Mis oídos están dispuestos y mi corazón preparado:
Lo peor es la pérdida material que puedes revelar:
Di, ¿está perdido mi reino?
Shakespeare.
Una característica particular que presentaban las guerras coloniales de Norteamérica queda constituida por el hecho de que los contendientes hubieron de enfrentarse a las vicisitudes y los peligros de la naturaleza salvaje antes que uno contra el otro en batalla. Una ancha y aparentemente impenetrable cintura de bosques dividía a las enemistadas provincias de Francia e Inglaterra. El sufrido colonizador, así como el especialista europeo que combatía a su lado, con frecuencia empleaban meses en luchar contra los rápidos de las corrientes en los ríos, o abriéndose paso por los duros escollos de las montañas, en busca de una oportunidad para mostrar su valor en una pugna de carácter más marcial. Sin embargo, emulando la paciencia y el sacrificio de los curtidos guerreros nativos, aprendieron a superar todas las dificultades; y daría la sensación, con el tiempo, de que no existía una profundidad en los bosques lo bastante oscura, ni lugar secreto tan atractivo, como para desviar de su camino a aquellos que habían jurado por su sangre saciar su venganza, o defender la política fría y egoísta de los lejanos monarcas de Europa.
Posiblemente ningún distrito, a lo largo y ancho de la vasta extensión de las fronteras intermedias, pueda ofrecer un retrato más fidedigno de la crueldad y fiereza de las agresivas luchas de aquellos tiempos como el territorio que yace entre la cabecera del río Hudson y los lagos adyacentes.
Las facilidades que la naturaleza había dispuesto allí para el avance de los combatientes resultaban demasiado evidentes como para no tenerse en cuenta. La alargada extensión del lago Champlain abarcaba desde las fronteras del Canadá, adentrándose profundamente dentro de las fronteras de la vecina provincia de Nueva York, dando lugar a un pasadizo natural que atravesaba la mitad de la distancia que los franceses tendrían que cubrir para golpear a sus enemigos. Cerca de su extremo sur, se complementaba con otro lago, cuyas aguas eran tan limpias que habían sido elegidas en exclusiva por los misioneros jesuitas para celebrar la típica purificación del bautismo, y así concederle a tal masa de agua el título de lago «du Saint Sacrement». Los ingleses, menos entusiastas, pensaron que le conferían suficiente honor a sus inmaculadas fuentes dándole el nombre de su príncipe regente, el segundo de la casa de los Hanover. Ambos bandos coincidían en privarles a los ignorantes poseedores del paisaje arbolado de su derecho nativo de perpetuar el apelativo original de «Horicano» que le habían dado[1].
Surcando a través de incontables islas, y rodeado de montañas, el «lago sagrado» se extendía aún otra docena de leguas hacia el sur. Con la alta planicie que allí se interponía a la continuación de su paso, comenzaba un porteo de otras tantas millas, el cual conducía al aventurero a las orillas del Hudson, en un punto en el que, con las frecuentes obstrucciones causadas por los rápidos, o grietas, como se les llamaba en la lengua del lugar, el río se hacía navegable a la corriente.
A pesar de que, con el fin de llevar a cabo sus atrevidos planes de causar inconvenientes, el incansable empeño de los franceses les llevó incluso a enfrentarse a los distantes y difíciles desfiladeros de las montañas Allegheny, puede imaginarse con facilidad que su afamada agudeza no pasaría por alto las ventajas naturales del distrito al que hemos aludido. De ahí el énfasis con el que se convirtió en el sangriento escenario de la mayoría de las batallas por el dominio de las colonias. Se erigieron fortalezas en los distintos puntos que marcaban la ruta más fácil, siendo tomadas y retomadas al asalto, derribadas y reconstruidas, con las victorias respectivas de las banderas contrincantes. Mientras el labrador rehuía los caminos peligrosos, manteniéndose dentro de los límites más seguros de los asentamientos de mayor antigüedad, ejércitos más numerosos que aquellos que regentaban los gobiernos de las madres patrias se adentraban en la inmensidad de estos bosques, de los cuales rara vez regresaban sino como grupúsculos esqueléticos y destartalados, o hundidos en la amargura de la derrota. A pesar de que las artes de la paz eran desconocidas en esta fatídica región, sus bosques rezumaban vida humana; sus sombras y sus valles resonaban con el tono melódico de marchas militares, y el eco de la montaña devolvía la carcajada, o el grito rústico, de más de un mozo gallardo e inquieto, mientras pasaba por allí, en la plenitud de su ánimo, para luego dormirse en una larga noche de olvido.
