Entonces entremos conozcamos su propuesta;
La cual puedo ya adivinar con precisión,
Antes de que el francés diga una sola palabra
Enrique V.
Pasaron unos días de privaciones, alborotos y peligros; todo ello propio de una situación de asedio, siendo las presiones del enemigo tan vigorosas que Munro apenas podía resistir sus avances. Daba la sensación de que Webb y su ejército, posiblemente languideciendo a orillas del Hudson, se habían olvidado por completo de los apuros en los que se encontraban sus compatriotas. Montcalm había sembrado los bosques del porteo con sus salvajes, cuyos gritos podían oírse hasta en el campamento británico, haciendo temblar incluso los corazones de aquellos que estaban ya bastante acostumbrados al peligro.
No era así, sin embargo, con los del fuerte. Animados por las palabras y los estimulantes ejemplos de sus líderes, habían afianzado su valor y conservado su mítica reputación, todo ello con el empeño que les inculcaba el carácter de su comandante jefe. Como si estuviese satisfecho de tener que desfilar a través del bosque para encontrarse con su enemigo, el general francés —aunque de intachable fama como estratega— había dejado sin cobertura las montañas cercanas, desde las cuales los asediados pudieron haber sido exterminados fácilmente; algo que no se hubiera pasado por alto en las modernas tácticas de guerra practicadas por los americanos. Este desprecio por las pendientes, o mejor este miedo a tener que superarlas, era algo propio de las débiles estrategias bélicas de aquel periodo y dio origen a la simpleza de las contiendas indias, en las cuales, dada la naturaleza de los combates y la densidad de las áreas boscosas, las fortalezas fueron escasas y las piezas de artillería prácticamente inútiles. El descuido provocado por estas costumbres se prolongó hasta la guerra de revolución colonial y supuso la pérdida del fuerte de Ticonderoga, dejando paso al ejército de Burgoyne, para que pudiese penetrar en lo que entonces era el corazón del territorio. Ahora miramos atrás hacia esta ignorancia, o exceso de confianza, o lo que se quiera llamar, con gesto atónito, sabiendo que negar la importancia de un terreno elevado como el monte Defiance, cuyas dificultades de superación fueron excesivamente exageradas, resultaría fatal hoy en día para la reputación de un ingeniero que hubiese diseñado la construcción de una fortaleza al pie de la misma, así como para la de un general cuya responsabilidad fuera la de defenderla.
El turista, el valetudinario o el amante de las bellezas naturales que, a bordo de su vagón de tren, viaja rápidamente a través de los escenarios que hemos querido describir, sea en busca de información, o por razones de salud, o de placer, y que también puede flotar directamente hacia su objetivo por medio de esas aguas artificiales que han surgido bajo el mandato de un gobernante[23] que se atrevió a jugarse su credibilidad política en tan arriesgado asunto, ni siquiera se para a pensar que sus antepasados tuvieron que vérselas y deseárselas con esas colinas, o luchar con esas mismas comentes de agua, igualmente difíciles. De hecho, el transporte de una sola pieza de artillería pesada constituía en sí mismo una victoria tan grande como la de haber vencido al enemigo; siempre que las dificultades de su traslado concluyeran felizmente y no se hubiese separado de su ingrediente fundamental, la munición, sin la cual no sería más que un inofensivo tubo de hierro fundido.
En cualquier caso, los males que tuvo que padecer el militar escocés que dirigía la defensa de la fortaleza William Henry eran acuciantes. A pesar de que su adversario no tuvo en cuenta las colinas, sí había colocado con destreza sus baterías sobre el terreno llano, además de asegurarse una buena actuación por parte de éstas. Frente a semejante asalto, los asediados sólo pudieron ofrecer la resistencia propia de un puesto aislado y escasamente equipado para tales propósitos.
