La Llama de Estal, aquella rara y preciosa flor, crecía sólo en una amplia bahía llamada golfo Naranja, que se encontraba en la costa continental, al norte de Águilas, más allá de Porto Espejo. Estaba a cuatro o cinco días de navegación, y a no más de tres si el barco continuaba adelante durante la noche.
Los Saqueadores partieron de Águilas a mediodía del día siguiente. La Zafiro iba delante, y el Rumor navegaba a su estela. Era un brillante y cálido mediodía, con viento suave, pero la amenaza de tormentas refunfuñaba en el horizonte. A Sesto le hizo evocar el infeliz recuerdo de la tormenta que los había amenazado en Isla Verde, antes de aquella peculiar noche de terror.
Eso parecía muy lejano, ahora, al otro extremo del verano. En verdad, la estación estaba cambiando. Comenzaba el otoño, y detrás de él llegarían los vendavales y el mal tiempo del invierno. Ésa era la última oportunidad que tendrían. Si no podían dar caza al Kymera en los próximos días, como muy tarde, el cambio del tiempo los obligaría a suspender la misión, quizá hasta la primavera. Aunque el día era cálido, Sesto veía cómo estaba cambiando el color del mar, así como la sensación del viento. Era el otoño, una estación para carenar y descansar, no para emprender expediciones desesperadas.
Un tercer barco que lucía los estandartes de Águilas y Estalia, acompañaba a las embarcaciones de los Saqueadores. El Fuego, a las órdenes del capitán Hernán, llevaba un destacamento de guardias de marina y una cantidad considerable de munición. Al principio, su excelencia el marqués se había negado a permitir que el galeón dejara vulnerable Águilas. No obstante, ahora que se había determinado mejor el paradero de la amenaza, comprendió la prudencia de que el Fuego sumara su considerable potencia a la lucha. Era con mucho el más grande de los tres barcos, y el más potente, aunque la Zafiro y el Rumor tenían que controlar la velocidad para permitir que el buque navegara con ellos.
En la zona de popa del Rumor, Roque entrenaba a los hombres de armas en sus puestos de combate, mientras Casaudor comprobaba el estado y carga de cada arma de fuego y la agudeza del filo de cada espada. Silvaro bajó en persona a inspeccionar la cubierta de cañones. Explicó a Sheerglas que, cuando llegara el momento de la batalla, daría preferencia al costado de estribor para proteger el más débil costado de babor, reparado recientemente. Sheerglas ordenó que tres de los cañones de babor fueran montados a estribor con el fin de que no se desperdiciara el potencial de las baterías del Rumor. Águilas les había proporcionado pólvora de buena calidad, como había solicitado Sheerglas, así como botes y balas de metralla para usarlos contra los aparejos y los tripulantes. Los botes de metralla habían sido bendecidos por el cardenal de Águilas en persona.
—Un bonito detalle —dijo Silvaro—. Podría ayudarnos.
—Sí —asintió Sheerglas—. Simplemente no esperes que yo toque ese material.
Sesto se sentía ocioso en medio de todos aquellos afanes y actividad. Hasta el último miembro de la tripulación estaba ocupado en hacer que navegara el barco o en prepararse para lo que se avecinaba, y, más que nunca, se sentía como un pasajero. Se lo dijo a Ymgrawl.
—Yo prefiero quedarme de brazos cruzados y mirar cómo trabajan los demás —replicó el bucanero, riendo—, pero si es trabajo lo que queréis…
Por invitación de Ymgrawl, Sesto se unió a uno de los equipos de cabos, y dobló la espalda en el duro trabajo. San Huesos estaba al mando de ese grupo en particular, y cuando llegaban órdenes a través de Benuto, el hombre comenzaba a cantar sus infernales himnos con un ritmo que les servía a los demás para acompasar el momento de halar. El grupo se divertía cantando con él, intentando imponerse a las obscenas salomas con sus himnos santos. Sesto alzaba la voz tanto como cualquiera de ellos.
Navegaron hacia el norte por la costa estaliana, manteniéndose a no más de una o dos millas de tierra. A lo lejos, en el horizonte oriental, veían apenas las islas y atolones más cercanos del archipiélago. Al acabar el día ya habían dejado atrás, hacía mucho, la solitaria bahía donde Roque había encontrado el quechemarín de Salvadore.
Cayó la noche, y continuaron navegando en medio de la oscuridad. La atmósfera era bochornosa y húmeda, y los rayos destellaban en el sur, sobre el mar abierto, pero la tormenta no se aproximó, sino que se mantuvo durante toda la noche como un retumbar distante, con destellos de rayo.
