Capítulo 30

El trueno resonó ante la entrada de la bahía. El cielo, en la luz crepuscular, se había vuelto naranja, y en él se arremolinaban voluminosas nubes de color violeta. El aire húmero estaba cargado de electricidad, una tensión que esperaba estallar bajo el peso de la tormenta que se preparaba. También el ambiente era tenso entre los Saqueadores. Mientras el Rumor viraba, Roque llamó a los hombres de armas a sus puestos. Los paveses se alzaron con estruendo, y los cañones asomaron por las troneras. Los arcabuceros y los mosqueteros ocuparon su sitio en los aparejos.

La extraña calidad del aire debida a la tormenta no hacía nada por calmar los nervios de los hombres. Miraban fijamente al Barco del Carnicero, que tenían delante, sudorosos, pálidos, aterrados ante lo que podría hacer. Comenzaron a doblar los tambores en el Fuego, y eso aumentó la tensión.

—Mantened el rumbo —gruñó Luka.

Casaudor le dio la orden a Tende, que estaba al timón, y Benuto se la transmitió a los que se ocupaban de las velas.

—Alerta de combate —informó a Luka el mensajero de Roque.

—Haced la señal a los otros —dijo Luka a Casaudor.

Se izaron las banderas. El Fuego acusó recibo describiendo un amplio giro para acercarse al Barco del Carnicero por babor, mientras el Rumor viraba para aproximarse por estribor. La Zafiro corría por el exterior, con la latina hinchada, a babor del Rumor.

—Se queda ahí quieto… —dijo Tende Volvió a sonar el trueno. El Kymera continuaba anclado, como dormido.

«No —pensó Luka—, dormido no es la palabra correcta. Está inactivo, como un volcán».

Se aproximaron a dos millas, muy adentro de la media luna del golfo Naranja. La bruma sobrenatural continuaba manando del Barco del Carnicero.

De repente, el cielo se volvió muy negro. Arreció un viento de través, y los hombres de Vento tuvieron que luchar para corregir la orientación de las velas. Sesto, junto a Silvaro, oyó que San Huesos entonaba uno de sus himnos sigmaritas mientras sus hombres halaban con fuerza.

La luz estaba teñida de marrón por las nubes. Los rayos destellaban, pisándoles los talones, procedentes del mar abierto. El aire cargado causaba cosquilleo debido a la electricidad estática.

—¿Por qué no se mueve? —preguntó Casaudor.

—Acercaos, ahora —ordenó Luka—. Arriad un poco de vela y dejad que el Fuego vaya delante.

—¡Arriad los juanetes! —gritó Benuto.

El doblar de tambores del galeón estaliano continuó mientras se acercaba por el flanco de babor del Barco del Carnicero. Estaba ya a una milla y media.

—Dos puntos a babor —dijo Luka.

—¡Dos puntos, sí! —replicó Tende, e hizo girar el timón.

La lona se agitaba y restallaba por encima de ellos. El viento estaba cambiando, y con rapidez. Sobre la cubierta seca cayeron las primeras gotas, oscuras como la sangre. Un trueno tremendo estalló detrás de ellos, y el mar comenzó a cubrirse de crestas blancas. Los rayos destellaban en la tormenta creciente.

—Mantened el rumbo —dijo Luka.

—A tiro en cuatro minutos —informó Casaudor.

—Mantened el rumbo, continuad apartándoos —dijo Luka.

—¡Mantened el rumbo! —bramó Benuto—. ¡Continuad apartándoos hacia babor, por así decirlo!

—¡El Fuego está cambiando de aproximación! —dijo Casaudor.

Luka alzó el catalejo, y vio que cuatro largas lanchas se separaban del costado de babor del Fuego, lanchas de doce remos llenas de guardias de marina. En la proa de cada una había sentado un guardia con un falconete. Entre los remeros, una hilera interior de guardias alzaba escudos para proteger a los hombres. Moviéndose como insectos zapateros, las lanchas avanzaron rápidamente hacia el Barco del Carnicero. Luka sabía que el capitán Duero iba al mando del primer bote.

La tormenta creciente continuaba destellando y restallando por encima de ellos.

—¡Corposanto! —vociferó uno de los marineros que estaban en lo alto de los aparejos.

