Capítulo 31

Sesto reapareció en la cubierta, con la caja dorada en las manos. Estaba sudoroso y sucio de hollín, ya que había intentado ayudar a apagar los fuegos que habían estallado bajo cubierta.

Luka cogió la caja, la abrió y sacó el Mordisco de Daagon. De inmediato, las llamas que estaban devorando la estructura del Rumor chisporrotearon y se apagaron, y sólo quedaron humeantes zonas carbonizadas.

—Eso me gusta mucho más. —Luka Silvaro sonrió—. Un hechizo contra otro hechizo.

Sheerglas volvió a disparar los cañones, y ahora, cuando impactaron contra el rojo casco del Kymera, se produjeron explosiones y salvajes destrozos en la madera. Al fin, le habían hecho sangrar la nariz al Barco del Carnicero.

—¡Otra vez! —rugió Luka—. ¡Disparad botes y balas de metralla contra sus aparejos!

Los botes de metralla bendecidos salieron disparados e hicieron que ardientes bolas de fuego blanco cayeran en cascada por toda la cubierta del Kymera. Las velas se rasgaron y las cuerdas se rompieron, y se desplomaron algunas de las umbrías figuras. Pero hasta el momento de caer, ninguna se había movido aún.

Una andanada de balas de metralla salió disparada a continuación. Esa munición eran cilindros metálicos astutamente hechos para romperse en secciones geométricas, e impactaron en el Kymera con un efecto devastador.

Los Saqueadores comenzaron a aclamar.

—¡Mantened la formación! ¡Manteneos firmes! —les vociferó Roque a los hombres de armas. Ahora, el hombro izquierdo le dolía horrores, y tenía la garganta reseca. Bebió un sorbo de agua, pero no logró aliviar la terrible sequedad.

El Barco del Carnicero comenzó a virar, y disparó sus cañones una vez más. El Rumor recibió impactos, pero fueron más los que erraron el blanco e impactaron contra la Zafiro por primera vez. La nave de Silke no estaba protegida por el Mordisco de Daagon, como el Rumor, y el crepitante fuego rojo prendió en la popa.

Luka le entregó el Mordisco a Sesto.

—Sujeta eso en alto, y no lo bajes —ordenó—. Es la única suerte que hemos tenido en esta lucha.

El Kymera se había acercado a ellos lo suficiente como para que los falconetes y los arcabuces comenzaran a disparar. Roque dio la orden, y los mosqueteros y todas las armas largas empezaron a detonar y chispear.

—Dioses, pero la Zafiro tiene realmente problemas —gruñó Casaudor.

Silvaro se volvió a mirar, y vio que el funesto fuego rojo se había propagado salvajemente por el costado de estribor de la Zafiro. Dos de los hombres de Silke, envueltos en llamas de pies a cabeza, se arrojaron por la borda de la balandra, pero el mar no extinguió las llamas. La luz rosada que giraba como un remolino continuó siendo visible debajo de las olas, mientras los cuerpos se hundían, aún ardiendo.

Silke estaba al timón de la Zafiro, y parecía completamente decidido a hacerla virar para atacar al Kymera a pesar del infierno que barría la cubierta. Los pocos cañones operativos que le quedaban a la Zafiro dispararon contra el Barco del Carnicero, desafiantes.

—¿No podemos ayudarla? —preguntó Sesto, espantado por lo que veía.

—¿Cómo? —replicó Silvaro—. Estamos trabados en combate contra el Kymera, y ahora no podemos interrumpir la lucha para ir a ayudar a Silke. E incluso en el caso de que fuera posible, ¿qué podríamos hacer?

—Entonces deben abandonar la balandra antes de morir quemados —gritó Sesto.

Tende, Saybee y Benuto se estremecieron todos al oírlo. Las dimensiones de la vida de un pirata estaban determinadas por el agua, pero el fuego era, irónicamente, su Némesis. El mayor miedo de cualquier pirata era quemarse vivo.

Silke ya debía de haber dado esa orden, porque los tripulantes saltaban desde la popa de la Zafiro al mar. Habían arriado dos botes, y los tripulantes que braceaban con torpeza lograban subir trabajosamente a las lanchas. La Zafiro continuaba adelante, mientras el fuego saltaba hacia lo alto de los mástiles y aparejos, y consumía la enorme vela latina como si fuera de papel. Aún veían a Silke, a solas en la toldilla en llamas, de pie, firme, ante el timón, con su largo, costoso ropón en llamas.

—Dulces dioses —dijo Silvaro—. Silke, ¿qué estás haciendo?