Durante la tarde del quinto día del asedio, y el cuarto de su propia estancia en el lugar, el comandante Heyward se había subido a uno de los bastiones de agua para respirar el aire fresco que provenía del lago, a la vez que para observar el estado de las cosas desde allí. Estaba solo, a excepción del centinela que montaba guardia en ese sector, ya que los artilleros disfrutaban de un momentáneo descanso de sus arduas labores. La tarde resultó ser tranquila y apacible, la ligera brisa que emanaba de las aguas gratificante, daba la sensación de que, al cesar los rugidos de la artillería y los estallidos de los fusiles, la naturaleza había aprovechado la ocasión para mostrarse con toda su belleza y esplendor. El sol vertía sus anaranjados rayos por todo el paisaje, indicando la cercanía del crepúsculo. Las montañas reflejaban ese hermoso verdor tan propio del clima y la época del año que transcurría, variando su tono de acuerdo con la intensidad de la luz, mientras se interponían de modo intermitente unas leves nieblinas entre ellas y el sol. Sobre las aguas del Horicano se veían sus numerosas islas, algunas tan llanas que parecían estar semi-hundidas, mientras que otras se alzaban plenamente sobre el nivel del elemento líquido, confiriéndoles el aspecto de pequeños montecillos de terciopelo verde. Allí podía verse cómo los pescadores, pertenecientes al ejército situado en sus costas, remaban plácidamente o flotaban quietos, mientras realizaban sus tareas.
La panorámica tenía el aspecto de algo móvil y, a la vez, estático. Todo lo que era propio de la naturaleza se comportaba de modo agradable y dulce; y todo aquello relacionado con los movimientos y el ingenio del hombre convivía en alegre armonía con ese escenario.
Había dos banderas blancas ondeando al viento, una se encontraba alzada sobre la esquina más saliente de la fortaleza, mientras que otra la portaba la batería más avanzada de las fuerzas asediantes. Las enseñas de tregua parecían representar no sólo el hecho temporal de un alto en los combates, sino el deseo de terminar con ellos para siempre.
Tras ellas, ondeaban los pliegues sedosos de dos estandartes más grandes en tamaño y más elaborados en su colorido: las respectivas banderas rivales de Inglaterra y Francia.
Unos cien jóvenes franceses, de un modo imprudente y temerario, dada la peligrosa proximidad de los cañones del fuerte, se entretenían en arrastrar una red de pesca sobre las orillas arenosas. Sus risas y gritos de alegría fueron devueltos en forma de eco desde las montañas orientales. Algunos se prestaron gustosamente a la práctica de juegos y deportes en el lago, mientras otros inspeccionaban las colinas adyacentes, llevados por la curiosidad que tanto caracteriza a las gentes de su país. Con respecto a estas actividades lúdicas, tanto los que vigilaban a los asediados como los asediados mismos sólo actuaban de meros espectadores, sin tomar parte en ellas, aunque contentos por la tranquilidad con la que se desenvolvían. En resumidas cuentas, todo había cobrado el aspecto de un día de placentero descanso, más que el de una hora robada al dolor y las vicisitudes de un combate vengativo y sangriento.
Duncan permaneció en actitud meditabunda, contemplando el escenario durante unos minutos, cuando el sonido de pisadas próximas al portón de entrada hizo que dirigiese su mirada hacia la planicie que se extendía frente a ella. Caminó hasta una esquina del bastión y vio cómo se aproximaba el explorador, custodiado por un oficial francés, hasta los muros de la fortaleza. La expresión en la cara de Ojo de halcón denotaba cansancio y decepción; sus gestos eran apesadumbrados, dejando entrever el denigrante fastidio que le había supuesto caer en manos de sus enemigos. Se encontraba desprovisto de su arma favorita y tenía los brazos atados a la espalda con ligaduras de piel de gamo. La llegada de las banderas que servían de presentación para los mensajeros ya se había tornado en algo muy frecuente; de modo que Heyward esperaba ver a otro más de tantos oficiales enemigos que venían con propuestas similares. Sin embargo, en cuanto vio a esa persona alta que, a pesar de su semblante, continuaba rezumando fuerza y resistencia, lo reconoció como su amigo, el hombre del bosque. Tras un primer momento de sorpresa, como por las escaleras que bajaban desde el bastión hasta el interior de la fortaleza.
