Buscaré un camino mejor.
Parnell.
La ruta elegida por Ojo de halcón se extendía a través de esas llanuras arenosas, aliviadas por la ocasional presencia de valles y montículos, que habían sido cruzadas por sus protegidos aquel mismo día, cuando les guió el infame Magua. El sol se encontraba bajo, descendiendo hacia las montañas lejanas y, dado que el camino pasaba a través de la inmensidad del bosque, el calor ya no era insoportable. La progresión, por lo tanto, fue equilibrada; y mucho antes de que empezara a oscurecer, habían avanzado un buen número de kilómetros en su viaje de vuelta.
El cazador, al igual que hiciera el salvaje antes mencionado, parecía discernir las señales ocultas de su itinerario por medio de una especie de instinto; nunca aminoró el paso, ni tampoco se detuvo a pensar en el camino a seguir. Una rápida mirada hacia el musgo formado en un árbol, junto con una leve comprobación de la posición del sol, o una atenta observación del curso de los arroyos que encontraba a su paso bastaban para determinar cuál era la dirección a seguir y así evitar posibles obstáculos. Mientras tanto, el bosque cambiaba de color, perdiendo el rico tono verdoso que embellecía sus pasillos, a medida que se imponían los tonos grisáceos del crepúsculo.
Al tiempo que las hermanas se esforzaban por ver, a través de los árboles, la luz anaranjada que se iba formando alrededor del sol, cuyos rayos únicamente les llegaban en forma de ráfagas fugaces, así como el color amarillento que teñía una masa nubosa que se había situado justo por encima de las colinas occidentales, Ojo de halcón se volvió repentinamente y señaló hacia tales bellezas, diciendo:
—Ahí está la señal que la naturaleza le da al hombre para que vaya en busca de sustento y descanso —afirmó—. ¡Cuánto mejor sería que entendiera los signos naturales y aprendiera de las aves que surcan los aires y las bestias que campean por la tierra! Nuestra noche, no obstante, terminará pronto, pues hemos de levantamos y ponernos en marcha con la luna en alto. Recuerdo haber luchado contra los maquas en este territorio durante la primera guerra en la que hice correr sangre humana; tuvimos que improvisar una fortificación para conservar nuestras cabelleras de las manos de esas aves de rapiña. Si no me falla la memoria, el lugar exacto se encuentra a unos cuantos metros por nuestra izquierda.
Sin esperar confirmación ni réplica de ninguna clase por parte de sus acompañantes, el experimentado cazador se adentró con espíritu decidido en la espesura que formaban unos castaños jóvenes, apartando las exuberantes ramas que casi llegaban al suelo. Hizo esto con la seguridad de aquel que sabía que a cada paso iba a encontrarse con algo que le era familiar. La memoria del explorador no le decepcionó; tras penetrar la maleza y las zarzas que cubrían el suelo, a unos cien metros, salió a un espacio abierto que circundaba a una pequeña colina verde, sobre la cual se erigía la vieja cabaña fortificada antes aludida. La rudimentaria y cochambrosa estructura era una de esas obras que, habiendo sido construidas durante una emergencia, fueron abandonadas al cesar el peligro en cuestión. Ahora se derrumbaba poco a poco con el paso del tiempo, prácticamente olvidada en el seno del bosque, al igual que las circunstancias que motivaron su edificación. Reliquias de este tipo, que representan el avance y el esfuerzo del hombre, son muy frecuentes por toda la extensión boscosa que en su día dividía a las provincias enemigas, y constituyen una especie de ruinas, íntimamente asociadas con la historia colonial, además de servir para resaltar el carácter romántico de los ambientes sobre los que se asientan[21]. El tejado de corteza de árbol ya había cedido, pudriéndose al cabo del tiempo, pero los inmensos troncos de pino que se habían colocado apresuradamente aún conservaban sus posiciones originales, a pesar de que una esquina de la estructura se había hundido ligeramente por su peso, amenazando con arrastrar consigo al resto de la edificación. Mientras Heyward y sus acompañantes se mostraron reacios a aproximarse a un edificio tan deteriorado, Ojo de halcón y los indios se introdujeron, no sólo sin miedo, sino con gran interés dentro de la estructura. A la vez que el primero de ellos inspeccionaba las paredes de las ruinas, tanto por fuera como por dentro, con la curiosidad propia de aquél que revivía hechos pasados, Chingachgook le contaba a su hijo, en el lenguaje de los delaware y con el orgullo de un conquistador, la breve historia de la escaramuza que había sido librada en ese desolado lugar durante su juventud. Cierto tono melancólico, sin embargo, se entremezclaba con su ánimo triunfante, con lo que su voz de nuevo se tomaba suave y musical.
