Capítulo 22

Habían usado una carga de pólvora para abrirle una brecha al Rumor por debajo de la línea de flotación. Agujereado, se había hundido en el agua en ángulo inclinado, junto al muelle. Aún salía vapor por sus escotillas. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera ir a ninguna parte.

Luka desmontó, le arrojó las riendas a Duero y avanzó lentamente hacia el Rumor, sin hacer caso de la conmoción ni de las figuras que corrían en torno a él. Sonaban las campanas y se había alertado a la guardia de la ciudad. Miembros de la compañía de los Saqueadores, a los que habían ido a llamar a las tabernas y burdeles, se reunieron con su capitán para contemplar con incredulidad el bergantín malherido.

Aquello era una infamia. Guido se había pasado. Robar el Demiurge y huir ya era un crimen bastante grave, pero Guido Dedos Ligeros, sabedor de que su medio hermano iría tras él, había herido intencionadamente al Rumor para que no pudiese navegar.

Luka ya estaba temblando de furia, y aún quedaban novedades.

—Se ha llevado a Sesto —dijo Ymgrawl.

El curtido bucanero tenía una mano sobre una herida abierta en un costado de la cabeza.

—¿Qué?

—Sesto estaba a bordo del Demiurge —replicó Ymgrawl—. No pude impedir que subiera.

—¿Y a ti qué te ha sucedido? —preguntó Silvaro.

—Ese bastardo de Curcozo, me ha sucedido —replicó el bucanero con amargura.

—¡Silke! ¡Silke! —bramó Silvaro hacia la humosa oscuridad.

Apareció el patrón de la Zafiro, claramente agitado por los acontecimientos de la noche.

—Prepara a la Zafiro para zarpar. De inmediato, ¿me oyes?

—Sí, Luka —asintió Silke, y comenzó a gritarles órdenes a sus hombres.

—¿Irás con la Zafiro tras Guido? —preguntó Roque.

—Es un barco condenadamente veloz. Con suerte, podríamos darle alcance al Demiurge, a pesar de la ventaja que nos lleva.

—Y luego, ¿qué? —preguntó Roque—. La Zafiro no puede enfrentarse en solitario a un buque de ese tamaño.

—Puede y lo hará —le espetó Silvaro—. Encontraré el modo. Roque, con la furia que tengo dentro ahora mismo, podría enfrentarme al Demiurge con sólo una lancha y una pistola.

Roque alzó las cejas.

—No lo dudo, Luka —dijo.

Luka le volvió la espalda y comenzó a pasearse; la mente le funcionaba a toda velocidad. Lo que realmente lo alteraba no era la traición de Guido, ya que sabía de qué era capaz aquel hombre. El dolor que sentía Luka era por la desconcertante traición del mar. Habían realizado la prueba, y el mar había juzgado que Guido era digno de confianza. ¿Acaso había mentido el mar, o Guido había hallado una manera de engañar incluso a las aguas de eternas olas? Y si lo primero era verdad, entonces el mar y el Rey Muerte habían abandonado totalmente a Luka Silvaro.

—Reúne una compañía de hombres de armas bajo tu mando —dijo Luka a Casaudor—. Vendrás conmigo a bordo de la Zafiro. Roque, hazte cargo de las cosas aquí. Mira a ver qué puedes hacer para conseguir la ayuda del marqués en cuanto a unas reparaciones rápidas en el Rumor.

Roque asintió con la cabeza, aunque sabía que un trabajo así sería una empresa seria. Su amado Rumor podría incluso haber quedado en un estado irrecuperable.

—Yo iré con vos —dijo Ymgrawl a Silvaro. No era una solicitud, sino una declaración de intenciones—. Tengo un asunto que arreglar con Curcozo.

Pasaron otras tres horas antes de que la Zafiro se hiciera a la mar y se alejara velozmente, noche adentro. Soplaba buen viento, y Silke le ordenó a la tripulación que izara no sólo la vela mayor, sino también la gran latina, que se extendía sobre el bauprés.

A gran velocidad, con el agua siseando al rozar su blanca proa, la Zafiro salió disparada a mar abierto como la flecha de un arco largo.

* * *

Ya había pasado la mitad del día siguiente cuando Sesto despertó. Le dolía tanto la cabeza que apenas se atrevió a moverse durante unos minutos, y cuando lo hizo, sintió náuseas.

Estaba sobre una cama deshecha, dentro de un camarote pequeño y oscuro. Hacía frío, y en el aire había un olor tan fuerte a salitre que no necesitó el movimiento de la cubierta ni los constantes crujidos reumáticos de las tablas que lo rodeaban para saber que estaba en el mar. Al menos la sensación de balanceo era real, y no sólo un síntoma de su malestar.