Fue este escenario de disensión y combate sangriento el lugar en el que tuvieron lugar los hechos que nos proponemos relatar, en el transcurso del tercer año de la guerra librada por Francia e Inglaterra por el dominio de una tierra que ninguna de las dos estaba destinada a retener.
La imbecilidad de sus líderes militares de ultramar, así como la desafortunada falta de vigor de sus autoridades domésticas, habían rebajado el talante de Gran Bretaña, hiriendo el orgullo que habían forjado las habilidades y el empuje de sus antiguos guerreros y hombres de estado. Habiendo dejado de ser temida por sus enemigos, sus servidores rápidamente perdieron la confianza que confiere la autoestima. En medio de esta mortificante decadencia, los colonos, aunque libres de culpa de tal imbecilidad, así como demasiado humildes como para ser los autores de tales fallos, no fueron más que participantes naturales. Recientemente habían comprobado cómo un ejército selecto, procedente de ese país que reverenciaban como su madre patria, y al cual creían invencible —un ejército mandado por un jefe elegido de entre una multitud de guerreros instruidos, dados sus notables talentos militares—, fue deshonrosamente vapuleado por un puñado de franceses e indios, únicamente salvado de la aniquilación gracias a la sangre fría y el aplomo de un muchacho virginiano, cuya fama, firmemente apoyada en la verdad moral, más tarde llegaría a alcanzar los más lejanos confines de la cristiandad[2]. Una ancha frontera había sido dejada al descubierto por este desastre inesperado, y una serie de males más concretos fueron precedidos por un millar de peligros imaginarios. Los colonos, alarmados, tenían la sensación de que los gritos de los salvajes se entremezclaban con cada soplo de viento huracanado que provenía de los bosques del oeste. El temible carácter de sus despiadados enemigos incrementaba inconmensurablemente los ya lógicos miedos producidos por un estado de guerra. Las innumerables matanzas recientemente acontecidas aún se conservaban nítidamente en sus recuerdos; tampoco hubo oídos tan sordos como para no haber escuchado con avidez alguna historia espeluznante acerca de asesinatos a medianoche, en que los nativos de los bosques aparecían como los principales actores de la barbarie. Mientras el agitado y crédulo caminante relataba los azarosos peligros de la tierra salvaje, la sangre de los apocados se congelaba de terror, y las madres miraban con preocupada ansiedad incluso a esos niños que dormían dentro de los seguros recintos de las grandes urbes. En pocas palabras, el influjo magnificador del miedo comenzaba a anular los cálculos de la razón, haciendo que aquellos que debían recordar su hombría cayesen víctimas de sus más bajas inclinaciones. Incluso los corazones más fuertes y confiados empezaban a pensar que el posible balance de la contienda se tornaba dudoso; y se acrecentaba cada hora el número de abatidos que creía ver todas las posesiones de la corona inglesa en América sometidas por sus contrincantes cristianos o asoladas por las incursiones de sus incansables aliados.
