Los dos hombres salieron a grandes zancadas por las altas puertas laterales del regio salón, al amurallado jardín de flores del otro lado. El resto de integrantes de la refinada compañía, desconcertados la mayoría, se levantaron de la mesa y los siguieron. En la cara de Juan Narciso había un ceño fruncido de inquietud.
Sesto se adelantó a paso ligero y dio alcance a Silvaro.
—¡En el nombre de los dioses, detén esta necedad! —le susurró con tono apremiante.
—Demasiado tarde —replicó Silvaro.
—Soy un príncipe. Podría ordenarte que detuvieras esto —dijo Sesto.
—Podrías intentarlo —admitió Silvaro.
—¡Te ordeno que detengas esto ahora mismo! —gritó Sesto.
—Vaya, fíjate —replicó Silvaro sin dejar de caminar—. No ha funcionado.
Silvaro y Hernán llegaron al centro del jardín de flores, una zona pavimentada que bañaba la brillante luz solar, con un pequeño reloj de sol en el centro. El aire era tibio y embriagador a causa del perfume de las brillantes flores de los parterres de alrededor.
—¿Os acomoda aquí? —preguntó Hernán.
—Me acomoda —replicó Silvaro.
Los huéspedes y señores del banquete se apiñaron en los senderos del jardín, detrás de los parterres y los setos bajos. Algunos se habían llevado la copa de vino consigo.
Hernán se quitó la media armadura y le arrojó las piezas a un soldado que aguardaba. Luego, desenvainó el sable y ejecutó unos cuantos tajos de práctica en el aire. Era una excelente arma, una espada estaliana tan buena como la de Roque Santiago della Fortuna.
Silvaro se quitó la casaca, que le entregó a Sesto, y después se volvió a mirar a los nobles que los miraban.
—¿Podría molestar a una de vuestras mercedes para pedir una espada? Parece que nunca llevo una encima cuando se presenta un duelo.
El capitán Duero, de la guardia costera, desvió los ojos hacia el marqués de Águilas, que asintió imperceptiblemente con la cabeza; entonces, desenvainó su sable y se lo ofreció a Silvaro, con la empuñadura por delante y apoyado en el otro brazo.
Silvaro lo aceptó.
—Gracias, capitán —dijo al mismo tiempo que inclinaba la cabeza.
Entonces comprobó el peso y el equilibrio del arma. Una buena arma, de las que se entregaban al entrar al servicio de la guardia. Una arma profesional, aunque ni remotamente tan buena como la que empuñaba Hernán.
Silvaro pasó con cuidado por encima de uno de los parterres sin pisar las flores, le quitó a uno de los huéspedes la copa de vino, bebió un sorbo y se la devolvió.
—Gracias, señor. Estaba un poco seco.
Se volvió para encararse con Hernán, que permanecía a la espera, con la espada sujeta en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al suelo.
—¿Listo?
Hernán asintió con la cabeza.
Silvaro desvió los ojos hacia el marqués.
—¿Mi señor?
—Comenzad, si así ha de ser —dijo Narciso. Su excelencia desvió los ojos hacia el chambelán que tenía a su lado, y añadió—: Ve a buscar a un sacerdote.
Silvaro se aclaró la garganta y movió los hombros para liberarlos de toda tensión.
—No intervengas —le dijo a Sesto—. Si muero, el barco es tuyo.
Sesto retrocedió hasta el otro lado de los parterres, sacudiendo la cabeza.
—Muy bien, pues —dijo Silvaro, adoptando una postura de combate—. En guardia.
Hernán arremetió, y las espadas chocaron una contra otra tres veces, rápidas como serpientes que atacaran. Silvaro rompió el contacto para moverse en círculo, y volvieron a trabarse en combate, estocando y parando con las espadas a una velocidad tal que era difícil seguirlas. El tintineo del metal contra el metal sonaba como una campanilla de mano agitada furiosamente. Tal fue la velocidad y la destreza desplegadas por los dos hombres que cuando se separaron para moverse en círculo por segunda vez los espectadores se pusieron a aplaudir.
