Guardián. —Qui est là?
Puecelle. —Paisans, pauvres gens de France
Enrique VI.
Durante la escapada de la zona fortificada y hasta que no estaban bien adentrados en el bosque, ni un solo miembro del grupo pronunció palabra alguna, ni siquiera en voz baja. El explorador volvió a ocupar su lugar como guía; aunque sus pasos, una vez que considerara que mediaba una buena distancia entre ellos y sus enemigos, se iban ralentizando poco a poco como consecuencia de su total desconocimiento de esa parte del bosque. En más de una ocasión tuvo que consultar con sus aliados mohicanos, señalando hacia la posición de la luna y examinando cuidadosamente la corteza de los árboles. Durante estas breves pausas, Heyward y las hermanas escucharon atentamente; sus sentidos tan agudizados por los peligros experimentados que podían ver claramente que sus enemigos se encontraban lejos. En aquellos momentos, daba la sensación de que el territorio en toda su inmensidad se encontraba dormido; el bosque entero estaba en silencio, salvo por el insistente rumor de alguna corriente de agua. Las aves, las bestias y el hombre —si es que había alguno— parecían estar todos sumidos en el más profundo sueño. Sin embargo, el sonido del arroyo, aunque apenas perceptible, les alivió de cualquier duda acerca de dónde debían dirigirse y fueron a su encuentro.
Cuando llegaron a las orillas del riachuelo, Ojo de halcón se detuvo de nuevo. Tras descalzarse sus mocasines, invitó tanto a Heyward como a Gamut a que hicieran lo mismo. Entonces se metió en el agua y todos le siguieron. Durante casi una hora viajaban siguiendo el curso del riachuelo, haciendo que nuevamente se perdiera su rastro. La luna ya se había ocultado tras una inmensa masa de nubarrones que se cernía sobre el horizonte occidental cuando por fin salieron del agua y pisaron la tierra arenosa y firme de la llanura. Aquí el explorador parecía encontrarse de nuevo en casa, ya que de nuevo se desplazaba con la seguridad y la certeza de un hombre que se fiaba de sus conocimientos. El camino se iba tornando cada vez más escabroso y los viajeros se dieron cuenta de que estaban acercándose a las montañas. Incluso se hacía evidente que iban a atravesar uno de los pasadizos de las mismas. De repente, Ojo de halcón se detuvo y esperó al resto del grupo con el fin de decirles, en un tono cauteloso y solemne —que en absoluto desentonaba con la quietud y el silencio del lugar—, lo siguiente:
—Resulta fácil saberse los caminos, los lamederos y las comentes de agua del bosque, pero ¿quién podría decir, a la vista de este lugar, que un vasto ejército estuvo estacionado entre esos silenciosos árboles y esas áridas montañas que tenemos delante?
—¿Entonces no estamos a gran distancia del fuerte William Henry? —preguntó Heyward, acercándose al explorador.
—Aún queda un largo y tortuoso camino, y de nosotros depende cuánto tiempo nos llevará y por dónde hemos de abarcarlo; observe —dijo el otro, señalando a través de los árboles hacia un punto en el que una pequeña masa de agua reflejaba la luz de las estrellas sobre su plácida superficie—. Ahí está el «estanque sangriento» y ahora me encuentro en tierras que me son poco conocidas, pero en las que he luchado contra el enemigo de sol a sol.
—¡Ah! Luego esa pequeña extensión de agua es la sepultura de los valientes que cayeron en la contienda. La he oído nombrar alguna vez, pero jamás he estado a sus orillas.
—En un solo día libramos tres batallas contra el franco-holandés[22] —continuó diciendo Ojo de halcón, más bien dando rienda suelta a sus recuerdos que contestando a la observación hecha por Duncan—. Salió a nuestro encuentro cuando intentábamos asaltarle sobre la marcha, durante el avance de sus tropas, y nos dividió. Tuvimos que huir como ciervos asustados hasta las orillas del Horicano, pero pudimos recomponernos y unir nuestras esparcidas fuerzas de nuevo contra él. Nos dirigió Sir William, dándosele ese título nobiliario precisamente por tal proeza; y bien que supimos compensarle por la vergüenza sufrida durante la mañana. Cientos de franceses vieron el sol por última vez aquel día; e incluso su jefe, el mismísimo Dieskau, cayó en nuestras manos. Estaba tan herido y batido por el plomo que tuvo que regresar a su país, incapacitado para volver a tomar parte en ninguna acción de guerra.