Entonces, cuando al fuerte que cubría el extremo sur del acceso entre el Hudson y los lagos llegó la información de que se había avistado a Montcalm ascendiendo por el Champlain, con un ejército «tan numeroso como las hojas de los árboles», tal verdad fue reconocida más con la desquiciada vacilación propia del temor que con la firme alegría que debe sentir un guerrero ante la proximidad de un enemigo que se encuentra al alcance de sus golpes. La noticia había llegado al atardecer de un día de mediados de verano, por medio de un mensajero indio que portaba además una petición urgente de parte de Munro, comandante de una obra a orillas del «lago sagrado», para que se le enviase una rápida y poderosa partida de refuerzos. Ya hemos dicho que la distancia que mediaba entre estos dos puestos era de menos de cinco leguas. El rústico camino que en un principio establecía la línea de comunicación entre ambos había sido ensanchada para facilitar el paso de carruajes; de manera que la distancia cubierta en dos horas por el hijo de los bosques, podría ser superada por un destacamento de tropas, con todos sus pertrechos, entre el amanecer y la puesta de un sol de verano. Los leales servidores de la corona británica le habían dado el nombre de William Henry a una de estas fortificaciones del bosque, y al otro el de fuerte Edward; llamándolos a cada uno en honor a sendos príncipes de la familia real, los cuales gozaban de su favor. El veterano escocés al que acabamos de aludir tenía bajo su mando al primero de ellos, dotado de un regimiento de fuerzas regulares y algunos exponentes de las provinciales; en realidad, una dotación excesivamente pequeña como para hacer frente a la formidable masa armada que Montcalm guiaba hasta el pie de sus terrosas laderas. En el segundo, sin embargo, se encontraba el general Webb, quien mandaba los ejércitos del rey en las provincias norteñas, gozando de una fuerza de más de cinco mil hombres. Si lograse unir los numerosos destacamentos bajo su control, este oficial podría haber agrupado casi el doble de número de combatientes contra el beligerante francés, el cual se había valido hasta ahora de sus refuerzos con un ejército tan sólo ligeramente superior en número.
Pero bajo los auspicios de sus respectivas malas fortunas, tanto los oficiales como sus hombres parecían más dispuestos a esperar la llegada de sus formidables antagonistas dentro de sus fortalezas, en lugar de resistir la embestida de su avance, pudiendo emular el exitoso ejemplo de los franceses en el fuerte du Quesne, y golpear a sus adversarios en plena marcha.
Después de que amainara algo la primera impresión causada por la noticia, se esparció un rumor a través del atrincherado campamento, el cual se extendía a lo ancho del margen del Hudson, formando una cadena de barreras alrededor del cuerpo de la fortaleza misma, de que se elegiría un destacamento de mil quinientos hombres para partir, al amanecer, hacia William Henry, el puesto al extremo norte del porteo. Aquello que en principio fue sólo un rumor pronto se tornó en certeza, al pasar las órdenes desde los aposentos del comandante jefe a los diversos grupos que había seleccionado para tal servicio, indicándoles que se preparasen para una rápida salida. Toda duda acerca de las intenciones de Webb se había desvanecido, sucediéndose una hora o dos de pasos apresurados y rostros angustiados. El aprendiz del arte militar se precipitaba de un lugar a otro, en detrimento de una adecuada preparación de sus enseres, a causa de los excesos de su violento y, hasta cierto punto, incontrolado entusiasmo; mientras que el veterano con más experiencia hacía sus planes con tal prudencia que se alejaba totalmente de lo que pudiera aparentar impaciencia; aunque su tez sobria y su mirada angustiosa daban a entender sobradamente que no tenía un fuerte apego profesional al desconocido, y temido, combate en los bosques. Al pasar las horas, el sol se puso en gloriosa incandescencia, tras las lejanas colinas occidentales, y a medida que la oscuridad cubría con su velo el aislado lugar, las actividades de preparación disminuían; finalmente, se apagaba la última luz en la cabaña de algún oficial; las sombras de los árboles se extendían aún más sobre las laderas y las ondas del riachuelo, y pronto se cernía sobre el campamento un silencio tan profundo como el que reinaba en el inmenso bosque que lo rodeaba.