Con un ligero saltito en el paso, como un bailarín, Silvaro se movía en círculos por el pequeño jardín, asegurándose de no cerrarse ninguna vía de escape por acercarse demasiado al reloj de sol. Ya tenía la frente perlada de sudor. Hacía calor bajo el sol directo del mediodía. Hernán parecía tan frío como el hielo, y seguía a Silvaro paso a paso.
Silvaro se lanzó entonces al ataque con un tajo dirigido hacia el lado derecho de Hernán, y esto llevó al intercambio de golpes más largo que había habido hasta ese momento. Diecisiete golpes intercambiados en cuatro segundos, espada resbalando contra espada. Silvaro transformó su última media parada en una estocada larga que deslizó su sable por la hoja del arma de Hernán, y a través de la guarnición de media cazoleta. No obstante, en el último segundo, Hernán giró de modo brillante la muñeca hacia fuera y hacia arriba, y apartó a un lado la punta de la espada de Silvaro. Éste tuvo que saltar hacia atrás para evitar ser atravesado por la estocada de respuesta.
Volvieron a caminar en círculo, el uno frente al otro. Silvaro respiraba agitadamente.
—Os felicito, capitán —dijo Silvaro—. Tenéis buena mano y mejor ojo. Os habéis leído a Bresallius.
—De cabo a rabo.
—Y habéis estudiado a De Poelle.
—Yo estudié con De Poelle —replicó Hernán.
—¡Ah!, vaya, entonces tengo problemas, ¿verdad? —dijo Silvaro.
—¿Con quién, si puedo preguntarlo, habéis estudiado vos? —preguntó Hernán.
—¿Con quién he estudiado? —Silvaro rio—. Principalmente, con fuego enemigo.
Volvieron a cruzar las espadas, y sonaron cinco golpes agudos de barridos altos, antes de que las espadas se deslizaran la una a lo largo de la otra hasta quedar las guardas trabadas, y ellos se pusieran a empujar y forcejear como luchadores.
La destreza de Hernán era ideal para los juegos de esgrima, pero el tamaño y la fortaleza de Silvaro tenían la ventaja en una competición más física. Empujó con un hombro a Hernán, que se vio obligado a retroceder y separarse del contrincante de un modo torpe y frenético, y en la precipitación estuvo a punto de colisionar con el reloj de sol.
Una vez más, se pusieron a moverse en círculos el uno frente al otro. A Sesto le pareció que Silvaro se movía ahora con mayor lentitud. El estaliano aún se mostraba enérgico y veloz, vigorizado, pero Silvaro parecía enlentecido. Estaba claro que había confiado en que si se trataba con su adversario y reducía el combate a la fuerza bruta, ganaría. Hernán no volvería a dejarse engañar para trabarse en lucha por segunda vez.
—¿Sabéis? —dijo Silvaro mientras se pasaba el dorso de la mano izquierda por la frente empapada de sudor—. Había olvidado prácticamente del todo aquel día de los estrechos de la Gorgona, hasta que lo mencionasteis.
—No me sorprende, pirata —contestó Hernán, ceñudo—. Han sido muchos los barcos que habéis dejado en llamas en vuestra estela.
Silvaro se encogió de hombros.
—Puede ser, pero ahora me vuelve a la memoria. Fue toda una refriega, por lo que recuerdo. Soplaba viento, uno del oeste bastante fuertecillo.
—Del sudoeste —lo corrigió Hernán.
—Sí, tenéis razón. Ideal para un largo recorrido por los estrechos. Y vos estabais al acecho. El Scalabra. Era un bastardo grande ese barco.
—Era una hermosa máquina de guerra, dispuesta para hundir a los mal nacidos como vos.
Hernán arremetió y obligó a Silvaro a ejecutar una doble parada que hizo saltar chispas de los filos de las espadas. Silvaro hizo una finta y entró a la mitad inferior derecha del contrincante con un vertiginoso tajo descendente ejecutado con la punta, que arrancó exclamaciones ahogadas a los presentes pero que fue bloqueado completamente y desviado por la ágil mano de Hernán.
—Supongo, entonces —dijo Silvaro—, que se impone una pregunta… ¿Por qué no hundisteis a un perro mal nacido como yo?
Hernán entrecerró los ojos, pero no replicó.
Las espadas volvieron a destellar en combate, y el tintineo del choque de las hojas se desplazaba al moverse ellos en círculo.