Mientras tanto, las hermanas se bajaron de sus monturas, dispuestas a descansar y disfrutar del fresco del anochecer, en un lugar que creían tan seguro que, en todo caso, sólo las bestias del bosque podrían acecharles.
—¿No habría sido más acertado, mi buen amigo, que nuestro lugar de descanso fuese algo menos conocido y no tan frecuentado como éste? —preguntó el prudente Duncan, menos confiado que las muchachas—. ¿No nos convendría más un sitio menos conocido y frecuentado que este fortín?
—Son pocos los que conocieron la existencia de esta fortificación y aún viven, —respondió lenta y pensativamente el explorador—. No es costumbre que se escriban libros ni narrativas sobre tales encuentros como el que aquí aconteció entre los mohicanos y los mohawks, durante una guerra entre ellos. Yo entonces era un jovenzuelo y me uní a los delaware porque sabía que eran un pueblo calumniado y engañado. Durante cuarenta días, con sus cuarenta noches, los malditos buscaban cobrar nuestra sangre asaltando esta pila de troncos que yo mismo, aún no siendo indio ni mestizo, diseñe y ayudé a construir. Los delaware se prestaron al trabajo y juntos lo hicimos bien; al principio éramos diez de nosotros contra veinte de ellos, hasta que pudimos igualar esa diferencia y, finalmente, les perseguimos nosotros a ellos. No dejamos a uno solo vivo para que pudiera contar lo ocurrido. Sí, sí; yo entonces era joven, el derramamiento de sangre era algo nuevo para mí y no podía dejar que los cuerpos sin vida de seres como yo, con un espíritu inmaterial, quedasen sin sepultura, a merced de las bestias o la inclemencia de los elementos. Enterré a los muertos con mis propias manos, formando ese pequeño montículo sobre el cual ustedes se han sentado; es un lugar cómodo para descansar, aunque esté formado a base de restos mortales.
Heyward y las hermanas se incorporaron en ese mismo instante, al oír que estaban sentados sobre un sepulcro, siendo las dos muchachas incapaces de contener una exclamación de horror cuando se percataron de su contacto con la tumba de los mohawks. La sensación aterradora que les invadió se debió también en gran medida al aspecto del lugar; invadido por la penumbra del anochecer, cubierto por una especie de césped silvestre y bordeado por arbustos y pinos muy altos, el sitio se asimilaba a un cementerio, envuelto en un ambiente de silencio y quietud totales.
—Se han ido y ya no harán más daño —continuó diciendo Ojo de halcón, llamándoles a la calma con un gesto de su mano y una sonrisa melancólica—. ¡Nunca más lanzarán el grito de guerra, ni el tomahawk! ¡De todos aquéllos que contribuyeron a ponerles donde están, sólo quedamos Chingachgook y yo! Todos los hermanos y familiares de los mohicanos formaban nuestro grupo de guerreros; y tienen ustedes delante a los últimos miembros de esa raza.
Al escuchar estas palabras, todos miraron instintivamente hacia los indios, mostrando una sincera compasión por sus circunstancias. Aún se podían distinguir sus rasgos en la oscuridad de la fortificación; el hijo todavía escuchaba el relato del padre con ávido interés y atención, ya que se le hablaba de aquellos cuyos nombres había oído mencionar tantas veces en relación con el honor y la bravura de su pueblo.
—¡No siempre pensé que los delaware eran un pueblo pacífico y que nunca hacían la guerra ellos mismos, ya que confiaban la defensa de sus tierras a esos mismos mohawks que ustedes eliminaron! —señaló Duncan.