Siguiendo las órdenes de la noche anterior, el sueño pesado del ejército fue interrumpido por el rugido de los tambores de advertencia, cuyos rutilantes ecos pudieron oírse, a través del húmedo aire matutino, desde cualquier punto del bosque, justo cuando a la luz del día comenzaban a discernirse los bordes irregulares de unos grandes pinos cercanos, en la incipiente luminosidad de un cielo tenue y despejado. En un instante el campamento entero se ponía en movimiento; hasta el soldado más ruin se levantó para presenciar la partida de sus camaradas, compartiendo la emoción y las incidencias del momento. La sencilla disposición del grupo elegido pronto culminó. Mientras que los soldados profesionales del rey, instruidos regulares, desfilaban con arrogancia a la derecha de la fila, los colonos, menos pretenciosos, se incorporaban a una más humilde posición a la izquierda, con una docilidad cuya fácil ejecución se debía a muchas horas de práctica. Los exploradores salieron; una fuerte guardia se encontraba tanto al frente como a la cola de los carromatos que portaban los equipamientos; y antes de que el ambiente gris de la mañana se caldeara por los rayos del sol, el grupo principal de combatientes se incorporó a la columna, dejando el campamento con aires marciales tan altaneros que sirvieron para ahogar la aprehensividad desalentadora de más de un novato que iba así a estrenarse con las armas. Mientras permanecían a la vista de sus camaradas, llenos éstos de admiración, se podía observar el mismo frente de porte orgulloso, así como la misma disposición ordenada, hasta que las notas de sus pífanos se desvanecían en la distancia, a medida que el bosque daba la sensación de tragarse esa masa viviente que lentamente se había adentrado en su seno.
Los sonidos más intensos de la menguante columna habían dejado de oírse en el viento, y el más rezagado de sus componentes ya había desaparecido; pero aún permanecían señales de otra partida, ante una cabaña de tamaño y características poco frecuentes, delante de la cual montaban guardia los centinelas conocidos como guardias de la persona del general inglés. En este lugar habían juntado media docena de caballos, ensillados de tal forma que al menos dos de ellos estaban destinados a portar personas de género femenino, pero de un rango que uno no esperaría encontrarse en las entrañas del territorio salvaje. Un tercer caballo iba equipado con los elementos y las armas de un oficial de estado mayor; mientras que el resto, dada la austeridad de sus monturas, así como por las bolsas de viaje acumuladas sobre ellos, estaban evidentemente preparados para llevar a los miembros de la servidumbre, ya listos y a la espera de aquellos a quienes servían. Un grupo de personas ociosas y llenas de interés se había formado a una distancia prudencial de tan atípico espectáculo; algunos admirando la estirpe y la fortaleza del brioso corcel militar, otros meramente contemplando los preparativos, motivados por simple curiosidad o desconocimiento. Había un hombre, sin embargo, que por su semblante y comportamiento, se distinguía plenamente del segundo tipo de espectadores, ya que ni estaba ocioso ni aparentaba tanta ignorancia.
La persona de este individuo, aunque desgarbada hasta en el más mínimo detalle, carecía de cualquier defecto particular. Tenía intactos sus huesos y articulaciones, como otros hombres normales, pero las proporciones de los mismos eran diferentes. Erguido, su estatura sobrepasaba la de sus semejantes; aunque sentado aparentaba el mismo tamaño que el resto. Las mismas contrariedades de sus miembros parecían darse en toda su corporalidad. Su cabeza era grande; sus hombros encogidos; sus brazos largos y pesados, mientras que sus manos eran pequeñas, o incluso delicadas. Sus piernas y muslos eran delgados, casi asténicos, pero de una longitud extraordinaria, y sus rodillas podrían considerarse tremendas, si no fuera porque quedaban incluidas dentro de unos fundamentos todavía mayores, sobre los que, de modo tan profano, se sustentaba esta falsa estructura amalgamada de componentes humanos. El atuendo tan mal combinado y poco juicioso que vestía el individuo tan sólo servía para recrudecer su ya de por sí torpe aspecto. Una trenca de color azul cielo, muy acampanada y corta, provista de una capa drapeada, revelaba un cuello largo y delgado, así como unas piernas que lo eran aún más, hasta el extremo de lo ridículo. El pantalón que llevaba debajo era de color amarillo anaranjado, muy ceñido, y sujeto a la rodilla por medio de grandes nudos de ribeteado blanco, muy manchado por el uso. Completaban la vestimenta de sus extremidades inferiores unos calcetos de algodón mancillados, y zapatos, uno de los cuales mostraba una espuela plateada, sin que su dueño hiciera ademán alguno por disimular ninguno de estos elementos sino, muy al contrario, más bien por exhibirlos en actitud vanidosa, cuando no ingenua.
