—Había esperado no volver a verte —dijo Silvaro.
Guido tragó y no respondió.
Silvaro se volvió a mirar a Silke, que apartó los ojos, incómodo.
—Sabías que se había escondido en tu barco, ¿verdad?
El patrón de la Zafiro frunció los labios, y luego asintió a regañadientes. Por las conversaciones de la tripulación, Sesto sabía que Silke había sido compinche de Guido, aunque en el fondo fuera un hombre ambiguo, que se contentaba con ponerse de parte de quien tuviera poder.
—Sí, señor —dijo—. Tú no dijiste nada de que no se le pudiera traer…
Silvaro asintió con la cabeza.
—¡Y sin embargo, previste mi disgusto lo bastante como para mantenerlo oculto!
Silke se encogió de hombros, y se puso a jugar con el extremo de una de sus primorosas coletas trenzadas.
—Me parece que siempre es buena cosa prever lo que harás, Silvaro —replicó—. Mira, ni siquiera esperaba que Guido quisiera venir con nosotros, después de que…, de que os pelearais. Pero me lo imploró. Me lo imploró de rodillas. Y a pesar del deber que tengo para contigo, a él me une un lazo de amistad. No vi nada malo…
—¿Ah, no? —dijo Roque, burlón.
Silvaro volvió a mirar a Guido.
—¿Es verdad lo que dice Silke? ¿Le imploraste?
—Sí, Luka —replicó Guido con una voz que parecía un graznido.
—¿Por qué?
—Es mejor esconderse en la sentina y continuar con la compañía que pudrirse como un vagabundo tullido en las callejas de Sartosa. Pensé que quizá, pasado el debido tiempo, una vez que hubiera progresado el viaje y tu humor se hubiera suavizado, podría salir y…
—¿Y qué? —le gruñó Silvaro a su medio hermano.
—Reunirme con la compañía como es debido —respondió Guido en voz baja.
Silvaro estalló en carcajadas, y algunos de los Saqueadores presentes se unieron a las risas.
—¿Haciendo qué, Guido? ¡No puedes halar cuerda, y ni siquiera hacerte cargo del timón, con los pocos dedos que te he dejado!
—Puedo empuñar una espada —dijo Guido.
—Eso es lo que me da miedo —replicó Silvaro, que ya no reía.
En torno a ellos se había reunido un grupo numeroso: Saqueadores y trabajadores de los muelles, algunos civiles, e incluso unos pocos miembros de la guardia costera, atraídos por la discusión en voz alta.
—Ponedle grilletes hasta que decida qué ha…
—Hay algo que puede hacer —lo interrumpió Roque.
Silvaro miró al delgado estaliano.
—¿Qué?
—Bueno, a mí no me cae nada bien, y confío aún menos en él, pero hay que reconocerle sus méritos —dijo Roque—. Guido es un patrón de barco bueno y capaz, y…
—¡Por el juramento de Manann! —estalló Silvaro—. ¿Estás sugiriendo que lo nombre capitán?
—Es diestro, y tiene mucho que demostrar —dijo Roque—. Mejor él que ese arenque idiota de sobrino que dices que el marqués intenta imponernos.
—¡Basta! —exclamó Silvaro—. No tendré en cuenta a ese gusano del estiércol para nada, para absolutamente nada, a menos que antes esté dispuesto a pasar la prueba.
La prueba —cuya sola mención hizo que Guido palideciera aún más— era, evidentemente, de una importancia tan enorme que los Saqueadores comenzaron a murmurar y jurar.
—¡Mañana! —declaró Silvaro—. ¡En la Zafiro! —Se oyó un coro de aprobaciones.
—¿Qué es esa prueba de la que hablas? —le preguntó Sesto.
—Una medida de confianza, valentía y fortaleza —replicó Silvaro, voluble—, que ensaya el temple de un hombre como un hojalatero ensaya el metal de un lingote…
—Muy bien, pero qué…
—Cualquier miserable que, como Guido, haya caído en desgracia con su compañía o tripulación, puede restablecer su condición sometiéndose a la prueba. Es el propio mar el que se convierte en juez. Si fracasa, se lo deja en manos de su destino. Si tiene éxito, se lo considera digno de confianza. Es una prueba en la que no se puede hacer trampa. El veredicto del mar siempre es certero.
—Sí, pero…
—Ven mañana con nosotros —dijo Silvaro— y podrás verlo por ti mismo.
* * *
A última hora de la tarde siguiente, mientras continuaban las reparaciones del Demiurge y del Rumor, la Zafiro se hizo a la mar. A bordo, junto con Silke, iban Silvaro, Sesto y una cuadrilla de hombres del Rumor como tripulantes.
Y Guido Dedos Ligeros. Con los brazos atados, se encontraba de pie y a solas en la cubierta de proa, temblando mientras miraba al mar, o tal vez al interior de sus más profundos pensamientos.
La balandra bogaba a buena velocidad. El final de la tarde era caluroso; el cielo tenía un color azul transparente, pero soplaba buen viento. El dorado casco de la Zafiro se deslizaba por el agua como un burel. Salieron de la bahía de Águilas al estrecho, y luego viraron al nordeste para seguir la costa a lo largo de unas cuantas leguas.