La condenada Zafiro, que parecía luchar para no morir demasiado pronto, pasó navegando ante la proa del Rumor. No parecía nada más que un barco en llamas, completamente incendiado por encima de la línea del agua; las enfurecidas llamas lanzaban al aire chispas y cenizas que flotaban detrás de la balandra como la destellante cola del vestido de una dama noble. En ese momento, Silvaro comprendió el último, valiente acto de Silke como Saqueador.

La Zafiro chocó contra la proa del Kymera por babor, donde partió madera e hizo estallar tablones. Por un momento, quedó pegada al costado del Barco del Carnicero, ardiendo furiosamente, y luego se alejó, con el espinazo partido. Se produjo una ardiente erupción de vapor y succión de agua, y se hundió por la popa en el mar. La proa destrozada se alzó por encima de las olas como el hocico de una ballena, y luego se deslizó rápidamente fuera de la vista como si resbalara hacia atrás por una rampa de lanzamiento. Un velo de vapor y humo ascendió del girante remolino de agua blanca, y se oyó el ruido de los tablones que se partían y las cubiertas que se comprimían. Aún ardiendo en el inextinguible fuego sobrenatural, la Zafiro, al igual que sus tripulantes antes que ella, se hundió, todavía visible bajo el agua como un resplandor palpitante de color rojo, que desapareció en las profundidades con gran lentitud.

Sesto estaba atónito. Siempre le había parecido que Silke era uno de los hombres más astutos y menos fiables de la compañía tan afecto a Guido como a Luka. Pero había ido hacia su fin con tal despliegue de tenaz valentía y lealtad a la compañía, que de repente Sesto deseó haber conocido mejor a aquel hombre. Todos los piratas llevaban disfraces y enmascaraban su verdadera personalidad, para bien o para mal. El hecho de navegar con los Saqueadores le había enseñado eso, como mínimo, a Sesto. Pero estaba claro que el astuto y distante exterior de Silke había ocultado un excelentísimo corazón intrépido.

No obstante, en realidad —y verlo resultaba mortificante—, el sacrificio de Silke les había dado poca ventaja, o ninguna. Aunque la popa del Kymera estaba ennegrecida y rajada, se mantenía de una pieza. Había resistido la embestida.

Como regocijado por la eliminación de un segundo adversario, el Barco del Carnicero renovó los ataques contra el Rumor y redobló su furia. Sus cañones bramaron y retronaron por encima del mar que agitaba la tormenta, y el bergantín sufrió daños lastimosos. Aunque estaba protegido contra las rojas llamas, el Rumor continuaba siendo vulnerable a la fuerza de las sibilantes balas de cañón. Las bordas explotaban en ventiscas de finas astillas de madera. Los hombres estallaban en nieblas de sangre. Explotaron grandes trozos de la borda principal como si fueran parte de la piel de una fruta. Tres metros del botalón de bauprés se partieron en la unión con el mástil. Velas y aparejos fueron arrancados del palo mayor como una telaraña en un tifón. Se oían terribles crujidos y detonaciones de la madera del casco al partirse.

Dos de los disparos del Kymera habían impactado justo por encima del combés y habían entrado en la cubierta de cañones. Por una feliz casualidad no resultó tocada la pólvora, pero dos posiciones (de la segunda culebrina y del tercer cañón) fueron desintegradas. El terrible impacto destruyó las armas, hizo añicos la madera maciza de las cureñas y rajó el hierro de los tubos. Los equipos de artillería que manejaban cada arma murieron a causa de la explosión, o bien como consecuencia de la confusión de fragmentos y metralla que la siguió inmediatamente. Dos de los muchachos que se ocupaban de la pólvora también murieron, y algunos hombres de los equipos adyacentes resultaron heridos. La cubierta de cañones se vio inundada por un humo denso y caliente.

Sheerglas, que había sido derribado por la explosión, se puso de pie. Dio un respingo de dolor, y cuando bajó la mirada vio que tenía un trozo de madera de cureña, del largo del antebrazo de un hombre, clavado en la parte superior del vientre. Sheerglas hizo una mueca y se la arrancó con lentitud. Salió limpia de sangre. Había errado a su corazón por la longitud de un dedo.

—Que tengas mejor suerte la próxima vez, Henri —gruñó, y arrojó el trozo de madera lejos de sí—. ¡En pie! ¡En pie! —comenzó a vociferar—. ¡Volved a disparar! ¡Disparad a discreción en cuanto estéis preparados! ¡Moveos, perros, o me serviréis para cenar! ¡Vamos, ya!

Los pálidos equipos de artilleros corrieron a cumplir la orden de su amo.

