Maldita sea mi tribu Si le perdono.
Shylock.
El indio había escogido una de esas colinas piramidales de mucha pendiente que guardan gran similitud con los montículos formados por la mano del hombre, tan abundantes en los valles americanos. El que nos ocupa era considerablemente alto, provisto de una llanura en su cima —característica también frecuente—, aunque una de sus laderas tenía forma irregular. Las únicas ventajas que ofrecía como lugar de descanso parecían residir en su altura y configuración, las cuales facilitaban la defensa y evitaban cualquier ataque por sorpresa. Por su parte, al considerar que el rescate parecía cada vez menos probable por el tiempo y la distancia transcurridos, Heyward no tomó en cuenta estas particularidades físicas del lugar y se dedicó a reconfortar a sus acompañantes más débiles. Los caballos narraganset pudieron reponer fuerzas gracias a las ramas y hierbajos de la escasa vegetación que crecía en la cima de la colina, mientras lo que quedaba de provisiones fue dispuesto bajo la sombra de la haya, cuyas quimas se extendían horizontalmente sobre el grupo a modo de parasol.
A pesar de la rapidez con la que viajaron, uno de los indios había tenido tiempo para cazar un cervatillo con una de sus flechas, llevando luego a cuestas las partes más aprovechables del animal durante el resto del camino. Al llegar al lugar de descanso, y sin emplear ninguna de las artes propias de la buena cocina, se dispuso inmediatamente a ingerir la carne de su presa en compañía de sus otros compañeros. Sólo Magua se excluyó del repulsivo festín, embebido en sus pensamientos.
Tal actitud de abstinencia era muy poco común en un indio, habiendo posibilidades de saciar el hambre, lo cual enseguida llamó la atención de Heyward. El joven oficial quiso ver en ello una señal de que el hurón estaba pensando en la mejor manera de eludir a sus camaradas. Con la intención de ayudarle en sus planes mediante alguna sugerencia, y a la vez intentar estimular la tentación ya forjada, Heyward se paseó disimuladamente hasta el lugar en el que Le Renard estaba sentado.
—¿Acaso no se ha dejado guiar Magua por el sol lo suficiente como para haber eludido ya a los canadienses? —le preguntó con tono de complicidad confiada—, ¿y no le complacería más al jefe del fuerte William Henry poder ver a sus hijas antes de pasar otra noche de preocupación, por lo que mostraría su agradecimiento con una mayor recompensa?
—¿Acaso los rostros pálidos quieren menos a sus hijos de noche que de día? —preguntó el indio con frialdad.
—Claro que no —contestó Heyward, deseoso de corregir su error, si es que hubo alguno—. El hombre blanco puede olvidar con frecuencia el lugar de reposo eterno de sus antepasados, y en ocasiones puede olvidarse de los que ama y ha prometido cuidar, pero el afecto entre un padre y un hijo no se pierde nunca.
—¿Entonces el jefe de cabellos blancos será blando de corazón y pensará en los retoños que su mujer le ha dado? ¡Es duro con sus guerreros, y su mirada es de piedra!
—Se muestra severo con los ineptos y los malvados, pero para los honorables y sinceros es un líder justo y humanitario. He conocido a muchos padres buenos y tiernos, pero jamás he conocido un hombre cuyo corazón fuera más blando con respecto a sus hijos. ¡Has visto al hombre canoso ante sus guerreros, Magua, pero yo he visto cómo se le humedecían los ojos al hablar de las niñas que tienes en tu poder!
Heyward hizo una pausa, ya que no supo interpretar la indescriptible expresión que se formó en el rostro fibroso del indio. En un primer momento parecía que el recuerdo de la prometida recompensa le iba a hacer vibrar de alegría, a la vez que los sentimientos paternales de los blancos actuaban como garantía de la misma; pero a medida que proseguía Duncan, esta expresión de felicidad se tomó en una de extrema apariencia malévola, un gesto que no podía proceder de otro sentimiento que no fuera la más siniestra de las avaricias.
—Vete —dijo el hurón, suprimiendo el terrible gesto mediante una mirada tan vacía como la de un cadáver—, ve y dile a la muchacha de cabellos negros que Magua quiere hablar. El padre recordará lo que promete la hija. Habiendo interpretado esto como el deseo de recibir más garantías con respecto a las compensaciones, Duncan se dirigió cuidadosamente hacia el lugar en el que descansaban las hermanas, con el propósito de comunicarle el mensaje a Cora.