No obstante, el sonido de otras voces llamó su atención y le llevaron a olvidarse por un momento del asunto. En una de las esquinas interiores de la edificación se encontró con las hermanas, que también habían salido a caminar por las estructuras parapetadas en busca de luz y aire fresco. No se habían vuelto a ver desde aquel momento en el que las tuvo que dejar en la llanura para luchar contra aquéllos que les perseguían. Cuando las vio por última vez estaban sucias y fatigadas; ahora estaban limpias y frescas como rosas, aunque también se les notaba temerosas y preocupadas. Ante tal imagen, no es de extrañar que el joven se olvidara momentáneamente de cualquier otra cosa, con el fin de atender a las damas. De todos modos, fue recibido con desdén por parte de la joven e ingenua Alice:
—¡Ajá! ¡Estás ahí, so truhán! ¡Caballero bribón! ¡Tú que abandonas a tus damiselas en apuros! —le gritó—. ¡Te hemos estado esperando durante días para que vinieses a imploramos misericordia y perdón por tus errores, o mejor por tus cobardías, ya que huiste como un ciervo asustado, como diría nuestro apreciado amigo el explorador!
—Lo que Alice quiere decir es que le estamos muy agradecidas y le damos nuestras bendiciones —añadió la mayor, con un tono más considerado y respetuoso—. La verdad es que nos preguntábamos por qué no nos había visitado antes, para recibir no sólo nuestra gratitud, sino también la de nuestro padre.
—Vuestro padre os podría explicar con sus propias palabras que, aunque no estuviera presente, no me desentendí de vuestra protección —contestó el joven—. El dominio de aquella concentración de tiendas se ha disputado ferozmente —continuó diciendo, mientras señalaba hacia el cercano campamento atrincherado—, y aquél que finalmente lo tome también podrá hacerse con el fuerte y todo lo que hay en él. He pasado allí todos los días y todas las noches desde la última vez que nos vimos, porque creí que ése era mi deber. En cualquier caso —añadió, con cierto aire de desazón que apenas pudo disimular, por mucho que lo intentara—, si hubiese sido consciente de que mi conducta como soldado podría ser calificada como reprobable, también la vergüenza habría sido una razón para haberme aislado de vosotras.
—¡Heyward! ¡Duncan! —exclamó Alice, inclinándose hacia adelante para ver la expresión del joven, a la vez que uno de sus mechones rubios caía sobre su mejilla y llegaba casi a ocultar una lágrima que comenzaba a brotar de su mirada—. Si hubiese sabido que esta ignorante boca mía iba a hacerte tanto daño, me la habría callado para siempre. Cora puede asegurarte, si lo tienes a bien, cuánto hemos apreciado tu dedicación y cuán profunda, o cuán ferviente, es nuestra gratitud.
—¿Será pues, Cora la que atestigüe la verdad de tales palabras? —dijo Duncan, dejando que su melancolía diera paso a una amplia y sincera sonrisa—. ¿Qué dice la más sena de las dos hermanas? ¿Sabrá perdonar al que no fue caballero porque tuvo que ser soldado?
Cora no contestó de inmediato, sino que volvió su mirada hacia la superficie del Horicano, como si buscara allí la respuesta. Cuando por fin miró al joven, sus ojos se llenaron de una angustiosa melancolía que le hizo adoptar una actitud más preocupada:
—¡No se siente usted bien, mi querida señorita Munro! —exclamó—. Hemos cultivado la alegría mientras usted se encontraba mal.