—¡Una hazaña noble! —exclamó Heyward con todo el fervor propio de su juventud—. Su fama enseguida llegó hasta nuestros oídos, en el sector sur del ejército.
—¡Sí, pero no terminó en eso! Fui enviado por el comandante Effingham, a petición de Sir William, para esquivar a los franceses y llevar la noticia de su derrota a través del porteo hasta el fuerte situado en el Hudson. Justo aquí, donde se puede ver cómo el bosque se toma en montaña, me encontré con una partida que venía a apoyarnos y les llevé hasta donde el enemigo estaba almorzando. ¡Pocos sabían que la sangrienta lucha aún no había terminado!
—¿Les tomaron por sorpresa?
—Puede decirse que sí, siempre que la muerte sea una sorpresa para aquéllos que sólo pensaban en saciar sus apetitos. Les dimos poco tiempo para reaccionar, pues nos habían vapuleado por la mañana; además, entre los nuestros había muchos que habían perdido algún amigo o pariente a manos de esos soldados.
—Cuando todo terminó, los muertos y, según algunos, los que se estaban muriendo, fueron depositados en ese pequeño estanque. Estos ojos han visto cómo sus aguas se volvieron rojas con la sangre de los combatientes, algo que jamás había presenciado.
—Una tumba conveniente y, quizá, tranquila para un soldado. Entonces, ¿ha desempeñado usted muchos servicios en esta frontera?
—¿Yo? —exclamó el explorador, mientras se erguía con aires de orgullo marcial—. No hay muchos lugares entre estas colinas donde no hayan resonado los ecos de mi carabina, ni tampoco hay un solo kilómetro cuadrado, entre el Horicano y el río, en el que mi «mata-ciervos» no haya sembrado un cadáver, bien sea de enemigo humano o de bestia salvaje. En cuanto a lo que dice usted acerca de que la tumba sea tranquila, eso es otra cosa. Los había en el campamento que defendían la idea de que un hombre no debe ser enterrado sólo porque esté quieto, sino porque haya dejado de respirar; y lo cierto es que aquella noche, con las prisas, los médicos tuvieron poco tiempo para distinguir entre los vivos y los muertos. ¡Atención! ¿No ve algo caminando por la orilla del estanque?
—No es probable que haya muchas más personas extraviadas en este bosque desolado, aparte de nosotros.
—Salvo que sea un hombre sin más hogar que esa masa de agua, y para quien el rocío de la noche no supone estorbo alguno —contestó el explorador, a la vez que se aferraba involuntariamente al hombro de Heyward con una fuerza tan convulsiva que denotaba, a ojos de éste último, lo supersticioso que podía llegar a ser alguien tan valeroso.
—¡Por los cielos! ¡Se trata de una figura humana, y se acerca! Todos a sus armas, amigos míos, ya que no sabemos con quién nos enfrentamos.
—Qui vive? —exigió saber una voz sobria y autoritaria, que parecía desafiarles desde otro mundo en aquel solemne y solitario lugar.
—¿Qué dice? —susurró el explorador—. ¡No habla en lengua rodia, ni tampoco en inglés!
—Qui vive? —repitió la misma voz, seguida del ruido de carga de un arma y un gruñido amenazador.
—France! —gritó Heyward, saliendo desde la sombra de los árboles hasta la zona de la orilla, quedando a pocos metros del centinela.
—D’oú venez-vous, oú allez-vous, d’aussi bonne heure? —vociferó el granadero en el idioma y el acento propios de un hombre de la vieja Francia.
—Je viens de la découverte, et je vais me coucher.
—Êtes-vous officier du roi?
—Sans doute, mon camarade; me prends-tu pour un provincial! Je suis capitaine de chasseurs —Heyward sabía bien que el otro era miembro de un regimiento de línea—. J’ai ici, avec moi, les filles du commandant de la fortification. Aha! Tu en a entendu parler! Je les ai fait prisonières près de l’autre fort, et je les conduis au général.
