Capítulo 33

Luka se agachó a toda velocidad y el sable de Henri pasó por encima de su cabeza. El Carnicero luchaba sin el más leve rastro de la destreza y finura que había poseído como hombre, y se limitaba a dirigir golpes de espada de asombrosa fuerza. Ni siquiera presentaba una guardia apropiada. Luka necesitó hasta la última pizca de su agilidad para esquivar los despiadados golpes. Acometió con el shamshir y logró asestar varios tajos profundos, pero nada parecía enlentecer a Henri. No presentaba una guardia adecuada porque no podía herirlo ninguna espada. Casaudor e Ymgrawl apoyaban a Luka tanto como lo permitía la batalla de la cubierta, pero sobre todo estaban ocupados en rechazar a los otros necrófagos homicidas.

—¿Qué te ha sucedido, Henri? —jadeó Luka—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Qué inmunda brujería te tiene esclavizado?

No hubo respuesta alguna que no fuera en el idioma de la espada, y Luka tampoco la esperaba. Al igual que su tripulación y su nave, Henri el Bretón estaba muerto, había sido transformado en un inconsciente, e implacable instrumento de destrucción. Muy pronto, el cuerpo mortal de Luka comenzaría a cansarse y a enlentecerse, y entonces, Henri lo mataría.

Henri descargó un golpe de fuerza descomunal que impactó de través sobre la guarda de la espada de Luka y le arrebató el arma de la mano. Luka se lanzó de cabeza, en parte para recuperar el shamshir y en parte para evitar el siguiente tajo sibilante del sable de Henri. Fue un intento valiente por parte de Luka, pero se quedó corto y cayó con el shamshir apenas fuera del alcance de sus dedos. Rodó, y la sibilante hoja del arma de Henri se hundió en la reseca cubierta, justo donde Luka había estado tendido.

Al ver que su capitán corría un gran peligro, Tende se lanzó hacia adelante, empujó a dos necrófagos hacia un lado y hundió la punta de su hacha eboniana en el hombro izquierdo de Henri. El Carnicero osciló ligeramente y, sin siquiera volverse a mirar a su nuevo adversario, lo golpeó con el puño izquierdo y lo hizo volar hasta el otro extremo de la toldilla de popa.

Luka había logrado recuperar la espada, y se levantó luchando, pero Henri apartó a un lado los dos primeros golpes que le dirigió Silvaro, y luego le asestó un tajo con el sable en un costado.

Luka gritó de agonía al sentir el frío dolor de la herida y la sangre caliente que manaba de ella y le empapaba la ropa. El sable le habría cortado limpiamente el torso de no haber sido por una de las pistolas de rueda descargadas que le colgaban a los costados, sujetas con cintas. A pesar de eso, era una herida que menoscababa sus fuerzas.

Desesperado, más por instinto que por cualquier otra cosa, Luka asestó un golpe con el shamshir para apartarse del corpulento Carnicero. La hoja cercenó la muñeca derecha de Henri, y la mano cayó sobre la cubierta, con el sable. Luka retrocedió con paso tambaleante, convencido de que al desarmar al enemigo había ganado un momento de respiro.

Pero la mano izquierda de Henri avanzó veloz como el rayo y aferró a Luka por el cuello.

La presa del Carnicero se cerró y comenzó a estrangular a Luka mientras lo alzaba de la cubierta. Empezó a nublársele la vista, perdió la espada, y entonces manoteó el brazo que lo sujetaba. Percibía el olor dulzón a podredumbre que manaba de la disecada carne de Henri. Notó que las vértebras del cuello raspaban entre sí, y que se le cerraba la tráquea.

Sintió que la muerte se apoderaba de él.

Se oyó un sonoro crujido, una sacudida violenta, y la mano lo soltó. Luka cayó sobre la cubierta, y al abrir los ojos vio que Henri retrocedía con paso tambaleante. Le habían clavado el Mordisco de Daagon, de punta, en el pecho.

