Me temo que dormiremos la próxima mañana,
¡Tanto como hemos estado velando durante esta noche!
El sueño de una noche de verano.
En cuanto se sobrepuso a la sorpresa del momento, Duncan comenzó a fijarse en la apariencia y los modos de sus captores. Al contrario de lo que era común entre los salvajes cuando concluyen una acción con éxito, estos nativos no sólo respetaron la integridad de las temblorosas hermanas, sino también la suya propia. Los llamativos ornamentos de su atuendo castrense llamaban poderosamente la atención de muchos de los guerreros que no pudieron disimular sus deseos de poseer las insignias; pero antes de que brotara más violencia en el lugar, un mandato por parte del guerrero corpulento ya mencionado, expresado en tono autoritario, impidió el conflicto y convenció a Heyward de que les estaban reservando para algo mucho más importante.
Sin embargo, mientras los más jóvenes y vanidosos del grupo se entretenían en las menudencias antes referidas, los guerreros más veteranos continuaron su búsqueda por ambas cavernas con tal ímpetu que denotaba lo poco satisfechos que estaban con los resultados provisionales de su conquista. Incapaces de dar con ninguna víctima más, los vengativos individuos no tardaron en enfrentarse a sus prisioneros masculinos, pronunciando el nombre de La Longue Carabine con extremada fiereza. Duncan simuló no entender el significado de sus violentas y repetitivas preguntas, mientras que a su compañero no le hizo falta recurrir a engaño alguno, dado su total desconocimiento del francés. Era tal la insistencia mostrada por sus captores que Duncan temió que se volvieran peligrosamente impacientes ante su silencio y comenzó a buscar a Magua con su mirada, esperando poder entenderse mejor con él.
La conducta de este salvaje en particular constituía una solitaria excepción con respecto a la del resto de sus compañeros. Mientras los otros se ocupaban en dar rienda suelta a sus más primitivas pasiones, yendo tras ornamentos militares o deleitándose en la destrucción de las escasas pertenencias del explorador al no poder dar con su propietario, Le Renard había permanecido a poca distancia de los prisioneros, con una actitud tan callada y satisfecha que claramente dejaba entrever que ya había cumplido el gran propósito de su traición. Cuando su mirada se cruzó con la de Heyward, la expresión siniestra —y a la vez tranquila— del salvaje hizo que el hombre blanco apartara la vista horrorizado. No obstante, logró sobreponerse de tal sensación de repugnancia y pudo, aunque con asco, mirarle a la cara a su enemigo.
—Le Renard Subtil es demasiado guerrero como para no comunicarle a un hombre desarmado lo que le dicen sus vencedores.
—Preguntan por el cazador que conoce los caminos del bosque —contestó Magua en su defectuoso inglés, mientras colocaba su mano sobre la cataplasma de hojas que cubría la herida que tenía en el hombro—. ¡La Longue carabine! ¡Su fusil es bueno y su ojo no duerme; pero, al igual que la pequeña pistola del jefe blanco, no es rival para Le Subtil!
—¡Le Renard es demasiado valiente como para recordar las heridas recibidas en la guerra, así como las manos que las provocaron!
—¿Fue momento de guerra cuando el indio cansado se detuvo en aquel árbol para saborear su maíz? ¿Quién llenó el bosque de enemigos ocultos? ¿Quién sacó el cuchillo? ¿Quién habló de paz mientras su corazón pedía sangre? ¿Acaso dijo Magua que el hacha estaba desenterrada y que su mano la sacó de la tierra?
Dado que Duncan no quiso contestar las acusaciones del indio por medio del reproche a su propia actitud traidora, y tampoco estaba dispuesto a admitir la culpa de las mismas, permaneció en silencio. Magua también parecía dispuesto a dejar las cosas así, sin más controversia ni discusión, ya que volvió a apoyarse en la roca de la cual se había levantado momentáneamente. De todos modos, la exclamación «¡La Longue Carabine!» volvió a oírse nada más concluir el breve diálogo, reanudándose así el interrogatorio de los impacientes salvajes.
—Ya lo oyes —dijo Magua, con terca indiferencia—. ¡Los hurones de piel roja reclaman la vida de «Carabina Larga» o, de lo contrario, cobrarán tributo con la sangre de aquéllos que lo ocultan!