—Debes entender la naturaleza de los deseos de un indio —concluía Heyward mientras la escoltaba hasta donde estaba el salvaje—, y debes ser generosa en tu oferta de pólvora y mantas. No obstante, los de su estirpe admiran a los de carácter fuerte, de modo que vendría bien que mostrases algo del tuyo, con esa fortaleza de espíritu tan extraordinaria que tienes. Recuerda, Cora, que de tu templanza y habilidad pueden depender tanto tu vida como la de Alice.
—¡Y la suya también, Heyward!
—La mía es de poca importancia; ya he jurado sacrificarla en nombre de mi rey, siendo un premio que cualquier enemigo con suficiente fuerza puede cobrarse. No tengo padre que me espere y son muy pocos los amigos que lamentarían mi destino, sobre todo cuando la posibilidad de morir constituye un riesgo común para los de mi vocación. Pero dejemos esa cuestión ahora, que nos estamos acercando al indio. Magua, la dama con la que deseas hablar está aquí.
El rodio se levantó lentamente y permaneció de pie, callado, durante casi un minuto entero. Luego le hizo una señal a Heyward para que se retirase, diciéndole con frialdad:
—Cuando el hurón habla con mujeres, su tribu se tapa los oídos.
Duncan se mostró reticente, como si no quisiera aceptar tales condiciones, pero Cora le dijo sonriente:
—Ya le has oído, Heyward, y por cortesía debes retirarte. Vete con Alice y anímala con nuestras esperanzas.
La joven esperó hasta que se fuera Duncan, luego se volvió hacia el nativo, añadiendo con la dignidad y los modos propios de una dama:
—¿Qué le quiere decir Le Renard a la hija de Munro?
—Escucha —dijo el indio, colocando su mano firmemente sobre el brazo de la mujer, como si quisiera que le prestara la máxima atención. Con igual firmeza, pero más lentamente, Cora retiró su brazo mientras el nativo le decía—: Magua nació jefe y guerrero entre los hurones de los lagos; vio cómo los soles de veinte veranos hicieron fluir las nieves de veinte inviernos hasta los ríos, antes de ver ningún rostro pálido, ¡y fue feliz! Luego sus padres canadienses llegaron a los bosques y le enseñaron a beber el agua de fuego, convirtiéndole en un bribón. Los hurones le desterraron del lugar en el que estaban enterrados sus antepasados, persiguiéndole como si fuera un bisonte. Corrió por las orillas de los lagos y pasó por el acceso que le llevó hasta la ciudad de los cañones. Allí se dedicó a cazar y pescar hasta que la gente le persiguió por el bosque y le hizo caer en manos de sus enemigos. ¡El jefe que nació hurón terminó como guerrero entre los mohawks!
—He oído algo de esto anteriormente —dijo Cora, observando que el indio hacía una pausa para dominar las iras que le inspiraban los recuerdos de las supuestas injusticias que había sufrido.
—¿Acaso tenía Le Renard la culpa de que su cabeza no fuera de piedra? ¿Quién le dio el agua de fuego? ¿Quién hizo de él un villano? Fueron los rostros pálidos, la gente de tu color.
—¿Y acaso he de ser yo responsable de que existan hombres desaprensivos y sin escrúpulos, sólo porque el tono de su piel sea como el de la mía? —le preguntó Cora al salvaje, aunque sin perder la calma ni la suavidad de su voz
—No; Magua es hombre y no es tonto; las que son como tú no acercan sus labios al agua que arde: ¡El Gran Espíritu te ha dado sabiduría!
—Entonces, ¿qué tengo que ver yo con tus infortunios, por no decir tus errores?