—Ma foi! Mesdames; J’en suis faché pour vous —exclamó el soldado, mientras se tocó la gorra con gracejo—; mais… fortune de guerre! Vous trouverez notre général un brave homme, et bien poli avec les dames.
—C’est le caractère des gens de guerre —dijo Cora, con admirable seguridad en sí misma—. Adieu, mon ami; je vous souhaiterais un devoir plus agréable á remplir.
El soldado le hizo a Cora una humilde reverencia por su cortesía, mientras que Heyward añadió:
—Bonne nuit, mon camarade —y se dispusieron a seguir su camino, dejando al centinela en su puesto de guardia junto al tranquilo estanque, ignoran-te de que había estado hablando con un enemigo de lo más osado. Quedó canturreándose a sí mismo las siguientes palabras, inspiradas por la imagen de las mujeres y por los recuerdos que le vinieron a la mente acerca de su bella y distante patria, Francia: «Vive le vin, vive l’amour», etc., etc.
—¡Se las entendió bien con ese bribón! —susurró el explorador cuando se encontraban a una distancia prudencial, volviéndose a colocar el fusil al hombro—. Me di cuenta enseguida que se trataba de uno de esos franchutes inquietos; tuvo suerte de ser amable y de buen trato, de lo contrario habría encontrado un lugar para sus huesos junto a los de sus compatriotas.
Su discurso fue interrumpido por un prolongado y sonoro quejido que parecía provenir precisamente desde el estanque, como si fuese verdad que los espíritus de los caídos rondaran el lugar de su reposo.
—¡Sin duda es la voz de una persona viva! —continuó diciendo el explorador—. ¡Ningún fantasma puede expresar dolor de una forma tan intensa!
—Era la voz de alguien vivo, pero dudo que el pobre diablo lo siga estando —dijo Heyward, mirando a su alrededor y echando en falta a Chingachgook del grupo. Enseguida siguió otro quejido, menos intenso que el anterior, y a continuación se oyó cómo algo pesado había sido lanzado al agua con fuerza. Tras esto, todo se volvió silencioso, como si las aguas del pacífico estanque no se hubiesen alterado desde el día en que fueron creadas. Mientras los del grupo esperaron a ver cuál había sido el resultado, la figura del indio surgió de entre los arbustos. Al reunirse con ellos, con una mano el jefe indio se acoplaba al cinturón la descarnada cabellera del infortunado francés y con la otra volvía a ajustarse tanto el cuchillo como el tomahawk que habían saboreado la sangre de su enemigo. Al hacer esto, ocupó de nuevo su puesto con la dignidad de un hombre convencido de que había hecho algo loable.
El explorador dejó caer un extremo de su carabina al suelo y, colocando las manos sobre la otra, se quedó mirando en profundo silencio. Luego, hizo un gesto negativo con su cabeza y murmuró:
—Un acto cruel e inhumano para un blanco, pero completamente natural para un indio, y supongo que no debe ser cuestionado. Sí habría preferido, no obstante, que hubiese sido un maldito mingo y no ese alegre joven del viejo continente.
—¡Basta! —dijo Heyward, temeroso de que las inocentes hermanas comprendieran la verdadera naturaleza de lo acontecido, a la vez que hizo también un esfuerzo por sobrellevar la repugnancia que le inspiraba la acción—. Está hecho; y aunque habría sido mejor que no fuese así, ya no puede remediarse. Como puede ver, estamos tras las líneas enemigas; ¿qué sugiere que hagamos?
—Sí —dijo Ojo de halcón, saliendo de su estado meditabundo—, como usted bien dice, ya nada puede hacerse. En cuanto a los franceses, efectivamente, se han agrupado con mucha concentración alrededor del fuerte, y va a ser difícil burlar su vigilancia.
—Y tenemos poco tiempo para llevarlo a cabo —añadió Heyward, mirando hacia arriba, en donde la niebla ya ocultaba la luna en su descenso por el horizonte.
—¡Muy poco tiempo! —corroboró el explorador—. Sólo hay dos maneras de hacerlo; eso sí, siempre confiando en la Divina Providencia, sin la cual nada puede lograrse.
