Capítulo 28

—¡Virad por avante! —ordenó Roque—. ¡Arriad un poco esas superiores!

—¡Virad por avante! —vociferó Benuto a sus hombres—. ¡Superiores fuera, holgazanes!

—¿Qué tal está? —preguntó el capitán Hernán.

—Considerando el tiempo que los carpinteros de Águilas han tenido para trabajar en él, casi perfecto —replicó Roque con una sonrisa.

Era el mediodía de la séptima jornada desde la partida de Luka a bordo de la Zafiro en persecución de Guido y el Demiurge. Bajo el mando de Roque, el Rumor estaba efectuando las primeras pruebas fuera de la bahía de Águilas, para comprobar las reparaciones del casco. Ascendían por la costa, en dirección norte, rodeando los bancos de arena y los arrecifes, en un curso que reseguía las boscosas playas. Brillaba el sol, soplaba viento y el mar era azul cristalino en su estela.

—Es un buen barco —comentó Hernán, de pie junto a Tende y Saybee, que estaba ante el timón—. Un poco demasiado pequeño y ligero para mi gusto, pero yo me eduqué en los grandes galeones de la armada estaliana. Incluso así, aprecio su velocidad y sus rápidos virajes. Una embarcación animada, no cabe la menor duda.

Los veteranos de la tripulación subieron a la toldilla de popa para informar a Roque. Vento, mientras se quitaba las colas de la casaca blanca de dentro del fajín, explicó que una parte del cordaje nuevo estaba estirándose demasiado. Aún estaba húmedo, lo que afectaba a la eficacia con que podía manipularse, en especial cuando se trataba de las más sutiles correcciones de orientación de las velas. Largo dijo que la lona era buena, pero que hacía mucha bolsa debido a que era nueva. Obtendrían mayor velocidad y más hinchazón de las velas durante una o dos semanas, cosa que no era un problema si estaba previsto. Con las velas limpias, el Rumor correría a mayor velocidad de la habitual durante un tiempo, y eso lo haría impetuoso y tan difícil de manejar como un caballo indómito, a menos que ellos estuvieran alerta.

Sheerglas, que evitaba subir a cubierta durante el día, envió a uno de sus artilleros, el cual informó de rajaduras y filtraciones en las secciones del casco reparado, por debajo de la cuarta cubierta. Se habían puesto y calafateado remiendos, pero la madera aún no se había asentado.

—Eso es algo que debe vigilarse —dijo Hernán, con seriedad—. La reparación del casco es buena, tan buena como podíamos hacerla en el tiempo asignado, pero estará débil hasta que se asiente y consolide. Si viráis demasiado bruscamente contra la fuerza del agua, saltará, y ése será vuestro fin. Y con independencia de lo que hagáis, no le presentéis ese costado a las baterías de un enemigo. Tardarán apenas un segundo en encontrar ese punto vulnerable.

Roque asintió con la cabeza.

—Tomaré nota de eso, y se lo haré saber al capitán cuando regrese.

—Si es que regresa —murmuró Hernán, dudoso.

Roque pasó por alto la pulla y desenrolló una carta.

—Yo digo que cuando lleguemos al atolón, lo rodeemos hasta el otro lado, antes de regresar.

Hernán asintió con la cabeza.

—Pongámoslo a prueba, ya que estamos aquí.

Estaban virando cuando oyeron el grito del vigía.

—¡Vela! ¡Vela a la vista!

Roque sacó su catalejo y lo dirigió hacia donde había señalado el vigía. Dentro de la bahía siguiente, cerca de la orilla, navegaba un barco pequeño, empujado por el viento gracias a su única vela.

Era un quechemarín de un solo palo y parecía ir a la deriva. No se veía ni rastro de la tripulación, y arrastraba por el agua, detrás de sí, cabos enredados.

—Dejadme mirar —solicitó Hernán, y cogió el catalejo de manos de Roque.

—¿Qué pensáis? —preguntó el maestro de armas estaliano.