—Escucha —repitió el indio, volviendo a adoptar una actitud sincera—. Cuando sus padres ingleses y franceses desenterraron el hacha de guerra entre ellos, Le Renard sirvió en el puesto de los mohawks y combatió contra su propia nación. Los rostros pálidos han expulsado a los pieles rojas de sus tierras de caza y ahora, cuando luchan, un hombre blanco les guía. El viejo jefe en el Horicanos tu padre, fue el gran capitán de nuestro grupo de guerra. Él le decía a los mohawks que hicieran esto y aquello, y se le obedeció. Dictó una ley que decía que si un indio tomaba el agua de fuego y entraba en las tiendas de tela de sus guerreros, no se le perdonaría. Magua fue imprudente y bebió; el ardiente licor le hizo entrar en la cabaña de Munro. ¿Qué hizo el hombre canoso? Que lo diga su propia hija.
—No se olvidó de su advertencia e hizo justicia al castigar al infractor —le dijo la hija sin miedo.
—¡Justicia! —repitió el indio, lanzando una mirada de gran fiereza al semblante sereno de Cora—. ¿Acaso es justo hacer el mal y luego castigarlo? Magua no sabía lo que hacía. ¡Fue el agua de fuego la que habló y actuó en su lugar! Pero Munro no lo creyó. El jefe hurón fue atado delante de todos los guerreros rostros pálidos y flagelado como un perro.
Cora permaneció en silencio, ya que no supo justificar la excesiva severidad con la que actuó su padre de tal manera que el indio lo pudiera comprender.
—¿Ves? —continuó Magua, retirando con violencia el chaleco que apenas cubría su pecho pintado—. Aquí hay cicatrices provocadas por cuchillos y balas; de estas marcas puede un guerrero presumir ante su nación, pero el hombre canoso ha dejado señales en la espalda del jefe hurón que éste debe ocultar, como si fuera una mujer, bajo esta tela pintada de los blancos.
—Yo había pensado —dijo Cora—, que un guerrero indio mostraba paciencia e integridad de espíritu, sin afectarle el sufrimiento al que su cuerpo puede haberse visto sometido.
—Cuando los chippewas ataron a Magua a un poste y le hicieron esta herida —dijo el otro mientras ponía un dedo sobre una profunda cicatriz—, ¡el hurón se rió en sus caras y les dijo que sus golpes eran como los de las mujeres! ¡Su espíritu estaba álgido en ese momento! Pero cuando sintió los golpes de Munro su espíritu decayó. ¡El espíritu de un hurón nunca se emborracha, no olvida nunca!
—Pero se le puede apaciguar. Si mi padre te ha hecho mal, enséñale cómo se ha de perdonar una falta y devuélvele sus hijas. Ya te ha dicho el comandante Heyward…
Magua agitó la cabeza en señal negativa, deseoso de no oír más acerca de insultantes recompensas.
—¿Qué es lo que quieres? —continuó Cora, tras una pausa dolorosa, durante la cual se dio cuenta de que Duncan, generoso y confiado, se había dejado engañar por el astuto salvaje.
—¡Lo que más quiere un hurón: el bien a cambio del bien y el mal a cambio del mal!
—Entonces vengarías la afrenta de Munro por medio de sus hijas. ¿No sería mejor un enfrentamiento cara a cara con el enemigo, como corresponde a un guerrero?
—¡Las armas de los rostros pálidos son largas y sus cuchillos muy afilados! —le contestó con risa malvada el salvaje—. ¿Por qué tendría que ir Le Renard hasta los mosquetes de los guerreros del hombre canoso, cuando ya tiene el corazón de éste en sus manos?
—Di cuáles son tus intenciones, Magua —dijo Cora, intentando a toda costa mantener la calma—. ¿Vas a llevamos hasta las profundidades del bosque, o tienes planeado algo todavía más siniestro? ¿Es que no hay ninguna posible compensación, ningún medio de reparar el daño que se te ha hecho y ablandarte el corazón? Al menos deja libre a mi inocente hermana y descarga todo tu odio sobre mí. Te harás rico devolviéndola, y además podrás cobrar tu venganza con una sola víctima. La pérdida de ambas hijas puede llevar al anciano a su tumba, ¿dónde estaría, pues, la satisfacción de Le Renard?
—Escucha —dijo de nuevo el indio—. Ojos claros puede volver hasta el Horicano y decirle al viejo jefe lo que se ha hecho, si la mujer de cabellos negros jura por el Gran Espíritu de sus antepasados que no mentirá.