—Se ha ido lejos; está más allá de su alcance.
Renard sonrió despectivamente, mientras le contestó:
—Cuando el hombre blanco muere, cree estar en paz; pero los pieles rojas saben cómo torturar incluso los fantasmas de sus enemigos. ¿Dónde está su cadáver? ¡Que los hurones vean su cabellera!
—No está muerto, sino huido.
Magua movió la cabeza con gesto de incredulidad.
—¿Acaso es un ave, volando con alas; o un pez, que puede nadar sin respirar aire? ¡El jefe blanco cree todo lo que dicen sus libros y piensa que los hurones son tontos!
—Aunque no sea un pez, «Carabina Larga» puede nadar. Flotó río abajo cuando se acabó la pólvora y los ojos de los hurones estaban tras una nube.
—¿Entonces por qué se quedó el jefe blanco? —exigió saber el indio escéptico—. ¿Acaso se hundiría como una piedra, o tiene ganas de perder la cabellera?
—Tu camarada muerto podría dar buena cuenta de que no soy una piedra, si estuviera vivo —dijo el joven ante tanta provocación, presumiendo de su hazaña con la acritud y la ira que podrían despertar la admiración de un indio—. El hombre blanco piensa que sólo los cobardes abandonan a sus mujeres.
Magua balbuceó algunas palabras entre dientes antes de continuar diciendo, en voz alta:
—¿Es que los delaware pueden también nadar, del mismo modo en que se arrastran por la maleza? ¿Dónde está «Le Gros Serpent»?
Duncan se percató, por el uso de estos apelativos canadienses, que sus anteriores compañeros eran mejor conocidos entre sus enemigos que por él mismo. Contestó despectivamente:
—También se ha ido por el agua.
—¿No está aquí «Le Cerf Agile»?
—No sé quién es el que llamas «El Ciervo Ágil» —dijo Duncan, dispuesto a ganar tiempo eludiendo la cuestión.
—Uncas —insistió Magua, pronunciando el nombre en delaware con más dificultad que las palabras en inglés—. El hombre blanco se dirige al joven mohicano por la expresión «Alce que salta».
—Debe de haber cierta confusión de nombres entre nosotros, Le Renard —dijo Duncan, esperando desencadenar un debate—. Daim es la palabra adecuada para referirse a la hembra, mientras que el ciervo macho viene expresado por cerf, elan sería el término más apropiado si se trata de un alce.
—Sí —murmuró el indio en su lengua nativa—. ¡Los rostros pálidos son como mujeres charlatanas! Tienen dos palabras para cada cosa, mientras que al piel roja le basta un sonido para hacerse entender —tras esto, dejó de hablar en su idioma y se adscribió a la nomenclatura de sus instructores lingüísticos—. El ciervo es rápido, pero débil; el alce es rápido, pero fuerte; y el hijo de «Le Serpent» es «Le Cerf Agile». ¿Acaso ha huido por los bosques?
—Si te refieres al delaware más joven, también se fue por el agua.
Dado que para un indio ese modo de escapar no constituye una hazaña imposible, Magua acabó dando por cierto todo lo que había escuchado, mostrando a la vez tal actitud de desprecio que revelaba lo poco valiosos que consideraba a los prisioneros. Sus compañeros, por contra, pensaban de modo muy diferente.
Los hurones habían esperado con gran impaciencia que concluyera este breve diálogo, totalmente quietos y callados. Cuando Heyward dejó de hablar, todos miraron hacia Magua, exigiendo silenciosamente una explicación. Su intérprete les señaló el río y les informó de lo ocurrido en pocas palabras. Cuando comprendieron los hechos, los salvajes profirieron un espantoso grito colectivo en señal de su gran decepción. Algunos corrieron furibundos hacia la orilla, gesticulando agresivamente, mientras otros escupían al agua como si le reprocharan su traición de ayudar al enemigo. Otros, y no precisamente los de aspecto menos amenazante, dirigieron sus más iracundas y malévolas miradas a los cautivos que aún tenían en su poder; incluso alguno les brindó su amenaza en forma de gestos repletos de rabia y odio, ante los cuales ni la belleza ni la condición de las dos hermanas fueron atenuantes. El joven militar hizo un esfuerzo inútil por llegar hasta Alice cuando vio que uno de los salvajes la había agarrado por el cabello, a la vez que empuñaba un cuchillo con la aparente intención de atravesarle el cuello a la muchacha; pero los brazos de Duncan estaban atados y en cuanto quiso moverse se lo impidió el indio que le tenía sujeto por el hombro. Al comprender cuán fútil era su empeño, cedió ante las abrumadoras fuerzas de sus contrarios y aceptó lo que depararía la suerte, aunque no sin dar ánimos a sus delicadas compañeras, asegurándoles que los salvajes eran más amigos de bravuconear que de cumplir una amenaza.
