En medio de aquel salvaje mar abierto, Luka Silvaro se encontró cara a cara con Jeremiah Colmillo por primera vez en cinco años.
Con las banderas piratas enarboladas, los dos barcos —la primorosa Zafiro y el enorme bergantín Árbol Fulminado— arriaron todas las velas y quedaron girando el uno en torno al otro mientras Luka cruzaba en una lancha con Casaudor e Imgrawl. Costaba mucho remar, pero el mar estaba demasiado picado como para que los barcos se aproximaran. Les lanzaron una escala de viento y treparon por el casco verde oscuro del Árbol Fulminado.
—¡Luka! —gritó una voz chirriante por encima del viento. Era seca y aguda, pero se transmitía con gran fuerza.
La tripulación de Colmillo, todos hombres salvajes y mal vestidos, se apartaron para abrir un pasillo con el fin de que Luka y sus compañeros se acercaran a la sala de bitácora, donde estaba el propio Colmillo.
Jeremiah Colmillo era, en opinión de Luka Silvaro, la última de las leyendas, un recuerdo vivo de los viejos tiempos y las grandes aventuras. Colmillo, que era con mucho el pirata más viejo en activo, había comenzado su carrera en la época en que Ezra Mano Funesta y Metto Maetz aún eran el azote de los mares, y de algún modo parecía llevar consigo esa vieja tradición sanguinaria. Era un señor pirata en el viejo sentido del nombre, y mucho más que eso. Viajero, y también un explorador, en sus tiempos había estado en todos los puntos de la rosa de los vientos, y en ocasiones había sido corso de los señores de Tilea, los marqueses estalianos e incluso, según se decía, de los déspotas árabes. Había abierto rutas comerciales, había hallado nuevos pasos, y había sido el primer hombre del Viejo Mundo que había puesto los pies en algunas orillas extranjeras.
También era amigo de Luka. Bueno, tal vez la palabra amigo era demasiado fuerte, pero estaban unidos por la sangre, y muchas veces habían trabajado juntos como camaradas de armas.
—Deja que te mire —dijo Colmillo—. ¡Ah!, ya aparece el gris en tu pelo, Luka. Estás envejeciendo como yo. La verdad es que oí decir que habías muerto.
—Yo oí decir más o menos lo mismo sobre ti, Jeremiah. Dice el rumor que eres otra muesca en la lista del Barco del Carnicero.
Colmillo escupió sobre la cubierta para alejar la mala suerte.
—No —replicó—. He estado lejos.
A Silvaro, Colmillo siempre le había parecido viejo. Según admitía él, era unos buenos treinta años mayor que Luka, cosa que lo convertía en notablemente longevo, y no sólo para un hombre con una carrera tan preñada de riesgos, sino para cualquier hombre, y punto. Al tenerlo delante, Luka se dio cuenta de que a Colmillo se le notaban, al fin, las huellas de los largos años vividos. Hombre alto y delgado, su cuerpo comenzaba a encorvarse apenas, y las líneas de expresión de su cara eran profundas. Vestía, como siempre, un largo abrigo negro, pantalones de percal y una camisa de puntilla blanca, y las tres prendas parecían quedarle holgadas, como si la edad estuviera erosionándolo. Su largo cabello, echado hacia atrás, era blanco como la nieve y se agitaba al viento. Caminaba apoyándose en un incisivo de narval a modo de bastón. Donde en otros tiempos había tenido la mano izquierda, había ahora un pesado garfio de hueso, el colmillo suavemente curvado de una morsa. Eran muchas las ocasiones en que Luka había visto cómo aquel romo artilugio partía cráneos en combate abierto. Los ojos de Jeremiah Colmillo eran tan oscuros y duros como la antracita, y parecían ser lo único de su persona que no había envejecido ni un solo día.
—¿Lejos? —Luka sonrió—. ¿Has hecho ese viaje, por fin?
Colmillo asintió.
—Hasta el extremo sur, en torno al Cuerno de Arabia. Justo como dije que haría antes o después.
—¿Y qué tal fue?
—Lleno de emoción. —Colmillo sonrió.