En una ocasión, Sesto oyó que Roque gritaba en sueños.
El segundo día fue húmedo y frío, como un bosque después de la lluvia. Lloviznaba, y bancos de niebla cubrieron la línea costera hasta bien pasado mediodía. Al final del día arreció el viento, y el mar se oscureció al levantarse oleaje. Del este llegó una lluvia torrencial que los empapó a todos hasta los huesos y los dejó ateridos.
La lluvia cesó después de haber oscurecido, y la noche fue despejada, aunque continuó siendo fría. Muy pasada la medianoche, cuando la negrura aún reinaba en el mundo, Casaudor llamó a Luka a cubierta.
A lo lejos, hacia el noroeste, un basto resplandor rojo, ligeramente tembloroso, iluminaba el cielo.
—¿Qué es eso? —preguntó Luka.
—Adivino —replicó Casaudor— que es Porto Espejo.
El resplandor de los terribles fuegos continuó a la vista durante toda la noche, y antes del alba percibieron incluso olor a humo en el aire. Al llegar el amanecer de un día apagado y gris, vieron el grandioso palio oscuro que se alzaba más allá de los promontorios septentrionales, y manchaba el cielo como una ancha franja marrón que derivaba hacia el oeste y se difuminaba y viraba al amarillo al disiparse en la distancia.
El olor a quemado se hizo más fuerte.
Silvaro ordenó el estado de alerta, y les transmitió lo mismo a los otros barcos, mediante señales.
A media mañana rodearon el promontorio llamado Espejo. Aunque aún no tenían a la vista la ciudad, no cabía duda de que el incendio había prendido allí. Los barcos estaban pasando bajo el borde del oscuro palio hacia la oscuridad, ya que el banco de humo de lo alto mataba la luz. El olor era penetrante y acre, y la ceniza caía del aire como copos de nieve y se posaba sobre las cubiertas.
Comenzó un regular batir de tambores que resonó por encima del agua, procedente del regio Fuego, mientras se reunían los guardias de marina.
Justo antes de mediodía, rodearon la lengua de arena, y la ciudad apareció ante sus ojos.
Porto Espejo era una población pequeña, sólo una escala comercial, con un hermoso puerto natural, popular entre las barcas de pesca. No quedaba intacto ni un palmo. La costa y los muelles presentaban signos de un furioso cañoneo, como si los hubieran pulverizado sistemáticamente desde el mar. La ciudad en sí había sido incendiada y arrasada. Sólo quedaban las negras carcasas y humeantes vigas. El campanario del templo estaba medio derruido. De este edificio en ruinas se elevaba la columna de humo hacia el pálido cielo.
Las llamas que habían destruido la ciudad se habían propagado y, a través del catalejo, Silvaro vio que los bosques y plantaciones de las colinas circundantes presentaban grandes extensiones en llamas. Había habido barcas en el puerto, pero todas habían sido destruidas. Luka vio cascos medio hundidos y destrozados, y mástiles torcidos que asomaban de la superficie.
El agua del puerto estaba sembrada de restos que se mecían contra los muros de la zona de muelles. Al mirarlos, Luka se dio cuenta de que no eran restos. Eran los cadáveres de los habitantes de la población, centenares de ellos, que se balanceaban juntos en la bajamar. Las gaviotas volaban en círculos por encima del agua y se lanzaban en picado para picotear los lastimosos cuerpos.
—Hernán hace señales de que quiere bajar a tierra —dijo Roque.
—¿Con qué propósito? No queda nadie a quien salvar, y sabemos condenadamente bien quién ha causado estos estragos. Comunícale que no. Y haznos dar media vuelta. Quiero salir de aquí y continuar adelante. Quiero encontrar al Carnicero.
Silvaro se marchó bajo cubierta con un humor espantoso. Sesto lo encontró en su camarote. Silvaro había abierto su baúl de armamento personal y estaba colocando cada arma sobre la mesa. Puñales, dagas, cuchillos de bota, dos shamshirs, un dadao, tres chafarotes diferentes, estoques con guarnición de lazo entero, sables normales, otro sable rematado por un garfio, un montante de Carroburgo, dos hachas, una con las puntas curvas y la otra de hoja redondeada, con mango muy largo…
Sesto se maravilló ante la colección. Luka estaba escogiendo armas, flexionando las hojas, comprobando el filo, valorando el equilibrio.
—Estás furioso —dijo Sesto.
—Ya lo creo, demonios.
—¿Por qué hemos llegado demasiado tarde para salvar Porto Espejo?
Luka flexionó la hoja de su shamshir preferido entre ambas manos, y luego ejecutó movimiento a modo de práctica en el aire.