—No perdamos tiempo, ¿cuáles son?
—Una sería que las mujeres desmontaran y dejásemos a los anima-les vagar por las llanuras; los mohicanos se adelantarían y eliminaríamos un centinela tras otro a nuestro paso, hasta llegar al fuerte.
—¡No puede ser, no puede ser! —le interrumpió Heyward, preocupado—. Para un grupo exclusivamente formado por soldados sería apropiado, pero no si se llevan mujeres.
—En verdad sería una experiencia excesivamente sangrienta y peligrosa para tales exponentes de la dulzura femenina —reconoció el explorador, igualmente escéptico—. Pero, como hombre, era mi obligación sugerir este modo como alternativa. Sólo nos queda, por tanto, volver atrás sobre nuestros pasos y salimos de sus líneas, acortar luego por el oeste y entrar por las montañas; allí puedo esconderles de tal manera que ninguno de los sabuesos pagados por Montcalm pueda dar con el rastro durante meses.
—Que sea así; hagámoslo deprisa.
Sobraron más palabras; Ojo de halcón se limitó a dar la señal de continuar y se volvieron a desplazar por la ruta por la que habían entrado en tan delicada situación. Sus movimientos, al igual que sus escasos diálogos, eran callados y cautelosos, pues en cualquier momento podrían encontrarse con una patrulla enemiga o sufrir el asalto de los centinelas ocultos en la maleza. Al pasar de nuevo por las orillas del estanque, tanto Heyward como el explorador lanzaron sendas miradas furtivas a las aguas, tan pacíficas y a la vez tan inquietantes. En vano intentaron discernir la figura de aquél que poco antes había estado montando guardia allí mismo, a la vez que el leve movimiento del oleaje actuó como un indicio atemorizante de la violenta acción. Pronto, sin embargo, la fatídica laguna quedaría atrás, junto con todos los demás oscuros elementos de tan tétrico escenario, a medida que avanzaba el grupo.
Ojo de halcón no perdió tiempo a la hora de desviarse hacia las montañas, cuando habían retrocedido lo suficiente. Dirigiéndose hacia los límites occidentales de la estrecha llanura, guió a los viajeros con paso rápido, bajo la sombra de las altas y afiladas cumbres de las formaciones montañosas. La ruta se tomó difícil, sobre terreno rocoso y sembrado de obstáculos, haciendo que los del grupo progresaran lentamente. Tanto a un lado como al otro se levantaban colinas negras e inhóspitas, aunque éstas les inspiraban cierta seguridad, ya que denotaban que se trataba de un territorio totalmente desierto y deshabitado. Al poco rato, se encontraban ascendiendo por una pendiente accidentada e incómoda, a través de un camino que apenas sorteaba las rocas y los árboles, evitando aquéllas y acercándose a éstos de un modo que sólo unos buenos conocedores de la naturaleza, como sus guías, sabrían hacer. A medida que subían desde el nivel del valle, la espesa oscuridad que normalmente precede al nacimiento de un nuevo día comenzó a despejarse, con lo cual todo a su alrededor podía apreciarse en aquellos colores con los que la naturaleza les dotó. Cuando surgieron de entre las escasas arboledas que se aferraban a las áridas faldas de la montaña y llegaron a su cima, una musgosa planicie rocosa, recibieron al sol del nuevo día, que se alzaba esplendoroso por encima de los verdes pinos de una colina al otro lado del valle del Horicano.
El explorador les indicó a las hermanas que se bajaran de sus caballos y, tras quitarles a éstos tanto las bridas como los sillines, les soltó para que saboreasen la escasa vegetación de ese elevado lugar, diciéndoles:
—Id y buscad vuestro alimento allí donde la naturaleza os lo facilite; y procurad no caer presas de los lobos hambrientos de estas colinas.
—¿No los necesitaremos más adelante? —preguntó Heyward.
—Mire y juzgue usted mismo —le dijo el explorador, alejándose hacia el lado oriental de la montaña, desde donde les indicó a todos que le siguieran—. Si fuera tan fácil descubrir las intenciones ocultas de un hombre como espiar abiertamente al campamento de Montcalm desde este lugar, escasearían los hipócritas y la astucia de un mingo perdería frente a la honradez de un delaware.