Tiene usted razón en parte —contestó el explorador—. Aún así, en el fondo se trata de una sucia mentira. El tratado en cuestión se hizo hace muchísimo tiempo, por obra y gracia de los holandeses, cuyo deseo era el de desarmar a los nativos que más derecho tenían a la tierra donde habían llegado ellos para asentarse. Los mohicanos, aunque formaban parte de la misma nación que los delaware, tuvieron que vérselas con los ingleses y jamás estuvieron de acuerdo con el absurdo tratado. Se mantuvieron fieles a su hombría, como también hicieron los delaware una vez que se dieron cuenta de su error. ¡Tienen ante ustedes al gran jefe de los mohicanos sagamores! Hubo un tiempo en que los suyos podían cazar sus ciervos a lo largo de un territorio mayor que el del Patteroon de Albany, sin tener que atravesar ningún valle o monte que no fuese suyo propio. ¿Qué es lo que queda de todo eso para su único descendiente? ¡Como mucho, un palmo de terreno en el que recibir sepultura, siempre que se le entierre lo suficientemente hondo como para que no tropiece un arado con su cabeza!
—¡Basta! —gritó Heyward, consciente de que la conversación pudiera derivar en una disputa que alterara la buena armonía de la situación, tan necesaria para el bienestar de las muchachas—. Hemos viajado un largo camino y pocos de nosotros tenemos la fortaleza de la que gozan ustedes, que parecen no conocer la fatiga ni la debilidad.
—Lo único que tengo para resistir son los músculos y los huesos de un hombre —dijo el cazador, mirando con humildad complacida la estructura de sus extremidades, halagado por el reconocimiento de su fuerza—. Existen hombres más grandes y pesados en los asentamientos coloniales, pero les costaría mucho trabajo a ustedes encontrar uno que sea capaz de recorrer setenta y cinco kilómetros sin pararse a tomar un descanso, o que sea capaz de despistar a sus perseguidores durante horas. No obstante, como no somos iguales, a pesar de estar todos hechos de carne y hueso, es comprensible que las damas quieran descansar después de todo lo que han visto y hecho hoy. Uncas, destapa tú el manantial, mientras tu padre y yo les hacemos a las mujeres unas almohadas de ramas de castaño, así como colchones a base de hojas y hierba.
El diálogo cesó mientras el guía y sus acompañantes acondicionaban la zona para el descanso de sus compañeros de penurias.
Mientras los hombres del bosque se concentraban en las tareas mencionadas, Cora y Alice continuaron disfrutando de su merecido descanso, el cual les venía impuesto más por necesidad que por gusto. Luego se adentraron en la fortificación y, tras dar las correspondientes gracias al cielo por haberles salvado, pidiéndole además al Todopoderoso que continuara favoreciéndoles, se dispusieron a dormir sobre las camas fragantes. A pesar de las vicisitudes y los recuerdos, pudieron conciliar el sueño, ese elemento tan natural y necesario que siempre da paso a la esperanza de un nuevo día. Duncan se había preparado para pasar la noche cerca de ellas, mientras vigilaba la situación fuera de las ruinas; pero el explorador se dio cuenta de su intención y señaló hacia Chingachgook, diciendo, a la vez que él mismo se echaba sobre la hierba:
—¡Los ojos de un blanco son demasiado pesados y ciegos como para efectuar una vigilancia como ésta! El mohicano será nuestro centinela; durmamos pues.
—Me comporté como un inútil la pasada noche, cayendo dormido en mi puesto, con lo cual ahora tengo menos necesidad de descanso que usted, quien se ha comportado como un auténtico soldado. Que todos descansen, mientras yo monto guardia —dijo Heyward.
—Si estuviéramos en tiendas de campaña como las de la sesenta, y delante de un enemigo como los franceses, sería usted el mejor de los vigilantes —le contestó el explorador—. Pero en medio de la oscuridad y las señales del bosque su buen juicio no tendría validez y estaría tan indefenso como un niño. Haga, entonces, como Uncas y yo; duérmase y descanse tranquilo.