Al fin, cuando el sol apenas comenzaba a hundirse en el horizonte, Silvaro ordenó que echaran el ancla en una zona de aguas calmas situada a aproximadamente una milla de tierra firme. Sesto veía la línea de la costa, las arrugadas montañas cobrizas del interior de Estalia, las oscuras franjas de bosque y monte bajo. En torno a la balandra volaban en círculo aves marinas y se oía un suave chapoteo. El agua parecía casi violeta.
Comenzó la actividad, y Sesto observó la escena con creciente fascinación. Fahd los había acompañado, y había llevado a bordo varios barriles que hedían a despojos. Con ayuda de Curcozo, el robusto primer oficial de Silke, el anciano cocinero izó uno de los barriles con una cuerda que había pasado por encima de una verga, le agujereó el fondo con una lezna, y luego lo soltó para que se balanceara libremente por encima del costado de babor de la Zafiro. Comenzó a caer sangre. Los hombres de Silke hacían subir y bajar la cuerda por una roldana, a veces procurando que el barril descendiera lo bastante como para que se sumergiera. Un aceitoso hilo de sangre comenzó a teñir el mar.
Fahd se acercó a la borda con otros barriles, los abrió y empezó a sacar trozos de carne en mal estado con un pasador de cabo y a arrojarlos al mar.
Sesto cruzó el barco hasta la borda de babor y se asomó para mirar, con la nariz fruncida a causa del hedor a carne y sangre en mal estado.
—Allí —murmuró Ymgrawl, que estaba junto a él, y señaló con un dedo.
Había aparecido el primero de los peces carnívoros, atraído por la sangre. Formas oscuras convergían en el lugar en creciente número y se deslizaban por debajo del agua; algunas eran del tamaño de lanchas. De vez en cuando, se producía un chapoteo o una agitación en la superficie del agua; era cuando uno de los grandes peces disputaba con otro por un trozo de carne. Ocasionalmente, una gran aleta gris como la hoja de una espada hendía la superficie.
Fahd arrojó más carne, y el banquete comenzó a volverse frenético. El agua, teñida de rojo, hervía y se cubría de espuma. Colas y aletas aparecían con mayor frecuencia, girando y debatiéndose.
—Con eso bastará —ordenó Silvaro.
Avanzaron dos hombres que, armados con mazas, aseguraron un tablón en la borda con clavos de hierro, de modo que la mayor parte del tablón —unos cuatro palmos— quedara suspendida sobre las agitadas aguas.
—En el nombre de un dios… —murmuró Sesto, que comenzaba a comprender cómo sería la prueba.
Uno de los hombres de Silke, un estaliano pequeño y encorvado llamado Vinagre Bruno, sacó un tamboril y un palillo de hueso, y comenzó a tocar un ritmo animado. Algunos hombres rieron. Otros, como Silke, permanecieron silenciosos y con expresión grave.
Roque hizo avanzar a Guido. Ahora, Dedos Ligeros estaba temblando. Silvaro asintió con la cabeza, y el maestro de armas se acercó con una copa de balón que contenía jerez para que Guido pudiera templar sus nervios. El estaliano tuvo que llevarle la copa a los labios para que bebiera, porque Guido continuaba con los brazos atados.
Cuando la copa quedó vacía, Roque le hizo una reverencia a Guido y retrocedió. A continuación, Largo, el velero, avanzó para cubrir la cabeza de Guido con una capucha de sucia lona de vela, que le ocultó completamente la cara. Sesto oyó que Guido gemía. Con rápidos dedos firmes, Largo cosió la parte posterior de la capucha, hasta que toda la cabeza de Guido quedó encerrada en una bolsa de lona tan apretada que la tela se tensaba alrededor de la nariz y el mentón.
—¿Preparado? —preguntó Silvaro.
Guido asintió con la cabeza. Silvaro agitó una mano; y dos marineros muy musculosos avanzaron para levantar a Guido entre ambos y dejarlo de pie sobre el extremo del tablón, que se estremeció bajo su peso. Sesto tragó. El tablón era poco más ancho que los dos pies situados uno junto al otro. Guido osciló durante un momento mientras intentaba hallar el equilibrio, girando e inclinando los hombros porque no podía usar los brazos como contrapeso.
Vinagre Bruno batía el tamboril con más fuerza y rapidez. En el agua, los grandes y lustrosos peces carnívoros, vistos a medias y amenazadores, continuaban agitando la superficie y debatiéndose. Guido y su precaria tabla se encontraban a ocho palmos por encima de ellos.
—¡Va hacia su muerte! —jadeó Sesto.
—Sí, si es culpable —replicó Ymgrawl—. Tiene que ir hasta el final de la tabla, dar media vuelta y regresar. Si lo hace, es porque el mar lo ha declarado inocente y sincero. Si fracasa, entonces será porque el mar ha hallado deficiencias en él. Pero debe llegar hasta el final mismo de la tabla, ¿oís? Si gira para regresar demasiado pronto por haber calculado mal, también estará condenado, y Silvaro le meterá una bala de pistola en el pecho antes de que pueda volver a la cubierta.
