El día siguiente amaneció despejado y con brisa. Sesto despertó temprano, pero se encontró con que la zona portuaria de Águilas ya hervía de actividad. Cuadrillas de carpinteros de navío, veleros y obreros habían llegado con carros de herramientas y carretas cargadas de roble curado, tablas de pino y abeto verdes, calderos de brea y balas de pelo de caballo alquitranado. Las grúas habían comenzado a descargar los materiales, y el aire resonaba con los gritos de los hombres y el golpeteo de martillos y mallos. En la brisa flotaba olor a serrín caliente y brea hirviendo.
Sesto se echó sobre los hombros una capa ajustada y recorrió el muelle, observando los trabajos de reparación. En lo alto del cordaje del Demiurge y del Rumor, por entre las jaretas falsas y las velas, trepaban cuadrillas de hombres que parecían siluetas de monos ante el telón de fondo del cielo brillante. Estaban bajando hasta la cubierta de los barcos decenas de metros cuadrados de velas agujereadas y quemadas, y volvían a empalmar los cabos rotos o los enrollaban. A lo largo del muelle, los abastecedores ya habían comenzado a apilar los barriles de carne salada, galletas y frutos secos que pronto los estibadores trasladarían a las bodegas. Sesto vio a Fahd de pie en medio de un grupo de comerciantes independientes, probando las especias que habían llevado en sus carros de mano, regateando el precio de la canela, la nuez moscada, el clavo y la pimienta blanca. En otro lugar, Benuto y el muchacho, Gello, examinaban la calidad de los tablones para la cubierta, y Vento supervisaba a un grupo de hombres que desenrollaban cuerda nueva sobre las losas de piedra del suelo y la medían a pasos.
Al otro lado del muelle, Silvaro, Roque, Silke y Casaudor tanteaban a los primeros aspirantes para la nueva tripulación. La noche anterior, los hombres del capitán Duero habían hecho una redada en tabernas y burdeles, y habían reunido tantos marineros potenciales como habían sido capaces de encontrar. Algunos de los reclutas parecían marineros experimentados, si bien un poco mayores. El resto no eran más que jóvenes de aspecto asustado.
Tras esquivar una carreta que llevaba nuevas protecciones para sustituir los paveses dañados del Rumor, Sesto vio a Ymgrawl. El viejo bucanero estaba sentado sobre un montón de cuerda de cáñamo y comía algo que sacaba de una bolsita de muselina.
Sesto se le acercó. Ymgrawl estaba desayunándose con pequeñas pastas retorcidas y espolvoreadas con azúcar. La llegada de los tres barcos había hecho acudir a una muchedumbre de comerciantes a los muelles, ansiosos por ganar algo de dinero con las tripulaciones acabadas de desembarcar. Zapateros remendones, sastres, afiladores, músicos, caldereros y unas cuantas alcahuetas se habían congregado a lo largo del costado de tierra de los muelles y habían creado un ruidoso mercado ad hoc. Los que hacían más negocio eran los vendedores de comida y bebida: los bodegueros, los pasteleros, los cocineros ambulantes y las fruteras. Tras haber pasado un largo período de tiempo comiendo magras raciones de marinero, los Saqueadores acudieron a ellos en multitud, ávidos de las delicias de la caña de azúcar, las naranjas y los panes dulces, las tentaciones que se les habían presentado en sueños una noche tras otra.
Ymgrawl comía las pastas con una expresión que lindaba con una beatífica satisfacción. Sesto sonrió al ver que, de hecho, había lágrimas de placer en los ojos del bucanero. Para alguien que moraba en tierra firme, aquellas pequeñas pastas serían algo cotidiano y carente de importancia, un tentempié para una persona golosa. Pero para los rudos perros del mar abierto eran maravillas, tesoros extraordinarios sin comparación, lujos que un Saqueador podía probar unas cuantas veces en la vida.
Ymgrawl vio que se acercaba Sesto y, a regañadientes, le ofreció la bolsita.
—Gracias, no. Ya he comido —mintió Sesto que no tuvo corazón para privar al bucanero ni de una sola de aquellas exquisiteces.
Ymgrawl se puso de pie, y mientras acababa el desayuno, echó a andar por el muelle con Sesto.
—Están reclutando nuevos tripulantes —observó Sesto.
—Sí —replicó el bucanero. Desaparecidas todas las pastas, estaba pasando los mugrientos dedos por las costuras de la bolsita para recoger hasta el último grano de azúcar cristalizado—. Pero necesitarán un capitán.
—Pensaba que sería Casaudor o Roque.
Ymgrawl negó con la cabeza.
—Habéis pensado equivocadamente. Silvaro no se separará de su primer oficial ni de su maestro de armas. Buscará en otra parte.
Pasaron junto al viejo Belissi, el maestro carpintero. Había instalado un pequeño banco de trabajo sobre el muelle, y estaba cepillando un bloque basto de madera de pino, canturreando mientras trabajaba. Sesto vio que el anciano daba forma a otra tosca copia de su pata de palo, idéntica a la que había arrojado al mar como ofrenda la mañana en que habían partido de Sartosa.