Debajo de la solapa de un enorme bolsillo de un sucio chaleco estampado, muy ornamentado a base de bordeados en plata ya desgastados, se proyectaba un instrumento que, al ser visto en un ambiente de corte militar como aquél, bien podría haberse tomado por algún siniestro y desconocido aparejo de guerra. Aunque pequeña, esta extraña máquina había despertado la curiosidad de la mayoría de los europeos del campamento, aunque muchos de los provincianos lo manejaban no sólo sin miedo, sino con la mayor naturalidad. Un sombrero civil de gran tamaño, como los que emplean los clérigos desde hace treinta años, colmaba la totalidad, aportándole dignidad a una expresión un tanto vacía, la cual parecía necesitar de esa ayuda artificial para soportar el peso de alguna extraordinaria e importante encomienda.
Mientras la mayoría de los concurrentes se mantenía lejos de las inmediaciones de las estancias de Webb, el personaje que acabamos de describir se introducía plenamente en el área, expresando con total libertad las opiniones que le merecían, tanto negativas como positivas, los caballos y sus atributos, de acuerdo con su juicio particular.
—Este animal, a mi modo de ver, amigo, no ha sido criado en esta tierra, sino que proviene de algún país extranjero, ¿o quizá sea de esa pequeña isla al otro lado del océano? —dijo con una voz tan notablemente suave y dulce como desproporcionada era su persona—. Puedo hablar de estas cosas sin pecar de exagerado, ya que he estado en ambos puertos, tanto el que está situado en la boca del Támesis, nombrado en honor de la capital de la vieja Inglaterra, como el que también se denomina «Haven», pero habiéndosele añadido la palabra «New»; y he visto a los bergantines cargando sus rebaños, como lo hiciera el arca de Noé, dirigiéndose a la isla de Jamaica con el propósito de comerciar y hacer negocio con los animales cuadrúpedos; pero nunca antes había contemplado una bestia que encarnara el verdadero caballo de batalla de las escrituras como lo hace éste. «Galopaba en el valle, y se regocijaba de su fuerza: iba a encontrarse con los hombres armados. Decía entre el sonido de las trompetas, «¡Hi, hi!; y olía la batalla desde lejos, el tronar de los capitanes, y los gritos». Justo parece que la raza del caballo de Israel ha llegado hasta nuestros días; ¿no le parece, amigo?
Al no recibir respuesta su extraordinaria observación, la cual, en verdad, fue emitida con el vigor de un tono fuerte y sonoro, el que así había expresado el lenguaje del libro sagrado miró hacia la figura silenciosa a la cual se había dirigido involuntariamente, y se encontró con un motivo de admiración aún mayor en aquello que vieron sus ojos. Su mirada se fijó en la forma rígida, quieta y erguida del «mensajero indio», quien había traído las desagradables noticias al campamento la noche anterior. Aunque se encontraba en un estado de reposo total y parecía, por su estoicismo característico, hacer caso omiso a toda la intensa actividad que le rodeaba, había una taciturna fiereza en el silencio del salvaje que podría fácilmente captar la atención de ojos más experimentados que aquéllos que ahora le observaban sin disimular su asombro. El nativo portaba el tomahawk —hacha de guerra— y el cuchillo propios de su tribu; y aún así su apariencia no era la de un guerrero al completo. Por el contrario, había un aire de negligencia en él, parecido al que provendría de un gran esfuerzo reciente del que aún no hubiera podido recuperarse del todo. Los colores de la pintura de guerra se habían entremezclado de modo confuso sobre su fiero semblante, haciendo que sus rasgos oscuros resultaran todavía más salvajes y repulsivos por ese embadurnado casual que por los trazos inicialmente marcados. Solamente su mirada, la cual brillaba como una estrella llameante entre nubes bajas, era digna de contemplarse por su extremado salvajismo nativo. Durante un único instante, esa mirada, cansada y a la vez alerta, se dirigió al gesto atónito de su interlocutor, para luego volverse y quedar fija, con una actitud tan despectiva como astuta, como si penetrara el aire a gran distancia.
