Capítulo 23

La noche cayó, inquieta, en la ciudad de Águilas. Había pasado todo un día desde la partida nocturna de la Zafiro. Tras quitarse de la cabeza toda preocupación por Luka y Guido, y la sangrienta persecución hacia el destino —porque sabía que ahora estaban muy fuera de su poder de influencia—, Roque se había puesto a desarrollar una actividad furiosa. Había pasado tres horas de la mañana en una reunión con los maestros carpinteros de navío, el capitán Hernán y oficiales de la corte del marqués, negociando las urgentes reparaciones del Rumor. El marqués declinó implicarse personalmente, pero Hernán no se quedó corto a la hora de transmitir el desagrado de su excelencia.

—Piratas que engañan a piratas y se apuñalan entre sí por la espalda. Esto es exactamente lo que esperamos de la escoria desgobernada como vosotros —anunció Hernán—. Os peleáis, os enemistáis y os comportáis como ratas de cloaca. El marqués cree que no debería haberse involucrado en vuestros asuntos, a pesar de vuestras patentes y sellos. Águilas os ha proporcionado de buena fe la mano de obra y los materiales, y ahora ese esfuerzo ha sido destruido. Es ofensivo.

Roque había estado tentado de preguntarle al capitán si pensaba que Luka era un buen espadachín, pero se mordió la lengua. «Silvaro os venció —tenía ganas de decir—, y yo soy un espadachín mucho mejor que él. ¿Decidimos esto en un duelo?».

Se obligó a actuar con la diplomacia que sabía que Luka esperaría de él. Se disculpó y volvió a disculparse, y reafirmó la decidida intención de los Saqueadores de buscar y destruir el Barco del Carnicero. Al final, Hernán fue apaciguado, posiblemente porque Luka había sido lo bastante inteligente como para dejar a cargo de las cosas a un estaliano de sangre noble y verbo brillante como Roque, para que intentara calmar las cosas. A mediodía ya habían comenzado los trabajos de reflotado, bombeado y reparación del Rumor.

Al anochecer, Roque se marchó del puerto. Los trabajos continuarían durante las veinticuatro horas del día y los operarios trabajarían iluminados por lámparas. Roque dejó a Benuto a cargo de las cosas, y ascendió con Tende por las calles de la ciudad vieja.

—¿Adonde vamos? —preguntó el eboniano.

—A tomar una copa tranquilamente —replicó Roque.

Se detuvieron en una casa de comidas de la parte superior de la ciudad vieja, y compartieron una bandeja de arroz con camarones y una botella de moscatel. En torno a ellos, a lo largo de las calles tranquilas y estrechas, se alzaban las mansiones encaladas y los jardines amurallados de los grandes. Los naranjos estaban cargados de fruta y colmaban el aire con su aroma.

—Estoy maldito —dijo Roque tras un largo silencio—. El toque demoníaco de Reyno… está dentro de mí y se niega a abandonarme.

—Lo sé —replicó Tende—. Ya lo esperaba. ¿Quieres que te mate? Conozco varios modos indoloros de hacerlo.

Roque negó con la cabeza.

—No, no, viejo amigo. Pero te agradezco la oferta. Ahora, escúchame. La maldición del Barco del Carnicero está dentro de mí, de manera irrevocable. En mi sangre, en mis sueños, en mi alma. Estoy condenado. Antes o después, saldrá a la superficie y me consumirá.

Tende asintió con la cabeza.

—El Rey Muerte tendrá un sitio reservado para ti en su alta mesa, Roque.

—Sí, creo que podría ser. —Roque sonrió—. Pero antes de que amanezca ese grandioso día, continúo teniendo una conexión, un lazo demoníaco que me une al Barco del Carnicero que perseguimos.

Tende encogió sus enormes hombros negros y vació un vaso de moscatel.

—Lo tienes, lo tienes.

Roque se recostó en el respaldo y cruzó los brazos.

—Bueno, pues yo podría limitarme simplemente a esperar a que mi condena se cumpliera…

—¿O?

—O… podría usar ese lazo. Usar mi maldición. Si estoy conectado con el Barco del Carnicero a través de su magia contagiosa, sin duda tendría que poder valerme de ese hecho en nuestro propio beneficio.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tende, cauteloso.

—Necesitamos encontrarlo. Seguirle el rastro. Cuando Luka regrese… y no me cabe duda de que lo hará…, dispondremos sólo de pocas semanas para localizar a nuestra presa antes de que acabe la temporada y llegue el invierno. Quiero volver la maldición que llevo dentro contra sí misma. Quiero adivinar dónde se encuentra el Barco del Carnicero.

Tende exhaló y negó con la cabeza.

—Estás hablando de vudú poderoso, la peor de las magias negras. No puedo hacer eso por ti, Roque. Sé que por eso me has invitado aquí, pero simplemente no puedo.

—Lo hiciste bastante bien en Isla Verde.

Tende se sirvió otra copa.

—Sí, lo hice, en contra de toda mi prudencia. Y mira cómo me drenó eso.

No podía pasarse por alto el hecho de que Tende era ahora conspicuamente más pequeño que cuando había desembarcado en Isla Verde.

—Eso ya lo sé —dijo Roque—, pero me malinterpretas. No te pediría eso a ti, amigo mío. Te he traído aquí porque… simplemente he pensado… que podrías conocer un sitio…

La bruja moraba en una casa en proceso de desmoronamiento situada en el extremo occidental de la bahía. En el jardín ardían centenares de velas, y Roque reparó en las extrañas marcas y los raros sigilos inscritos en las piedras de la entrada.