Sesto no recordaba dónde estaba ni qué se suponía que…

De repente, todo le volvió a la memoria. Se incorporó, volvió a marearse, y entonces se sentó en silencio para intentar aclararse la cabeza, con el cuerpo cubierto de sudor frío: Guido, la cena a bordo del Demiurge

De inmediato supo que ahora se encontraba en el Demiurge. A pesar de los aromas que tenían en común —salitre, brea, humo, grasa—, todos los barcos poseían su propio olor particular. La Zafiro olía a limpio y a cera, con un toque de alcanfor y linaza. El Rumor tenía un olor mucho más sólido, un almizclado perfume de pólvora, carne de tortuga y especias, indudablemente a causa de los penetrantes olores de la especiada cocina de Fahd. Ése era el Demiurge. Olía a sentinas sucias, clavo y cebolla.

Sesto sabía que lo habían drogado, y supuso que lo habían secuestrado. Habían desaparecido su pistola y su espada. No obstante, no estaba atado ni nada limitaba su movilidad, y no habían echado llave a la puerta del camarote.

Salió al oscuro pasillo y subió hacia la cubierta, mientras sus piernas compensaban de modo automático el fuerte balanceo de la cubierta. «El mar debe estar bastante picado», pensó.

En cubierta, entrecerró los ojos para protegerse de la dura luz. Era un día brillante y borrascoso, frío y con un gran cielo blanco. El mar gris, cubierto de blancas crestas, estaba muy agitado, y el Demiurge lo surcaba hendiendo las olas, con todas las velas desplegadas. Estaba lloviendo, y Sesto cerró los ojos y dejó que las gotas le lavaran la cara.

Miró a su alrededor. No se veía ni rastro de tierra. Sólo un mar agitado por todas partes.

—¿Habéis dormido bien, maese?

Sesto se volvió. Guapo Onofre, que tenía cuerdas sobre un hombro, le dedicaba una ancha sonrisa.

—¿Dónde está Guido? —preguntó Sesto.

—Donde debe estar un capitán —replicó Onofre.

Sesto pasó de largo ante el hombre y recorrió la cubierta intermedia. La tripulación estaba ocupada con el velamen, tirando de los cabos en equipo. Sonaban silbatos, y las órdenes se gritaban en cadena de un grupo a otro.

Algunos hombres lo miraron al pasar.

Guido se encontraba en la toldilla de popa, junto al timón. Kazuriband, el timonel, movía la pesada rueda sujetándola por el radio principal, y Curcozo, el primer oficial, estaba de pie junto al capitán. Todos miraron a Sesto con una expresión algo divertida cuando apareció a la vista por la escala.

—Maese Sciortini —dijo Guido con una media reverencia burlona—, qué amable sois al reuniros con nosotros.

—No lo creo así, señor. No se me ofreció alternativa alguna.

Guido asintió con la cabeza.

—Muy cierto.

—Habéis abandonado a Luka —dijo Sesto.

—Hemos hecho algo más que abandonarlo —murmuró Curcozo, pero no acabó la observación.

—Mi medio hermano y yo no nos llevamos bien, Sesto. Pensé que lo mejor era romper nuestro acuerdo, y que cada uno fuera por su lado.

—Eso lo pensasteis cuando ya os había entregado un barco y una tripulación.

Guido miró a Sesto con desprecio.

—¿Esperáis que me sienta culpable? Soy un pirata. Esto es lo que hacemos.

—¿Y qué es exactamente lo que estamos haciendo? —preguntó Sesto.

—Nos marchamos a casa.

—A Sartosa.

—No, Sesto. A Sartosa no. A vuestra casa. A Luccini.

Sesto sonrió y sacudió la cabeza.

—Para reclamarle la recompensa a mi padre.

—Exacto.

—Por una tarea que no habéis concluido.

Guido le dedicó una ancha sonrisa.

—El príncipe no tiene por qué saber eso. No hasta que nos haya pagado y nos hayamos marchado.

—Tengo que estar pasando algo por alto —dijo Sesto—. Sé que me necesitáis para llevar a buen término este descarado engaño, pero tenéis que daros cuenta de que no apoyaré vuestra historia ni por un momento.

—Por supuesto. Desgraciadamente, para cuando lleguemos a Luccini vos estaréis muy enfermo, tanto que no podréis hablar. Vuestro padre se sentirá aliviado sólo por haberos recuperado con vida. Onofre es muy diestro con los filtros y los venenos, como ya descubristeis anoche. Vuestro malestar será muy convincente.

—Luka vendrá tras vosotros —dijo Sesto.

