Capítulo 21

—Aún no hemos tenido la oportunidad de conocernos, maese Sciortini —dijo Guido Dedos Ligeros.

Habían pasado diez días desde aquella prueba capaz de destrozarle los nervios al más pintado, y en ese tiempo, Guido había cambiado mucho. Alimentado y limpio, presentaba una figura mucho más robusta que la del desdichado al que habían sacado a rastras, gimoteando, de la caja de cadenas de la Zafiro. Estaba peinado y afeitado, llevaba botas nuevas de cuero estaliano, calzones negros de fustán, una blusa blanca y un abrigo largo de tafilete azul acero. Una bruñida hoja en forma de gancho sobresalía de la manga izquierda en lugar de la mano perdida; había sido unida al muñón de la muñeca mediante una cazoleta metálica sujeta al antebrazo con correas. Entre las cuentas que le adornaban la perilla había enhebradas destellantes gemas, y llevaba puesto un sombrero tileano de capitán, un tricornio de fieltro púrpura que le hacía sombra en los ojos.

Pero los cambios operados en Guido Dedos Ligeros eran más profundos que eso. La diferencia real residía en sus modales y postura. Había recobrado su confianza, su sedosa arrogancia. Después de mucho debate, ya superada la prueba, Silvaro había accedido a comprobar las cualidades de Guido como patrón del Demiurge. Sesto sabía que eso, más que nada, era debido al hecho de que Silvaro deseaba evitar tener que aceptar al sobrino del marqués. No obstante, hablando con Sesto en privado y relajado, Luka había admitido que Guido era un buen patrón y un diestro capitán de guerra, capaz de trabarse en combate con los mejores y sobrevivir.

—Pero mantente fuera de su camino —le había aconsejado Luka.

Sesto había hecho precisamente eso. Había sido un período de mucha actividad, durante el cual los trabajadores de Águilas habían trabajado las veinticuatro horas del día para reparar los barcos. Guido había pasado la mayor parte de ese tiempo a bordo del Demiurge, para poner a prueba a la tripulación recién reclutada y someterla a duro entrenamiento. Había robado un buen número de Saqueadores veteranos para que formaran parte del grupo, principalmente aquellos que estaban unidos a él por viejas lealtades. De la tripulación de Silke se había quedado con Curcozo como primer oficial, Vinagre Bruno, Alberto Largo y otros siete. Silke había protestado, pero se habían intercambiado Saqueadores entre el Rumor y la Zafiro para equilibrar la compañía.

El propio Silvaro había estado ausente durante varios días, recorriendo la costa con Casaudor y un destacamento de guardias que estaban bajo las órdenes del capitán Duero. Habían ido de una ciudad portuaria a otra, de una aldea a la siguiente, reuniendo información y rumores. Se habían producido avistamientos del Barco del Carnicero. En un pequeño poblado que basaba su industria en la captura y el curado de la caballa, el temido buque había sido visto al otro lado de la bahía hacía apenas dos noches, bogando hacia el norte como un fantasma en el crepúsculo.

Ocho días después de la prueba, Guido había sacado al Demiurge del puerto por primera vez para realizar maniobras y llevar a cabo entrenamientos de navegación en el estrecho. Acabado de limpiar y pintar, con velas tan blancas como las nubes, constituía un espléndido espectáculo mientras se alejaba majestuosamente del puerto. Ya no era el oscuro gigante, el falso Kymera con el que se habían enfrentado en la restinga del Ángel.

Sesto se había mantenido reservado. En su condición de huésped del marqués, pasaba tiempo en la biblioteca del palacio para estudiar calendarios, atlas marítimos y otros raros volúmenes concernientes a la naturaleza del mar y todo lo que albergaba. Su escolta era el capitán Hernán, que demostró ser un hombre de inmenso ingenio y refinada educación. Hernán lo ayudó de muy buena gana en la empresa de descubrir si la preciosa colección del marqués podía contener alguna pista respecto a la naturaleza y calidad mágica del Barco del Carnicero.

Sólo una vez, durante el erudito trabajo al hacer una pausa para beber una copa de jerez, presentó Hernán alguna queja.