—¿Qué debo prometer? —exigió saber Cora, todavía manteniendo una cierta distancia respecto al fiero nativo mediante su digna actitud femenina.
—Cuando Magua dejó a su pueblo, su mujer le fue dada a otro jefe; ahora que ha hecho amistad con los hurones, volverá a la tierra de las tumbas de sus antepasados en las orillas del gran lago. Que la hija del jefe inglés le siga y viva para siempre en su tienda.
Por muy repugnante que le pareciera semejante proposición, Cora pudo disimular su asco lo suficiente como para responder sin que se le notara tal sentimiento.
—¿Y qué satisfacción puede obtener Magua de compartir su casa con una mujer a la que no ama y que pertenece a una raza y una nación distintas a la suya? Sería mejor conquistar a una dama hurona con el oro de Munro, deslumbrándola con regalos.
El indio no respondió, callándose durante un minuto entero, y fijó su agresiva mirada sobre el rostro de Cora de un modo tan indiscreto que acabó por hacerle mirar al suelo, presa de vergüenza. Mientras le dominaba la angustia, y temiendo oír alguna otra proposición aún más terrible e insultante, Cora escuchó las siguientes palabras de Magua, llenas de la maldad más intensa:
—Cuando los golpes marcaron la espalda del hurón, supo dónde encontrar una mujer que sintiese el dolor. La hija de Munro recogería agua para él, cultivaría la tierra para él. El hombre canoso pude dormir protegido por sus cañones, pero su corazón siempre estaría al alcance de Le Subtil.
—¡Monstruo! ¡Con razón te bautizaron con tan infame nombre! —gritó Cora, perdiendo la serenidad ante tan indignantes palabras—. ¡Sólo un canalla puede concebir una venganza así! ¡Pero confías demasiado en tu poder! ¡Conocerás, sin duda, cómo es el corazón de Munro y cómo desafiará tu maldad!
El indio contestó al valiente exabrupto de la dama con una siniestra sonrisa que denotaba su empeño de seguir adelante con su propósito, a la vez que mandó que se fuera de allí, dando definitivamente por terminada la conversación. Coral lamentando ya su actitud impulsiva, se vio obligada a obedecer, ya que Magua dejó el lugar al momento siguiente y se acercó a sus camaradas glotones. Heyward corrió hacia la exasperada fémina y se interesó por el resultado del diálogo, tras observar con ansiedad su desarrollo a cierta distancia. No obstante, por no asustar a Alice, no le dio una respuesta directa; aunque sus evasivas no sirvieron para disimular su fracaso, ya que la expresión angustiada de su rostro la traicionaba, mientras no dejaba de mirar lo que hacían los salvajes. Ante las constantes e insistentes preguntas formuladas por su hermana, acerca de dónde les llevarían, no hizo otra cosa que señalar temblorosamente hacia los indios, para luego abrazarse a Alice y susurrar acongojada:
—¡Allí, allí en sus rostros hemos de leer nuestro destino; veremos, veremos lo que ocurrirá!
La acción y las palabras entrecortadas de Cora hablaban por sí mismas, llamando inmediatamente la atención de los demás, estimulados por la intensidad de la escena.
Cuando Magua llegó hasta el grupo de ociosos salvajes, quienes engullían su insípido alimento mientras yacían despreocupados sobre el suelo, comenzó a hablarles con la dignidad propia de un jefe indio. Las primeras sílabas que pronunció tuvieron como efecto que los otros se levantaran y adoptaran posturas de atención. Mientras el hurón utilizaba su idioma nativo, los prisioneros, que estaban al alcance de los tomahawks de los guerreros, pudieron interpretar el significado de este discurso por medio de los gestos tan gráficos y evidentes que solían emplear los indios al hablar.