—No es nada —le contestó, quitándole importancia al asunto y rechazando delicadamente su inquietud—. Sólo que no soy capaz de ver el lado bueno de las cosas, como lo hace esta inexperta pero apasionada entusiasta de la vida —añadió, mientras colocaba su mano afectuosamente sobre el brazo de su hermana—. Es el precio que se paga por haber vivido más y, quizá, por ser de la manera que soy —continuó diciendo en su empeño de aparentar bienestar, como si ése fuera su deber—. Mire a su alrededor, comandante Heyward, y dígame qué optimismo cabe en el corazón de la hija de un soldado cuya máxima aspiración es la de mantener su honor y reputación como militar.
—Ninguna de las dos debe verse ni se verá mancillada por circunstancias fuera de su control —le replicó Duncan amablemente—. Ahora recuerdo que yo también tengo un deber que atender. Me voy a ver a vuestro honorable padre, para oír lo que tiene que decir respecto a las últimas novedades concernientes a nuestra defensa. Que Dios te bendiga en toda ocasión, noble Cora, como debo llamarte —ella le dio la mano de un modo sincero, aunque con labios temblorosos, mientras sus mejillas cobraron una palidez ceniza—. En toda ocasión estoy seguro de que serás una digna representante de la condición femenina. Alice, adieu —al comenzar esta última frase, su tono pasó de la admiración a la ternura— adieu, Alice, ¡nos veremos de nuevo, y es de esperar que victoriosos y regocijantes!
Sin esperar respuesta de ninguna de ellas, el joven siguió bajando las musgosas escaleras del bastión y, cruzando rápidamente el patio de armas, se presentó ante el padre de las muchachas. Munro caminaba de un extremo al otro de su estrecho despacho con pasos largos y nerviosos cuando entró Duncan.
—Se ha adelantado a mis deseos, comandante Heyward —le dijo—. Estaba a punto de hacerle llamar.
—¡Lamento ver, señor, que el mensajero que tan fervientemente le recomendé ha vuelto capturado por los franceses! Espero que no haya motivos para cuestionar su lealtad.
—Conozco bien la lealtad de «Carabina Larga» —le contestó Munro—. Está por encima de toda sospecha; aunque parece ser que su acostumbrada suerte al fin le ha fallado. Montcalm le ha apresado, y con esa maldita cortesía tan típica de su nación, me lo ha traído diciendo aquello de que «sabiendo cuánto usted aprecia al caballero, no podía soportar la idea de seguir reteniéndole». ¡Un modo jesuítico, comandante Duncan Heyward, de restregarle en la cara a un hombre el hecho de que su situación es desesperada!
—¿Pero, y el general con sus refuerzos?
—¿Ha mirado usted hacia el sur antes de entrar? ¿Acaso los ha visto? —le preguntó el viejo soldado con risa amarga.
—¡Vaya, vaya! Es usted un joven impaciente, ¿no ve que ha de permitirles que avancen plácidamente y a su aire?
—Entonces, ¿al menos llegarán? ¿Lo ha confirmado el explorador?
—¿Cuándo? ¿Por dónde? Nadie me ha informado de ello. Al parecer, hay una carta también, lo cual constituye el único punto positivo de toda la cuestión. Si las noticias de la referida misiva fuesen negativas, la gentileza del marqués de Montcalm nos lo haría saber.
—¿Entonces se queda el mensaje y libera al mensajero?
—En efecto, eso es lo que pretende, y todo por la vía de la caballerosidad francesa. Me jugaría lo que fuese a que la única ciencia noble que a ese individuo le enseñó su abuelo fue la del baile.
—¿Y qué dice el explorador? ¿acaso no vio ni oyó algo? ¿Cuál es su informe del asunto?
—Oh, por supuesto, aún conserva el don del habla y es muy libre de contar todo lo que ha percibido por sus ojos y sus oídos. Todo ello se reduce a esto: existe una fortaleza en la ribera de Hudson, perteneciente a las fuerzas del rey y de nombre Edward, en honor a su alteza el duque de York, como usted bien sabe. Tal fortaleza está bien dotada de hombres armados, como es preceptivo.
—Pero ¿no había muestras de movimiento, o la intención de avanzar a socorrernos?
