Capítulo 32

Luka retrocedió con horror. El zombi le dirigió rígidamente un tajo con un chafarote. El mosquetón de Casaudor detonó y el necrófago salió volando hacia atrás hasta el otro lado de la cubierta, sin cabeza.

—Gracias —susurró Luka.

Aparecieron más figuras de movimiento espasmódico, que los amenazaban con espadas y garrotes. Casaudor arrojó el mosquetón a un lado y descargó con el hacha de abordaje un tajo que atravesó el cráneo del primero. Se tambaleó y cayó, pero continuó retorciéndose sobre la cubierta.

Luka cogió dos de las pistolas de rueda que le colgaban alrededor del torso mediante cintas, y las disparó contra el siguiente diablo de pesados movimientos. Los impactos lo hicieron retroceder, reduciéndole ambos brazos a jirones a la altura del hombro, en ondulantes nubecillas de secos fragmentos polvorientos. Luka dejó caer las dos pistolas de rueda, que quedaron colgando junto a su cadera, para recoger luego la tercera y dispararla casi a quemarropa contra la frente del siguiente zombi. Le estalló el cráneo con una detonación hueca y hollinienta, como una cazuela de barro tarada que explotara dentro del horno, y después cayó.

Ymgrawl había derribado a otro de los seres no muertos con su chafarote.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué clase de maldición ha caído sobre este barco?

Con rapidez, el combate se transformó en desesperada lucha cuerpo a cuerpo. Los cadavéricos miembros de la tripulación del Barco del Carnicero, demacrados y que caminaban laboriosamente, llegaban desde todas partes. Luka cortó una cabeza con el shamshir, e hizo estallar otro cráneo con la potente pistola de tiro al blanco. Casaudor repartía tajos de hacha a diestra y siniestra, y cercenaba brazos y manos. Tende acometía con su espada eboniana, y cerca de él, Saybee trazaba círculos con un mandoble que atravesaba fibras secas y huesos disformes.

Jan Casson gritó cuando un zombi lo atravesó con una lanza herrumbrosa. Risueño George fue descuartizado miembro a miembro por manos muertas que lo desgarraban, y su tormento fue tan atroz que otros Saqueadores quedaron petrificados y fueron ellos mismos víctimas de la furia de los zombis.

Elegante se quedó sin pistolas cargadas —aunque había llegado con nueve y había acabado con un número igual de zombis—, y desenvainó el estoque. La hoja se partió contra el herrumbroso peto y la marchita caja torácica del siguiente atacante. Elegante le clavó una y otra vez el extremo partido del arma, y su cuerpo continuó repitiendo la acción durante varios segundos después de que el zombi le hubiera cortado la cabeza. Con la sangre manando como un géiser del cuello cercenado, el cuerpo de Elegante se desplomó.

Muchos de los marchitos zombis cayeron de rodillas, y se pusieron a chupar la sangre derramada sobre las tablas de la cubierta por los Saqueadores caídos. Luka y Casaudor cortaron en pedazos a unos cuantos mientras estaban ocupados en esto. Los secos brazos y manos cortados de los zombis eliminados se aferraban a los pies de los Saqueadores.

Luka continuó avanzando, abriendo tajos y golpeando. Por encima de la barandilla vio el Árbol Fulminado. Estaba tocado y de él ascendían ondulantes llamas rojas. Y entonces, una figura se interpuso entre Luka y el barco.

Era Henri el Bretón, Henri el Rojo en persona.

Hombre enorme, con la constitución de un buey, Henri iba vestido de terciopelo negro y llevaba puesta una media armadura negra. Siempre había gobernado a la tripulación por el poder de su brazo y la furia de su naturaleza. Luka lo había admirado y lo había considerado un amigo.

No quedaba ni una chispa de la persona que había sido, salvo por un vago parecido físico. La cara de Henri, enmarcada por el capacete, estaba desprovista de vida e intelecto. Tenía la carne hinchada y blanca, como abotagada. Parecía un ahogado acabado de recoger del agua, hinchado por la descomposición.

—¿Henri? —dijo Luka, con una exclamación ahogada—. ¿Eres tú?

A modo de respuesta, Henri el Rojo acometió con su sable a Luka Silvaro.

* * *

En la toldilla de popa del Barco del Carnicero, Roque y el destacamento de hombres de armas estaban trabados en batalla abierta contra la mayor parte de la tripulación enemiga. Reinaba un espantoso estruendo de espadas que chocaban y armas de fuego que disparaban, pero todos los gritos, los juramentos y los alaridos de dolor procedían de los Saqueadores. Los necrófagos del Kymera luchaban en rígido silencio de ojos inexpresivos.

En medio de la carnicería, Roque vio que los cañones de estribor del Barco del Carnicero continuaban disparando contra el Árbol Fulminado, le causaban grandes daños e impedían que se aproximara para abordarlo. Intentó abrirse paso a través de la masa con la esperanza de conducir a un grupo armado bajo cubierta para silenciar los cañones. Pero la cantidad de viles enemigos era demasiado grande. Aunque podía detenérselos cortándolos en pedazos o haciéndolos volar en polvorientos jirones, para acabar con ellos, a menudo se necesitaban tres o cuatro tajos del tipo que habría matado limpiamente a un hombre vivo normal. Los Saqueadores comenzaban a morir al verse abrumados por los enemigos de movimiento espasmódico.