Luka alzó la mirada y vio chisporroteantes destellos de luz blanca candente a lo largo de los masteleros del Rumor. El fuego de Santelmo era un mal presagio para cualquier marinero, y todos los de a bordo tocaron hierro y desearon que desapareciera. Además, una bandada de cormoranes volaba en círculos alrededor del Rumor, graznando en la lluvia suave.

—¿Cuántos malos presagios más podremos soportar? —murmuró Luka—. ¿Sesto? Ve a buscar a mi camarote el regalo de Colmillo.

Sesto asintió y bajó.

—Sheerglas informa que los tenemos al alcance —le anunció Casaudor— por lo que también debe tenernos a tiro el barco demonio. El Fuego ya está fácilmente dentro de su radio.

—¿Por qué ese bastardo no dispara? —preguntó Benuto.

—¿Qué bastardo? —preguntó Luka—. ¿El Carnicero, o nuestro camarada Hernán?

—Hernán, por supuesto —replicó Benuto.

—Porque el capitán Hernán es un hombre sabio y astuto —dijo Luka—, y esperará hasta el último momento para que sus cañones causen el máximo daño posible.

Un trueno espantoso estalló por encima de sus cabezas, una vez más, enmascarando los primeros disparos de los cañones del Fuego. Hernán había comenzado el combate al situarse a media milla del Barco del Carnicero. El Fuego disparó una descomunal andanada que cubrió de humo el mar a su alrededor, y a continuación, disparó otra. Luka observó cómo el costado del galeón destellaba y atronaba.

Las balas de cañón deberían haber destruido cualquier barco, pero el Kymera parecía intacto. El Fuego disparó una tercera andanada, y una cuarta. Ahora la bahía se desdibujaba en una niebla de humo de pólvora, en la que estaba entrando el Rumor.

—Muy bien —murmuró Luka—. Dale una buena a ese bastardo, Hernán.

El Fuego disparó otras dos andanadas mientras se acercaba, con las lanchas remando detrás.

El Rumor y la Zafiro habían dado un rodeo para aproximarse desde la orilla y acercarse al Barco del Carnicero por estribor.

Estalló la tormenta eléctrica, y cubrió el golfo Naranja de agitadas nubes hollinientas, y lanzas de rayos.

El Fuego disparó una vez más, toda una andanada.

Al fin, el Barco del Carnicero despertó. Vomitando bruma, salió disparado hacia adelante, con las velas hinchadas, sin hacer caso del tirón del ancla ni de la dirección del viento. Sus velas, rojo carmesí, estaban repentina, imposiblemente, hinchadas.

Se oyó una terrible serie de detonaciones que se superpusieron cuando el Kymera disparó su primera andanada para cañonear al Fuego.

Golpeado con fuerza, el Fuego se estremeció y retrocedió. Luka vio que caía uno de sus mástiles, y el cordaje era arrancado.

Luego, se produjo un destello. Un estallido de luz más brillante que cualquier rayo. El Fuego se desvaneció en un cono de fuego. Luka oyó un rechino sibilante cuando un palo entero pasó volando por encima de sus cabezas y fue a clavarse, con la punta hacia abajo, en el promontorio que estaba situado a tres millas detrás de ellos.

Los disparos de apertura del Kymera habían acertado al pañol de municiones y la sala de manipulación, lo que había provocado una explosión calamitosa. El poderoso galeón estaliano, el capitán Hernán y todos los tripulantes fueron aniquilados por una detonación de fuerza asombrosa que iluminó la totalidad de la bahía. El Rumor y la Zafiro lucharon para controlar su rumbo en las ondas expansivas que siguieron a una desaparición tan catastrófica.

Y luego se quedaron solos.

El Barco del Carnicero se estaba acercando al Rumor. Parecía radiar inmunda luz roja, no sólo desde sus pesadas lámparas de hierro, sino desde el casco teñido de rojo sangre y las velas carmesí. Los Saqueadores pudieron percibir en el aire el pestilente mal. El Barco del Carnicero atravesó las embravecidas aguas sin que le estorbaran ni las olas ni la tormenta, como si el aguacero y los rayos fueran para él un clima conveniente para navegar, como lo sería para un barco normal un día despejado y fresco. Silvaro casi podía creer que la tormenta no era ninguna coincidencia. El vendaval, los truenos y el cielo negro como la brea ayudaban al Barco del Carnicero como si fueran sus naves escolta.

