La gigantesca bestia volvió a hundirse en el mar como si el frente de un glaciar se deslizara dentro de la corriente polar. El impacto de su hocico colosal levantó una gran columna de agua que hizo balancear violentamente hacia babor tanto al Árbol Fulminado como a la Zafiro. Los hombres cayeron y resbalaron por las cubiertas, pues la mayoría habían quedado tan pasmados por la monstruosa visión que no habían buscado un asidero. Belissi gritaba, acobardado, pero su voz era sólo una de las muchas que se alzaban con miedo y rezaban frenéticas plegarias. El pánico había hecho presa en casi todas las almas, incluso en las más duras y sólidas.
La bestia sacó de nuevo el hocico del agua, con las mandíbulas muy abiertas, y mordió las espumosas aguas. Luego, volvió a deslizarse bajo las olas. Junto a la barandilla, Silvaro contemplaba su enorme masa, una escamosa sombra marrón dentro del agitado mar del anochecer. Se parecía a un cocodrilo por la forma, pero se impulsaba con aletas en lugar de patas. Al menos era tan larga como el propio Árbol Fulminado.
—¡Cuidado! —bramó Luka—. ¡Se mete debajo de nosotros!
La cubierta vibró a causa de un terrible impacto, y oyeron el raspar y rascar de la espalda escamosa de la bestia contra el fondo del Árbol Fulminado.
—¡A los cañones! —vociferó Luka—. ¡Apuntadlos hacia ella cuando salga a la superficie!
—¿Contra eso? —le gritó Honduro—. ¡Nuestra culebrina más grande no podría hacerle ni un rasguño!
—Entonces, ¿qué? ¿Qué? —vociferó Luka, que salvo por las más descabelladas historias no tenía ni idea de que una criatura tan grande morara sobre la faz del mundo.
Madre Mía —maldito nombre cariñoso— volvió a salir a la superficie entre el Árbol Fulminado y la Zafiro. El tumulto resultante lanzó agua sobre ambas cubiertas, haciéndolos caer con tal fuerza que se aferraron a cabos para que no los arrastrara. La pobre Zafiro, empequeñecida por la masa descomunal de la criatura, viró violentamente, se escoró y sus palos se inclinaron hacia el agua, a punto de volcar. Luka vio caer hombres al mar.
Atravesó corriendo la inclinada cubierta y comenzó a luchar para cargar la pieza de artillería giratoria más cercana que había junto a la barandilla de babor. Era inútil, pero maldito si iba a quedarse cruzado de brazos mientras la bestia los devoraba.
Sin hacer caso de la maltratada Zafiro, el monstruo se dio la vuelta para regresar hacia el Árbol Fulminado, como si de alguna manera supiera que el pobre Belissi estaba oculto en ese navío. El hocico se estrelló contra un costado del barco como si fuera un ariete, y se oyó un furioso crujido de madera. La totalidad de la nave fue lanzada hacia estribor —su tonelaje estrellado contra el mar que la acogía—, a causa del tremendo golpe.
Sujeto a un vaivén y empapado, Sesto vio a Belissi. El viejo carpintero avanzaba cojeando hacia la barandilla de babor, luchando para permanecer de pie.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Sesto.
—Tengo que ofrecerme —le gritó Belissi, a modo de respuesta—. ¡Entregarme a Madre Mía para que tal vez os perdone la vida al resto de vosotros!
—¡No seas necio! —respondió Sesto, pero por la expresión dé las caras de los desesperados tripulantes que lo rodeaban, se trataba de una idea que apoyaban con total sinceridad.
—¡Belissi!
El carpintero casi había llegado a la barandilla, pero la bestia atacó otra vez y sacudió el casco con otro golpe titánico, lo que hizo que Belissi perdiera pie y cayera. Se levantó, se aferró a la barandilla y pasó por encima.
—¡No! —vociferó Sesto, que se lanzó hacia él.
Se pusieron a forcejear.
—¡Suéltame! —gritó Belissi—. ¡Tengo que hacerlo!
—¡Te digo que no! —replicó Sesto.
Belissi luchaba y empujaba a Sesto, intentando lograr que lo soltara.
—¡No te dejaré hacerlo!
—¡Por favor! ¡Tengo que hacerlo!
De un tirón, Belissi logró soltarse de las manos de Sesto. Frenético, el de Luccini le lanzó un puñetazo. No tenía deseo alguno de herir al anciano, pero fue lo único que se le ocurrió. El puño se estrelló contra el mentón de Belissi y lo derribó sobre la cubierta, desmayado. Sesto aferró el cuerpo inconsciente y comenzó a arrastrarlo por los tablones empapados, mientras el agua de mar caía con fuerza sobre ambos.