Sin embargo, aunque recurriese Duncan a tales palabras para consolar a las asustadas muchachas, no podía engañarse a sí mismo. Sabía bien que la autoridad de un jefe indio dependía más bien de la superioridad física que de la supremacía moral que pudiera ostentar. Por lo tanto, el peligro real residía en el número de irritados salvajes que les rodeaban. Un mandato benévolo dado por el líder reconocido podría ser contrariado en cualquier momento por uno de esos incontrolados, deseando cobrarse una víctima como sacrificio en honor a la memoria de algún familiar o amigo suyo muerto en el combate. Por lo tanto, aunque procuraba mantener una aparente actitud de calma y aplomo, su corazón palpitaba rápidamente cuando alguno de sus feroces captores se acercaba demasiado a las indefensas hermanas, o miraba con ojos flamígeros a esas criaturas tan frágiles que no podían defenderse ante el más mínimo ataque.
No obstante, sus preocupaciones se aliviaron en gran medida cuando vio que el jefe había convocado a todo el grupo a consejo. Sus deliberaciones fueron rápidas, y a juzgar por el silencio de la mayoría la decisión fue unánime. Por la frecuencia con la que los interlocutores señalaban en dirección al campamento de Webb, parecían temer un ataque desde ese cuadrante. Esta consideración les hizo tomar una rápida decisión, zanjando la cuestión en poco tiempo.
Durante esta breve reunión, Heyward calmó sus ánimos y pudo admirar con tranquilidad el modo cauteloso del proceder de los hurones, incluso después de cesadas las hostilidades.
Ya hemos señalado que la mitad superior de la isla estaba compuesta por rocas desprovistas de vegetación, sin ningún medio de protección que no fuera un puñado de troncos y ramas caídas. Habían escogido este punto para descender, habiendo traído una canoa a través del bosque y rodeado la catarata con tal propósito. Colocando sus brazos dentro de la embarcación, una docena de hombres agarrados a los laterales de la misma se dejó arrastrar por ella, a la vez que la dirigían dos de los guerreros más expertos, quienes se habían situado en una posición favorable para divisar cualquier peligro. De este modo pudieron llegar a la cabecera de la isla en aquel punto que resultó tan arriesgado para los primeros audaces guerreros, aunque en condiciones de superioridad numérica y provistos de un mayor número de armas. Que ésta había sido la manera en la que descendieron estaba más allá de toda duda para Duncan, ya que ahora portaban la embarcación desde el extremo superior de la roca y la colocaron en el agua cerca de la boca de la caverna exterior. En cuanto se realizó este cambio, el líder hizo señas a los prisioneros para que se metieran en la barca.
Dado que era inútil resistirse, y como tampoco serviría de nada protestar, Heyward fue el primero en obedecer la orden y servir de ejemplo para los demás. Pronto estaría en la canoa al lado de las dos hermanas y el aturdido David. A pesar de que los hurones no eran buenos conocedores de los entresijos y los caladeros del río, en cambio eran diestros en la navegación fluvial y un mínimo de dominio básico impidió que cometieran errores de trascendencia. Cuando el piloto de la embarcación ocupó su lugar, se introdujeron en el río; la barca surcó las aguas, y en pocos minutos los cautivos pudieron comprobar que estaban en la zona sur, en un punto prácticamente opuesto a aquél en el que habían desembarcado la noche anterior.
Aquí tuvo lugar otra reunión de consulta, breve pero firme, durante la cual los caballos, cuyos dueños habían pensado que serían víctimas de los lobos, fueron traídos desde la cobertura boscosa hasta el nuevo lugar de reposo. En ese momento, el grupo se dividió. El jefe de más alto rango montó el corcel de Heyward para dirigir a la mayoría de los guerreros a través del río y adentrarse luego en el bosque, dejando a los prisioneros en manos de seis de los salvajes bajo el mando de Le Renard Subtil. Duncan presenció todo esto con renovada inquietud.