Al principio, tanto el lenguaje como los actos de Magua parecían tranquilos y sosegados. Cuando por fin logró despertar el interés de sus camaradas, parecía hablar —según pensó Heyward— de la tierra de sus antepasados y su tribu recordada, ya que señalaba el camino que se dirigía hacia los grandes lagos. Los frecuentes brotes de júbilo por parte de sus interlocutores, que asentían por medio de la ya conocida exclamación «¡Hugh!», indicaban que estaban de acuerdo con su jefe. Le Renard era demasiado astuto como para desaprovechar esta ventaja. Acto seguido les habló de la larga y dolorosa ruta que hubieron de recorrer cuando abandonaron aquellas espaciosas tierras y sus felices poblados, para venir y luchar contra los enemigos de sus padres canadienses. Mencionó a los guerreros del grupo, sus muchos méritos, sus frecuentes servicios a la nación, sus heridas y el número de cabelleras que se habían cobrado. Cuando hacía alusión a alguno de los presentes —y el hecho es que el sutil individuo los mencionó a todos—, la oscura tez del sujeto halagado se iluminaba con orgullo, e incluso llegó a emplear gestos de aplauso y aseveración para ratificar la verdad de aquello que decía. Después, su voz decayó, perdiendo esos altisonantes y animosos tonos triunfantes con los que había dado cuenta de las exitosas y victoriosas hazañas. Describió las cataratas de Glenn, la inexpugnable posición de su isleta rocosa, junto con sus cavernas y sus numerosos rápidos y remolinos de agua, nombró a La Longue Carabine e hizo una pausa tras el eco de los gritos que ese nombre había suscitado entre sus interlocutores. Señaló hacia el joven militar y describió la muerte de un célebre guerrero a manos del mismo, haciendo que se precipitara al vacío. No sólo mencionó al indio que había pendido de la rama sobre el río, sino que representó la escena con su mano, ayudado por la rama de un arbolillo cercano; y finalmente relató con rapidez la forma en que cada uno de sus amigos caídos había encontrado su muerte, siempre enfatizando sobre el valor de éstos, así como sus reconocidas virtudes. Una vez terminada esta recapitulación de acontecimientos, su voz pareció cambiar, haciéndose más suave, e incluso musical, emitiendo sonidos graves y guturales. Ahora hablaba de las mujeres y los hijos de los caídos, sus sacrificios, su dolor —tanto físico como anímico—, su indefensión y, por fin, los agravios sufridos y que han quedado sin vengar. Entonces, elevando su voz hasta un tono de máxima intensidad, concluyó diciendo:
—¿Acaso los hurones han de soportar esto como perros? ¿Quién le dirá a la mujer de Menowgua que los peces se han cobrado su cabellera y que los de su nación no le han vengado? ¿Quién se atreverá a presentarse ante el mal genio de la madre de Wassawattimie con las manos limpias de sangre? ¿Qué les diremos a los viejos cuando nos pidan cabelleras y no tengamos un solo pelo de hombre blanco que enseñarles? Las mujeres nos señalarán. ¡Hay una mancha sobre el nombre de los hurones y debe limpiarse con sangre!
Su voz ya no era audible entre la explosión de voces que llenaron el aire, dando la impresión de que el bosque, en vez de contener un puñado de salvajes, contenía una nación entera. Lo que había dicho hasta ahora se entendió perfectamente por las expresiones en las caras de sus guerreros. Habían contestado su melancolía con gestos de compasión y tristeza, sus aseveraciones con gestos de asentimiento, y sus bravatas con los exabruptos propios de los salvajes. Cuando habló de valor, sus miradas eran sobrias y firmes; cuando hizo alusión a las heridas sufridas, sus ojos se encendían furibundos; cuando mencionó las amonestaciones de las mujeres, sus cabezas se inclinaban con vergüenza; pero cuando se refirió a los medios para conseguir su venganza, dio en el lugar idóneo para estimular de modo infalible el corazón de un indio. Al sentir que esa venganza estaba a su alcance, todo el grupo se alzó al unísono, dando rienda suelta a su cólera por medio de un griterío frenético, mientras se abalanzaban sobre los prisioneros, cuchillo y tomahawk en mano. Heyward se interpuso entre las hermanas y el más adelantado de la banda, forcejeando con él de un modo tan desesperado que su esfuerzo pudo contener el avance. Esta inesperada resistencia le dio a Magua oportunidad de intervenir, atrayendo de nuevo la atención de sus camaradas tras dar una orden tajante y gesticulando violentamente. Utilizando el lenguaje adecuado, supo hacerles desistir de sus propósitos y les invitó a prolongar el sufrimiento de los cautivos. Su idea fue aclamada fervorosamente e inmediatamente puesta en marcha.