Cuando los viajeros alcanzaron el borde del precipicio, comprobaron la verdad del discurso del explorador, así como la admirable previsión de la que hizo alarde al traerles a ese lugar.
La montaña sobre la que pisaban tenía una altura de más de trescientos metros, siendo un accidente geológico que se elevaba un poco antes de esa cadena montañosa que se extiende a lo largo de muchos kilómetros, por las orillas occidentales del lago, hasta encontrarse con su sierra hermana, más allá de las aguas, extendiéndose hacia el Canadá de manera difusa e inconexa, a base de estructuras rocosas sueltas, esparcidas entre territorios verdosos. Justo bajo sus pies, el grupo pudo contemplar el ancho semicírculo trazado por la orilla sur del Horicano yendo de montaña a montaña, dando lugar a un destacado filamento que subía hasta una llanura irregular y algo elevada. Hacia el norte se extendía la límpida y aparentemente estrecha silueta del «lago sagrado», bordeado por innumerables bahías y embellecido por cabeceras impresionantes, a la vez que estaba salpicado por incontables islas. A unas pocas leguas de distancia, la masa de agua se perdía entre las montañas o se veía envuelta por la niebla que rondaba los valles, producto de los aires matutinos. No obstante, una estrecha abertura entre las cimas de las colinas señalaba el camino por el cual seguían estas aguas hacia el norte, extendiendo sus amplias y cristalinas formas, antes de desembocar en el distante Champlain. Hacia el sur se prolongaba el desfiladero o llanura irregular ya mencionada. Durante varios kilómetros en esa dirección, las montañas parecían resistirse a ceder sus dominios, pero al alcance de la vista se podía comprobar cómo se fundían para dar forma a tierras más niveladas y arenosas, a través de las cuales hemos visto cómo nuestros viajeros se habían desplazado en dos ocasiones. A lo largo de sendas cadenas de colinas que bordeaban los dos lados opuestos del lago y el valle, se alzaban nubes vaporosas en espirales que procedían de los bosques deshabitados, asemejándose a lo que podría ser el humo procedente de cabañas escondidas. Estas nubes también descendían por las pendientes y se entremezclaban con la niebla propia de las tierras bajas. En el cielo del valle flotaba una única y solitaria nube blanca, la cual estaba situada justo por encima del lugar en el que se encontraba el «estanque sangriento».
Precisamente en la orilla del lago, más cerca de su margen occidental que del oriental, se emplazaban las extensas fortificaciones y edificios de baja altura que constituían el fuerte William Henry. Dos de los impresionantes bastiones parecían descansar sobre las aguas que bañaban sus bases, mientras que una profunda zanja y abundantes matorrales guardaban el resto de sus flancos y cuadrantes. La tierra alrededor de la fortaleza había sido despojada de todos sus árboles, dentro de una distancia razonable, pero todos los demás elementos que formaban parte del escenario conservaban el color verdoso tan propio del medio natural, salvo por el lugar en el que las aguas claras alteraban el paisaje, o los puntos en los que las grandes rocas surgían del desnivelado terreno con su color negruzco y carentes de vegetación. Frente a la fortaleza podían verse los centinelas, esparcidos en varios puntos defensivos, vigilando contra cualquier posible enemigo. Dentro de sus murallas se podían discernir las figuras cansadas de aquellos que habían estado montando guardia durante la noche. Hacia el sudeste, pero justo al lado del fuerte, había un campamento atrincherado situado sobre un terreno rocoso, ligeramente elevado, que habría sido un emplazamiento mejor para la fortaleza en sí. Ojo de halcón señaló en esa dirección para indicar la presencia de los regimientos auxiliares que recientemente habían dejado el Hudson con ellos. Más hacia el sur, surgían densas y numerosas humaredas del bosque, fáciles de distinguir frente a los blancos vapores de los manantiales; el explorador también las señaló, haciéndole ver a Heyward que las fuerzas enemigas estaban estacionadas en esa dirección.