Sesto alzó los ojos hacia la barandilla mientras luchaba para arrastrar al carpintero, y vio las enormes fauces de la bestia que se abrían de par en par al alzarse para arrancarle un bocado al costado del Árbol Fulminado, y tragárselos también a ellos.
—¡Luka! ¡Detén ese disparate y ayúdame!
Luka se volvió desde el cañón giratorio y vio que Colmillo atravesaba trabajosamente la cubierta. El viejo señor pirata llevaba una gran caja dorada en los brazos.
—¡Luka, ayúdame a mantenerme de pie!
Colmillo estaba de cara a la barandilla, frente a la inmensidad de la bestia que ascendía. Luka lo aferró y mantuvo firme cuando soltó el bastón y abrió la caja. Colmillo dejó caer la caja, y sostuvo en alto su contenido con ambas manos.
Era un diente. Un solo diente, pero era enorme. Se equiparaba en tamaño a cualquiera de los largos colmillos de la sonrisa de Madre Mía, pero mientras que éstos eran los largos dientes en forma de daga de un reptil, el que tenía el pirata en las manos era plano y de forma triangular. Antiguo, gris, agujereado y gastado, era precisamente igual a los dientes de sierra de un pez carnívoro. Pero ¿qué tamaño tenía el pez carnívoro cuya boca habían llenado unos dientes como ése?
Un alambre de oro envolvía el diente en cuya superficie se habían tallado extrañas runas. Era tan ancho como el pecho de un hombre, y tan largo, hasta la punta, como el antebrazo y la mano de un hombre. Colmillo tenía que sujetarlo con ambas manos, como un escudo o una bandeja, con el garfio de hueso encajado en torno a una esquina. Lo alzó en alto y lo agitó hacia la gran bestia. Luka se esforzaba por mantenerlo en pie y permanecer de pie él mismo.
Durante largos segundos, abriendo grandes surcos en el mar con sus gigantescas aletas, Madre Mía mantuvo alzados del agua la cabeza y el cuello para amenazar al barco que estaba a punto de hundir.
Luego, cerró sus funestos ojos amarillos y volvió a caer, como una avalancha, dentro del mar, para desaparecer de la vista.
Poco a poco, las atormentadas olas comenzaron a calmarse.
Colmillo bajó los brazos y, con ayuda de Luka, se recostó contra el cordaje firme más cercano. Estaba exhausto. Luka cogió el pesado diente de sus manos.
—Vuelve a meterlo en el cofre —dijo Colmillo—. Por favor, con cuidado y con la debida reverencia.
—¿Qué es? —quiso saber Luka, que contemplaba con asombro el objeto que tenía en las manos.
—Lo llaman el Mordisco de Daagon —replicó Colmillo—. Es un amuleto. Se lo quité a un corsario en una acción que tuvo lugar enfrente de Copher. Es un potente talismán contra los diablos del agua, como has podido ver. Ni siquiera a una bestia como ésa le gusta mirar los dientes de aquel que podría amenazarla.
—A mí no me gustaría ver la clase de monstruo al que teme ese otro monstruo —dijo Luka.
—Y puede que ya no viva ninguno, ni siquiera en los lugares más profundos. El Mordisco es muy antiguo, pero los otros diablos recuerdan cómo era. Protege bien contra el mal.
Luka depositó el diente dentro del cofre y, con un estremecimiento, lo cerró.
El tumulto se calmó lentamente, aunque el mar abierto aún estaba picado. Para cuando cayó del todo la noche, ya habían sido recogidos del océano los hombres que habían caído por la borda durante el incidente. Milagrosamente habían salido enteros del oleaje, porque la llegada de Madre Mía había hecho huir de la zona a todos los peces carnívoros.
Mientras Honduro y Casaudor intentaban encender las lámparas de cubierta y recuperar algo parecido al orden entre los conmocionados tripulantes del Árbol Fulminado, Sesto ayudó a Luka a llevar a Jeremiah a su camarote. El anciano estaba pálido y respiraba con dificultad, como si los espantosos acontecimientos lo hubieran obligado a excederse físicamente.
En el camarote reinaba un desorden mayor del que era habitual, porque muchos objetos habían caído sobre la cubierta a causa de las violentas sacudidas del barco. Sesto dejó la caja dorada sobre un banco, y se apresuró a despabilar la mecha de las lámparas mientras miraba a su alrededor con asombro. Silvaro ayudó a Colmillo a sentarse, y luego le sirvió un vivificante trago de ron.