—¿Sesto?

—Levántate, Luka —lo instó Sesto, al mismo tiempo que lo cogía por los brazos y tiraba de él.

—¿Tú has hecho eso?

Se quedaron mirando mientras Henri retrocedía uno o dos pasos más. De la herida que el Mordisco le había abierto en el pecho salían disparados gusanos y larvas, como si hubiera sido la presión que éstos ejercían desde dentro lo que hubiera hinchado a Henri de aquel modo.

Henri cayó de espaldas y, ante los ojos de ambos, se pudrió; su carne se encogió y ennegreció, se transformó en polvo, hasta que sólo quedó un esqueleto desarticulado con el Mordisco de Daagon metido en el pecho.

—El Carnicero ha muerto —jadeó Luka mientras se apoyaba en Sesto para no caer. La herida del costado le dolía horrores, y de ella salía un reguero de sangre.

—Pero sus hombres no —dijo Sesto.

En torno a ellos, y en la cubierta de proa, los necrófagos continuaban luchando con feroz determinación. El Árbol Fulminado ya había logrado aproximarse al Kymera y enganchársele con garfios al costado de estribor, con el fin de que la tripulación de Colmillo pudiera unirse al salvaje combate cuerpo a cuerpo. Pero la lucha que había tenido que librar el Árbol Fulminado para aproximarse le había costado muy cara. La cubierta era territorio de ruina y cuerpos destrozados, y sus palos y aparejos estaban partidos y desgarrados. El grandioso barco estaba muy escorado, y el infernal fuego rojo ardía en las velas y la popa.

—El hechizo no ha desaparecido —dijo Luka—. Henri era parte de él, no su origen. Debemos encontrar la auténtica fuente de la magia y destruirla, o ni siquiera ahora seremos los vencedores, en este día.

—¡Estás herido! —gritó Sesto.

—Ya tendré tiempo de estar herido más tarde —gruñó Luka mientras recogía el shamshir y lo envainaba para poder cargar la pistola de tiro al blanco—. ¡Vamos!

—¿Adonde?

—¡Adondequiera que esté escondida la magia a bordo de este barco!

* * *

Descendieron bajo cubierta, luchando contra los horripilantes enemigos que surgían del humo y la niebla. Las cubiertas inferiores, saturadas de vapores y humo de pólvora, estaban iluminadas por la fría luz roja. Parecía brillar desde los tablones mismos. Por encima y alrededor, a través de las cubiertas, les llegaba el constante estruendo de la feroz lucha.

—¡Aquí abajo! —gritó Luka.

Descendió cojeando por los escalones de madera que conducían a la bodega de popa. El resplandor era más brillante. El aire olía a trementina y cera, y estaba completamente desprovisto de humedad, cosa que les resecó la boca y la lengua.

Luka se sentó en el escalón inferior.

—Dame un momento —jadeó mientras luchaba contra el dolor.

—Descansa aquí —le dijo Sesto—. Me adelanto a investigar.

Alzó el sable y avanzó poco a poco por la cavernosa bodega, donde pasó junto a pilas de barriles y lastre podridos, en dirección a la luz.

—¡Dioses grandiosos! —exclamó.

—Así que tú también lo ves —dijo Roque—. Menos mal. Pensé que podría estar soñando.

La zona posterior de la gran bodega de popa del Kymera brillaba como una cueva de tesoros. Había cofrecillos de oro apilados por todas partes, y con ellos estatuas y pequeñas esculturas, todas doradas e incrustadas de gemas. Algunos de los cofrecillos estaban abiertos y dejaban a la vista las cantidades de monedas y piedras preciosas que contenían, así como rollos de buen pergamino y armas antiguas decoradas con esmalte alveolado.