Pero el elemento que más le interesaba al joven soldado era la ribera occidental del lago, en la porción más cercana a su extremo sur. Sobre una franja de tierra que aparentaba ser, desde su punto de observación, demasiado estrecha como para contener a todo un ejército, pero que en realidad suponía una extensión de centenares de metros desde la orilla del Horicano hasta la base de la montaña, podían verse las blancas tiendas de campaña y los aparejos militares de una fuerza de diez mil hombres. Las baterías ya se habían formado al frente y, a pesar de estar tan lejos de las mismas, los espectadores de este mapa a escala real oían cómo los atronadores rugidos de la artillería sonaban desde el fondo del valle hasta las colinas orientales con sus reverberantes ecos.
—Aún está amaneciendo para los de allá abajo —dijo el explorador, prudente y meditabundo—. Los que vigilan han conseguido despertar a los que duermen con el ruido de sus cañones. ¡Por sólo unas horas, hemos llegado demasiado tarde! Los malditos iroqueses de Montcalm ya estarán plagando los bosques.
—En verdad, la zona está cubierta —le contestó Duncan—. Pero tiene que haber alguna forma de pasar. Ser capturados por militares es infinitamente preferible a caer de nuevo en manos de indios salvajes.
—¡Miren! —exclamó el explorador, haciendo que Cora dirigiese su atención hacia las habitaciones de su padre—. ¡Ese disparo ha hecho saltar varias piedras del lateral de la cabaña del comandante jefe! ¡Rayos! Esos franchutes la despedazarán de un modo mucho más rápido del que fue construida, por muy sólida y fuerte que sea.
—Heyward, me enferma contemplar una situación de peligro que no puedo soportar —dijo con aplomo la hija del jefe militar, aunque no desprovista de nerviosismo—. Vayámonos a Montcalm y exijámosle refugio; no se atreverá a negárselo a una niña.
—No llegarían con la cabellera intacta hasta la tienda de campaña del francés —dijo el explorador tajantemente—. Si pudiera hacerme tan sólo con una de las mil embarcaciones que flotan vacías sobre esa orilla, sería posible. ¡Ajá!, parece que están dejando de disparar, ya que se aproxima una espesa niebla; algo que hace que una flecha india sea más peligrosa que una bala de cañón. Ahora, si están ustedes dispuestos y me siguen, lo intentaremos; que ya tengo ganas de llegar a ese campamento, aunque sólo sea para vapulear a unos cuantos perros mingos que he visto acechando entre las hojas de aquellos matorrales.
—Estamos de acuerdo —dijo Cora con firmeza—. Para llegar es-tamos dispuestos a afrontar cualquier peligro.
El explorador la miró con expresión de cordial y satisfecha aprobación, contestándole:
—Si sólo tuviera un ejército de mil hombres ágiles y avispados, y que además le tuvieran tan poco miedo a la muerte como tú, enviaría a esos franchutes charlatanes al lugar de donde provienen, como perros asustadizos, en menos de una semana. Pero no perdamos tiempo —añadió, dirigiéndose al resto—, la niebla avanza tan rápidamente que nos dará el tiempo justo de coincidir con ella en la llanura y utilizarla como cobertura. Recuerden, si cualquier cosa me llegara a pasar, manténganse en la dirección según la cual el viento les da en la mejilla izquierda o mejor, sigan a los mohicanos, ya que ellos no perderían el camino, sea de día o de noche.
Entonces les hizo la señal de ponerse en marcha y comenzó a bajar por la inclinada pendiente, con cuidado pero sin demora. Heyward ayudó a bajar a las hermanas y en pocos minutos estaban todos al pie de una montaña que les había costado mucho dolor y esfuerzo escalar.
La dirección tomada por Ojo de halcón pronto llevó a los viajeros hasta el nivel de la llanura, prácticamente frente por frente a una de las entradas al fuerte por su costado occidental, la cual se encontraba a una distancia de poco menos de un kilómetro del punto en el que se detuvo el cazador para permitirle a Duncan llegar con las muchachas. Gracias a su entusiasmo y a las ventajas de poder desplazarse por terreno regular, se habían anticipado a la niebla, la cual ya se acercaba por la zona del lago, siendo necesario hacer una pausa hasta que los vapores blanquecinos envolviesen con su presencia al campamento enemigo. Los mohicanos aprovecharon la ocasión para inspeccionarlo todo a su alrededor, al salir de la espesura boscosa. Les siguió a corta distancia el explorador, esperando que le informaran de lo que habían observado, para así prepararse en caso de algún contratiempo.