De los árboles pendían campanillas de vidrio y sartas de cuentas espejadas que titilaban en el aire de la noche.

—Espera aquí —dijo Tende, y entró.

Pasaron diez minutos, quince; Roque permanecía junto a la entrada y tocaba con los dedos el pomo del sable. Las mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la luz de las velas. Un zorro de pelaje tan blanco como la nieve ártica cruzó el camino y miró a Roque con ojos espejados, antes de desaparecer entre la maleza llena de grillos.

—Te recibirá —dijo Tende, que había aparecido como salido de la nada.

El eboniano condujo a Roque al interior de la casa. El vestíbulo estaba cubierto de anaqueles desde los que cráneos de animales miraban ciegamente hacia la oscuridad. Del techo colgaban hierbas, y el aire olía a especias, ungüentos e incienso.

En el fondo del vestíbulo había dos muchachas, eran asombrosamente altas y voluptuosas. Ambas iban tan prácticamente desnudas que los pocos suspiros de puntillas que las adornaban parecían un pensamiento de última hora. Besaron a Roque en la boca y descorrieron una cortina de seda.

Con estremecimientos y con el corazón acelerado, Roque entró en la habitación circular del otro lado. La bruja lo aguardaba. Era sorprendentemente joven, de piel oscura, y llevaba el pelo recogido en alto con un pañuelo de seda. Rio al ver a Roque, y le hizo un gesto para indicarle que se sentara. La pequeña mesa de las cartas estaba cubierta con una tela de seda púrpura que lucía los signos del zodíaco bordados con hilo de plata.

Roque se sentó e intentó no hacer caso del hecho de que las manos de la hermosa bruja eran viejas y arrugadas.

—Muchos problemas —dijo ella—. ¡Ay! Muchísimos. Por vuestra alma circulan cosas oscuras, señor. Las oigo cómo me llaman. ¡Ay, que cosas tan malignas!

Roque sonrió para complacerla.

—No necesito la cháchara, señora —dijo—. Guardadla para la gente vulgar a la que le gustan los espectáculos.

Cogió una bolsita de fieltro que llevaba al cinturón, aflojó los cordeles y la agitó para depositar sobre la mesa veinte doblones de oro.

—Pago bastante bien. Simplemente, ejerced vuestro oficio.

—¡Ah! —dijo la hermosa bruja—. Bien, pues, si es así como lo queréis.

—Lo es. Nada de ambientaciones necias. Sólo la parte profesional.

—Enseñadme vuestra mano.

Roque le tendió la izquierda. Ella la tomó y la examinó, y Roque se obligó a no respingar al sentir el contacto de los arrugados dedos.

—Lo que me ha contado vuestro amigo es verdad. Estáis maldito. ¡Dioses, me siento enferma con sólo tocaros! ¿Qué queréis averiguar?

—El Barco del Carnicero. Deseo saber dónde está.

—Esperad, esperad… ¡Ah, sí…!, cerca de aquí. Un poco más arriba de la costa, en dirección norte. ¡Qué oscuridad! ¡Qué aflicción! Huelo flores.

Roque se sobresaltó. También él percibía un olor a flores en ese momento, ya que el perfume invadía la pequeña estancia. La luz de las velas osciló como si una presencia entrara en la habitación que ocupaban.

—¡Ohh! —dijo la bruja. Y luego—: ¡Ahhhhh! ¡Lo veo! —añadió, bruscamente—. ¡Tiene cajas con plantas! ¡Los nombres están escritos en las tapas, en tileano!

—¿Cajas de plantas? —preguntó Roque.

—¡Sí, sí! Veo un nombre. Salvatore…, Salvadore…, algo así. Busca algo. ¡Ah, tan brillante! ¡Ah, tan vivida! Una orquídea. ¡La Llama de Estal! ¡Ahhh, qué brillante! Qué…

Apartó las manos de las de él.

—Bueno, espero que eso os haya ayudado.

—¿Eso es todo?

—Sí —replicó la bruja—. Una lectura muy clara.

—¿Eso es todo?

—Es todo lo que me han enseñado los espíritus.

—¿De verdad?

Mientras bajaban para regresar a la zona portuaria, en el aire de la noche, Roque volvió la cabeza para mirar a Tende.

—¿Te das cuenta de que eso me ha costado veinte doblones? ¿Veinte doblones?

—Un dinero bien gastado.

—Por las lágrimas de Manann, es la última vez que te pido un favor.

* * *

—¡Vela a la vista! —gritó el vigía.

La Zafiro, ya a dos días de Águilas, atravesaba el mar agitado dando bruscos saltos, y corría como un sabueso.

—¿La ves? —le preguntó Silvaro a Silke, que ajustaba torpemente su catalejo.

—Veo un barco oscuro… —comenzó Silke. Silvaro le quitó el catalejo de las manos y se lo llevó a un ojo.

—Allí está. Preparad los cañones. Llamad a la tripulación a sus puestos.

—Sí, señor —dijo Silke.

—En el nombre de un dios, pero si viene lanzado —dijo Silvaro sin dejar de mirar—. ¡Pedazo de bastardo enorme! Y se dirige directamente hacia nosotros.

—¿El Demiurge? —preguntó Casaudor.

—No, no lo es. —Silvaro volvió a enfocar con el catalejo—. ¡Santos benditos! ¡En el nombre del Rey Muerte y de todos los que lo siguen, es el Árbol Fulminado!