—Hubo los acostumbrados desfiles de mañana y tarde. Además de esto, lo único destacable sería cuando a alguno de esos tontos provicianos, y usted estará de acuerdo conmigo, Duncan, siendo usted medio escocés, como digo, ¡cuando a alguno se le derramara un poco de pólvora sobre el fuego al prepararse la comida! —entonces, cambió su tono de amarga ironía por uno más grave y sobrio, añadiendo—. ¡Con todo, algo debe de haber en esa carta que nos convendría saber!
—Debemos tomar una decisión rápida —dijo Duncan, satisfecho de que el cambio de humor de su interlocutor le permitiese ahondar en los puntos más importantes de la entrevista—. Me es imposible ocultarle la verdad de nuestra situación; el campamento no se podrá retener por mucho más tiempo; además, lamento tener que añadir que las cosas en el fuerte tampoco van por buen camino, más de la mitad de las piezas de artillería han estallado.
—¿Cómo puede ser de otra manera? ¡Algunas se sacaron del fondo del lago, otras estuvieron oxidándose en el bosque desde el descubrimiento de esta tierra y algunas ni siquiera podían llamarse armas, sino juguetes de recluta! ¿Cree usted que se pueden tener armas de calidad en medio de un extenso bosque, a miles de kilómetros de Gran Bretaña?
—Los muros están empezando a agrietarse y las provisiones a escasear —continuó puntualizando Heyward, haciendo caso omiso a estas nuevas exclamaciones de indignación—. Incluso entre los hombres empieza a cundir el pánico y el malestar.
—Comandante Heyward —le dijo con dignidad Munro a su joven interlocutor, haciendo valer sus años de experiencia y la superioridad de su rango—; debo de haber servido a su majestad durante medio siglo, y me habría ganado estas canas en vano si fuera ignorante de todo lo que me dice acerca de nuestra penosa situación. Con todo, aún tenemos un deber contraído con las fuerzas del rey y con nosotros mismos. Mientras haya esperanza de recibir ayuda, defenderé este fuerte aunque sea con las piedras de la orilla del lago. Nos interesa, por tanto, lo que dice la carta, para saber cuáles son las intenciones del hombre que el conde de Londres ha dejado como sustituto.
—¿Puedo serle de alguna ayuda en todo ello?
—Sí que puede, caballero; el marqués de Montcalm, aparte de sus otras cortesías, me ha invitado a celebrar con él una entrevista entre el fuerte y su propio campamento; según él, con el fin de comunicarnos más información. Ahora bien, no creo que deba mostrar un excesivo celo por verme con él personalmente, con lo cual le enviaría a usted, un alto oficial, como mi sustituto. Además, no sería bueno para la reputación de Escocia si no le correspondiéramos a otro país por su amabilidad y cortesía.
Sin ninguna intención de entablar un debate sobre el tema de la correspondencia diplomática entre las naciones, Duncan aceptó gustosamente la misión de presentarse a la anunciada entremeta en representación de Munro. Tras esto, siguió una conversación larga y confidencial entre ellos, durante la cual el joven recibió, de la mano de su comandante jefe, más instrucciones acerca de sus deberes, todas ellas avaladas por la experiencia y la agudeza del veterano oficial. Una vez concluida esta plática, el joven se retiró.
Dado que Duncan sólo actuaba en calidad de representante de la máxima autoridad del fuerte, se prescindió de cualquier acto protocolario que normalmente acompañaría a una reunión entre jefes de fuerzas contrarias. Aún se mantenía la tregua y, a redoble de tambor, acompañado por una pequeña enseña blanca, Duncan salió por el portón a los diez minutos de su conversación con Munro. Fue recibido por el oficial francés encargado de guiarle, e inmediatamente fine llevado hasta la caseta en la que se encontraba el afamado líder de las fuerzas de Francia.