Heyward vio cómo, efectivamente, el indio más joven se había echado a un lado del montículo mientras hablaban, como aquél que quisiera aprovechar al máximo el tiempo disponible para descansar. Su ejemplo fue seguido por David, cuya voz se había silenciado por el cansancio, así como por el dolor de su herida, la cual se había irritado durante la caminata. Viendo que era inútil insistir, el joven militar aceptó la explicación y apoyó su espalda contra los troncos de la edificación, en una postura semirecostada; aunque estaba totalmente dispuesto, para sus adentros, a no pegar ojo hasta que hubiese entregado las delicadas chicas al mismísimo Munro. Ojo de halcón, creyendo que le había convencido, se durmió enseguida, y un silencio tan profundo como la soledad en la que se encontraban predominó en el lugar.
Durante largos minutos, Duncan consiguió mantener sus cinco sentidos despiertos, preparado para detectar cualquier ruido o movimiento que surgiera del bosque. Su visión se fue acostumbrando a la creciente oscuridad, e incluso cuando las estrellas ya brillaban en el firmamento podía aún distinguir las formas yacentes de sus compañeros echados sobre la hierba, así como la erguida silueta de Chingachgook. Éste se encontraba sentado y tan inmóvil como uno de los árboles que les rodeaban. Aún podía oír a las hermanas respirar, ya que estaban a escasos metros de él, y ningún sonido, ni siquiera el de las hojas movidas por el viento, escapaba a sus oídos. Con el tiempo, no obstante, el canto apenado de un mirlo se confundía con el de un búho; y sus ojos se tornaron pesados e hizo un esfuerzo por captar la luz de las estrellas, imaginando incluso que las podía ver a través de sus párpados. Cuando estaba entre despierto y dormido, confundió un arbusto con su compañero centinela. Su cabeza fue inclinándose sobre su hombro, el cual, a su vez, iba cayendo poco a poco hacia el suelo, hasta que toda su persona se había recostado lateralmente, en una postura relajada y cómoda. El joven se había quedado profundamente dormido, soñando que era un caballero de la Edad Media, vigilando despierto la tienda de una princesa rescatada, cuyos favores esperaba ganar por su meritoria devoción y su esforzada vigilia.
Ni siquiera el propio Duncan llegó a saber durante cuánto tiempo permaneció en este estado inconsciente, pero las visiones que se confundían entre el sueño y la realidad desvanecieron en cuanto sintió un leve toque sobre el hombro. Estimulado por esta inesperada señal, se incorporó rápidamente, recordando el deber que él mismo se había impuesto al caer la noche.
—¿Quién vive? —exigió saber, echando mano al lugar donde tenía su sable—. ¡Identifíquese! ¿Amigo o enemigo?
—Amigo —respondió Chingachgook en voz baja, mientras señalaba hacia los tímidos rayos luminosos que se filtraban a través de los árboles. A continuación añadió, en su defectuoso inglés—, la luna viene, el fuerte de los hombres blancos lejos, muy lejos; ¡hora de moverse, mientras el francés duerme!
—¡Hablas con sabiduría! ¡Avisa a tus amigos y prepara los caballos mientras yo me encargo de que mis propios compañeros estén prestos para la marcha!
—Estamos despiertos, Duncan —respondió Alice con su suave y dulce voz, desde dentro de la fortificación—, y estamos preparados para irnos deprisa, tras un descanso tan gratificante; ¡sin embargo tú has estado vigilante durante toda la noche para asegurar nuestro bien, después de todos tus esfuerzos a lo largo del día!
—Di mejor que habría vigilado, si mis ojos no me hubiesen traicionado; me temo que os he fallado por segunda vez y no merezco vuestra confianza.
—No, Duncan, no lo niegues —le interrumpió Alice con una sonrisa, saliendo de entre las sombras de la edificación a la luz de la luna, mostrando toda su fresca y repuesta belleza—. Sé que eres una persona sacrificada y que renuncias a tu propio cuidado, excediéndote en la protección de los demás. ¿No podríamos quedarnos aquí algo más, para que puedas descansar? Con mucho gusto nos quedaríamos vigilando Cora y yo, ¡mientras que tú y estos hombres valientes os procuráis algo de sueño!
—Si la vergüenza me curase el sueño, no sería capaz de cerrar los ojos jamás —dijo el decepcionado joven al ver el rostro ingenuo de Alice, en el cual sólo encontró una dulce expresión de sincero agradecimiento y no un reproche por su fracaso—. La única y lamentable verdad es que, tras introduciros en un sinfín de peligros por mi imprudencia, ni siquiera soy digno de guardar vuestras horas de sueño como un buen soldado.