—Mi señor —dijo a Sesto—, ¿cómo podéis navegar con un bastardo como Silvaro? A mí me parecéis un caballero de refinados modales y noble cuna. Y, sin embargo, os asociáis con el mismísimo Halcón.

—Luka es un hombre peligroso, capitán —concedió Sesto—, pero el trabajo que tenemos por delante es peligroso. ¿Qué dice el refrán…? Estoy seguro de que también lo tenéis aquí… «Envía a un filibustero a atrapar a otro filibustero».

Hernán asintió con la cabeza.

—¿Y a un demonio a atrapar a otro demonio?

—Entiendo vuestra animosidad, capitán. Bien saben los dioses que está justificada, pero la experiencia me ha enseñado que conocer a Luka Silvaro es conocer a un hombre honorable.

—Es un pirata, señor.

—Sí, es un perro de Sartosa, pero si todos los piratas fueran como él, no se habrían ganado el nombre de perros.

* * *

Sesto pasaba el día en el palacio, donde comía con Hernán o el marqués, o con ambos, y regresaba al Rumor sólo para dormir. El marqués le había ofrecido alojamiento, pero Sesto había desarrollado una extraña añoranza por dormir sobre el agua, en el abrazo de roble del barco.

Transcurridas siete noches desde la prueba, a una hora tardía, después de que la campana de la guardia tocara la medianoche, había despertado con sobresalto y se había sentado en la cama al oír gritos. Había recogido un chafarote y había bajado corriendo por el pasillo iluminado por luz de las lámparas en camisón. Los alaridos procedían del camarote de Roque, y allí se habían reunido hombres soñolientos y alarmados, Ymgrawl estaba entre ellos.

—Quedaos atrás —le dijo Ymgrawl.

—Seguidme —ordenó Sesto con firmeza, y abrió él mismo la puerta.

Dentro del camarote de Roque Santiago della Fortuna, aún ardía una lámpara. A la luz de ésta, Sesto vio al flaco estaliano tendido en el suelo, envuelto en las sábanas, retorciéndose y arañando las tablas de la cubierta como si tuviera una terrible pesadilla.

—¿Roque? —susurró Sesto al mismo tiempo que empujaba a los hombres que se habían apiñado detrás de él—. ¿Roque della Fortuna?

Roque volvió a gritar, y el alarido se transformó en un gorgoteo. Quedó laxo, y luego miró a Sesto con ojos legañosos.

—¿Qué? ¿Quién viene?

—Has gritado, señor —replicó Sesto.

—¿Ah, sí?

—Sí, y fuerte, como si un demonio marino te tuviera entre sus pinzas al rojo vivo —intervino Ymgrawl.

—Volved a la cama —ordenó Sesto—. Tú también, Ymgrawl. Ve a soñar con pastas espolvoreadas de azúcar.

Los hombres se marcharon arrastrando los pies. Sesto cerró la puerta y sirvió dos vasos de ron de la botella que Roque tenía sobre la mesa, mientras el maestro de armas trepaba de vuelta a su cama. Sesto le entregó un vaso a Roque. El estaliano se masajeaba el hombro izquierdo, donde la garra del demonio se le había clavado en Isla Verde.

—¿Pesadillas? —preguntó Sesto.

—Pesadillas, sí —replicó Roque, y bebió—. Cada noche, al parecer, aunque ésta debe haber sido la primera en que me ha hecho gritar y despertar a la tripulación.

—¿Qué ves en esas pesadillas?

Roque negó con la cabeza.

—No tengo palabras para explicarlo, Sesto. No hay palabras que puedan hacerle justicia. Sangre, hay sangre. Pestilencia. Veo el futuro, creo. Fuego y espada, fuego y espada. Guerra generalizada. Y oscuridad. Una oscuridad tremendamente sofocante. ¿Es eso el porvenir, Sesto? ¿Una inhóspita oscuridad del futuro lejano en el que sólo hay guerra?

—No lo sé —dijo Sesto.

Roque se estremeció.

—Y lo peor de todo es la sequedad.

—¿Qué?

—En esa pesadilla; una sofocante sequedad de arena, polvo y vida disecada, como la tierra seca de una tumba antigua. Se me mete en la boca, la nariz, los oídos, me entierra, me entierra durante incontables siglos. Yo me arrugo y marchito; mis tendones se parten como leña. Tengo… sed.