A menudo, Luka le había implorado a Colmillo que escribiera una narración de sus hazañas, porque en su vida había realizado muchísimas más proezas de las que debería ser capaz de llevar a cabo cualquier hombre. Sus historias, sus secretos, los extraños hechos de sus empresas, eran gemas invalorables y deberían ser encuadernadas en un libro como los que había en la biblioteca del marqués de Águilas, para que las futuras generaciones aprendieran de ellas. Pero Colmillo se mostraba siempre reservado y no deseaba gloria ninguna en la posteridad.
—Mis historias morirán conmigo —le había dicho a Luka en una ocasión—, salvo aquellas que sean recordadas por gente como tú y transmitidas a otros.
—En torno al Cuerno de Arabia —murmuró Luka—. ¡Por Manann, Jeremiah!, estoy orgulloso de ti.
Jeremiah Colmillo le dedicó a Luka una amplia sonrisa, y lo abrazó con afecto.
—¡Ah, cómo me alegro de verte! Y también a ti, Casaudor, viejo bribón. ¿Aún te atiza con regularidad?
—Cuando le da por ahí. —Casaudor sonrió, y aceptó también un abrazo.
—Y el digno Ymgrawl. Todavía en pie, por lo que veo.
—Igual que vos, señor.
Ymgrawl rio entre dientes, antes de cerrar las manos alrededor de la izquierda que le tendía Colmillo.
—Me preocupaba no encontrarme con nadie —comentó Colmillo—. ¡Por los dioses, el mar está muerto y desierto! Me marcho, y cuando vuelvo las aguas están vacías.
—Es por el Barco del Carnicero, Jeremiah —explicó Luka.
—Hemos oído hablar de eso —intervino Manuel Honduro, mestizo y primer oficial de Colmillo—. En los puertos en los que hicimos escala, en torno al Cuerno de Arabia.
—Es un diablo —dijo Casaudor—. Hace presa en todos. Es una cosa demoníaca.
—Y también es el Kymera —añadió Luka.
Se produjo una larga pausa durante la cual nada se movió, salvo el viento y la crujiente cubierta que se balanceaba a causa de las cabezadas del barco.
—¿El barco de Henri? —preguntó Colmillo.
—El mismo. Maldito y maldito, y maldito otra vez —dijo Luka.
Colmillo sacudió la cabeza con pena. Los tripulantes que lo rodeaban escupieron, tocaron hierro o hicieron signos de protección.
—Reconocí a la Zafiro en cuanto la vi —dijo Colmillo, señalando con el bastón en espiral hacia la balandra que se encontraba a estribor—. Es una monadita. Pero ¿dónde está el Rumor?
—Es una larga historia —dijo Luka.
—Ven abajo y cuéntamela —pidió Jeremiah Colmillo.
Luka y Colmillo bajaron al camarote principal y dejaron a Casaudor e Ymgrawl en cubierta, intercambiando noticias con la compañía del Árbol Fulminado. Luka había olvidado lo mucho que le encantaba visitar el camarote privado de Colmillo. Era un lugar abarrotado y desordenado, lleno de curiosidades y reliquias procedentes de sus viajes: libros, objetos de hueso, artefactos, armas, máscaras tribales, escudos, animales disecados, cabezas montadas sobre soportes, instrumentos musicales y una infinita lista de maravillas. Luka imaginaba que el interior de la cabeza de Colmillo tenía un aspecto parecido.
—Sírvenos a los dos una copa de allí —dijo Colmillo, mientras entraba cojeando y señalaba una cómoda con el colmillo que reemplazaba su mano derecha—. Hay ron, cerveza, un poco de esa maldita agua de la risa kislevita que te hace boquear. ¡Ah, sí!, prueba un poco de eso de ahí. Lo de la botella envuelta en bambú. Ahí, hombre, la tienes delante.
Obediente, Luka vertió el líquido transparente en dos vasitos de dedal que sacó del armario de copas de Colmillo.
—¿Qué es? —preguntó, dubitativo, mientras lo olía.
—Se llama sarkey, y lo beben en las islas de Nipón.