—Sólo el mismo Duncan se acusaría de tales debilidades. Adelante pues, y duerme; créeme que ninguna de las dos, por muy débiles que seamos, te fallaremos en nuestra vigilia.
El joven, que iba a seguir insistiendo en su incapacidad para cumplir un deber, se vio librado de tener que hacerlo al oír la voz de Chingachgook y ver que el hijo de éste se incorporaba inmediatamente, mostrando una actitud de alerta.
—¡Los mohicanos han detectado un enemigo! —susurró Ojo de halcón, quien ya se había despertado junto a los demás—. ¡Olfatean el peligro en el aire que lleva el viento!
—¡Dios quiera que se equivoquen! —exclamó Heyward—. ¡Ya hemos tenido bastante derramamiento de sangre!
Con todo, el joven soldado venció sus temores y, nada más terminar de hablar, cogió su fusil y avanzó hacia adelante para exponer su vida por aquellas que estaban bajo su responsabilidad.
—Se trata de algún animal del bosque que ha salido en busca de comida —dijo en voz baja, al percibir con sus propios oídos los aparentemente distantes ruidos que habían inquietado a los mohicanos.
—¡Silencio! —le contestó el explorador, también pendiente de los ruidos—. Son movimientos humanos; ¡ya puedo sentir sus pasos, incluso siendo mis sentidos menos agudos que los de un indio! Ese hurón resbaladizo ha contactado con alguno de los grupos avanzados de Montcalm y han dado con nuestro rastro. No quisiera tener que hacer correr más sangre en este lugar —añadió apesadumbrado, mientras contemplaba el escenario a su alrededor—; ¡pero lo que debe hacerse, se hará! Lleva los caballos al interior de la fortificación, Uncas; y ustedes, amigos, vayan adentro también. ¡Aunque esté destartalada, la estructura ofrece protección y aún aguanta los disparos de fusil!
Sus palabras fueron obedecidas al instante; los mohicanos introdujeron los potros narraganset dentro de las ruinas, en donde se agruparon los demás, guardando el más absoluto silencio.
El ruido de las pisadas se hizo ahora tan evidente que no dejaba lugar a dudas acerca de su naturaleza. Pronto se oyeron también voces que hablaban en un dialecto indio, el cual fue identificado como el de los hurones por el cazador, quien se lo comunicó a Heyward en voz baja. Cuando los intrusos llegaron a ese lugar a través del cual los caballos se introdujeron en la maleza que rodea la fortificación, era evidente que habían perdido el rastro, al no ver más huellas que les indicasen el camino.
Daba la sensación de que había veinte voces reunidas en ese punto, opinando y discutiendo clamorosamente sobre qué dirección había que tomar.
—Los bellacos conocen nuestra desventaja —le susurró Ojo de halcón a Heyward, mientras observaba a través de las rendijas entre los troncos—. De otro modo, no se habrían parado a hablar como un grupo de mujeres. ¡Escuche a esos reptiles! Cada uno parece tener dos lenguas, a la vez que una sola pierna.
Duncan, por muy valiente que fuese, no podía responder nada al sarcástico comentario del explorador, dada la gran expectación del momento. Sólo se limitó a sostener su fusil con la máxima firmeza, sin apartar los ojos de la estrecha abertura, a través de la cual se asomaba angustiosamente al paisaje iluminado por la luna. Seguidamente, se oyó una voz más profunda y autoritaria, correspondida con un silencio que denotaba el respeto que merecían sus directrices. Tras esto, el crujir de hojas y la rotura de varias ramas secas confirmaron que los salvajes se habían separado para recuperar el rastro. Afortunadamente para los perseguidos, la luz de la luna no era lo bastante intensa como para que pudiese iluminar el interior del bosque, haciendo que todo allí fuera confuso e indistinguible. Así, la búsqueda demostró ser infructuosa, ya que el abandono del camino y la inmediata introducción en la maleza, por parte de los viajeros, fue una acción tan repentina que apenas dejaron huellas que la indicaran.
Con todo, no se tardó en oír cómo los salvajes empezaron a apartar los arbustos, aproximándose poco a poco a la zona donde se encontraban los castaños jóvenes que, a su vez, daban paso al área en la que se situaba la fortificación.
