privado con el comandante jefe, se le vio marchar de nuevo. Fue entonces cuando se anunció públicamente que las hostilidades debían cesar; Munro había firmado un tratado mediante el cual la plaza debía de ser entregada al enemigo por la mañana, mientras los efectivos de la misma podían conservar sus armas, sus colores y sus pertenencias, lo cual suponía también, desde el punto de vista militar, la conservación de su honor.