—Que es un barco con problemas…, o que ha dejado los problemas tan atrás que está muerto. Maestro Roque, como capitán de la marina de Águilas tengo la obligación de inspeccionar y asistir a este tipo de tráfico. ¿Podemos, si no os importa?

—Por supuesto —replicó Roque.

El Rumor largó más trapo y viró hacia el interior de la amplia bahía. En menos de veinte minutos se acercó al quechemarín a una distancia que podía cubrirse en lancha, con marineros sondeando desde el castillo de proa para garantizar que no chocaran con un banco de arena u otro escollo. Roque ordenó que echaran las anclas de leva y arriaran las velas. Bajaron un bote, y el capitán Hernán descendió a él con seis de sus guardias de marina.

—Benuto, quedas al mando —dijo Roque, que se apresuró para reunirse con ellos.

—Quedo al mando, sí, señor, por así decirlo.

Los fuertes brazos de los guardias de marina remaron a través de la bahía. El sol destellaba en los petos de los guardias y en sus capacetes, y en el agua transparente y verde. Ahora estaban tan cerca de la playa como para oír el siseo del rompiente en la orilla, y percibir el aroma de los nogales, olivos y palmeras datileras que medraban en el bosque de la costa. Roque incluso oía a los loros y los golpes de las tortugas de aguas profundas. Al mirar por encima de la proa, vio que el mar era como un cristal transparente, lleno de cardúmenes de peces de colores que iban velozmente de un lado a otro, de plateadas barracudas de movimientos bruscos, y de moteadas alas de rayas de lento movimiento ondulante.

El sol calentaba mucho. Los insectos de la espesura chirriaban desde la orilla. Los remeros hundían los remos en el agua y tiraban de ellos, los hundían y tiraban.

El quechemarín se acercaba cada vez más. Lo rodeaba una atmósfera de muerte. Roque se tocó la hebilla de hierro del cinturón para alejar la mala suerte y sacó la espada. Hernán se quitó el casco y desenvainó el sable.

Se acercaron lentamente; los dos guardias de proa extendieron los brazos para ejecutar el acercamiento de las embarcaciones e hicieron rotar la lancha hasta quedar contra el costado del quechemarín.

Otros dos guardias subieron los remos a bordo y se pusieron de pie, al mismo tiempo que cebaban los mosquetes.

Hernán subió a bordo del quechemarín, seguido por Roque.

—Esperad aquí —les dijo Hernán a los del bote.

Roque y Hernán registraron la embarcación. Estaba alarmantemente desierta, como si la hubieran abandonado precipitadamente. Los cabos estaban sueltos, y había un vaso de ron a medio beber junto al timón sin piloto. En el centro de la cubierta había un tricornio de fieltro.

—Aquí hay sangre —llamó Roque—. Había muchísima, pero las olas la han limpiado. ¿Veis cómo ha manchado la madera?

Hernán asintió con la cabeza.

—¿Quién llevaría una barca tan pequeña como ésta a aguas tan peligrosas como las que navegamos? —suspiró Roque.

—Un necio —replicó Hernán—. Un naturalista, creo. Un explorador. Sus muestras están todas abajo. —Hernán ya había inspeccionado los camarotes que había debajo de cubierta.

—¿Muestras? —preguntó Roque.

—Ya conocéis ese tipo de cosas: cajas de madera para plantas, y otros especímenes…

Hernán frunció el ceño cuando Roque lo apartó repentinamente a un lado y descendió.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó, a la vez que seguía a Roque por la escala de madera.

—¡Ay, dioses!, mirad —dijo Roque mientras contemplaba las pequeñas cajas de madera de pino que se apilaban en los anaqueles del camarote principal—. ¡Son cajas de plantas! Y los nombres…, ¡los nombres están escritos en la tapa, en tileano!

—¿Cajas de plantas? —repitió Hernán—. ¿Y qué importancia tiene eso?

—¡Ella no mentía, después de todo!

—Perdonadme, pero ¿quién no mentía?

—¡La bruja!

—¿La… qué?

—Mirad aquí, Hernán. En esta etiqueta. Salvadore Laturni, botánico. ¡Escrito de su puño y letra!