Resulta imposible determinar qué respuesta potencial, por parte del hombre blanco, hubiera provocado este breve y silencioso gesto comunicativo entre dos individuos tan peculiares, si no fuera porque otros asuntos llamaron su atención. Un incremento de actividad en el lugar, así como el susurro de voces delicadas, anunciaron la llegada de aquéllos cuya presencia era imprescindible para que el grupo se movilizara. El simple admirador del caballo de guerra se retiró inmediatamente, para ponerse al lado de una yegua pequeña, flaca e inquieta que estaba alimentándose de los hierbajos del suelo. Allí, apoyando un codo sobre la manta que cubría lo que tan sólo parecía una montura, se convirtió en un espectador más de la partida, mientras un potro pastaba silenciosamente al otro lado del mismo animal.
Un joven vestido de oficial escoltó a las dos damas a sus respectivas cabalgaduras. Éstas, por lo que indicaban sus vestiduras, se habían preparado para enfrentarse a las fatigas de un viaje a través del bosque. Aunque ambas eran jóvenes, a una de ellas, la más juvenil de apariencia, se le pudo discernir su deslumbrante belleza, su cabello dorado y sus brillantes ojos azules, al dejar que la brisa de la mañana le apartara el velo verde que descendía de su sombrero de piel de castor.
El color sonrosado que aún se percibía por encima de los pinos en el cielo occidental no podía ser más luminoso ni más delicado que el sonrojo de sus mejillas; ni tampoco podía ser la mañana del nuevo día más alegre que la animada sonrisa que le brindó al joven cuando éste la ayudó a subirse a su montura. La otra, que también compartía las atenciones del joven oficial, ocultaba sus encantos de la mirada de los soldados con un cuidado que más bien podría esperarse de una mujer cuatro o cinco años mayor. Era evidente, no obstante, que su físico, cuyos encantos no eran disimulados por la ropa de viaje que vestía, había madurado y se había desarrollado más que el de su compañera.
Apenas se hubieron acomodado estas féminas, su ayudante se subió con agilidad a la silla del caballo de guerra, y los tres dieron su saludo a Webb, quien, por cortesía, esperaba en el umbral de su puerta a que partieran. Volviendo sus riendas, comenzaron su camino a paso lento, seguidos por sus sirvientes, y se dirigieron hacia la entrada norte del campamento. Mientras recorrían esa corta distancia, ni una palabra se cruzó entre ellos; salvo una ligera exclamación de susto por parte de la más joven, al pasar el mensajero indio corriendo por su lado para guiar el grupo al frente. A pesar de que esta acción repentina e inesperada del indio no produjo reacción verbal por parte de la otra, la sorpresa levantó su velo y dejó entrever una expresión indescriptible, mezcla de compasión, admiración y horror, a medida que sus ojos negros seguían los rápidos movimientos del salvaje. Los cabellos de esta dama eran brillantes y negros, como el plumaje del cuervo. No era de piel morena, sino sonrosada, como si sus venas rebosaran y estuvieran a punto de estallar. Sin embargo, no había en su semblante tosquedad ni ordinariez alguna, por sus rasgos exquisitamente regulares y nobles, además de por su notable belleza. Sonrió con ademán piadoso por su propio descuido momentáneo, dejando así al descubierto una hilera de dientes que eran dignos de la envidia del más puro de los marfiles. Volviendo a colocarse el velo, agachó la cara y cabalgó en silencio, como aquél que va distraído por sus pensamientos y no se percata de nada a su alrededor.