—¡Despejad este desorden! —exigió Sheerglas, al mismo tiempo que señalaba las armas destruidas y los cuerpos destrozados—. ¡Vosotros, los que estáis a babor, hacedlo! ¡Traed aquí dos de vuestros cañones, con rapidez! ¡No, tres! ¡Ahora el agujero es lo bastante grande como para tres!

Los artilleros se apresuraron a obedecer, retirando los restos con pala, sin mostrar consideración ninguna hacia los cuerpos que apartaban a un lado. Si más tarde había tiempo para llevar a cabo un servicio fúnebre, se haría. Tiraron de las cuerdas de arrastre de tres de las piezas de artillería de babor para trasladarlas a estribor, y las ataron en su sitio, con los cañones asomando a través de la cicatriz abierta en el costado del Rumor donde antes había habido dos troneras.

—¡Cargadlos! —vociferó Sheerglas cuando los otros cañones comenzaron a retronar y rugir otra vez. Se sentía débil, mareado.

»¡Ven aquí, muchacho! —llamó al mozo de pólvora que tenía más cerca, un chiquillo de catorce años.

Sabedor de lo que se esperaba de él, el chaval se acercó rápidamente y ladeó la cabeza hacia la izquierda. Sheerglas se inclinó y mordió con fuerza, para beber una ración del cuello del jovencito.

—Buen muchacho —dijo al mismo tiempo que se limpiaba la boca—. Ahora vuelve rapidito a tus obligaciones.

Sheerglas se sintió mejor de inmediato, revitalizado.

—¡Más deprisa con esas baquetas, bastardos! ¡Más de prisa y todavía más! ¡Enviemos a este monstruo al calabozo para demonios de Manann!

El trueno de los cañones del Rumor volvió a comenzar, y Luka se alegró. Pero el Kymera continuaba castigándolos con ferocidad. La simple lógica dictaba que acabarían por perder el frenético combate. El Barco del Carnicero era más grande y tenía más cañones que ellos.

—¡Tenemos que acercarnos! —vociferó Roque, que subió corriendo a la toldilla—. ¡Reduzcamos esto a la espada y la pistola e intentémoslo por ese método, porque esta lucha a cañonazos sólo puede desembocar en nuestra muerte!

Roque parecía casi un salvaje por su aspecto. Tenía la camisa rasgada y abierta por delante, y mientras todos los hombres del Rumor estaban sudando como cerdos, su piel estaba seca y tensa. Sesto se daba cuenta de que estaba agitado. Tenía marcas en el hombro izquierdo que llevaba al descubierto, en torno a la cicatriz reciente. Heridas hechas por astillas, habría creído la mayoría, pero Sesto se daba cuenta de que eran marcas de febril rascado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—¡Sí! —le espetó Roque—. Este no es el momento para…

—Creo que sí lo es —insistió Sesto.

—¡Cierra la boca! —Roque se volvió hacia Luka—. ¡En el nombre de la condenación, aproximémonos ahora, mientras aún me queden hombres en la línea del pavés para pasar al abordaje!

—Si nos acercamos, estaremos completamente a su merced durante los últimos metros —dijo Luka.

—¡Ya estamos a su merced! —gritó Roque.

—Tú sabes cómo funciona esto, Roque. Cuanto más nos acerquemos, más nos atacarán, y con más fuerza. Intentar la aproximación y el abordaje bajo este ataque podría acabar con nosotros.

—Creo que estamos acabados de todos modos —dijo Casaudor en voz baja—. Hagamos lo que dice Roque y acerquémonos. No nos queda nada que perder.

Se oyó un ruido nuevo que atravesó el estruendo de la tormenta y la furia del cañoneo: la detonación de unos cañones distantes. Del picado mar que rodeaba al Barco del Carnicero se alzaron columnas de agua.

Silvaro y los demás corrieron a la barandilla de babor y miraron hacia la lluvia y la oscuridad de la tormenta. Más destellos rojos, otra andanada de cañones allá a lo lejos, en los límites exteriores de la bahía.

Y luego, lo vieron.

Con todas las velas desplegadas, lanzado hacia ellos como un monstruo de las profundidades, con aparejo de cuchillo y glorioso bajo el cielo negro como la tinta.

El Árbol Fulminado.

—El viejo bribón no se ha olvidado de nosotros, después de todo —murmuró Silvaro—. Que los dioses lo bendigan por su lealtad.

Regio y espléndido, y comparable en todo al Kymera, tanto en tamaño como en número de cañones, el Árbol Fulminado continuó hacia ellos, sin parar de disparar. Dejaba detrás, en el viento, una inmensa estela de blanco humo de pólvora.

—¡Ahora sí que vamos al abordaje! —gritó Luka—. ¡Ahora sí que los abordaremos, ya lo creo!