—No, no creo que lo haga.

Sesto miró fijamente a Guido por un momento, y luego dio media vuelta y abandonó la toldilla de popa. Tembloroso y enfermo, deambuló durante más de una hora por las cubiertas superiores del Demiurge, mientras consideraba las opciones que tenía. Más de una vez pensó en arrojarse al agitado mar para privar al vil Guido del naipe ganador, pero Sesto no quería morir. Y a pesar de lo que había dicho Guido, estaba seguro de que Luka acudiría. No por él, sino para vengarse. Luka querría ver a Guido muerto por eso.

Sesto decidió esperar el momento propicio y ver qué le deparaba el destino. Pasaría al menos una semana antes de que llegaran a la Tilea continental, y en ese tiempo, las cosas podrían cambiar. Incluso Sesto podría ponerle las manos encima a una espada y deslizarla entre las costillas de Guido.

Estaba de pie ante la barandilla de proa, debajo del trinquete que restallaba al viento, mirando el mar, gris y agitado, y la lluvia, cuando reparó en una figura que estaba acurrucada junto al ancla de proa, con aspecto miserable.

—¿Belissi?

El viejo carpintero se volvió con dificultad y lo miró.

—Maese Sesto, señor —replicó.

—Por el amor de Manann, Belissi —dijo Sesto—. Pensaba que eras un hombre de Luka. Nunca hubiera pensado que podrías unirte a este hatajo de bribones.

—¡Ay!, me confundís, señor —dijo Belissi—. Yo no formo parte de esto. En absoluto; pongo al Rey Muerte por testigo. Anoche estuve trabajando en las brazolas hasta tarde, y me tumbé a dormir allí donde estaba para poder retomar las herramientas en cuanto me despertara. Esta mañana me encontré con que nos habíamos hecho a la mar. Imaginad mi consternación. Me encontró ese bastardo de Curcozo, y tanto él como Alberto Largo estaban decididos a rajarme la molleja y echarme por la borda, pero Guido les ordenó que no lo hicieran. Dijo que podría vivir si le prestaba juramento y ponía mi oficio a su disposición. Aún quedan muchas reparaciones por hacer en este viejo buque.

—Pobre compañero. Ambos somos prisioneros, al parecer.

Belissi asintió con la cabeza.

—Sí, señor, pero imagino que no por mucho tiempo.

Sesto se dio cuenta de que el anciano carpintero estaba angustiado, y no sólo por su situación como tripulante reacio de la compañía de Guido Dedos Ligeros. Estaba asustado y desesperado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sesto.

—Quiero decir que nos hemos hecho a la mar, joven señor. Nos hemos hecho a la mar desde el continente, y yo no he hecho mi ofrenda habitual. Ella estará enfadada por eso, ¿sabéis?

—¿Quién estará enfadada? —preguntó Sesto, aunque temía la respuesta que sabía que estaba a punto de oír.

—Madre Mía —replicó Belissi—. No he hecho mi ofrenda para apaciguarla. Vendrá. Vendrá a por mí y a por todas las almas de este buque condenado.

Sesto fue a buscar a Guapo Onofre y le exigió una jarra de ron. Onofre, ligeramente divertido, sacó una de las bodegas. Sesto regresó a la barandilla de popa y le hizo beber el dulce licor al carpintero de una sola pierna para calmarle los nervios.

—¿No podéis tallar ahora otra pierna de madera y hacer la ofrenda?

Belissi negó con la cabeza.

—Ya es demasiado tarde, señor, demasiado tarde. Madre Mía se enfada con rapidez.

Permanecieron sentados durante una hora, más o menos, pasándose la jarra de uno a otro, aunque Sesto bebía pequeños sorbitos. Belissi se emborrachó bastante, pero al menos pareció relajarse.

El viento arreció con mayor furia, y el Demiurge se sacudía y estremecía violentamente al remontar las hinchadas olas. Sesto oyó un grito.

Procedía del puesto del vigía, que estaba gritando con todas sus fuerzas.

—¡Vela! ¡Vela a la vista!

Reinaba la actividad en la cubierta de popa y se gritaban órdenes que Sesto no oía bien a causa del azote del viento. Se levantó y miró mar adentro, pero no logró distinguir nada en medio del agua pulverizada y las olas. La lejanía era un hirviente torrente gris envuelto en brumas.

—Tomad —dijo Belissi, mientras se ponía de pie y le ofrecía a Sesto un pequeño catalejo de latón que llevaba en la bolsa de herramientas.

Sesto extendió el instrumento y miró hacia la oscuridad de la tormenta.

Y allí estaba, justo por encima de la línea del horizonte.

Un descomunal barco negro.