—No —dijo sin rodeos—. ¡Ah!, es una escena de desdicha, y no le deseaba ningún mal a esa gente. Pero es el desperdicio lo que me enfurece.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sesto.
Luka comenzó a pasar suavemente una piedra de amolar por el filo del shamshir.
—Sesto, he visto muchísimas cosas en mi vida. He visto horrores que como mínimo son equiparables al que acabamos de presenciar. He visto atrocidades, masacres, destrucción asesina, todo ello cometido por piratas. De hecho, yo mismo he llevado a cabo mi parte. Pero hasta el último asesinato, hasta la última vida arrebatada, lo fue en nombre del oro y la riqueza. Por el beneficio, Sesto. Por amor a la riqueza.
—¿Así que está bien asesinar cuando hay dinero al final?
Luka rio.
—No en tu opinión, lo sé, pero sí que lo es según mi código. Lo que el Barco del Carnicero ha hecho aquí, y lo que hizo a lo largo de este terrible año, es matar por matar. Esos pobres desdichados de ahí atrás ni siquiera tuvieron la oportunidad de pagar sus vidas con oro. Fueron simplemente asesinados. Eso me pone enfermo. Eso no forma parte de mi vida, de mi código.
Sesto se sentó y cogió una curva daga de oro y marfil con un hermoso taraceado.
—He llegado a conocerte, Luka, pero a veces creo que no te entiendo. Tienes una filosofía moral sesgada.
—Tengo la única que funciona aquí —replicó Luka.
Era evidente que ya se había decidido por las armas blancas que quería: el shamshir, una larga daga, un puñal, un chafarote y el hacha de abordaje de hoja redondeada. Las dejó a un lado sobre el banco y comenzó a devolver las otras al baúl marinero.
—¿Quieres algo de esto? —preguntó a Sesto.
—No, señor. Gracias.
—Coge la daga. El oro la hace certera, y el marfil le confiere suerte. Es de Arabia.
—Te doy las gracias, Luka, pero estoy bien con lo que tengo —replicó Sesto mientras devolvía la daga al baúl—. Tengo armas suficientes.
—No puedes tener suficientes —le aseguró Luka—, no en el sitio al que vamos. Por favor, quédate con la daga como regalo mío. La suerte que da el marfil…
—De verdad que no.
Luka se encogió de hombros, metió la última arma dentro del baúl y cerró la tapa.
—Entonces, ayúdame con esto —dijo.
Abrió otra pesada caja larga y comenzó a sacar las armas de fuego. Sesto le echó una mano. Había docenas de pistolas: de llave de mecha, de llave de rueda, y varias pesadas de pedernal. Algunas eran parejas, otras piezas únicas de exquisito taraceado, unas largas y pesadas, otras pequeñas y voluminosas. Un pequeño cofre de teca contenía una pistola de tiro al blanco, una arma marinera montada en latón, con llave de chispa, que en otros tiempos había sido el orgullo de un almirante tileano. Casi cada pieza estaba enhebrada en una cinta larga o un cordón de seda. Debajo de las pistolas del baúl se encontraban las armas de fuego más grandes: pistolas de pedernal, mosquetes, arcabuces. Sesto sacó un fusil árabe de pedernal, con la habitual caja de madera de arce decorada con coral y oro. Luka cogió un mosquetón.
—También es demasiado grande —dijo—. Sólo pistolas, creo.
Devolvieron las armas largas al baúl, y luego Luka escogió, entre todas las pistolas: un par con llave de mecha, dos de rueda de diferentes diseños, una de llave de sílex y una pesada pistola de tiro al blanco.
Colocaron las seis armas sobre un paño y comenzaron a limpiarlas y cargarlas. Silvaro tenía la pólvora y el aceite para llaves de la mejor calidad, así como balas bien fundidas que le había hecho Sheerglas. Las de llave de mecha y las de rueda tenía pensado usarlas una sola vez, pero para la de sílex, con su poder y disparo perfecto, necesitaba munición de recarga. Mientras Luka aceitaba las pistolas, Sesto metió quince de las mejores balas de plomo dentro de una bolsita cerrada mediante cordeles, y después preparó dos docenas de cartuchos cuya carga de pólvora pesó cuidadosamente en una pequeña báscula de latón. Entonces, los envolvió en apretados papelitos y retorció bien las puntas, como le había enseñado Roque.
Trabajaron en silencio durante un rato.
—¿Me tienes miedo, Sesto? —preguntó Luka, finalmente.
—¿Que si te tengo miedo?