Tende hizo girar la rueda del timón, y Saybee sumó sus músculos a la maniobra. Roque bajó de un salto de la toldilla, y les ordenó a sus hombres de armas que se prepararan. Los escudos resonaron al juntarse, y las picas asomaron entre ellos. Los arcabuceros comenzaron a disparar hacia el costado de babor del Kymera, mientras ambos barcos se acercaban velozmente.

El Árbol Fulminado dio un rodeo en torno a las popas de ambos barcos, en un viraje tan amplio que las velas quedaron momentáneamente puestas en facha. Viró de forma brusca por redondo y volvió a recibir el viento para situarse al lado de la aleta de estribor del Barco del Carnicero y dispararle balas de cañón desde las troneras abiertas.

Los hombres de Vento echaron las defensas fuera de la borda cuando el Rumor entró en contacto con el bao de babor del monstruo rojo. Los arcabuces y artilleros de los falconetes dieron comienzo a un estruendo chisporroteante cuando los dos barcos se juntaron, mientras que los ballesteros que estaban en los vaivenes acribillaban la cubierta enemiga con flechas y proyectiles.

En la neblinosa rojez resplandeciente de las cubiertas del Kymera, los Saqueadores vieron las figuras de los tripulantes, silenciosas y antinaturalmente inmóviles, esperando el asalto.

Los barcos golpearon y rasparon el uno contra el otro con una violenta sacudida. Los Saqueadores lanzaron cabos con garfios que se trababan en las barandillas y regalas, y luego tiraron con fuerza para aproximar al máximo ambas embarcaciones. Del velamen del Kymera salieron disparos de mosquete y arcabuz, y algunos hombres de la formación de Roque se desplomaron o volaron hacia atrás. Un cierto número de disparos había logrado perforar las tablas y los escudos alzados.

—¡A por ellos! ¡A por ellos! —vociferó Roque al encabezar la carga de abordaje.

Nunca había tenido tanta sed en toda su vida. Sólo deseaba apagar la sequedad que le quemaba la garganta. La sangre serviría.

La primera oleada de hombres cruzó para adentrarse en el resplandor rojo que bañaba la cubierta del Barco del Carnicero. Luka pasó por encima de la barandilla de la toldilla de popa y saltó hacia el otro barco, con el hacha de abordaje en la mano. Casaudor lo siguió.

Ymgrawl miró a Sesto.

—Ni siquiera lo penséis —le advirtió, y pasó al Kymera con un salto de pantera.

—Sí. —Sesto le sonrió a la espalda del bucanero—. Claro.

* * *

Luka aterrizó de pie sobre la cubierta de popa. Había entrado en un mundo de luminiscencia roja. Y en un mundo seco, además. La cubierta parecía requemada, abrasada, con los tablones encogidos y el aire caliente como un horno. A tres metros de distancia, sobre la toldilla de popa del Rumor, el aire era frío, oscuro y estaba inundado de gotas de lluvia. Pero allí era como una cálida noche de otoño durante una sequía. En el viento se percibía el más extraño aroma a resina. Oía que el Árbol Fulminado disparaba mientras se acercaba por el otro lado del barco, y ahora también la feroz réplica de los cañones de estribor del Kymera.

Luka se puso a asestarles tajos a las velas y el cordaje con su afilada hacha, y cortó bozas, vaivenes y gruesos cabos con la intención de inutilizar los pertrechos de navegación del Kymera. Casaudor e Ymgrawl abordaron el barco enemigo detrás de él, y comenzaron a hacer lo mismo; Casaudor con una hacha, e Ymgrawl con su chafarote. Los siguieron otros Saqueadores: Tende y Saybee, Elegante y Risueño George, y una docena más. De la zona central de la cubierta les llegó un furioso clamor de lucha cuando los hombres de armas de Roque irrumpieron a bordo y arremetieron contra el contingente principal de Henri. El aire iluminado de rojo se inundó de humo de pólvora.

Luka continuaba avanzando, asestando tajos a aparejos y poleas. Más adelante se irguió una figura en el rojo resplandor. Tenía a uno de los hombres de Henri, al fin, cara a cara. Luka no varió el paso. Ejecutó un barrido con el hacha y la clavó en una clavícula del pirata.

El hombre continuó avanzando. Ni siquiera respingó. Se arrancó el hacha del hombro con la mano contraria, y la arrojó a un lado. Entonces, Luka lo vio con claridad. Ojos en blanco y hundidos, piel tensa y seca, con la estructura ósea en marcado relieve a través de la carne marchita.

Era un ser muerto, vestido con las ropas podridas de un pirata.