El general enemigo acogió al joven mensajero en compañía de su estado mayor, así como en la de un grupo de jefes nativos que le habían seguido, junto con los guerreros de cada tribu. Heyward se detuvo repentinamente cuando, al observar este último grupo, reconoció el semblante maligno de Magua, quien le miraba con su acostumbrada expresión de aparente calma, pero que rezumaba odio y rencor. El joven incluso dejó escapar una leve exclamación de sorpresa; pero, al instante, recordó cuál era su encargo, así como la necesidad de reprimir cualquier emoción en un ambiente enemigo. Se volvió para dirigirse al jefe hostil, quien a su vez ya se había adelantado a recibirle.
En el momento en que tuvo lugar esta historia, el marqués de Montcalm se encontraba en la flor de la vida y, puede añadirse también, en la cumbre de su buena fortuna. No obstante, a pesar de su envidiable situación, se mostraba afable, haciendo gala de un exquisito gusto tanto por la cortesía como por lo caballeresco; tanto que esto último le hizo perder la vida dos años más tarde en las llanuras de Abraham. Duncan, al dejar de recoger la malvada expresión brindada por Magua, dirigió su mirada al sonriente y pulido rostro del general francés, repleto de talante noble y, sin duda, más placentero de contemplar.
—Monsieur —dijo el francés—, j’ai beaucoup de plaisir á… bah!… Où est cet interprête?
—Je crois, monsieur, qu’il ne sera pas nécessaire —respondió Heyward con modestia—. Je parle un peu Français.
—Ah! J’en suis bien aise —dijo Montcalm, cogiéndole del brazo a Duncan como si le conociera de siempre, para llevarle hasta el otro lado de la caseta, donde nadie pudiera oírles—. Je déteste ces fripons-là; on ne sait jamais sur quel pié on est avec eux. Eh, bien! Monsieur —continuó diciendo, sin dejar de hablar en francés—, aunque me habría gustado mucho recibir a su comandante jefe, estoy muy contento de que haya enviado a un oficial tan distinguido y, seguramente, tan comprensivo como usted.
Duncan le saludó con una inclinación de cabeza, halagado por el cumplido, aunque dispuesto en todo momento a no olvidar que debía defender los intereses de su rey. Tras un momento de pausa, como si estuviera recordando lo que tenía entre manos, Montcalm prosiguió:
—Su jefe es un hombre valiente y sobradamente cualificado para hacerle frente a mi ofensiva. Mais, monsieur, ¿no será hora de pensar más en lo humano de la cuestión y menos en la valentía? Ambas cosas deben caracterizar al verdadero héroe.
—Consideramos esas cualidades como inseparables —respondió Duncan, sonriente—, pero cuando nos encontramos con que su excelencia se empeña en estimular la primera, vemos que no ha lugar para la consideración de la segunda.
Montcalm, ante esto, también se inclinó levemente, pero su actitud se revelaba como la de un hombre demasiado acostumbrado a ser alabado como para mostrar gratitud por ello. Tras meditar un instante, añadió:
—Aunque pueda ser que mis catalejos me engañen, parece ser que sus muros resisten el fuego de nuestros cañones mejor de lo que yo esperaba. ¿Conocen la magnitud de nuestras fuerzas?
—Nuestros informes varían —dijo Duncan, sin darle excesiva importancia—. El que más contabiliza, de todos modos, no excede la cantidad de unos veinte mil hombres.
El francés se mordía el labio y miró fijamente a su oponente, como si quisiera leerle el pensamiento. Entonces, recobró la compostura y continuó, como si reconociera la autenticidad de tal cifra, cuando en realidad sus fuerzas sólo alcanzaban la mitad:
—No resulta un cumplido para nuestra ardua labor de vigilancia, monsieur, el que no podamos evitar que se sepa el número de nuestros efectivos. Incluso en la profundidad de estos bosques resulta una tarea difícil —a continuación añadió, sonriendo intencionadamente—. Aunque piense que no debe tenerse en cuenta el lado humano de la cuestión, me permito suponer que la galantería no es una práctica extraña para alguien tan joven como usted. Las hijas del comandante jefe, por lo que sé, ¿no han ingresado en la fortaleza en el transcurso del asedio?