—Pues sí que es una pesadilla. En las peores de las mías suele pasarme que descubro que estoy completamente desnudo en el Gran Baile de Verano, ante un millar de grandes de Tilea.

Roque rio para sí mismo.

—No le desearía mis pesadillas a nadie. —Volvió a frotarse el hombro—. Sesto —dijo—, creo que podría estar maldito.

—¿Maldito?, ¿cómo? —preguntó Sesto, inocente.

—Maldito por el demonio de Isla Verde. Por aquella cosa que era Reyno Mechón de Sangre. El Barco del Carnicero lo había transformado y él, a su vez, dejó su marca en mí, en lo profundo de mi carne.

—Tende te la quitó…

—La zarpa, no la maldición. Estoy condenado, Sesto. Cada noche me persiguen las pesadillas y me arrastran hasta la arena y el polvo seco. A veces me pregunto si no sería mejor que Luka me matara de un tiro, o me abandonara en algún atolón desierto donde no pueda hacerle daño a nadie más que a mí mismo.

Sesto volvió a llenar los vasos.

—Ymgrawl dice que hasta el último de nosotros está maldito. Dice que es el estado natural para hombres como nosotros.

Roque estudió a Sesto bajo la dorada luz de la lámpara.

—¿El bucanero dice eso? Bueno, es un perro viejo y un bribón, y antes tomaría yo una pizca de rapé tanto como de sal, que creerle una sola de sus palabras.

—Hasta ahora no me ha engañado —dijo Sesto en voz baja.

Roque se sentó, erguido, contra las almohadas.

—¿Así que crees que estoy maldito?

Sesto negó con la cabeza.

—Sólo estoy diciendo que Ymgrawl piensa que lo estamos todos, cada uno a su manera.

—¿Como Belissi, con sus «madre mía»? —Roque rio—. Nuestras vidas están atormentadas por la superstición y los amuletos, Sesto. Si Belissi se siente mejor cuando se hace a la mar sólo porque arroja una pierna falsa por la borda al embarcar, que tenga buena suerte. Algunos hombres prefieren llevar oro en una oreja, otros un granate en el dedo con que aprietan el gatillo y…

—Lo sé, lo sé. Entonces, tal vez algunas maldiciones son peores que otras.

Roque lo miró fijamente.

—¿Qué sabes tú?

—No sé si debería decirte esto —replicó Sesto, e hizo una pausa—. No; en realidad, creo que tengo que hacerlo.

—¿Qué?

—En Porto Real. Aquel horror con que nos enfrentamos en la mansión del gobernador.

—¿Qué pasa con eso? —preguntó Roque, en voz baja.

—Como estabas bastante drogado, no lo recuerdas, pero el monstruo también hizo presa en ti, como lo había hecho con nuestros hermanos de armas. Quería beber tu sangre.

—¿Me…, me mordió?

Sesto asintió con la cabeza.

—Lo hizo.

—Ya me extrañaba a mí. Tenía una herida abierta en el cuello. Pensé que me la habían hecho durante el combate de espada.

—No. Gorge te mordió y… te rechazó. Bramó que tu sangre estaba contaminada, estropeada. Hizo que vomitara.

Roque se puso de pie y se sirvió otro vaso de ron con mano temblorosa.

—¿Quién lo sabe? —le espetó.

—Yo y Sheerglas. Sólo nosotros dos, y no hemos hablado del asunto con nadie.

—¿Mi sangre es tan inmunda que un vampiro no quiso beberla? —preguntó Roque con voz distante.

—¿O demasiado noble, tal vez? —sugirió Sesto.

Roque sonrió ante el esfuerzo que hacía su interlocutor, pero la sonrisa se apagó en su rostro.

—Ahora dormiré, maese Sciortini. Vuelve a descansar. Por favor, te imploro que no hables de esto con nadie. Descubriré la medida de mi maldición y decidiré qué hacer. Sobre todo, no se lo digas a Luka. Necesito contar con su confianza.

—Lo entiendo.

Sesto dejó el vaso sobre la mesa y se encaminó hacia la puerta.