—¿Llegaste hasta Nipón, tan lejos? —preguntó Luka, incrédulo.
—No, hombre. Llegué hasta tan lejos como un puerto donde los mercaderes de Catai lo estaban vendiendo. Es de buena calidad. Me he aficionado mucho a él, aunque ésa es la última botella que me queda. Me han dicho que los nipones lo beben por tazas, como el té.
—¿Qué es… el té? —preguntó Luka.
Colmillo se limitó a reír y sentarse ante la larga mesa de roble. Apartó a un lado bandejas y cuencos de peltre, así como un maltrecho montón de cartas y atlas marítimos.
Luka se acercó con las bebidas. Brindaron y luego bebieron.
—Es bueno —dijo Luka.
—Muy fino. ¡Ah, ahora debes probar esto!
Colmillo revolvió el montón de objetos varios que acababa de apartar a un lado y sacó un cuenco lleno de lo que parecía tasajo.
—¿Carne salada? —preguntó Luka.
—La curamos nosotros mismos. Es buena y crujiente.
Luka probó un trozo y convino que lo era.
—¿Qué es?
—Caballo de río —replicó Colmillo, mientras masticaba un trozo—. Grandes bestias marrones, gordas como cerdos, y salvajes cuando se las irrita. Durante el viaje cazamos una buena cantidad de piezas. La necesidad se impone, íbamos escasos de provisiones, así que desarrollamos el gusto por otras cosas. La serpiente es buena. Y también el caimán. Pero otros animales, ¡puaj! En el sur, amigo mío, hay un caballo a rayas blancas y negras…
—¿Me tomas el pelo?
—No, y es tan arisco como las mulas. Nunca, jamás, comas su carne. Incluso curada sabe a corteza de árbol. Yo preferiría comer rata.
—O serpiente.
—O serpiente, en efecto.
—Este caballo de río… ¿qué clase de bestia era?
Colmillo se encogió de hombros, y extendió un brazo para coger un cuaderno de grandes dimensiones. Lo abrió y fue pasando las páginas, páginas cubiertas de curiosos dibujos y extraños signos.
—El caballo de río. Ese, ¿lo ves?
—Es un bicho muy feo. ¿Qué nombre le has dado?
—¿Eh?, caballo de río… —replicó Colmillo, como si hubiera sido una pregunta con trampa—. La gente del lugar nos enseñó a cazarlos. Eran un tipo de gente con la piel muy negra, como el carbón.
—¿Ebonianos?
—No, todavía más negros. Y no llevaban nada de ropa que les tapara las vergüenzas, pero conocían bien el territorio y sus recursos. Eran buenos cazadores. DeGrutti dibujó las bestias que encontramos. Esto es su libro de notas. Fíjate, le dio al caballo de río un nombre pomposo en la lengua antigua. Hipo, que significa «caballo», y potamos, que quiere decir «río».
—Es un nombre idiota. Nadie lo recordará jamás. Me parece que los llamaré caballos de río, igual que tú. —Luka volvió las páginas del libro, maravillado ante los dibujos—. Vaya, DeGrutti es un dibujante muy fino. Estas bestias son asombrosas. ¡Esta de aquí, con un cuello tan imposiblemente largo!
—Sí. A ésa la llamamos cuello largo.
—Tiene sentido —observó Luka, que continuaba pasando páginas—. ¿Cómo está DeGrutti?
Nicholas DeGrutti era un erudito de las ciencias naturales, procedente de Tilea, que se había unido a la tripulación de Colmillo una docena de años antes, para estudiar las maravillas de la naturaleza que pudiera encontrar durante los viajes del Árbol Fulminado. Se había convertido en el mejor amigo y confidente de Colmillo, aunque no era un pirata, y Luka había disfrutado escuchando las narraciones del hombre.
—¿Nico? —dijo Colmillo con tristeza—. Murió. Lo mató un caballo de rio.
—¡Ah! —dijo Luka, y volvió a dejar en el cuenco el trozo de tasajo a medio comer.
—No ese caballo de río en concreto —rio Colmillo.
—Aun así —replicó Luka—. El apetito parece haberse desvanecido.