Roque Santiago della Fortuna se encontraba de pie en medio de todo eso. El lobuno estaliano parecía mareado y enfermo. Tenía el rostro macilento, la piel pálida y con erupciones, y su respiración era jadeante y ronca. Para no caer, se apoyaba en un enorme sarcófago dorado que había en el centro de la bodega, a cuyo alrededor se apilaban los tesoros. El ataúd tenía la forma de una figura que yacía decúbito supino, con los brazos en cruz sobre el pecho. Gemas, esmaltes y pintura de brillantes colores conferían una especie de vida al rostro moldeado de la tapa del sarcófago. Un emperador, quizá, un rey, un regio señor, con oro en torno a la frente y fijos ojos delineados con alcohol.

—Contempla el tesoro de Henri y su perdición —dijo Roque.

Sesto miró alrededor, maravillado.

—Nunca he visto nada parecido —dijo.

El tesoro, las armas y las obras de arte tenían un estilo y una calidad que Sesto no había visto nunca antes. En la cartela del ataúd había inscritos extraños pictogramas que mostraban esclavos, barcas fluviales, bueyes y aves de largo pico. Todo era de oro, realzado por barras blancas y del más puro azul, y alguna de color rojo. Las doradas estatuas, que parecían hacer guardia junto al grandioso sarcófago, eran figuras humanas con cabeza de halcón, gato y carnero. Dos tenían cara de sabueso de largas orejas, o de perro del desierto.

—Sí —dijo Roque—, no has visto nada parecido en el Viejo Mundo, amigo mío. Este botín procede de las arenas de Khemri, ha sido saqueado de alguna polvorienta tumba. Es antiguo, aún más antiguo que las ciudades en las que tú y yo nacimos.

—Khemri… —murmuró Sesto.

—Ésta es la maldición de Henri, Sesto. El cargamento atroz que sacó de un barco de tesoros maldito, y al hacerlo se condenó y condenó a sus hombres. Los bienes funerarios malditos de una antigua tumba real, solaz del monarca en la vida del más allá. —Roque acarició con una mano la cara tallada en la tapa del sarcófago—. Has sido tú, antiguo, vetusto rey; esto es obra tuya.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Sesto, que avanzó un paso.

—¿Acaso no percibes la malicia que irradia de esta fulgente horda? —preguntó Roque—. Maldad y magia invocadas por un ser muerto a quien no le ha gustado el modo como han perturbado su sueño eterno. Es el polvo seco de la tumba, Sesto, el cosquilleo de la arena. Ha estado llamándome en sueños.

Roque se tocó la cicatriz del hombro, ahora en carne viva porque se la rascaba constantemente.

—¿Tus sueños? —preguntó Sesto.

—Mis sueños. Mis secas, horrendas pesadillas. El contacto con este tesoro impío convirtió a Reyno en un demonio, y yo he estado conectado con él desde que ese demonio me marcó con su garra.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sesto.

—Destrozarlo. Destruirlo. Este oro, este tesoro sin igual, no enriquecerá a ningún hombre con nada que no sea la muerte. Ayúdame.

Roque había recogido una azuela de mango dorado que había en el montón de tesoros cercano y comenzó a usarla como palanca para forzar la tapa del sarcófago.

—¿Estás seguro de que…?

—¡Ayúdame, Sesto! —gritó Roque mientras forcejeaba.

Sesto recogió otra azuela y se puso a trabajar junto al maestro de armas. Entre ambos empujaron y lucharon, astillaron la dorada madera de la tapa, rompieron los sellos antiguos de cera y resina.

Lenta, muy lentamente, la tapa se alzó. De la oscura cavidad interior salieron nubes de ondulante polvo repulsivo que olía a natrón y sales de embalsamamiento.

La tapa cayó al suelo de la bodega con un terrible temblor de madera.

Dentro yacía el rey muerto, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sesto había esperado encontrarse con un cuerpo monstruosamente marchito, o con uno momificado, seco y polvoriento; pero el cuerpo que había en el ataúd parecía asombrosamente fresco. Era un muchacho, un mozalbete no mayor que Gello. Es taba envuelto en vendas de lino que eran tan blancas y límpidas como una nube de verano, y sus brazos, pecho y frente estaban cubiertos de joyas de oro. La piel que quedaba al descubierto en las manos cargadas de anillos y la cara era rosada y vital. Tenía un rostro hermoso, espolvoreado con oro y maquillado con extravagantes líneas negras en torno a los ojos durmientes.