—Es verdad, monsieur; pero, lejos de apartamos de nuestro deber, nos sirven como ejemplo, a su modo, de entereza y de valor. Si no se necesitaran más que la entrega y el sacrificio para repeler el ataque de tan distinguido soldado como es M. de Montcalm, con total convicción dejaría la defensa del fuerte William Henry en manos de la mayor de esas damas.
—Tenemos una sabia ordenanza en nuestro código militar que dice: «La corona de Francia nunca rebajará la lanza a la condición de la rueca» —dijo Montcalm, con sobriedad y algo de altanería, pero retornando inmediatamente a su actitud sincera y amable—, dado que todas las cualidades nobles vienen de estirpe, puedo reconocerlas fácilmente en usted; ahora bien, como le dije antes, el valor tiene sus límites y el lado humano de las cosas no debe olvidarse. Confío, caballero, en que usted viene dispuesto a llegar a un acuerdo para la rendición de la plaza.
—¿Acaso su excelencia ha interpretado que nuestras defensas son tan exiguas que consideramos tal medida como necesaria?
—Lamentaría tener que prolongar la situación, con el riesgo de que se irriten esos amigos míos de piel roja —continuó diciendo Montcalm, lanzando una mirada furtiva hacia el severamente expectante grupo de indios, apenas atendiendo a la pregunta formulada por su interlocutor—. Hasta ahora ha sido difícil convencerles de que luchen de acuerdo con las normas éticas de la guerra.
Heyward se quedó en silencio, mientras el doloroso recuerdo de los recientes peligros que había experimentado volvió a su memoria, a la vez que se acordaba de esos seres indefensos que habían compartido con él tales sufrimientos.
—Ces messieurs-là —dijo Montcalm, aprovechándose de la ventaja que aparentemente tenía— son arrolladores cuando se les contradice; y no creo que sea necesario explicarle lo poco que saben contener sus iras. Eh bien, monsieur! ¿Hablamos de las condiciones?
—¡Me temo que su excelencia se equivoca con respecto a la capacidad defensiva del fuerte William Henry, así como en lo referente a los recursos de su guarnición!
—No estoy delante de Quebec, sino una fortaleza terrosa defendida por veintitrés mil galantes hombres —respondió lacónicamente el otro.
—Nuestras defensas son terrosas, en efecto, no se asientan sobre las rocas del cabo Diamond; pero se erigen sobre esa costa que resultó ser tan fatídica para Dieskau y su ejército. También hay que recordar que se encuentra a pocas horas de distancia un contingente poderoso de nuestras fuerzas, con el cual también contamos.
—Algo así como entre seis y ocho mil hombres a quienes su líder quiere tener más a salvo en su propio fuerte que en el campo de batalla —le replicó Montcalm con la misma indiferencia.
Ahora le tocaba a Heyward morderse el labio con rabia, mientras el otro hizo esas frías alusiones a unas fuerzas que, a sabiendas del joven, no les podían ayudar. Ambos se quedaron meditabundos y, por fin, Montcalm reanudó la conversación, haciendo entender que la visita de su invitado sólo tenía como propósito la capitulación. Por otra parte, Heyward comenzó a lanzar contra el francés numerosos incentivos para seguir con la lucha, a fin de hacerle hablar del contenido de la carta que había interceptado. Ninguno de los dos, sin embargo, consiguió su propósito y, tras una prolongada e infructuosa entrevista, Duncan se despidió, impresionado por la cortesía y los exquisitos modos del que capitaneaba las fuerzas enemigas, pero aún desconociendo aquello que había venido a averiguar. Montcalm le acompañó hasta la entrada de la caseta, pidiéndole que le transmita una nueva invitación al jefe de la fortaleza para que se reúna pronto con él en campo abierto.
Entonces se separaron y Duncan volvió, escoltado de nuevo, hacia el puesto más avanzado de los franceses; del cual prosiguió inmediatamente hacia el fuerte y, finalmente, al despacho de su comandante jefe.