Dos poderosos guerreros se lanzaron contra Heyward mientras otro intentaba neutralizar al poco combativo maestro de canto. No obstante, ninguno de los dos se rindió sin ofrecer alguna resistencia, aunque ésta fuese en vano. David llegó incluso a derribar a su oponente por un instante. Heyward tampoco pudo ser reducido hasta que hubiera caído su compañero, lo cual les permitió a los indios atacarle en grupo. Entonces fue atado al arbolillo que había utilizado antes Magua en su pantomima de hurón en la rama sobre el río. Cuando el joven militar recobró el sentido, pudo cerciorarse de que todo el grupo había corrido la misma suerte. A su derecha estaba Cora, en una situación similar a la suya; estaba pálida y temblorosa, pero sin dejar de observar lo que hacían sus enemigos. A la izquierda de Duncan, las ligaduras que sujetaban a Alice contra un pino servían a su vez para evitar que se desplomase ante el temor que la dominaba. Había juntado las manos en actitud de oración, pero en vez de dirigir su mirada al cielo, sus ojos se orientaban inconscientemente hacia el rostro de Duncan, ofreciéndole una expresión de inocencia infantil, llena de indefensión. David había luchado, y la novedad de tal circunstancia le mantuvo callado, meditando sobre la conveniencia o no de un comportamiento tan inusual en él.
La venganza de los hurones había tomado un nuevo rumbo, y se preparaban para llevarla a cabo con esa habilidad tan bárbara que habían desarrollado, y que les había caracterizado durante siglos. Algunos fueron en busca de ramas para encender una hoguera, otro estaba seleccionando hojas de pino con el fin de atravesar con ellas la piel de los prisioneros, tras prender fuego a las mismas. Por otro lado, otros salvajes habían doblado dos arbolillos hasta abajo, con el fin de atar los brazos de Heyward a sus ramas, manteniéndolos sujetos e inmovilizados; pero la venganza de Magua perseguía fines aún más malévolos.
Mientras los monstruos menos refinados de la banda se entretenían preparando estos vulgares métodos de tortura ante la mirada de sus víctimas, su jefe se acercó a Cora y le indicó, sádicamente, el destino que le aguardaba.
—¡Ja! —añadió Magua—. ¿Qué dice la hija de Munro? Su cabeza es demasiado buena para la almohada de Le Renard; quizá prefiera que ruede por estos parajes para que los lobos jueguen con ella. Su pecho no puede amamantar a los hijos de un hurón; ¡los indios escupirán, pues, sobre él!
—¿A qué se refiere este monstruo? —exigió saber Heyward, atónito.
—¡Nada! —respondió Cora con firmeza—. Es tan sólo un salvaje bárbaro e ignorante que no sabe lo que hace. Reunamos la fuerza necesaria para perdonarle sus faltas y pedir que se le perdone, aunque sea con nuestro último aliento.
—¿Perdón? —vociferó el enfurecido hurón, confundiendo el significado con el que Cora había empleado la palabra—. ¡La memoria de un indio es más larga que el brazo de los rostros pálidos, y su misericordia más escasa que la justicia de los blancos! Decide, pues: ¿envío a la de cabellos dorados con su padre, y tú seguirás a Magua hasta los grandes lagos para llevarle agua y alimentarle con maíz?
Cora apartó su mirada en actitud de incontenible asco.
—Déjame —le dijo ella, con tal solemnidad que aplacó momentáneamente las iras del indio—. ¡Añades amargura a mis oraciones, interponiéndote entre mi Dios y yo!
Sin embargo, la leve impresión que esta actitud produjo en el salvaje duró poco, ya que continuó señalando a Alice con diabólica ironía.
—¡Mira! ¡La niña llora! ¡Es demasiado joven para morir! Envíala a Munro para que pueda acariciar sus canas y mantener sus ganas de vivir.
Cora no pudo evitar mirar hacia su joven hermana, en cuyos ojos encontró un ruego que superaba todas sus fuerzas.
—¿Qué está diciendo, Cora querida? —preguntó Atice con voz temblorosa—. ¿Dijo algo acerca de llevarme con nuestro padre?