—Ya vienen —murmuró Heyward, ansioso por apuntar con su carabina a través de la rendija—. Disparemos sobre su avance.
—Mantenga todo fuera de vista, al amparo de la oscuridad —le contestó el explorador—. La chispa de un fulminante, o incluso el olor de la pólvora atraería a los bribones y se nos echarían encima como una manada de lobos hambrientos. Si al final Dios dispone que ha de haber lucha por cabelleras, confíe en la experiencia de hombres que conocen las costumbres salvajes y que han luchado en primera línea cuando sonaba el grito de guerra.
Duncan miró a sus espaldas y vio cómo las temblorosas hermanas se abrazaban en la esquina opuesta de la edificación, mientras que los mohicanos aguardaban en la sombra, firmes como estacas y dispuestos a atacar cuando surgiera la necesidad. Dominando su impaciencia, el joven militar miró de nuevo hacia el exterior y guardó silencio mientras esperaba. En ese momento se abrió la maleza y salió al espacio abierto un hurón alto y armado. Cuando dirigió su mirada hacia la fortificación, los rayos de la luna iluminaron su cara de lleno, delatando una expresión mezcla de sorpresa y curiosidad. Pronunció esa leve exclamación tan común entre los indios cuando algo les impresiona y, llamándolo en voz baja, requirió la presencia de uno de sus compañeros.
Estos dos hijos del bosque permanecieron en el lugar durante varios minutos, señalando las ruinas y comunicándose en la incomprensible lengua de su tribu. Entonces se aproximaron, aunque de modo lento y cauteloso, haciendo varias pausas para observar los detalles del edificio, al igual que lo hicieran unos ciervos ante la presencia de algo que escapaba a su comprensión. Uno de ellos repentinamente puso un pie sobre el montículo antes aludido y se detuvo para examinarlo de cerca. En ese momento, Heyward observó que el explorador soltaba las cuerdas que mantenían a su cuchillo en la funda, a la vez que bajaba el cañón de su fusil. Imitando este movimiento, el joven soldado también se preparó para pelear, cosa que parecía ya inevitable.
Los salvajes estaban tan cerca que el menor ruido por parte de los caballos, o incluso un suspiro por parte de los viajeros, les hubiera descubierto. No obstante, al desenterrar parcialmente el montículo, concentraron su atención en lo que vieron allí, lo cual les hizo hablar en voz baja y con tono solemne, mostrando una mezcla de respeto y temor. Se retiraron precipitadamente, sin dejar de mirar atrás hacia las ruinas, como si esperasen que los espíritus de los muertos fueran a surgir de entre sus paredes en cualquier instante. Así, llegaron a la maleza y se introdujeron en ella, perdiéndose de vista.
Ojo de halcón hizo descender su carabina y se relajó, respirando profundamente mientras exclamaba en susurros:
—¡Eso es! Respetan a los muertos, lo cual les ha salvado sus vidas, así como las de otros aún mejores que ellos.
Heyward le prestó atención a su camarada durante un momento, pero se volvió sin responderle, para continuar observando a los que más le preocupaban. Pudo oír cómo los hurones salían por el otro lado de la maleza, y pronto se hizo evidente que todos los perseguidores estaban reunidos, prestando gran atención a lo que tenían que decir los dos que se habían adelantado. Tras unos cuantos minutos de sincera y solemne exposición por parte de éstos, adoptaron todos un tono mucho más prudente que el ruidoso clamor de antes. Los sonidos del diálogo entre ellos fueron alejándose cada vez más del lugar, perdiéndose en las profundidades del bosque.
Ojo de halcón esperó hasta que una señal por parte de Chingachgook le aseguró que ya no percibía ningún ruido por parte de los perseguidores, ya lejos de allí. Entonces le hizo un gesto a Heyward para que sacara los caballos y ayudase a las hermanas a subirse a ellos. En cuanto esto se hizo, salieron todos por la portezuela ruinosa de la fortificación y se dispusieron a abandonar el lugar en dirección contraria a la de su llegada. Las hermanas lanzaron miradas furtivas tanto a la silenciosa tumba como a las destartaladas ruinas, mientras dejaban atrás la luz de la luna y se introdujeron en las oscuridades boscosas.