—Bueno, cuéntame tus noticias —pidió Colmillo.
Luka comenzó la narración hablando de su captura y su regreso, del trato hecho con el príncipe de Luccini, de la enemistad con Guido y, por supuesto, del Barco del Carnicero. Los vasos estaban vacíos cuando acabó, y Colmillo le hizo un gesto para que volviera a llenarlos.
—¿Así que Guido ha vuelto a engañarte? No me sorprende. Lo único que me extraña es que no lo hayas matado ya.
—Ése es el propósito de este viaje —le aseguró Luka—. Con independencia de lo que me haya hecho en el pasado, nada puede compararse al crimen que ha cometido contra el Rumor.
—Pero no podrás acercarte y acabar con un buque de esas dimensiones si sólo cuentas con la monadita de la Zafiro.
—¿Cómo sabes que el Demiurge es un gran buque? —preguntó Luka.
Colmillo sonrió.
—Porque me lo encontré ayer. En mar abierto. Navegaba hacia el este a una velocidad terrible. Me dirigí hacia él con la esperanza de obtener noticias, pero no le gustó mi aspecto, porque me disparó a la proa con toda una banda. Lo dejé en paz. Ya no tengo interés en perseguir barcos.
—Pero ¿era el Demiurge?
Colmillo asintió con la cabeza.
—Va medio día por delante de ti, Luka. Pero aunque le des alcance, no sé cómo te propones derrotarlo. Te supera en artillería por cuatro piezas contra una.
—Cinco contra una, en realidad. Simplemente, confiaba en que el mar me mostraría un modo de lograrlo, cuando llegara el momento. —Luka miró a Colmillo.
Colmillo entendió la mirada y negó con la cabeza.
—Ah, no. No, no, no. Luka, no me pidas eso. Soy demasiado viejo y…
—Está el asunto de las tres veces —dijo Luka.
—Pensaba que habían sido dos —comentó Colmillo.
Luka negó con la cabeza.
—No, tres veces. En Sartosa, durante la pelea en la taberna. El hombre de la azuela. En segundo lugar, ante la costa de Luccini, ese mismo verano. Los hombres de la guardia costera. Uno llevaba una pistola escondida. La tercera, cuando nos enfrentamos con aquellos corsarios ante el golfo Negro. Tres veces, Jeremiah.
Colmillo negó con la cabeza.
—¿Son tres? Maldición. No debería haberme detenido a saludarte.
—¿Qué sucede? —Luka rio entre dientes—. ¿Se ha apagado el fuego de tus venas?
La respuesta de Colmillo lo detuvo en seco.
—Sí, Luka, así es. El fuego se ha apagado. Cuando me has encontrado hoy, bogaba hacia mi cruz.
—No…, no, ¿verdad que no?
Colmillo asintió con la cabeza.
—Soy viejo, Luka. Demasiado viejo, ya. Este último viaje ha sido el final. He acabado con el mar. Navego hacia mi cruz, y ése será el fin.
Luka se recostó en el respaldo, desanimado, desdichado.
—No puedo creerlo —dijo—. Jeremiah, pensaba que tú y el Árbol Fulminado continuaríais hasta el final de los tiempos.
—Éste es el final de los tiempos —replicó Jeremiah en voz baja—. De mis tiempos. Soy viejo, Luka. Me pesan los huesos y mis miembros son lentos. Estoy muriéndome, amigo mío. Sólo quiero hallar mi cruz, pagar a mis valientes hombres y descansar la cabeza sobre una almohada blanda.
Luka se puso de pie.
—Respetaré eso, por supuesto. Jeremiah, esta noticia me llena de tristeza el corazón. El mar te echará de menos. Me marcharé a mi balandra y me quitaré de tu camino.
—La Zafiro es una nave adorable —dijo Colmillo—, pero nunca podrá con ese buque.
—Confío en que el mar me enseñará una manera de lograrlo.
—¿Luka?
—¿Sí, Jeremiah?
—¿Realmente fueron tres veces?
—Sí, señor.
Jeremiah Colmillo se puso de pie.
—En ese caso, creo que mi cruz puede esperar un poco más.