Quiso creer, dada la relativa prudencia de los salvajes, que le estaban reservando para ser enviado a Montcalm, como cualquier persona que en una situación de apuro ve estimulada su imaginación. Así, alimentado por la esperanza, aunque fuera escasa, Duncan incluso había pensado que el instinto paternal de Munro podría llevarle a éste a olvidar su fidelidad al rey. Esto se debía a que, aunque el militar francés tenía fama de valiente y emprendedor, también la tenía de prestarse a prácticas políticas que en ocasiones se alejaban de los más altos valores éticos; algo muy frecuente y que, por desgracia, decía poco a favor de la diplomacia europea de aquella época.
Todas estas especulaciones que rondaban su cabeza fueron interrumpidas por la conducta de sus guardianes. El contingente que había seguido al fornido guerrero jefe tomó la ruta hacia la base del Horicano, por lo que ya no había más expectativas para Duncan y sus acompañantes que la de ser meros prisioneros en manos de sus salvajes captores. En su afán por saber a qué atenerse en tales circunstancias, el joven se dignó a hablar nuevamente con Magua. Dirigiéndose a su antiguo guía, que ya había asumido las funciones y los modos de alguien que ostentaba autoridad, le dijo de la forma más amistosa y conciliadora:
—A Magua le diría sólo lo que sería propicio para los oídos de tan insigne jefe.
El indio le miró altivamente y con aires de superioridad, contestándole:
—¡Habla; pues los árboles no tienen oídos!
—Los hurones no son sordos, y lo que han de escuchar los hombres grandes de una nación no es apropiado para los más jóvenes guerreros de la misma. Si Magua no escucha, el oficial del rey se callará.
El salvaje se dirigió toscamente a sus camaradas, quienes estaban atareados intentando preparar las monturas de las dos hermanas, y se alejó hacia un lado, indicándole a Heyward que le siguiera.
—Ahora habla —le dijo—, si es que tus palabras sólo son dignas de los oídos de Magua.
—Le Renard Subtil ha demostrado ser merecedor del nombre con el que le bautizaron sus padres canadienses —comenzó a decir Heyward—, reconozco su sabiduría y sus méritos, y recordaré todo esto a la hora de recompensarle. ¡Sí!, Renard no sólo ha demostrado ser un gran jefe en el diálogo, ¡sino también en el combate!
—¿Qué es lo que ha hecho Renard? —inquirió fríamente el indio.
—¿Qué? ¿Acaso no ha visto que los bosques estaban llenos de enemigos ocultos? ¿Acaso no se desvió de su camino a propósito para despistar a los hurones? ¿Acaso no ha simulado que regresa a su tribu, de la cual le habían echado como un perro hace tiempo? Y cuando nos dimos cuenta de lo que estaba haciendo, ¿acaso no le ayudamos a simular que era nuestro enemigo a ojos de los hurones? ¿No es verdad todo esto? Y cuando Le Subtil le hizo cerrar los ojos y los oídos a los de su nación por medio de su sabiduría, ¿no les hizo olvidar que en una ocasión le habían tratado mal y le obligaron a huir con los mohawks? ¿Acaso no le dejaron en el lado sur del río, confiándole sus prisioneros, mientras los otros se marcharon hacia el norte creyendo que los acontecimientos se desarrollaban a su favor? ¿Es que Renard no tiene la intención de volver atrás y llevarle al canoso hombre rico sus dos hijas? Sí, Magua, lo veo todo claro, y he estado pensando en lo mucho que hay que recompensar tanta sabiduría y honestidad. En primer lugar, el jefe del fuerte William Henry le dará al gran guerrero jefe lo que se le debe. La medalla[18] de Magua no será de latón, sino forjada en oro; tendrá toda la pólvora que quepa en su cuerno, y su bolsa estará tan repleta de dólares como piedras hay en las orillas del Horicano: ¡los ciervos se rendirán fácilmente ante él, gracias al fusil que llevará! En cuanto a mí, no sé cómo voy a superar la gratitud del escocés, pero yo…, sí, yo.