—Después de todo por lo que hemos pasado, había imaginado que existía algún tipo de camaradería entre nosotros, pero luego hablas de mi filosofía sesgada, y eso me recuerda nuestras diferencias. Tú eres un príncipe, y yo soy un bribón y un asesino. Me veo a través de tus ojos, y me inquieta. Tienes que tenerme miedo.
—Creo que… me consternas, a veces. Te contaría entre mis amigos, Luka, pero después pienso que ningún amigo que haya tenido jamás podría coger una lista de atrocidades y separar las que son malignas de las que son aceptables. En mi patria, todos los hombres de elevada moral rechazarían una lista semejante en su totalidad. Para ellos, un asesinato es un asesinato, sin gradaciones.
Luka suspiró.
—Pero eso era en mi patria. Yo era un príncipe, ¿recuerdas? No me faltaba de nada, no carecía de ningún lujo ni refinamiento. Mi padre mataba a sus enemigos, pero lo hacía mediante su ejército o su flota, y la matanza tenía lugar en lugares lejanos y la llamaban guerra, y nadie lo consideró jamás un asesino. Yo nunca tuve que luchar por mi vida, nunca tuve que preguntarme de dónde saldría la comida siguiente ni a quién tendría que matar para conseguirla. Nunca tuve que capear un mar embravecido ni enfrentarme con un grupo de abordaje sólo para cubrirme la espalda con una blusa y ponerme unas botas en los pies. Tengo cinco hermanos, y ni uno solo de ellos me traicionaría jamás. Creo que, una vez todo dicho y hecho, he sido educado en el mundo real gracias a ti, señor. Y me tranquiliza saber que incluso los asesinos viven según un código de conducta, por duro que sea, y que no son tan desalmados e inmunes a la violencia que sean capaces de permitir el total desgobierno.
—Bueno, eso es una bendición. —Luka sonrió—. Al menos, el tiempo que has pasado con nosotros no ha sido del todo infructuoso.
Sesto le devolvió la sonrisa.
—En respuesta a tu pregunta: no. No te tengo miedo.
Luka Silvaro chasqueó la lengua varias veces.
—Debo estar perdiendo mi toque mágico.
Se levantó, acabado el trabajo, y comenzó a armarse. El puñal desapareció dentro de la caña de una de sus botas, y la daga, el chafarote y el excelente shamshir se los sujetó a la cintura. Las dos pistolas de rueda y la de tiro al blanco se las colgó del torso con las cintas, y las pistolas de llave de mecha y de sílex se las metió dentro del fajín. La bolsita de balas y los cartuchos que le había preparado Sesto fueron a parar a una bolsa que llevaba junto a la cadera. Por último, recogió el hacha de abordaje y la sujetó con ambas manos.
—Bueno, ¿estoy preparado?
—Ahora sí que te tengo miedo —dijo Sesto.
Luka rio.
—Ve a prepararte, Sesto. Ármate y disponte para el combate.
—¿Hay necesidad de hacerlo? —preguntó Sesto—. Pareces dispuesto a enfrentarte a todo un ejército en solitario.
* * *
En las últimas horas de la tarde, los tres barcos rodearon el extremo de la lengua de arena del golfo Naranja. El tiempo se había vuelto caluroso y bochornoso una vez más, y el sol ardía a través de sofocantes nubes; cumulonimbos amenazando por el oeste, cada vez más oscuro. El viento había amainado, y soplaba en rachas. El mar se había vuelto tan denso como el aceite.
El golfo Naranja era un amplio cuenco de ocho millas de diámetro, con largas lenguas de arena estrechas situadas en el extremo sur, y un escarpado promontorio que se alzaba al norte. Según la carta de navegación, el fondo del cuenco era insondable, y la profundidad de la bahía llegaba hasta la escarpada orilla. En la línea costera crecía un espeso bosque verde y matojos de espinosa aulaga. En alguna parte de aquel verde bosque, y sólo allí, florecía la preciosa Llama de Estal.
—¡Vela! —bramó Largo desde el puesto de vigía, pero ya la habían visto todos desde el momento en que habían rodeado el extremo de la lengua de arena.
Allí, anclado en las aguas interiores del golfo Naranja, como había predicho la bruja, como Roque había calculado y como había comprobado el pobre Salvadore Laturni, había un grandioso buque rojo. Medía doscientos veinte pasos de eslora y llevaba cuarenta cañones. De él parecía manar una niebla calinosa, misteriosa.
Era el Kymera, el barco de Henri el Rojo, de Bretonia. El Barco del Carnicero.
—Izad nuestra bandera —le dijo Luka Silvaro a Benuto—, y también la bandera roja.