—¿Sesto?

—¿Sí?

—Con respecto a este asunto, si en medio de los golpes y estocadas me ves… vacilar o dudar…, por favor, haz que el tajo sea certero y limpio.

—Lo haré, Roque —prometió Sesto, y salió.

* * *

Diez días después de la prueba, Sesto se levantó y se vistió, y consideró la posibilidad de coger un carruaje para subir hasta el palacio. Pero sabía que Silvaro iba a regresar, así que se quedó por la zona de los muelles, observando cómo los armeros de la ciudad cargaban cañones, balas y barriles de pólvora a bordo del Demiurge.

Y así fue como se encontró con Guido Dedos Ligeros, cara a cara.

—Aún no hemos tenido la oportunidad de conocernos, maese Sciortini —dijo la voz.

Sesto se volvió y se encontró mirando a Guido y su séquito de tripulantes veteranos, que habían estado paseando por el muelle.

—Maese Dedos Ligeros. —Sesto le dedicó una reverencia.

Guido les hizo a sus hombres un gesto para que continuaran adelante, y se quedó con Sesto. Le tendió la mano derecha mutilada, y el de Luccini la estrechó con delicadeza.

—Mi hermano os da mucha importancia —comentó Guido, en tono de conversación.

—Sí, maese.

—Llamadme Guido, por favor. Aquí somos todos de la compañía. Tengo entendido que sois nuestro pasaporte hacia la amnistía y la recompensa.

Sesto se encogió de hombros.

—Sólo cumplo con mi cometido, tal y como me lo encomendó el príncipe de Luccini. No soy más que el testigo del cumplimiento del compromiso que entraña la patente de corso. No soy nadie especial.

Guido se echó a reír.

—Permitidme disentir, Giordano Paolo. ¡Ah, la expresión de vuestro rostro! Los secretos no se guardan durante mucho tiempo en una compañía de piratas, joven príncipe. Da buenos resultados tener espías en todas partes. Estas cosas las aprenderéis si os asociáis con sartosanos durante el tiempo suficiente. Pero podéis tener la seguridad de que no os deseo ningún mal. Vaya, pero si sois la mismísima mascota, el trofeo de nuestros empeños. ¡Sin vos, los Saqueadores no podremos reclamar nuestra grandiosa recompensa! Maese Sesto, no pongáis esa cara de vergüenza. Yo, y los hombres que están a mis órdenes, protegeremos vuestra vida con nuestra propia sangre, si es necesario.

—Os doy las gracias por eso, señor.

—Ya veo, ya veo. Bueno, Sesto, ¿qué pensáis del Demiurge?

Sesto miró el buque que estaba amarrado junto al muelle, y donde los armeros izaban barriles de pólvora que depositaban en brazos de los tripulantes que aguardaban en cubierta.

—Es un buque de guerra muy bueno, señor —dijo.

—¿Verdad que sí? —Guido sonrió—. Me encanta lucirlo. Disfrutaría llevándoos a recorrerlo. ¿Cenaréis conmigo esta noche, a bordo? He reclutado un cocinero bastante bueno en las cocinas del palacio, y ha prometido servir un buen cordero estofado, pan dulce con especias y langostas especiadas, en su concha, con crema.

—Bueno, eso es muy tentador, señor.

—¡Insisto! —dijo Guido—, insisto decididamente. Cenaremos a las ocho de la noche, al concluir el cuartillo. Por favor, espero que acudáis.

—Bien, en ese caso yo también iré —dijo Ymgrawl.

—No.

—¿No? ¿Por qué?

—Porque me ha invitado a mí como huésped de honor y tú… —La voz de Sesto se apagó.

—Yo no soy más que agua de pantoque. Eso lo entiendo, y muy bien.

—No es eso —protestó Sesto—. Es que puedo cuidar de mí mismo.

A todo lo largo del muelle titilaban lámparas encendidas cuando Sesto lo recorrió en dirección a la pasarela del Demiurge.

El sonido de jigas y animadas danzas salía de las tabernas que había a lo largo del muelle, de las que llegaban también sonoras risas como las últimas burbujas de aire de los labios de un hombre que se ahoga. La noche olía a grasa de cerdo, carnero asado, páprika y cerveza.