Veían figuras en la cubierta, siluetas en contraluz ante la roja niebla. Estaban ceñudas y quietas, espada en mano, como si aguardaran el momento para atacar.

—¡Mantened la formación! —vociferó Roque al percibir que el miedo comenzaba a debilitar la firme muralla de paveses y picas. El pulso le latía dentro de la cabeza, y sentía náuseas. Le picaba el hombro.

—¡Está intentando dar un rodeo hasta nuestro lado de babor! —gritó Luka—. ¡Viraje más abierto! ¡Viraje más abierto! ¡Por los dioses, es como si supiera cuál es nuestro lado vulnerable!

Tende alzó una ceja.

—Nuestros dos lados son vulnerables ante ese diablo —declaró, y escupió.

—¡Cuidado! —rugió Casaudor.

El Kymera había comenzado a disparar contra el Rumor. Se oyó un feroz trueno de cañones, y las balas salieron silbando hacia el Rumor. Algunas cayeron en las picadas aguas, junto al barco, otras pasaron volando por lo alto y abrieron agujeros en el grátil de la vela mayor.

El Kymera volvió a disparar. Todos los hombres que estaban en cubierta cayeron, porque esa vez el enemigo dio en el blanco. El barco tembló como si lo golpearan cuando las balas atravesaron el casco y la barandilla. La madera se hizo pedazos que saltaron muy arriba en el aire, y murieron hombres. Una bala impactó contra el dorado labrado de la popa del Rumor, y dos más atravesaron la aleta.

Pero los daños no habían hecho más que empezar. Alarmado, Luka vio que no eran disparos normales los que habían recibido. Se encendía fuego en cada punto de impacto, inmundas llamas rojas que no eran de este mundo. Era como si la atroz brujería del Kymera se hubiera propagado igual que una infección al interior de las heridas del Rumor.

—¡Apagadlo! ¡Apagad eso! —vociferaba Benuto, pero no había cantidad de agua suficiente para extinguir las llamas que avanzaban.

Otra andanada salió disparada hacia ellos, causó daños espantosos y mató a una docena más de hombres. Una bala, disparada por un falconete, impactó en la barandilla, cerca de Silvaro, rebotó y rodó por la cubierta, sin estallar. Silvaro se quedó mirándola fijamente. La negra bola de hierro, del tamaño de un pomelo, aún humeaba. Tenía la superficie erizada de púas metálicas, como la cabeza de una maza de guerra. Era algo inmundo, una estrella maligna expulsada de los cielos.

—¡Sacad eso de mi cubierta! —gritó Luka.

Saybee la atrapó con un merlín para lanzarla por encima de la borda. De inmediato, el timonel de relevo gritó a causa de la más absoluta incredulidad. De la esfera de hierro negro estaban brotando púas como gruesos dedos o zarcillos, para aferrarse al extremo del merlín como si tuviera intención de trepar por él como un horrible escarabajo.

Saybee lanzó aquella cosa por la borda, con merlín y todo.

Ya era más que suficiente.

—¡Mandadlos al infierno! —vociferó Luka.

En la calurosa oscuridad de la cubierta de cañones, Sheerglas oyó la orden e hizo una señal con su botafuego.

El Rumor devolvió los disparos. Con satisfacción, Luka vio que las pesadas balas penetraban en el Kymera, aunque parecían causar menos daños de lo que él había esperado. De repente, tuvo la espantosa idea de que el Barco del Carnicero podría estar protegido contra los daños mortales por algún tipo de sortilegio o hechizo.

—¡Disparad otra vez! ¡Otra vez! ¡A discreción! —gritó Luka, y le respondieron las baterías del Rumor. La Zafiro, que había estado siguiendo al Rumor en el viraje como una sombra, ahora se separó y comenzó a atacar por su cuenta. Los cañones de las dos embarcaciones de los Saqueadores acribillaron al monstruo rojo.

El Kymera no daba señales de tener el más leve de los problemas. Continuaba atravesando la tormenta, ahora claramente decidido a echarle los garfios al Rumor. Los viles fuegos rojos de a bordo del Rumor estaban propagándose con terrible furia, y a pesar de todos los esfuerzos para apagarlos a golpes o con agua, no había manera de que se extinguieran.