Durmiente. Sesto se estremeció. Era eso. Ese ser, muerto hacía tanto tiempo, parecía estar sólo dormido.

Roque tendió una mano y, vacilante, recogió el amuleto que el rey muerto llevaba sobre el pecho, justo por encima de las manos cruzadas. Era un objeto pesado, en forma de escarabajo alado, con el grueso cuerpo de oro incrustado de turquesas y rubíes. La larga y pesada cadena de oro quedó colgando del adorno cuando Roque se lo arrancó del cuello a la momia.

Roque gimió larga y dulcemente.

—Es esto, Sesto. Éste es el talismán; en él reside el poder. ¡Ah, cómo me canta! A menudo lo he oído en mis sueños, voces frágiles que cantan en un idioma que no conozco, aunque entiendo cada palabra. Este objeto es la esencia misma de la maldición.

Sesto asintió con la cabeza.

—Entonces, es lo que debemos destruir.

—Sí, sí —dijo Roque, que se quedó contemplando el amuleto que tenía en las manos.

—¿Roque? ¿Señor?

El estaliano le volvió la espalda. Una espantosa alarma repentina se apoderó de Sesto. Bajó la mano hasta la daga y la desenvainó, pero no fue capaz de clavarla en la espalda de Roque, aunque su instinto le gritaba que debía hacerlo.

—¡Ay, Sesto! —dijo Roque con tristeza.

Se volvió hacia el de Luccini. Tenía el amuleto en la mano izquierda. El puñal que sujetaba con la derecha se clavó profundamente entre las costillas del noble.

Sesto lanzó un grito ahogado. Una prensa de blanco dolor se cerró sobre su mente. Retrocedió, con el puñal aún clavado en el cuerpo.

—¡Ay, Sesto! —repitió Roque. Parecía horrorizado, y daba la impresión de que se habría puesto a llorar si le hubiera quedado agua en el cuerpo—. Me has fallado. Si me ves vacilar, te dije; vacilar o dudar… Te imploré que hicieras que el tajo fuera certero y limpio.

Sesto cayó de costado contra el sarcófago, y se deslizó hasta la cubierta. La sangre le empapaba la camisa alrededor de la empuñadura del cuchillo y goteaba sobre las tablas. En contra de la naturaleza, en contra de la fuerza de gravedad, las gotas de sangre comenzaron a ascender por los lados del ataúd de oro y a meterse en él. El muchacho-demonio durmiente del sarcófago suspiró con suavidad.

—¿Qué has hecho? —dijo Luka Silvaro, que avanzó con el shamshir en alto—. Roque, en el nombre del diablo, ¿qué has hecho aquí?

—Sólo lo que se me ordena, Luka —replicó Roque.

Con el amuleto aferrado en la mano izquierda, desenvainó el sable de acero damasquino de Estalia.

—No te acerques más, viejo amigo —dijo.

—Dioses… —Luka bajó los ojos hacia Sesto—. Dioses, te ofrecí marfil para que te diera suerte, Sesto…

Volvió los ojos otra vez hacia Roque, y negó con la cabeza.

—¿Amigos, Roque? Amigos. Camaradas. Es de lo que se alimenta este cargamento atroz. Es lo que le encanta destruir y dañar. Henri, Reyno, tú y yo. Los excelentes lazos del código y la buena compañía, cercenados por esta locura que lanza al hermano y al aliado el uno contra el otro.

—¿Amigos? —Roque sonrió—. ¿Amistad? ¿Crees que le importa eso? El rey muerto no desea más que sangre y oro. La amistad es tan sólo algo que se interpone en el camino de esos apetitos.