A los pocos segundos regresó con el rostro enrojecido por la ira, mientras murmuraba contundentes palabras de desaprobación:
—El astuto francés ha situado una patrulla justo en nuestro camino —dijo—. Está compuesto por pieles rojas y blancos; ¡y corremos el riesgo de tropezarnos con ellos en la niebla!
—¿No podríamos rodearles avanzando en círculo? —preguntó Heyward—. Volveríamos a caminar en línea recta una vez esquivado el peligro.
—En medio de una niebla no es posible enderezar la marcha si uno se desvía; ¡no hay modo de saber cómo ni cuándo se puede hacer! Las nieblas del Horicano no son como el humo de una pipa de la paz, o como el que se forma sobre una hoguera.
Aún estaba diciendo esto cuando se oyó un ruido estremecedor; una bola de cañón penetró en la maleza y golpeó el tronco de un árbol joven, antes de rebotar contra el suelo, pero toda su fuerza se había debilitado por la resistencia de la vegetación al entrar en el bosque. Los rodios se dirigieron inmediatamente al lugar en el que había caído el mortífero proyectil, y Uncas comenzó a hablar, con voz preocupada, en lengua delaware.
—Puede que tengas razón, muchacho —murmuró el explorador tras escucharle—. Los grandes males requieren grandes remedios. Vámonos, pues, que la niebla se aproxima.
—¡Deténganse! —gritó Heyward—. Antes debe explicarnos qué posibilidades hay.
—Pocas son, dado que no tenemos mucho de qué depender; pero es mejor que nada. Este proyectil que ve aquí —añadió, mientras golpeó levemente a la ya inofensiva masa de hierro con su pie— ha marcado un surco sobre la tierra en su avance desde el fuerte; iremos en busca de esa señal, cuando las demás nos fallen. Basta de palabras y síganme, o la niebla nos dejará al descubierto en mitad del camino, para que ambos ejércitos hagan fuego sobre nosotros.
Al darse cuenta de que la situación era verdaderamente crítica y sabiendo que los actos valen más que las palabras en estos casos, Heyward se colocó entre las dos hermanas y las guió rápidamente hacia adelante, sin perder de vista al líder del grupo. Pronto se hizo evidente que Ojo de halcón no había exagerado en absoluto la densidad de la niebla, ya que aún no habían avanzado veinte metros en el interior de la misma cuando apenas se distinguían entre sí los viajeros.
Habían avanzado circularmente hacia la izquierda y ya estaban volviendo a girar a la derecha, habiendo pasado la mitad del trecho hasta el fuerte, de acuerdo con lo que pensaba Heyward, cuando sus oídos se estremecieron con una llamada de atención que se emitió a unos siete metros por delante de su posición, diciendo:
—Qui va là?
—¡Sigan! —les susurró el explorador, volviendo de nuevo hacia la izquierda.
—¡Sigamos! —recalcó Heyward, cuando la llamada de atención fue repetida por una docena de voces, todas igualmente amenazantes.
—C’est moi —gritó Duncan, mientras tuvo que arrastrar, y no guiar, a las muchachas que llevaba del brazo.
—Bête!… Qui?… Moi!
—Ami de la France.
—Tu m’as plus l’air d’un ennemi de la France; arrête! Ou pardieu je te ferai ami du diable. Non! Feu; camarades; feu!
La orden fue obedecida al instante y la niebla se vio alterada por la detonación de cincuenta mosquetes. Afortunadamente, su puntería fue pobre y las balas surcaron el aire en otra dirección, distinta a la tomada por los fugitivos; aunque sí pasaron lo suficientemente cerca como para que tanto David como las hermanas, poco acostumbrados a las acciones de primera línea, creyesen que pasaban rozándoles. De nuevo les dieron el alto y, no sólo se oyó claramente la orden de disparar, sino también la de perseguirles. Cuando Heyward le explicó el significado de las palabras, Ojo de halcón se detuvo y habló con voz decidida y firme.