—¿Qué regalará el joven jefe originario de donde sale el sol? —exigió saber el hurón, observando que Heyward acababa de concluir la retahíla de compensaciones con aquella que constituiría la máxima aspiración de un indio.
—Hará que el agua de fuego que viene de las islas del lago salado abunden en la casa de Magua, para que el corazón del indio se sienta más ligero que las plumas del colibrí, y su aliento más dulce que la madreselva.
Le Renard había escuchado con gesto severo las palabras lentas y sutiles de Heyward. Cuando el oficial mencionó el engaño que el indio supuestamente había efectuado sobre los de su nación, el rostro del salvaje mostró una cautelosa sobriedad. Cuando mencionó el supuesto agravio al que fue sometido por parte de su tribu nativa, asomó un brillo de odio feroz en la mirada del indio, lo cual le indujo a pensar a Duncan que había dado en la llaga. Finalmente, cuando hubo combinado adecuadamente la sed de venganza con la avaricia, había logrado captar por completo el interés del salvaje. La pregunta formulada por Renard se planteó con toda la calma y dignidad propias de un indio; pero era bastante evidente, por la expresión pensativa del que escuchaba, que la respuesta había sido preparada de forma muy astuta. El hurón se mantuvo pensativo durante varios instantes, acabando por poner su mano sobre el vendaje de su hombro, diciendo enérgicamente:
—¿Acaso los amigos hacen esto?
—¿Acaso «La Longue Carabine» permitiría que la herida de un enemigo fuese sólo superficial?
—¿Acaso los delaware se acercan a sus amigos a la manera de serpientes, preparados para atacar?
—¿Acaso es que «Le Gros Serpent» hubiera sido detectado por alguien sin que él quisiera que fuese así?
—¿Acaso el jefe blanco tiene por costumbre quemar su pólvora contra los que considera sus hermanos?
—¿Acaso es que erraría en el tiro si su empeño fuese realmente el de acertar? —contestó Duncan con una sonrisa que simulaba total sinceridad.
Otra larga e intensa pausa le siguió a este rápido intercambio de preguntas y réplicas. Duncan vio que el indio aún dudaba. Para asegurar su victoria, se preparó para volver a enumerar las recompensas, cuando Magua hizo un expresivo gesto y dijo:
—Basta; Le Renard es un jefe sabio, y ya se verá lo que hace. Vete y mantén la boca cerrada. Cuando Magua hable, entonces será el momento de responder.
Al percibir que los ojos de su interlocutor estaban pendientes del resto del grupo, Heyward se retiró inmediatamente con el fin de evitar cualquier posible sospecha de connivencia entre él y el líder de los salvajes. Magua se acercó a los caballos y simuló estar muy contento con la labor realizada por sus hombres. Tras esto, le indicó a Heyward que ayudase a las hermanas a subir a sus monturas, ya que procuraba hablar inglés lo menos posible, salvo en ocasiones excepcionales.
Ya no había más razones para demorar la marcha; Duncan se vio obligado pues, a obedecer, muy a pesar suyo. Mientras hizo lo que se le había ordenado, susurró palabras de ánimo a los oídos de las temblorosas féminas, quienes evitaban a toda costa tener que cruzar miradas con sus salvajes captores. La yegua de David había sido llevada por los que siguieron al jefe corpulento; con lo cual su propietario, al igual que Duncan, tuvo que desplazarse a pie. El segundo, sin embargo, no parecía lamentar esta situación, ya que le permitiría retrasar el avance de todo el grupo. Aún tenía sus pensamientos fijados en el fuerte Edward y la esperanza de oír en cualquier momento algún ruido procedente de ese sector, señal de que la ayuda estaba en camino. Cuando todos estaban preparados, Magua hizo la señal de comenzar la marcha, poniéndose personalmente al frente del grupo para guiarles. A continuación le seguía David, que iba recuperando el sentido poco a poco a medida que se disipaban los efectos de su herida. Las hermanas cabalgaban tras él con Heyward a su lado, mientras los demás indios flanqueaban al grupo y cerraban con estrecha vigilancia la retaguardia.