—A fin de cuentas —dijo Silvaro sin aliento—, me superabais en piezas de artillería y velocidad, y me habíais pillado con el viento en contra. Pero al acabar el día erais vos quien estaba el llamas.
Hernán gruñó de furia apenas contenida y arremetió contra Silvaro. Las espadas tintinearon una contra otra, quince golpes, veinte. Desesperado, Silvaro apenas lograba parar cada estocada y tajo. Más por suerte que por destreza, el pirata mantuvo a distancia el arma del estaliano, e intacta su propia piel.
Interrumpió el combate una vez más, pero Hernán continuó adelante. Un sable tintineó contra el otro. Hernán pivotó hacia adelante, atravesó la defensa de Silvaro al avanzar medio paso y estocar con rapidez, y luego desvió la hoja lateralmente para decapitarlo.
Sesto hizo una mueca. Silvaro retrocedió, esquivó el tajo al inclinarse como si le hiciera una reverencia a un emperador o a una pareja de baile, y el ataque falló. Empuño el sable hacia arriba, y Hernán tuvo que ceder terreno mientras se defendía de las largas estocadas con tres ansiosos golpes bajos de su acero damasquino. Durante un segundo, toda gracilidad y destreza se habían evaporado, y la lucha se había transformado en algo brutal y sucio.
—Aquella tarde tuve sólo una oportunidad, capitán Hernán —tronó la voz de Silvaro—, de remontar el viento y luego virar por redondo por detrás de vuestra popa antes de que vuestros cañones pudieran apuntarme. Pero vos ya lo sabíais. Os acercasteis mucho y arriasteis velas para cortarme el paso. Fue una maniobra brillante.
Un sable rebotó contra el otro. Hernán hizo dos paradas extendidas para apartar a un lado la decidida punta del arma de Silvaro.
—Pero os aproximasteis demasiado de través, demasiado pronto. Fuisteis ambicioso, temerario. Es algo que admiro en un hombre. Fue valentía marinera. Sólo los mejores de los mejores podrían haberse adelantado a vuestras intenciones, y también el mejor de todos ellos superaros en la maniobra.
Silvaro volvió a cambiar el ángulo del arma para dirigir un tajo a la parte superior derecha del cuerpo de Hernán, lo que obligó al estaliano a desplazarse a la izquierda y alzar la espada para defenderse.
—Pero eso es lo que yo soy, capitán Hernán.
Desplazado hacia la izquierda, Hernán se encontró, de repente, con que él y el reloj de sol querían ocupar el mismo espacio. Se estrelló contra el artificio y cayó.
Silvaro saltó, alejó la espada de Hernán de una patada y colocó la punta de su sable contra la garganta del capitán caído.
—Os dejé en llamas, sí, pero también podría haberos hundido hasta el fondo del mar si así lo hubiera querido. Ese día os perdoné la vida, Hernán, porque sentí admiración por vos y vuestra destreza.
—Que los dioses me acojan… —jadeó Hernán.
Silvaro presionó la punta del sable prestado contra la tráquea de Hernán hasta hacer manar una gota de sangre rojo brillante. Luego, apartó el arma.
—Por eso os perdoné la vida entonces, y por eso os la perdono ahora. Con el Barco del Carnicero suelto por ahí fuera, sois un guerrero demasiado bueno como para perderos.
Silvaro cambió el sable a la mano izquierda y le tendió la derecha a Hernán.
—No quiero caeros bien, capitán Hernán. Pero parece que esta temporada estamos en el mismo bando. ¿Qué decís? ¿Podemos dejar a un lado nuestra disputa, por el momento?
Hernán aceptó la mano de Silvaro y permitió que tirara de él para ponerlo de pie.
Silvaro se volvió a mirar a los espectadores que rodeaban el jardín.
—¡El espectáculo ha acabado! —gritó—. ¡Se reanudan la comida y la bebida!
En el jardín estalló un sonoro aplauso.
—Siempre nos quedará el año que viene —susurró Hernán a Silvaro.
—Estoy deseando que llegue, capitán —replicó Silvaro—. Un ajuste de cuentas. Podéis contar conmigo. Sólo espero que aún estemos vivos los dos para verlo.
—¿El Barco del Carnicero? —dijo Hernán.
—El Barco del Carnicero, señor, en efecto.