—Preferiría té —dijo Colmillo—, pero ya no hay tiempo para hervir agua. El ron estará bien. —Le temblaban las manos al coger el pesado vaso de plomo—. Estoy muy fatigado. ¿Lo ves, Luka? Ya te he dicho que el fuego se ha apagado. Estoy haciéndome demasiado viejo para este juego.
—No quiero oírte hablar así —dijo Luka.
Los dos permanecieron sentados a la luz amarilla de las lámparas y conversaron mientras Sesto inspeccionaba en silencio las maravillas que contenía el camarote. Lentamente, Colmillo pareció recuperar un poco de vitalidad.
—Bueno, ¿hacia dónde irás ahora, Luka? —preguntó.
—Regreso a Águilas, para ver cómo está mi Rumor.
Colmillo asintió con la cabeza.
—Me hablaste de la traición de Guido, pero no de qué asuntos te habían llevado a Águilas, para empezar. No puede decirse que sea un puerto cordial para los hombres de nuestra estirpe.
—Bastante cordial —dijo Luka—, para un hombre que lleva patente de corso.
Colmillo miró fijamente a Luka durante un momento, y luego estalló en un ataque de risa y resuellos tal que tanto Luka como Sesto temieron que dejaría de respirar.
Al fin, Colmillo dejó de farfullar y se enjugó los ojos.
—¿Así que el mismísimo Halcón ha aceptado patentes? ¡Un corso! ¡Sin duda, que éste es un mundo patas arriba!
—¿Y por qué te resulta tan gracioso? —preguntó Luka—. Tú mismo has aceptado patentes en tus tiempos, de diferentes señores, cuando la empresa te acomodaba.
—Luka, Luka —replicó Colmillo, inclinándose hacia adelante y rodeando con su única mano uno de los enormes puños con cicatrices de Luka—. He hecho muchas cosas en mi vida, muchas, que jamás esperaría que hicieras tú. Soy caprichoso y tengo malhumor, y trazo un rumbo un día y otro al siguiente. Pero tú, Luka, tú tienes determinación, eres libre, imperioso, flemático, y no te posee ni hombre ni amo ninguno. Es lo que siempre he admirado de ti. No se me ocurre ninguna causa lo bastante grande, incluso con riquezas aparejadas, que pueda someter tu voluntad al servicio de otro hom…
Su voz se apagó. Tragó y clavó en Luka una mirada terrible.
—A menos… ¡Ay, Luka, dime que no es verdad! Dime que no has emprendido la tarea en la que estoy pensando.
Luka sonrió.
—He jurado librar los mares del Barco del Carnicero, viejo amigo, o morir en el intento.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho algo semejante?
—Porque alguien tenía que hacerlo, por el bien de todas las buenas almas que haya sobre el agua —replicó Luka.
Quedó bastante complacido con el cariz dramático de la respuesta. Sonaba mejor que «porque el príncipe de Luccini me dio pocas opciones más que no fueran una cuerda colgada de la rama de un árbol o del cadalso».
Colmillo sacudió la cabeza con tristeza.
—¿Y qué clase de rey te ha ofrecido una patente tal que no has podido rechazar?
Luka estaba a punto de replicar cuando respondió Sesto.
—Mi padre, señor. El príncipe de Luccini.
—¡Vaya! —Colmillo se volvió a mirarlo—. ¿Y tú eres…?
—Giordano Paolo, sexto hijo, y el más joven, de su majestad el príncipe.
Colmillo estaba demasiado cansado como para levantarse, pero inclinó profundamente la cabeza con genuina reverencia.
—Mi joven señor, ignoraba por completo en presencia de quién estaba, ni de qué noble linaje era huésped en mi pobre bergantín.
—No hay necesidad de inclinarse, señor —se apresuró a decir Sesto—. El honor es mío, por estar aquí.
—¿Acaso eres, como dicen los estalianos, el rehén que garantiza el cumplimiento del trato? —le preguntó Colmillo.
—Sesto se unió a nosotros por propia voluntad —replicó Luka—. No hay rehenes ni rescates involucrados; ni rescatadores, te lo aseguro. Sesto nos ha acompañado para observar nuestros actos e informar a su padre de nuestro éxito.
—¿Por tu propia voluntad —meditó Colmillo, impresionado— renunciaste a la hermosa vida de la corte para unirte a una compañía pirata, a una compañía, además, comprometida en una empresa tan suicida? Joven señor, permíteme que te diga que en la sangre real de Luccini hay más fuego del que jamás hubiera esperado.
Sesto se sonrojó un poco.