Al pie de la pasarela, lo esperaba Curcozo. El corpulento hombre le hizo una pequeña reverencia.

—Subid a bordo, señor —dijo con voz baja y melosa—. El capitán os espera.

Sesto siguió al primer oficial pasarela arriba, hacia las entrañas del Demiurge. De las cubiertas inferiores le llegaban voces de borrachos que cantaban, y el olor a humo de cocina recorría el pasillo de techo bajo. La cubierta antigua crujía bajo sus pies con las idas y venidas de la marea.

La zona de oficiales, dentro de la dorada popa, estaba iluminada con un centenar de velas y brillaba como el oro. A través de los ojos de buey no se veía más que la noche. Guido esperaba, junto con una docena de los veteranos del barco, todos con las copas en la mano. La luz de las velas destellaba en el cristal tallado. La mesa estaba tan perfectamente puesta como la de cualquier salón de banquetes de Luccini.

—¡Mi querido Sesto! —gritó Guido, y avanzó para ponerle en la mano una copa de cristal—. ¡Brindemos por el futuro! ¡Por las justas recompensas! ¡Por las grandes conquistas!

Sesto alzó su copa.

Silencioso como una sombra, Ymgrawl atravesó el muelle mientras desenvainaba su daga de curtidor y rodeaba con el dedo índice la hendidura profunda de la parte posterior de la hoja. Alzó los ojos hacia el Demiurge y lo estudió para determinar el mejor modo de entrar. Por el agujero del ancla, por ahí sería. Treparía hasta arriba y pasaría por encima del ancla de proa para entrar…

—¿Buscas algo?

Ymgrawl se volvió al mismo tiempo que levantaba la daga, pero Curcozo y su mallo de velero fueron mucho más rápidos.

* * *

Alberto Largo reía estrepitosamente de algo que había dicho Guapo Onofre. En la oscilante luz dorada, Sesto intentó recordar qué podría haber dicho este último. Le daba vueltas la cabeza. Demasiado vino, pero aunque le hubiese ido la vida en ello no recordaba que le hubieran vuelto a llenar la copa ni una sola vez.

Se levantó, inestable. La risueña cara de Guido flotó hacia él, luego la de Alberto, a continuación la de Kazuriband; después la de Onofre, y otra vez Guido.

—Me siento… —comenzó Sesto.

Más risas. Sesto cayó de bruces y volcó la mesa.

* * *

Tenían el trasero dolorido debido a las sillas de montar, y el polvo les recubría la garganta. Luka Silvaro rodeó a caballo el promontorio para entrar en Águilas cuando ya había oscurecido, con Casaudor a su lado; el capitán Duero y sus hombres iban rezagados.

El camino era polvoriento y en la maleza de los lados del camino cantaban las cigarras.

Desde el lomo del camino, Luka tuvo una buena vista de la zona portuaria de Águilas, titilante de luces. Incluso desde esa distancia oía vagamente los estribillos de la música de las tabernas que el cálido viento nocturno llevaba hasta él.

Algo iba mal. Era un sabor desagradable. Era…

Abajo, en el puerto, se produjo un repentino destello brillante, una descomunal inundación de llamas anaranjadas. Un momento más tarde, la detonación llegó hasta él por el aire.

Luka lanzó un grito y espoleó al cansado caballo para que bajara por el camino, impeliéndolo a galopar. Detrás de él, Casaudor y los miembros de la guardia costera hicieron otro tanto.

Las llamas iluminaron la zona portuaria, pero se apagaron de repente. Luka vio a su precioso Rumor contra el muelle, medio hundido. De la parte inferior manaban vapor y humo blancos y destellaban en el cielo nocturno. Había sólo dos barcos junto al muelle: la Zafiro y el maltrecho Rumor.

Luka miró hacia el este y vio que el Demiurge salía a buena velocidad de la bahía de Águilas, pasaba ante el anclado Fuego y se adentraba en el estrecho con todas las velas desplegadas, en dirección a las lunas ponientes.

—¡Guido! —chilló Luka—. ¡Bastardo! ¡Guido! ¡Voy a seguirte hasta el infierno por esto! ¡Hasta el infierno y de vuelta!