Sesto no podía apartar los ojos de la temblorosa figura que estaba sobre el tablón.
—¡Venga, muévete de una vez! —gritó Silvaro.
Aumentó la urgencia del toque de tamboril, y ahora algunos de los hombres lo acompañaron con palmas.
Guido Dedos Ligeros dio el primer paso. El tablón se estremeció. Un segundo paso; Guido se inclinaba y giraba la cadera para mantener el equilibrio a pesar de la vibración del tablón y el balanceo del propio barco. Un nuevo paso, y otro frenético giro y ladeo de la cadera y los hombros. Cuanto más avanzaba Guido por el tablón, más descendía éste bajo su peso, y más exagerados se hacían los temblores.
Sesto miró hacia abajo durante un segundo, hacia las oscuras, agitadas aguas, a tiempo de ver unas fauces descomunales que atravesaban por un momento la espuma sanguinolenta, con enormes dientes dispuestos en hileras alrededor de la cavidad rosada. Luego, desapareció otra vez. Tres o cuatro aletas describían círculos por debajo del tablón como velas de barquitas de juguete.
Guido ya había recorrido las tres cuartas partes del tablón de la prueba. El lento avance se veía aún más ralentizado porque la plancha se inclinaba de modo significativo a medida que se aproximaba al extremo, y simplemente corría el peligro de resbalar por ella. Deslizaba los pies hacia adelante, poco a poco, sin despegarlos ya de la madera, tanteando con la punta de los pies.
—Va a detenerse —susurró Ymgrawl—. Si gira ahora, será demasiado pronto.
Como si sospechara lo mismo, Silvaro había desenfundado una pistola de rueda y la había armado. Pero el tamborileo de Vinagre Bruno continuaba a ritmo frenético, como el pulso de un corazón acelerado, y Guido siguió, esforzándose por mantenerse de pie.
A poco más de un paso del final del tablón, Guido resbaló. Una ola especialmente alta había mecido a la Zafiro, y el movimiento se había transmitido, amplificado, al hombre que se encontraba en el extremo de la plancha curvada. Guido perdió el equilibrio. Hizo una corrección exagerada con los hombros, y luego comenzó a ladearse en el sentido contrario. Así pues, desplazó el pie izquierdo por instinto con la intención de estabilizarse.
Pero debajo del pie izquierdo no había nada.
Por un segundo, osciló. Los hombres guardaron silencio. Incluso el tamborileo cesó.
De algún modo, Guido logró corregir el movimiento; desplazó el peso, y con un pequeño saltito lo descargó de nuevo en el pie que tenía sobre el tablón. El saltito le imprimió un cimbreo peligroso al tablón, pero Guido volvió a apoyarse en los dos pies y permaneció erguido.
De la cubierta se alzó una descarada aclamación, y Silvaro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para manifestar su respeto. Guido se quedó quieto, esperando a que cesara el cimbreo, concentrado en mantener su tenue equilibrio.
Le quedaba un solo paso. Una vez más, Guido pareció estar a punto de dar media vuelta, pero el ansioso tamborileo volvió a comenzar para animarlo, y él dio el último paso.
Estaba justo al final del tablón. Lentamente, levantó el pie derecho para avanzar.
Todos contuvieron el aliento; incluso el tamborileo se hizo más lento, convertido en nada más que un repique expectante, suave.
Guido retiró el pie y lo apoyó nuevamente junto al otro, para luego volverse con lentitud, arrastrando los pies, hasta quedar de cara a la Zafiro. Otra aclamación. Comenzó a recorrer el tablón para regresar a la nave.
El recorrido de vuelta no estaba exento de riesgos. Por dos veces se balanceó peligrosamente cuando una ola hizo guiñar al barco. Pero Guido conservó el equilibrio, y al fin cayó del tablón hacia los brazos de los marineros que lo esperaban en cubierta.
Hubo mucho canto y vocerío, se sacó ron y se brindó por el nombre y la suerte de Guido. Elegante cogió su pífano y Alberto Largo su violín, y se pusieron a tocar una alegre y estridente tonada al ritmo del tamboril de Vinagre Bruno.
Roque cortó las ligaduras de Guido, y Largo rajó la capucha de lona y se la quitó. Guido tenía la cara pálida como la de un muerto, y el pelo lacio y pegoteado al sudoroso cuero cabelludo. Cogió el vaso de ron que Silke le puso en la manaza, y se lo echó al coleto, cosa que repitió cuando volvieron a llenárselo. El tercer vaso lo levantó hacia Silvaro, que le devolvió el brindis con un reacio asentimiento de cabeza. Luego, Guido se acercó a la borda con una botella de ron, la arrojó al mar como ofrenda de agradecimiento y les escupió a los peces carnívoros que había abajo, a los que se les había negado su carne.
Así fue como Guido Dedos Ligeros se convirtió en patrón del Demiurge.