—En ese caso, yo soy otro obstáculo —dijo Luka—. Arroja el sable y deja esa abominable baratija. O pasa a través de mí si quieres salir vivo de esta bodega.

Roque se puso lentamente la cadena del amuleto en torno al cuello, y luego sacó su largo cabello luna para que el oro quedara completamente en contacto con la piel. Ahora el talismán pendía sobre su pecho.

—No puedo hacerlo, Luka —dijo.

Luka ya veía que los ojos de Roque comenzaban a vidriarse, como si en su superficie estuviera formándose hielo que amortecía el color de las pupilas. Su piel empezaba a tensarse y apergaminarse.

Luka lo acometió sin hacer caso del lacerante dolor del costado. Las espadas de ambos chocaron y resonaron, un golpe tras otro, finta y respuesta, estocada y parada. Saltaban chispas de los filos agudos como navajas.

Luka Silvaro se enorgullecía de su destreza de espadachín. Había vencido en todos los duelos que había librado a lo largo de su vida, incluidos algunos en los que había fingido ser menos diestro con el fin de inducir al oponente a confiarse en exceso. Ésa, ciertamente, había sido la táctica con el capitán Hernán. En aquel caso, Luka había querido dejar clara una cosa, simplemente, no reducir al hombre a tiritas. Pero ahora se veía gravemente menoscabado por la espantosa herida.

Y había un solo espadachín en todo el ancho del chispeante mar de Tilea al que Luka reconocía como superior. Habían luchado muchas veces, y Luka siempre había perdido, aunque sólo en duelos de práctica.

Hasta ahora.

Roque Santiago della Fortuna era el espadachín más dotado que Luka hubiera conocido jamás. Los gráciles pasos y fintas de la esgrima eran algo natural para él. Algunos maestros de toda Tilea y toda Estalia habrían entregado alegremente sus escuelas por aprender movimientos y paradas que sólo él conocía. Y su espada de acero damasquino era la mejor de las armas, mucho más sólida, fiable y afilada que el precioso shamshir de Luka.

Desde el principio mismo, Luka supo que el oponente lo superaba, pero a pesar de eso luchó, poniendo cada gota de energía y cada gramo de habilidad en los furiosos ataques. Estaba decidido a no perder, porque no podía perder. Pensó en Hernán, vencido por él, pero a pesar de eso firme y heroico hasta el amargo final, pilotando su barco cuando tenía la muerte ante sí. Igual que Silke, y Colmillo, Sesto e incluso Reyno, muy probablemente.

Llegaba un momento en el que la habilidad por sí sola ya no era suficiente. Llegaba un momento en que un hombre tenía que aprender de otros qué era la valentía pura, y vencer de ese modo.

Lo que más importaba no era el talento de un hombre, ni su habilidad con el acero. Lo que más importaba era su corazón, y el temple de su alma. Sólo eso podía hacer que saliera realmente victorioso.

Salvo ahora.

Luka avanzó, convirtiendo una parada baja en media estocada que estuvo a punto de atravesar la garganta de Roque. Pero el estaliano se apartó a un lado, ejecutó una estocada larga que inmovilizó el shamshir de Luka contra el costado del sarcófago y se lo partió por debajo de la empuñadura con un giro de muñeca.

Luka retrocedió con paso tambaleante mientras intentaba protegerse con la pobre espada rota, y Roque se lanzó furiosamente a fondo y clavó toda la hoja del sable a través del hombro izquierdo de Luka.

—¡Dioses! —gruñó Luka.

Roque le arrancó el sable, y Luka cayó contra el sarcófago y resbaló hasta la cubierta.

El estaliano dejó suspendida la punta del ensangrentado sable ante el ojo izquierdo de Luka.

—Lo haré de prisa, viejo amigo mío —siseó.

Luka le escupió.

Roque echó atrás el brazo para clavar la estocada. El dorado amuleto que llevaba sobre el pecho se alzó repentinamente como si lo levantara en el aire una magia oscura. Roque se estremeció. Abrió la boca, y por ella salieron gusanos blancos.