—Respondámosles con nuestro propio fuego —dijo—. Creerán que somos muchos y se retirarán, o esperarán refuerzos.
El plan estuvo correctamente concebido, pero fracasó en la práctica. En cuanto se oyeron los disparos de respuesta, la planicie entera pareció cobrar vida en la forma de mosquetes que estallaban por toda su extensión, desde las orillas del lago hasta el borde más alejado del bosque.
—Así sólo lograremos atraer a todo su ejército y provocar una carga contra nosotros mismos —dijo Duncan—. Sigamos avanzando, amigo mío, por su vida y las nuestras.
El explorador parecía estar de acuerdo, pero en medio de toda la confusión y al haber cambiado de posición, había perdido la orientación. En vano hizo la prueba de la mejilla, ya que en ambas se reflejaba el frío del viento. Ante este dilema, Uncas le señaló el surco provocado por el disparo de cañón, que había rozado las cimas de tres montículos adyacentes.
—¡Dame la perspectiva! —dijo Ojo de halcón, agachándose para discernir la dirección, para a continuación ponerse en marcha.
Gritos, juramentos, voces que se llamaban entre sí, junto con detonaciones de mosquete, se volvieron numerosos e incesantes por todas partes, o así parecía. De repente, un intenso fogonazo iluminó el lugar, haciendo disiparse la niebla. Varios cañones estaban haciendo fuego por encima de la llanura y su estruendo provocaba el eco atronador de la montaña.
—¡Son disparos hechos desde el fuerte! —exclamó Ojo de halcón, parándose en seco—. Estábamos dirigiéndonos bosque adentro, como tontos, directamente hacia los cuchillos de los maquas.
Nada más percatarse de su error, el grupo entero rectificó con la mayor de las prisas. Duncan dejó que Uncas ayudara a avanzar a Cora y ésta recibió con alivio su asistencia. Obviamente, los miembros de una tropa furiosa y enardecida les pisaban los talones, amenazándoles con la captura, cuando no con la destrucción.
—Point de quartier aux coquins! —gritó uno de los entusiasmados perseguidores, quien parecía estar al mando de las fuerzas enemigas.
—¡Teneos firmes y estad preparados, valientes de la sesenta! —exclamó de pronto una voz que se oía desde arriba—. Esperad hasta poder ver al enemigo, disparad bajo y barred la llanura.
—¡Padre! ¡Padre! —gritaba una desgarrada voz entre la niebla—. ¡Soy yo! ¡Alice! ¡Tu pequeña Alice! ¡Por caridad, salva a tus hijas!
—¡Alto el fuego! —ordenó el que mandaba, dejando entrever el dolor de la preocupación paternal en su tono, habiéndose oído incluso en el bosque, que ahora devolvía el eco de su voz—. ¡Es ella! ¡Dios me ha devuelto mis hijas! ¡Abrid el portón; salid al campo abierto, hombres de la sesenta; pero no disparéis, que allí están mis niñas! Alejad a esos perros de Francia con el acero de vuestras bayonetas.
Duncan oyó el chirrido de las visagras oxidadas y, corriendo hacia adelante guiándose por el ruido, se encontró con una hilera de guerreros vestidos de rojo oscuro que avanzaba hacia la llanura. Los reconoció como miembros de su propio batallón; el de los reales americanos. Uniéndose al frente, él y los soldados eliminaron todo vestigio de aquellos que habían perseguido al pequeño grupo.
Durante un instante, Cora y Alice se quedaron temblorosas y extrañadas de que Duncan las abandonara; pero, antes de que pudiesen pensar o decir nada más, un gigantesco oficial, cuyas canas denotaban muchos años de servicio, pero cuyos gloriosos aires marciales se habían mantenido a través del tiempo, salió de entre la niebla y las abrazó efusivamente, a la vez que las lágrimas recorrían su pálido rostro arrugado. El militar exclamó, con el acento típico de Escocia:
—¡Te doy las gracias, Señor! ¡Ahora envíame todos los peligros que sean menester, ya que tu siervo estará preparado!