De repente, se oyó una aclamación gutural. Tras apartar de un tajo una espada que iba hacia su cara, Roque se volvió a mirar y vio que unos hombres armados abordaban el Kymera pasando por encima de la barandilla de proa, procedentes de abajo. Dos de las lanchas del Fuego habían sobrevivido a la devastadora destrucción de la nave madre, y los golpes de remo furiosamente decididos los habían llevado, al fin, hasta el casco del Barco del Carnicero. El capitán Duero condujo a sus hombres por encima de la borda, todos disparando con mosquetes y pistolas.

Su llegada bastó para invertir el curso de la batalla. El foco de la lucha se desplazó a la proa. Al verse con la posibilidad de abandonar el combate, Roque se encaminó hacia la escotilla más cercana. Tres de sus hombres de armas —Alto Willm, Sabatini y Rafael Guzmán— lo siguieron.

—¡Volved a cargar las armas! —dijo Roque, que se apresuró a hacer precisamente eso con su pesada pistola de llave de sílex.

Alto Willm y Guzmán llevaban mosquetón, y Sabatini empuñaba un buen arcabuz.

—¿Alguna granada? —preguntó Roque.

—Yo tengo una —replicó Alto Willm.

—Y yo dos —añadió Guzmán.

—¡Vamos! ¡Inutilicemos esa cubierta de cañones de una vez y para siempre!

El maestro de armas estaliano abrió la marcha. La sed que lo atenazaba, la sequedad de su garganta, era tal que lo había vuelto medio loco. Sólo ansiaba matar y destruir, y ese deseo se había vuelto contra los necrófagos del Kymera.

La cubierta superior de cañones de estribor estaba tan inundada de humo y tan mal iluminada que al principio costaba ver. Pero los destellos de los disparos iluminaban la escena con luz intermitente. Roque vio que los cañones los operaban más necrófagos no muertos que cargaban y disparaban con movimientos rígidos y mecánicos, como los de marionetas o autómatas de relojería.

Roque y sus tres hombres bajaron por la escala disparando contra los equipos de artillería, haciendo estallar en jirones a las disecadas criaturas. Los pesados mosquetones eran los que causaban más daños. Algunos de los necrófagos volvieron y recogieron armas para defenderse de los atacantes, pero Guzmán les arrojó una de sus granadas.

—¡Retroceded! —gritó Roque, y los cuatro lograron ponerse a cubierto detrás de los mamparos de roble antes de que la abrasadora bola de fuego recorriera la cubierta a lo largo, incinerando a los necrófagos de harapos y hueso, y haciendo volar más cañones que salieron por el costado del buque y cayeron al mar.

Roque y sus hombres volvieron a cargar las armas con rapidez, mientras el humo ondulaba en la oscuridad que los rodeaba.

—¡Willm! —dijo Roque—. Coge tu granada y mira qué puedes hacer para inutilizar la cubierta de babor. Sabatini, acompáñalo. Guzmán, sígueme.

El costado de estribor de la cubierta inferior de cañones del Kymera aún continuaba disparando andanadas constantes. Roque y Guzmán se lanzaron por la estrecha escala hacia la oscuridad, pero apenas habían llegado a la cubierta inferior cuando los inmundos necrófagos cayeron sobre ellos. Guzmán disparó con el mosquetón, pero casi de inmediato fue clavado contra el mamparo por un chafarote que le atravesó el pecho. La última granada cayó de su mano, que se contrajo espasmódicamente, y se alejó rodando antes de que pudiera encenderla o arrojarla.

Roque se puso a asestar tajos para intentar salir. Vio dos barriletes de pólvora que habían sacado del pañol de municiones para cargar los cañones. Acababan de quitarle la tapa a uno de ellos en el momento en que él y Guzmán irrumpieron bajo cubierta.

Al mismo tiempo que se lanzaba hacia atrás, en dirección a la salida, Roque arrojó la pistola amartillada y cargada hacia los barriletes. El arma golpeó la cubierta justo al lado de los contenedores de pólvora, y lo hizo con la fuerza suficiente como para accionar bruscamente el mecanismo, momento en que la llave se cerró y golpeó la piedra de sílex.

El arma se disparó, y la mayor parte de la llamarada de la boca tocó los barriletes de pólvora.

Una explosión monstruosa destrozó el costado del Kymera, desintegrando cañones y arrancando secciones de casco, que volaron hacia el exterior. La fuerza de la explosión levantó a Roque en el aire, lo lanzó hacia abajo por una escala y, a través de un coronamiento de madera, al interior de la bodega. Fue a dar en medio de sacos podridos y marchitos cuerpos de ratas muertas.

Con lentitud, Roque se puso de pie. Le zumbaban los oídos y estaba cubierto de cortes y contusiones, pero hizo caso omiso de todo ello, al igual que de la espantosa sed que aún lo atenazaba.

Allí, en la bodega, había una curiosa luz, y un olor extraño. Recogió el sable y gateó hacia la luz. Era roja, pero pálida, como la de una lámpara. Y el olor era de trementina, betún y un dejo de resina caliente. ¿Dónde había olido eso antes? ¿Qué le recordaba ese olor?

Entonces, le volvió a la memoria. Era la sequedad de la arena y el polvo antiguo, el olor a cera y natrón de embalsamar, como el que reinaría en una tumba completamente enterrada en el desierto. Era el olor de sus pesadillas.

Roque se aproximó a la luz. Allí, en su resplandor, vio cosas maravillosas.