El amuleto cayó al suelo, con la cadena de oro rota. Un palmo entero de la hoja de un cuchillo de curtidor era lo que había levantado en el aire el amuleto.

Ymgrawl arrancó la larga daga de la espalda de Roque, y el estaliano maldito cayó de bruces.

Luka alzó la mirada hacia Ymgrawl.

—Es demasiado tarde para el cachorro —dijo Ymgrawl, al mirar el cuerpo de Sesto—, pero confío en que no lo sea para vos.

—Ayúdame a ponerme de pie —dijo Luka.

Ymgrawl lo levantó casi en vilo. Silvaro temblaba y se balanceaba, inestable.

Avanzó y recogió el amuleto caído.

—Ahora vamos a romper esto. Le daremos un martillazo… —dijo, y su voz se apagó.

Luka oía una salmodia lejana, un canto apenas perceptible que resonaba en el aire. Un aroma a almizcle y especias, el lento pasar de barcas funerarias por un río tranquilo. Sacerdotes y bueyes, flautas, pesados tambores, el olor de tumbas de basalto recién hechas, abiertas por última vez. El sol poniente. Las estrellas que aparecían en el cielo. Una pirámide enorme que se alzaba por encima del meandro del río. Un millar de voces.

El seco raspar de la arena que se apilaba.

Sentía sed. Estaba reseco.

Sangre, eso era lo que había dicho Roque. Sangre. El rey de la tumba tenía sed de sangre. Ésa era la maldición que le había impuesto al Kymera: matar, y matar, y volver a matar a todo lo ancho de las aguas del mar para encontrar sangre suficiente con la que saciar su sed eterna.

Y hacerlo vivir una vez más.

Estaba tan a punto, ahora, tan a punto. Luka miró al muchacho que había dentro del ataúd, y en su complexión vio una salud sin tacha. Sólo unas pocas dosis más de sangre para beber, y volvería a la vida. Y desataría su aflicción sobre el Viejo Mundo.

Sólo unas pocas dosis más. Ymgrawl; él le aportaría mucha. Y Casaudor, y Benuto. La sangre era sangre. Ya casi había la suficiente. Dioses, pero tenía más sed que Sheerglas en una mala noche. Quería beberse el mundo entero.

—¿Luka? —dijo Ymgrawl, mirando fijamente a Luka Silvaro, con el cuchillo ensangrentado todavía en alto—. Vos también, no —suspiró.

—Suficiente sangre —masculló Luka—. Suficiente sangre. Debe haber suficiente sangre, o no despertará de su sueño eterno.

—¡Luka! —vociferó Ymgrawl.

Con el amuleto aferrado entre las manos, Luka Silvaro subió la escalera dando traspiés, y atravesó las humosas entrañas del Barco del Carnicero hasta la cubierta. Allí continuaban luchando necrófagos y hombres en el torbellino de la tormenta y la vil niebla. Mientras Luka atravesaba con paso tambaleante la cubierta sembrada de cadáveres, la sangre salía volando de los tablones que pisaba y era absorbida por el amuleto de oro que llevaba.

En la bodega, los ojos del muchacho rey se abrieron.

Luka cayó de rodillas y fue casi a gatas hasta la destrozada barandilla de popa. Bajó los ojos hacia el amuleto que llevaba en las manos. Le pertenecía. El amuleto lo necesitaba tanto como él necesitaba el amuleto, como si fuera una adicción, como a un verdadero amor. El anhelo era insoportable.

—¿Sed? —le preguntó Luka—. ¿Tienes sed?

—Sí —sisearon las frágiles voces.

En las profundidades de la bodega, la boca del muchacho rey se movió como si repitiera la palabra.

—Bébete eso —dijo Luka Silvaro, y arrojó el amuleto fuera del barco, lejos de la barandilla de popa, hacia las insondables aguas del golfo Naranja.