—¿Y qué me dices de tu fuego, Jeremiah? —preguntó Luka—. ¿Se ha avivado un poco después de la acción? Perder el Demiurge, aunque gracias a Guido teníamos pocas alternativas, ha sido un contratiempo. Estaba destinado a ser el espinazo de la flota que se enfrentaría con el Kymera.
Colmillo suspiró.
—¡Ay, Luka!, otro favor no. He roto el juramento que les había hecho a mis hombres al apoyarte contra tu malvado pariente. Eso ha sido por los viejos tiempos, y me ha dejado agotado. Mi fuego se ha apagado, y navego hacia mi cruz, y se acabó. No me pidas que navegue contigo contra el Carnicero.
Luka asintió con la cabeza.
—Aún queda el asunto de las tres veces —dijo luego, en voz muy queda.
Jeremiah Colmillo rio entre dientes.
—Eres el mismo bribón de siempre, Luka. Diría que estamos en paz. He luchado a tu lado contra el Demiurge, como me pediste…
—Ésa es una —lo interrumpió Luka.
—… y he rechazado al dragón marino cuando nadie más podría haberlo hecho.
—Y con ésa son dos —añadió Luka.
—Creo que deberías ser más generoso —dijo Colmillo—. Ese dragón, por sí solo, valía tres, cuatro, cinco, o cualquier cantidad de veces que me hayas podido salvar la vida.
Luka sonrió y asintió con la cabeza.
—Lo sé, lo sé, viejo amigo, pero tenía que pedírtelo.
Colmillo le devolvió la sonrisa.
—Claro que sí. Y en honor a la justicia y al antiguo código de nuestra hermandad…
Recogió el cofrecillo dorado que descansaba sobre el banco, junto a él, y lo deslizó hasta el otro lado de la mesa, hacia Luka.
—Ahí va la tercera —dijo—. Si el Barco del Carnicero es la mitad de demonio de lo que se dice que es, tú necesitarás el Mordisco de Daagon más que yo. Llévatelo; llévatelo con mi bendición. ¡Y ahora, ponte en camino! Detesto las despedidas, especialmente las definitivas, así que no me despediré. Bájate de mi barco y lárgate.
Luka se levantó, recogió la caja dorada y miró por última vez al viejo señor pirata que estaba encorvado en su asiento.
—Espero que halles tu cruz, Jeremiah Colmillo, y que la dejes estar donde la pusiste.
—Y que tú encuentres a tu Barco del Carnicero, Luka Silvaro, y que el Rey Muerte esté de tu lado cuando lo hagas.
* * *
Se trasladaron en lancha de vuelta a la Zafiro. Casaudor y Belissi manejaban los largos remos, y Sesto y Silvaro ocupaban la popa. Belissi parecía más tranquilo y tenía los ojos más brillantes de lo que Sesto se los había visto desde que lo conocía, como si contemplara ante sí un nuevo período vital que le había sido concedido.
—¿Qué significa —preguntó Sesto a Luka— eso de navegar hacia la propia cruz?
—Ningún pirata que valga la sal que come lleva consigo sus riquezas —replicó Luka—. Simplemente lleva una carta privada, a menudo escrita en clave, o con alguna otra artimaña que impida que pueda leerla cualquiera que no esté enterado de su secreto. En esa carta hay una cruz, una X, que marca el emplazamiento del tesoro secreto, enterrado, del pirata. Verás, la cruz marca el lugar. Y cuando un pirata llega al final de su carrera sobre las olas, le hace un juramento a su leal tripulación, y ésta boga hacia esa cruz, bajo la dirección del capitán. Así pues, en esa cruz, cuando la encuentra, descubre las riquezas y las reparte, una porción para cada hombre según sus servicios, responsabilidades y rango. Y ahí se acaba el asunto.
—Pero ¿qué sucede con el barco y los hombres?
—Algunos de los tripulantes podrían heredar el navío. Tal vez Honduro ocupará el mando y se convertirá en capitán del Árbol Fulminado.
—¿Y qué sucede con el señor pirata?
Luka se encogió de hombros.
—No estoy seguro. En realidad, Sesto, nunca había conocido a un capitán que viviera durante el tiempo suficiente como para navegar hasta su cruz y retirarse.
Treparon por un costado de la Zafiro, que aguardaba, iluminada por lámparas en la noche. En la oscuridad cada vez más negra, a la luz vaga de las lunas, vieron que la gran forma del Árbol Fulminado izaba velas para aprovechar el viento del oeste, viraba y se alejaba en la pleamar.
El Árbol Fulminado disparó un último saludo ardiente: luego, metió dentro los cañones, cerró las troneras y se desvaneció en la noche.