De esta guisa prosiguieron su avance, totalmente en silencio a excepción de alguna expresión reconfortante brindada por Heyward a las féminas, o cuando David daba rienda suelta en voz alta a los lamentos de su espíritu, con la humildad propia de un alma resignada. Su camino se extendía hacia el sur, siguiendo una dirección prácticamente opuesta a la ruta que llevaba al fuerte William Henry. A pesar de esta aparente fidelidad de Magua al camino original, Heyward no podía creer que se olvidara tan pronto de lo que le había ofrecido, y sabía bien que los caminos ondulantes que seguían los indios aparentaban una dirección pero terminaban en otra. Sin embargo, kilómetro tras kilómetro continuaron esta penosa marcha por el bosque, sin que pareciera concluir nunca su viaje. Heyward observó cómo el sol enviaba sus rayos meridianos a través de los árboles, y esperaba fervorosamente que Magua se ciñera a una ruta más favorable a sus expectativas. En ocasiones imaginaba que el salvaje, habiendo abandonado la esperanza de pasar inadvertido delante del ejército de Montcalm, se dirigía a un asentamiento fronterizo conocido, en el que tenía su residencia y propiedades un distinguido oficial de la corona y preciado amigo de las seis naciones. Ser llevado ante Sir William Johnson era preferible a ser transportado hasta los bosques del Canadá; pero para que se pudiera cumplir lo primero, sería necesario atravesar una distancia de muchas y agotadoras leguas por el bosque, cada vez más lejos del escenario del combate; es decir, de su puesto de honor —y en el que residía su deber—.
Sólo Cora recordó lo que le dijo el explorador al marcharse, y siempre que tuvo la oportunidad doblaba y rompía todas las ramas a su alcance. Con todo, la cuidadosa vigilancia de los indios dificultaba su labor y la ponía en serio peligro. A menudo desistía en su empeño al darse cuenta de que podrían descubrirla; fue necesario fingir algún tropiezo u otra dificultad propia de mujeres. En cierta ocasión, pudo romper con éxito la rama de un zumaque de considerable tamaño, dejando caer uno de sus guantes al mismo tiempo. Esta señal, que podría servir de rastro, fue detectada por uno de los escoltas indios, quien de forma inmediata recogió la prenda —no sin romper también todas las demás ramas del arbusto, dándole el aspecto de haber sido destrozado por algún animal salvaje que se hubiera enganchado en él—. Tras esto, adoptó un gesto amenazante, colocando la mano sobre su tomahawk, advirtiendo de este modo contra cualquier otro intento de dejar pistas en el camino.
Dado que ambos grupos, tanto el de Maqua como el del jefe corpulento, llevaban caballos consigo, sus huellas no servirían para distinguir el bando que llevaba los prisioneros de aquél que iba en dirección contraria.
Heyward habría podido demostrar alguna disconformidad si su mirada se hubiese cruzado con la de Magua. No obstante, el salvaje apenas se dignó a mirar a ninguno de los que le seguían, ni mucho menos dirigirles la palabra. Utilizando el sol como única referencia, o en todo caso guiándose por elementos que sólo son visibles a los ojos de un indio, siguió su camino a través de los claros rodeados de pinos, así como por algún pequeño valle frondoso, algún riachuelo y por encima de varias colinas; siempre llevado por la precisión del instinto y una vista tan aguda como la de las aves. En ningún momento dio señales de verse asaltado por la duda. No importaba que el camino estuviese despejado, apenas perceptible o incluso totalmente oculto; ninguna situación le hizo aminorar la marcha ni vacilar en la persecución de su objetivo. Parecía incansable. Siempre que los agotados viajeros levantaban la vista del suelo cubierto por hojas secas, lo veían al frente, confundiéndose su oscura silueta con las formas de los árboles, la cabeza siempre dirigida hacia adelante y la pluma que la cubría revoloteando al viento por la rapidez con la que se movía el nativo.
Sin embargo, todo este empeño y toda esta sagacidad tenían un fin. Tras pasar por un valle escondido, a través del cual corría un meandro, ascendió repentinamente por una colina tan empinada que las hermanas tuvieron que bajar de sus monturas para poder superarla. Cuando llegaron a la cima, se encontraron sobre tierra plana y ligeramente poblada por árboles, uno de los cuales sirvió de lugar de descanso para Magua, quien se acomodó bajo su sombra como si estuviese dispuesto a dejar que los demás también descansaran.