Durante un largo momento la hermana mayor contempló a la menor, su rostro ensombrecido por la lucha interna que libraban sus sentimientos. Cuando por fin habló, el tono de su voz ya no expresaba ni calma ni fortaleza, sino una extrema ternura de carácter casi maternal.
—Alice —le dijo—, el hurón nos perdona la vida a las dos, así como a los demás, y ofrece dejaros marchar a Duncan, nuestro preciado Duncan, y a ti, para que volváis con nuestro apenado padre, bajo la condición de que me olvide de mi rebeldía y mi terco orgullo, consintiendo…
Su voz entrecortada no pudo continuar, y juntando las manos miró hacia arriba, como si implorara que una inteligencia infinitamente superior le ayudara a decidir lo más correcto, a pesar de su dolor.
—Continúa —gritó Alice—. ¿Consintiendo qué, Cora querida? ¡Oh, que me lo proponga a mí! ¡Con tal de salvarte a ti y a Duncan, y llevar la alegría a nuestro querido padre, con gusto moriría!
—¿Morir? —le replicó Cora, ya con voz más firme y tranquila—. ¡Eso sería fácil! La alternativa es lo que no resulta tanto; pretende poseerme —continuó diciendo mientras su voz dejaba entrever lo degradante que le resultaba la proposición—. ¡Quiere que le siga hasta el bosque y viva con los hurones, que me quede allí; en resumidas cuentas, que sea su mujer! ¡Habla, pues, Alice, chiquilla adorable, hermana querida! Usted también, comandante Heyward, ayúdeme con sus consejos. ¿Se puede comprar la vida con un sacrificio así? ¿Lo aceptarías tú, Alice, si lo hiciera? Y tú, Duncan, guíame; ayudadme entre los dos, lo dejo en vuestras manos.
—¿Crees que lo permitiría? —gritó el joven, indignado y sorprendido—. ¡Cora! ¡Cora! ¡No empeores nuestra desgracia! No vuelvas a mencionar esa horrible alternativa; solamente pensar en ello resulta peor que morir mil veces.
—¡Sabía que ésa sería su respuesta! —exclamó Cora, con la cara sonrojada y la mirada encendida, características propias de una mujer emocionada—. ¿Qué dice mi querida Alice? Por ella me someteré a lo que sea, sin rechistar.
Aunque tanto Heyward como Cora escucharon muy atentos y con dolorosa expectación, no hubo ninguna respuesta. Daba la sensación de que la frágil y sensible Alice se fuera a desmayar mientras oía semejante proposición. Sus brazos se habían colapsado, quedando inertes, y solamente sus dedos experimentaban pequeñas convulsiones; su cabeza había caído hacia adelante, el mentón apretado contra el pecho, y toda su persona pendía del árbol cual bello estandarte representando con delicadeza el sufrimiento femenino; totalmente inmóvil y, sin embargo, completamente consciente. No obstante, tras unos momentos empezó a mover la cabeza lentamente, en señal de profunda y tajante desaprobación.
—¡No, no, no; es mejor que muramos como hemos vivido: juntos!
—¡Entonces moriréis! —gritó Magua, a la vez que lanzaba violentamente su tomahawk contra la indefensa muchacha, rechinando los dientes con rabia incontenida ante tal demostración de entereza por parte de aquélla que creía más débil. El hacha cortó el aire por delante de Heyward y se clavó justo por encima de la cabeza de Alice, cercenando algunos de sus ondulados cabellos antes de hacer temblar el árbol. La escena llevó a Duncan al borde de la locura. Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, logró romper las lianas que le sujetaban y se abalanzó sobre otro salvaje que, gritando y echando el brazo hacia atrás, ya se había preparado para repetir la acción. Ambos se enzarzaron y cayeron al suelo. La piel desnuda de su adversario no le facilitaba a Heyward un modo de agarrarlo con firmeza, por lo que el salvaje logró librarse de él y acabó inmovilizando a Heyward contra el suelo, manteniendo una rodilla apoyada sobre el pecho del militar. Duncan vio cómo brillaba el cuchillo en el aire y, de repente, se oyó un silbido acompañado de una detonación de fusil. El joven sintió cómo se aliviaba la presión sobre su pecho, a la vez que la enloquecida expresión de su adversario se tornaba en una mirada perdida, cayendo muerto a su lado sobre una capa de hojas secas.