—¿De qué va eso? —susurró Sesto a Ymgrawl.
Lamiéndose los labios, el bucanero había estado mirando fijamente a los comerciantes que había en el muelle, pensando en si comprar o no una segunda bolsita de pastas. Tras volverles la espalda, sacó la pipa de arcilla y metió olorosas hojas negras dentro de la cazoleta.
—¿Belissi? ¿Él? —murmuró Ymgrawl—. ¡Ah!, la vieja maldición, esa que lo ha perseguido.
—¿Maldición? —repitió Sesto.
Con sobresalto, se dio cuenta de que había tocado la empuñadura de hierro de su espada para protegerse de la mala suerte. ¡Con qué facilidad se infiltraban en su sangre las costumbres de los Saqueadores!
Ymgrawl asintió con la cabeza mientras encendía la pipa con una cerilla de sebo que había prendido en el brasero más cercano.
—Todos estamos malditos, vos y yo, y todos los hombres que van con nosotros. Así es como el mar considera a la gente como nosotros. Pero Belissi está más maldito que la mayoría. Durante su primer viaje, hace muchos años, su barco fue destrozado por un pez dragón.
—¿Un qué?
Ymgrawl se encogió de hombros.
—Una bestia del mar, un leviatán. Los mares son profundos, os lo advierto, y muchos son los escamosos monstruos que acechan allí abajo, en la corte del Rey Muerte: la ballena toro, el kraken, la serpiente, el lagarto marino. Y a menudo se despiertan y ascienden para causar estragos en las aguas de la superficie. Algunos son tan grandes que los hombres los confunden con islas, desembarcan en ellos y encienden fuego. Algunos son poderosos devoradores de barcos. Que se os conceda, Sesto, que vuestro barco jamás se estrelle contra uno de ellos.
—¿Has visto alguno? —preguntó Sesto.
—En mis tiempos, sí. Dos veces. A mucha distancia. El cornudo lomo de una serpiente que rompió la superficie. Y también una cosa de muchos brazos viscosos, cada uno más largo que un mástil alto. No me atreví a acercarme más.
—Pero ¿Belissi sí se atrevió?
Ymgrawl exhaló una nube de denso humo en torno a la boquilla de la pipa.
—Eso hizo. Un pez dragón. Los hombres de su nave lucharon contra el monstruo. Y el propio Belissi lo ensartó con un arpón que lo hirió de muerte en las entrañas. Fue un héroe, y muy aclamado por sus compañeros.
—¿Y? —preguntó Sesto.
—Apenas acababa de hundirse el pez dragón, que había manchado el mar con su sangre rancia, cuando el agua volvió a agitarse, ensangrentada y todo, y la madre del pez dragón salió a la superficie para vengarlo.
—¿Qué estás diciendo? —Sesto parpadeó—. ¿La madre del monstruo?
—¡La madre del monstruo, sí! —Ymgrawl se sacó la pipa de la boca—. Era nueve veces más grande que el primero, y estaba ávida por vengar a su hijo. Su furia pilló al barco de través; sus terribles fauces devoraron a un hombre tras otro. Belissi fue el único superviviente; quedó flotando sobre un trozo de madera después de que la madre le hubiera cortado la pierna. Por milagro fue recogido y salvado. Por eso hizo de la carpintería su oficio, para pasar el resto de la vida trabajando con el material que lo había salvado de ahogarse. Pero sabe que un día la madre regresará para cobrar el resto de la deuda. Esa es su maldición, así que hace una ofrenda cada vez que se hace a la mar desde tierra firme. Una pierna, para apaciguar a la madre que mora en el mar, hecha con la preciosa madera que le protegió la vida.
—Entonces, ¿eso es… «madre mía»…? —preguntó Sesto, con total seriedad—. He oído a otros de la tripulación bromear y burlarse a expensas de Belissi, como si nadie creyera una palabra del asunto.
—Sólo los necios lo creerían —dijo Ymgrawl.
Sesto se sobresaltó y vio que el viejo bucanero le hacía un guiño.
—¡Ay, pedazo de diablo! ¡Te había creído, sinceramente!
Ymgrawl rio entre dientes.
Oyeron que estallaba una conmoción en la parte baja del muelle, y se apresuraron a acudir al sitio para averiguar de qué se trataba. Habían llamado a Silvaro, y los oficiales superiores lo acompañaban. Benuto, el contramaestre, con su informe sombrero y su casaca roja, descendía por la plancha de abordaje de la Zafiro, seguido por dos Saqueadores que llevaban sujeto a un tercer personaje.
—Lo encontramos escondido en la caja de cadenas, por así decirlo —le dijo Benuto a Silvaro—. Lo olimos, más bien. Hace algún tiempo que está ahí.
Los dos tripulantes arrojaron al cautivo al suelo para obligarlo a arrodillarse. El mugriento hombre cayó con fuerza, como si no hubiera sido capaz de parar la caída con las manos.
—Por el juramento de Manann —dijo Silvaro.
El hombre alzó la mirada hacia él; tenía el rostro sucio, delgado y pálido.
Era Guido Dedos Ligeros.