—Maestro Roque, no sé de qué estáis…

—¡Esto fue predicho, Hernán! ¡Me lo predijeron a mí! ¡Por Sigmar, esto podría indicarnos dónde está el Barco del Carnicero!

Hernán se encogió de hombros.

—¿Cómo, en el nombre de…?

—¡Buscad una orquídea, hombre! ¡Una orquídea!

Hernán, perplejo, se puso a buscar entre las cajas. Roque casi las arrojaba hacia los lados en su intento por encontrar lo que buscaba. Las cajas de madera caían sobre la cubierta y se rompían, derramando la marga y los preciosos bulbos o esquejes.

—¿La Silueta de Medianoche?

—¡No! ¡Continuad buscando!

—¿La Corona de Tobaro?

—¡Ésa tampoco! ¡Dioses, tiene que estar en alguna parte!

—¿Qué me decís de ésta? La Llama de Estal.

Roque se volvió. Hernán abrió la caja. La pequeña orquídea de dentro tenía el color de la llama.

—¡Ah, tan brillante! —gritó Roque—. ¡Qué brillante!

* * *

Cuando caía la noche, el Rumor salió del estrecho y entró en la bahía de Águilas. Las luces de la ciudad habían comenzado a arder. Había un barco amarrado en el puerto.

Era la Zafiro.

La compañía de los Saqueadores, y prácticamente todo el mundo de la ciudad portuaria, se había puesto a celebrar el retorno de la Zafiro. En las plazas de la ciudad estallaban y chisporroteaban fuegos de artificio, y se celebraban fiestas en todas las tabernas del puerto.

—¡Luka! ¡Luka! —gritó Roque a través de la masa de marineros borrachos, con una pila de cajas de plantas en las manos. Lo seguía Hernán, cargado del mismo modo. En medio del griterío, los Saqueadores le quitaron el sombrero a Hernán y se lo pusieron entre ellos.

—¡Bastardos! —gritó Hernán, que se esforzaba para que no se le cayeran las cajas.

—¡Roque! —gritó Luka que, vaso en mano, bailaba con la multitud al son de la animada danza que tocaba un pífano—. Hemos vuelto de…

—Ahora no, Luka. Tienes que ver esto.

Subieron a bordo de la Zafiro, entraron en el camarote del patrón y dejaron las cajas sobre la mesa. En cubierta, Silke y sus compinches bebían y reían, mientras sonada una jiga tocada con silbato y guitarra.

—Será mejor que sea algo que justifique que me hayas sacado de una fiesta como ésa —dijo Luka, y bebió un sorbo de ron.

—Lo es —le aseguró Roque—. Deja ese vaso y escucha. La Llama de Estal.

—¿Que es qué?

—Es una orquídea. Una orquídea preciosa. Aquí está, mira. Adorable, ¿verdad?

Roque abrió la tapa de una de las cajas de plantas.

—Vaya, pues sí que lo es.

—Fue recogida por un caballero tileano, un botánico llamado Salvadore Laturni. Para desgracia suya, recorría la costa estaliana en barco, reuniendo raros especímenes.

—¿Y?

—Escuchad a Roque, señor —pidió Hernán.

—Resultó muerto. Asesinado, según creo, por el Barco del Carnicero. No me preguntes cómo sé eso. Lo importante es que nuestro pobre amigo Salvadore se encontró con el Kymera.

—¿Y por qué es significativa esa flor?

Roque le dedicó a Luka una sonrisa lobuna y sacó un cuaderno de bitácora encuadernado en cuero. Lo abrió y fue pasando las páginas estropeadas por el agua.

—Porque, según la última entrada del cuaderno de bitácora de Salvadore, acababa de recoger y catalogar la Llama de Estal. La muerte tuvo que sobrevenirle poco después de eso. La entrada fue hecha hace una semana.

—Y la Llama de Estar crece sólo en un lugar específico —añadió el capitán Hernán.

—Así que ya ves —dijo Roque—: Sabemos dónde está el Barco del Carnicero.